—Ese mamarracho no lo pintó García Curten —dije yo.
Claro que no lo había pintado García Curten. Lo había pintado una infradotada que, a su vez, parecía pintada por García Curten. Tenía un ojo caído y le faltaba un dedo. Moraes había entrado en esa galería pero nunca pasó de la primera sala. Había una exposición
naïve
. Vio en una de las paredes ese cuadro y quedó hipnotizado. Acá intercaló una pregunta que yo no supe contestar. Me preguntó si a mí me parecía normal que él, el gordo doctor Moraes, tuviera a veces la compulsión de entrar en una galería de pintura, en una sala de conciertos. Yo iba a contestarle que por lo menos no tenía la compulsión de leer los libros que le regalaba, pero me callé. Había algo de cierto en lo que estaba diciendo; Moraes tenía una especie de amor larval por la belleza. Lo que no entendí es qué quería demostrarme. El caso es que Moraes estaba tan hechizado por ese cuadro que cuando la autora se acercó a preguntarle si le gustaba, dijo que no, que se trataba de otra cosa, menos mal que de inmediato agregó que quería comprarlo. Le costó una fortuna. Lo demás había sido un malentendido gigantesco y más bien cómico. Moraes preguntó a la mujer dónde se había inspirado para pintar aquello, cómo se llamaba ese lugar. Ella dijo que ese lugar era ninguna parte. O acaso ella misma. Los artistas, le dijo a Moraes, se inspiraban en paisajes interiores, tomaban un arbolito de acá, unas vacas de allá, evocaban un cielo perdido en los pliegues de la infancia y luego, gracias al sufrimiento y al genio, inventaban cosas. «Pero yo conozco este lugar», me dijo Moraes que le había dicho al esperpento, «mi tía me lo describió mil veces». La pintora parecía estupefacta y conmovida. Le dijo a Moraes que la fía y ella debían ser espíritus gemelos o que quizá, y esto era lo más probable, el arte había conseguido una vez más su objeto, imitar la realidad.
—Tan tan descaminada no andaba —observé—. Leonardo decía casi lo mismo.
—Total que compré el cuadro y volví a la Argentina —continuó Moraes sin enterarse de mi comentario—. Cuando se lo mostré a tía Teresa, sabes qué hizo. Lo miró un rato sin dar la menor muestra de emoción, sin entender siquiera qué se esperaba de ella. Y al fin dijo que era un mamarracho.
—Tampoco ella andaba tan descaminada —creí pensar.
—¿Cómo? —dijo Moraes.
—Que sigas, por favor.
—No se acordaba de nada, por más que insistí y di vueltas no parecía recordar nada. «¿Qué viene a ser?», me preguntó, «¿por qué está todo tan amontonado?» Dijo que nunca había visto una tarjeta postal tan grande. Me había descrito ese lugar veinte veces, y no sólo eso, hace unas semanas volvió a temar con las medallas y con el año que pasamos juntos, y cuando yo le pregunté cómo era ese pueblo, lo describió otra vez. No sólo lo describió, me dijo: «Era casi igualito a ese tarjetón que Bartolo me mandó de Europa, ¿dónde lo metí?» Hablaba de la pintura, claro, creía que…
—Me doy cuenta —dije.
—Te das cuenta de lo superficial —dijo violentamente Moraes—. Te das cuenta de que la tía confunde las cosas, no de lo que a mí me pasa. Oíme. Te juro que ese pueblo, lo haya inventado o no la tipa de Barcelona, existió en mi vida. Existe. Detrás de esa arboleda, ves, ahí había un aljibe. En mitad de la calle. Un aljibe público. Esos detalles no se inventan, por qué me miras.
—No veo ningún aljibe, Moraes.
—Yo tampoco lo veo, no en el cuadro; pero sé que estaba allí. Todo esto te parece una locura, una conversación de borrachos.
Le dije que no. Se lo dije con sinceridad, pero daba lo mismo; Moraes siguió hablando hasta el amanecer.
Cuento esto como si hubiera ocurrido en una sola noche incesante. Fueron varias, gritadas y caóticas. La teoría de Moraes era sencilla. Hay momentos en la vida de un hombre que son como encrucijadas secretas. Como desvíos. Sólo que nadie lo sabe. Uno elige este camino o aquél, y a veces se equivoca. Pero estoy contando mal. Moraes en realidad no creía que nadie eligiera nada, y no pensaba en los hombres en general, pensaba en él. Él se había equivocado. Y tal vez algo peor. Alguien, o algo, sin que Moraes pudiera intervenir, había decidido por él. La tía Teresa estaba del lado correcto del desvío. Desde allí le hacía señas, siempre se las había hecho; señas que cada vez se volvieron más tenues, menos comprensibles. Hasta que al fin ella misma lo olvidó todo. Al principio, cuando Moraes tenía entre diez y quince años, la transformación completa no se había operado. Y de ahí los recuerdos dobles. Creo que él pensaba algo así.
—Mira —me dijo—. Mira bien esto.
Sacó de un cajón del escritorio una fotografía que reconocí de inmediato. Era nuestra división, en segundo año Nacional. Me pidió que le dijera cuál de esos adolescentes era él. Confieso que me dio mucho trabajo encontrarlo, aunque sabía perfectamente dónde estaba. Era casi imposible vincular a aquel muchacho delgado, algo borroso, de aspecto ausente, con este sólido Moraes a quien me habitué a mirar en los últimos veinte años. Era él, por supuesto. Sólo que éste de ahora parecía haberse ido construyendo de cualquier modo alrededor del otro.
—Supongo que sos éste —dije molesto; sabía que era él, lo que me molestó fue haber pensado «supongo» y no habérmelo callado—. Estás al lado mío.
—Supones —dijo Moraes—. Lo sabes perfectamente; éramos muy amigos en ese tiempo. Sabes que
debo ser
ése, pero no podes concebir que ése haya llegado a ser yo. Porque, decime: ¿cómo se llega a esto? ¿Cómo llegué a pesar 120 kilos? ¿Cuándo dejé de quererla a Elisa? ¿Cómo hice para estudiar abogacía y cuándo empezó a gustarme, si yo detestaba hasta Instrucción Cívica? Escúchame, ¿te acordás de la
Sinfonía en gris mayor
. El mar como un vasto cristal azogado, Y todo lo demás. Miré los muros de la patria mía. Serán ceniza, mas tendrán sentido. Aljaba, almena, almohada, esas palabras vienen del árabe. En todo el idioma castellano hay una sola vocal larga. La «i» de pie. Pie del verbo piar. Ésas eran las cosas en las que me gustaba pensar. ¿Te acordás o no te acordás? Eras mi amigo, eras mi amigo justamente porque a los dos nos gustaba. Silencio sonoro, Dios mío. Silencio sonoro. Hablábamos noches enteras hasta la madrugada, hablabas vos, porque yo ni siquiera tenía facilidad de palabra. Polvo enamorado, a la caza le di alcance, oh y esta noche el viento no sé qué ritmo tiene. Yo era así. Contéstame, carajo.
—No exageres —dije—. Yo también, en algún momento, hice las cosas mal. Nos pasa a todos. Yo también cambié. Ese adolescente que está ahí tampoco tiene mucho que ver conmigo.
—Estás hablando de otra cosa —dijo Moraes—. Estás hablando del fracaso, o de la vejez. Claro que cambiaste. Pero cambiaste en tu misma dirección. Sos un bibliotecario de morondanga que se está quedando calvo y se emborracha en el Club Social los fines de semana; no es un destino brillante, y hasta es mucho menos brillante que el mío. He sentado precedentes jurídicos que figuran en tesis, he ganado juicios imposibles. Me invitan a Europa. Pero yo te miro ahí y te miro acá y digo es él, él a la caza le dio alcance. Y si no le dio alcance es porque no quiso o no lo intentó. A vos no te robaron tu vida. Vos, en todo caso, la estropeaste solo. Y no sé, no sé. Yo creo que a todos nos roban la vida.
—Me voy a casa, Moraes —dije—. No me gusta el tono de esta conversación.
—Perdóname —dijo—. Sabes que no quise molestarte. Me miraba como si me pidiera algo. Yo también lo miré.
—Me doy cuenta, Moraes —le dije.
Sé que él escuchó estas palabras no sólo como una respuesta, sino como una confirmación. Y a lo mejor yo las pronuncié así.
Durante un tiempo no volvimos a hablar del tema. Las veces que lo vi parecía mucho más tranquilo. La tía Teresa murió en agosto acertando su propio vaticinio de los últimos treinta años sobre la inclemente peligrosidad de ese mes para la gente anciana. Moraes no la lloró. Más tarde, eso fue tomado como prueba retrospectiva de su indiferencia por la familia. En el entierro, Moraes me tomó del brazo y dijo que necesitaba hablarme. Me esperaba esa misma noche en su estudio. Fui. Sobre el escritorio había dos medallas. Una plateada, con la efigie de Don Bosco, de perfil, en relieve. La otra era la Cruz de Malta; en el reverso vi la inscripción
Ora et Labora
.
—La tercera no apareció —dijo Moraes—. Supongo que la recordaba demasiado mal… Estaban en un arcón de la tía Teresa.
—Esto no demuestra mucho. Podrían ser de otro. Moraes estaba sereno y sonriente. Hasta me pareció más flaco.
—Son de otro, no te quepa ninguna duda. Mira esto, por favor.
Era uno de esos anuarios que publican los colegios religiosos. Lo abrió en una página marcada con una violeta seca y lo hizo girar hacia mí. Me pidió que me fijara en el retrato de grupo de la página par. Quinto grado A, decía. Vi un orondo sacerdote sentado y un grupo de chicos de pie, todos vestidos con guardapolvos que debían ser grises y medias negras. La fotografía no era muy buena; mirados de golpe, todos parecían idénticos. Sin embargo, ahí estaba Moraes, en primera fila. A la derecha del sacerdote y con una banda cruzada sobre el guardapolvo. Moraes no me preguntó ni dijo nada.
—Sí, sos vos. O alguien de la familia, muy parecido a ustedes. Ese chico es igual a tus hijos.
—De eso también podríamos hablar —dijo Moraes—. De la belleza de mis hijos. Yo soy muy feo, y mis hijos son hermosos. Y, sin embargo, se parecen a mí. Es raro eso. Alguien mete la mano en la vida, alguien desordena las cosas. ¿Sabes qué es esa banda, la que llevo puesta? Yo sí. Me acuerdo perfectamente cuándo me la pusieron. Yo era decurión, así nos llamaban. Vaya a saber por qué. Y ahora mira la lista de nombres que figuran al pie de la foto.
Era el apellido y el nombre de los alumnos, por orden alfabético. Sentí que cuando llegara a Moraes iba a tener miedo. Lo que no esperaba es lo que sucedió: no figuraba ningún Moraes. Ninguno de esos chicos era él. La lista saltaba de Marconi a Nahón. Leí toda la lista. Ni siquiera había un apellido parecido, en ninguna letra. Me dio un poco de lástima. Le hice notar que él no estaba allí, Moraes seguía sonriendo. Dijo que sí, que estaba. Era el de la banda.
Creo que en ese momento sí tuve miedo. Confieso que, por primera vez, pensé si Moraes no estaba algo loco. Él se puso de pie, enorme, rodeó el escritorio y se paró junto a mí. Me pasó un brazo por los hombros.
—Qué te pasa —dijo—. Estás tenso. En el cajón hay una botella de whisky, servite. Pero antes hace algo por mí. Contá, por favor, cuántos nombres hay en esa lista. Y después contá los chicos que aparecen en la fotografía. O, si no, créeme. Falta un nombre. Contalos, no me ofendo.
Mi primera intención fue no contarlos, pero los conté. Los conté dos veces, antes y después del whisky.
Esa noche volvimos a hablar mucho, y acaso él dijo alguna de las cosas que ya referí. La vida es doble, y la de él debió ser la otra. Alguien o algo había ido borrando los rastros del tiempo que él llamaba la tierra de nadie. Tal vez les pasa a todos, o a muchos. De no haber sido por la fijeza demente de los recuerdos de la tía Teresa, aquella cosa habría logrado su propósito. La violetita, dijo Moraes, seguramente era de allá: señaló a su espalda el cuadro
naïf
. Entonces se me ocurrió que Moraes podría probar que tenía razón, y se lo dije. Sólo tenía que ir a ese colegio y revisar los archivos del año correspondiente. Tenía que estar anotado en alguna parte. Algún cura, además, debía acordarse. Moraes me miraba con placidez. Alguno muy viejo tal vez lo recordaría, alguno un poco arteriosclerótico. Pero lo demás era un disparate. Su nombre no iba a figurar en ningún archivo, en ningún registro. Ya estaba borrado, ya había desaparecido como desapareció en la foto. Esa cosa trabaja muy bien, decía Moraes.
Cuando nos despedimos faltaba un rato para el amanecer. Lo recuerdo, vasto y casi feliz, desperezándose con enormidad en la puerta de su estudio.
—Che, no dejes que se comenten muchas macanas de mí.
Fue lo último que me dijo.
Yo no me preocupo por lo que murmura la gente, ya lo expliqué al principio. Moraes, para mí, tenía razón. No estoy de acuerdo con eso de que tal vez a todos nos pasa, ni con que alguien o algo, deliberadamente, se tome el trabajo de intervenir en nuestra vida. Yo creo que su caso era único. También puedo aceptar lo que dice la gente de la ciudad sobre la chica que desapareció casi junto con Moraes o sobre el juicio sucesorio. Hay tantas maneras de buscarse. Pero más que nada lo imagino por ahí, solo, con un cuadro
naïf
bajo el brazo y dos o tres medallas en el bolsillo, olvidando poco a poco a Elisa y a los chicos, a mí, a nuestra ciudad.
Thar significa venganza. La literatura, hace unos años, quiso que yo recordara haber leído esa palabra en un libro de Washington Irving; la vida, hace menos de un mes, que la encontrara en el fondo de una mercería, en Jeppener.
La literatura, escribí; no es cierto. Fue el encargo de redactar un cuento para la revista
Vea y Lea
, cuento, según se me pidió, donde debía haber por lo menos un muerto. No pude escribirlo, de eso me acuerdo. También me acuerdo de que no será éste. Esa vez pensé que el Cercano Oriente —sus largos rencores, sus médanos sanguinarios— era lo bastante exótico, alevoso y extranjero como para armar un buen relato de autor nacional. Nunca fui imaginativo; pensé de inmediato en la Biblia, en una poderosa aniquilación bíblica. Después pensé en los comunicados de la DAIA y de la AMIA y elegí el Islam. Un odio entre familias me pareció lo mejor. La anécdota era lo de menos; ya en el siglo XVI, Shakespeare ideó para todo uso el odio tribal más ilustre. En mi historia, como también le pasaba a Shakespeare, morían asesinados todos. Lo que nunca pude resolver fue un problema gramatical: la ortografía castellana de la palabra Thar. Todavía la ignoro. La página de Washington Irving donde aún hoy la sitúa mi memoria no dice Thar, dice: «La venganza era casi un principio religioso entre ellos. Vengar la afrenta hecha a un pariente era el deber de la familia, envolvía a menudo el honor de la tribu entera y estas deudas de sangre abarcaban generaciones». Mi traducción española del Corán tampoco dice Thar, dice Talión. «Se os prescribe la Ley del Talión en el homicidio: el libre por el libre, el esclavo por el esclavo, la mujer por la mujer». (Azora II, versículo 173.) Y dice: «Persona por persona, ojo por ojo, nariz por nariz, oreja por oreja, diente por diente: las heridas se incluyen en el Talión. Quien dé como limosna el precio de la sangre, eso le servirá como penitencia». (Azora V, versículo 49.) Lo cual me indujo a pensar que Alá es por lo menos tan justo como Jehová, y que Thar y Talión son la misma cosa. En medio de esta filología se fundió la revista
Vea y Lea
y yo creí librarme para siempre de aquel cuento.