Vino del campo. Caminaba con las piernas abiertas, pisando con todo el pie a la vez, como si todavía sintiera bajo el zapato la tierra removida de los surcos. Le decían el Chacra. Era feo, feo de veras. Tenía la nariz brillante y el pelo pajizo, veteado en cualquier parte con mechones que iban del colorado al rubio. Tenía aire de cordero, o de pájaro, una cruza entre cordero y pichón de alguna cosa. No era tonto, sin embargo, era quizá algo peor: nada fácil de explicar entonces. El símbolo o la parodia de lo que a esa altura de nuestro bachillerato nos estaba haciendo falta en el Fray Cayetano José Rodríguez, cuarto año nacional mixto.
Hernán lo decidió por todos, no bien lo vio. Fue un lunes de mayo. Hernán había llegado a clase en la segunda hora y se detuvo en seco en el marco de la puerta. Lo miró, pestañeó y miró a los demás. Volvió a mirarlo fijamente y dijo:
—Perdón. ¿Eso qué es?
El Chacra pareció buscar con los ojos un apoyo en alguna cara, una clave, el secreto de aquel juego. Después sólo atinó a reírse. Como tanteando, sonrió con timidez; por fin se rio, enormemente: cómplice, contento de haber dado en el clavo. Hernán dijo:
—Se ríe.
Más tarde oímos con incredulidad que era hijo del señor don Diamante, de «el viejo», aquel innumerable y casi mítico profesor sin cátedra de quien sólo sabíamos que quizá había existido siempre y que vivía entre libros enormes y pájaros, junto a la barranca, el viejo señor don Diamante que embalsamaba zorzales cuando se le morían, nos preparaba los exámenes de Física o Literatura o Historia Antigua, sin aceptar nunca un centavo, y parecía el dibujo de una lámina de
Corazón
.
Esto complicó un poco las cosas; al viejo, a nuestro modo, lo queríamos.
—Él no tiene la culpa de haber echado al mundo semejante porquería.
Meditábamos, bajo las glorietas, en algún banco de la Plaza de la Iglesia.
—Qué injusticia —dijo Julio.
Era de noche, porque sólo recuerdo voces e inflexiones, no las caras ni los gestos.
Lo que Julio quería decir era que la injusticia se había cometido con nosotros.
—Estoy pensando que no se dice echar al mundo —reflexionó Hernán—. Las mujeres echan al mundo.
En la oscuridad hubo grandes aplausos, y una especie de relincho: Aníbal.
Julio volvió a hablar.
—Lo que estamos discutiendo es algo muy serio.
Encendió un cigarrillo, se alumbró la cara. Las pausas de Julio eran toda una liturgia, un código complicado y fastuoso. Igual que las payasadas de Aníbal o la dañina y juguetona malignidad de Hernán.
—Supongamos que el Chacra le va con las quejas al padre.
Volvió a callarse. Sólo que ahora el silencio tenía un signo distinto, o quizá la idea —nuestro agradecimiento hacia el viejo, nuestra conveniencia o nuestro cariño, lo que fuera— terminaba ahí mismo y no había por qué andar enredándose con las palabras.
—Algo tiene que haber hecho para que Dios lo castigue de este modo.
—Quién.
—El viejo.
Julio parecía pensativo.
—Tan feo no es.
Una voz entre los árboles, algo como un loro, repitió tres veces que Julio se había enloquecido.
—Lástima el pelo y cómo camina.
—Sí, la verdad es que el pelo no lo ayuda —Aníbal hablaba ahora con su voz normal—. Cuando se apura parece un pato barcino.
Se discutió a gritos, no la imagen, sino la conveniencia de atribuir semejante pelaje a un pato.
—Yo creo que hay que hablar con el padre —dijo Hernán.
De todos modos no hizo falta pensarlo mucho. El señor Diamante, él mismo, quiso hablar con Hernán. «Mi chico no es tonto, Hernán» —se supo después que el viejo había dicho—. «Vos sos inteligente y tenés que haberte dado cuenta». «Bueno» —dijo Hernán que dijo—, «sí, lo que pasa, don Diamante, es otra cosa». Y Julio y los demás, afuera, sentados en la baranda de fierro de la barranca no podían dejar de ver desde la oscuridad, en la ventana alta de la casa, la silueta de Hernán: su inquietud. El viejo le ofreció un cigarrillo. Hernán dijo que no; cualquiera en su lugar habría hecho lo mismo. Se lo respetaba a ese viejo, nadie sabía bien por qué. Era un respeto anterior a nosotros. Generaciones de estudiantes habían sentido lo mismo, generaciones de aplazados habían entrado en la casona frente al río, habían recorrido con el dedo el polvo de su larga mesa, habían hecho girar el mapamundi y se habían llevado de allí algún zorzal embalsamado, alguna recomendación para un profesor intransigente, algún libro de versos, jamás abierto. «Toma». El gesto de don Diamante significaba algo más que un ofrecimiento de cigarrillos. «Toma». Hernán aceptó ahora. Y más tarde, mientras don Diamante hablaba, él miró una o dos veces hacia afuera, hacia el lugar donde sabía que estaban los demás. El viejo repitió que su muchacho no era tonto sino un poco corto de carácter, durante años, desde que se le fue la madre, había vivido pupilo en un colegio y el resto del tiempo lo pasó con los abuelos, en una chacra (acá, Hernán se ahogó con el humo del cigarrillo), y sólo se había acercado a la ciudad en época de exámenes, sí, no era lo mejor para el muchacho. Pero había aprobado como alumno libre todo el curso preparatorio, con notas espléndidas. «Sí, los tres años» —dijo don Diamante, y sacó certificados de un cajón. Y eso demostraba que no era tonto.
—Tonto no sé —dijo Julio cuando oyó la historia.
—Más bien, de otro planeta —dijo Aníbal.
—Es lo que yo quise darle a entender —dijo Hernán—. Mejor me hubiera tragado la lengua. Lo miraban. Dijo Hernán:
—Escúchame, Hernán, me dijo el viejo; yo sé todo eso y justamente por eso te mandé llamar. No entiendo, don Diamante, dije yo, y pensaba en ustedes, lo más garifos acá afuera, y me daban ganas de saltar de cabeza por la ventana, porque ya me la veía venir.
—Venir qué.
—Que lo puso bajo mi custodia —dijo simplemente Hernán—. Que debo ver si ustedes no lo atormentan mucho, y hacerme amigo —decía Hernán mientras Aníbal con las manos en la espalda metía los pulgares bajo los omóplatos y agitaba los dedos, como alitas, volando en círculo alrededor de Hernán, quien le plantó un formidable puntapié en el trasero.
—Los ángeles de la guarda no patean el culo —cantó Aníbal.
—Entonces llámalo magnolia —dijo Hernán—. Y les aclaro que no sólo lo puso a
nuestra
custodia. También me pidió que, poco a poco, lo fuéramos despabilando.
—¿Qué?
—Avivándolo. Haciéndole saber cosas. El hijo de puta todavía cree en Dios y va a misa a escondidas. Parece que los abuelos lo querían hacer cura.
Aníbal preguntó:
—Entonces, nunca…
—Y, lógico. ¿No le miraste la cara?
Sólo que no era fácil ser amigo de Eduardo. Julio lo vaticinó desde el principio. Ni siquiera era fácil llamarlo Eduardo. Hernán había leído
Cordón Pym
, decidió tirar la suerte de las pajitas. El que pierde va y se hace amigo, fue la cláusula. Menos mal que no es como en el libro, había dicho Aníbal, a ver si hay que comérselo. Se hace amigo y le explica que a esta altura de los acontecimientos, y a causa de su trote, nos resulta difícil llamarlo Eduardo, ¿cómo va a enojarse?
Sorteamos y perdió Hernán, pero yo sé que quiso perder. Eduardo se reía.
—¿Chacra? —bonachonamente se reía, y esto era preferible a que explotara de golpe toda su risa, porque entonces prorrumpía en un sonido violento, brusco, casi espasmódico; lo menos parecido del mundo a la alegría—. ¿Por qué me voy a enojar? —y decía que sí, se daba cuenta de que para nosotros él era un poco raro.
—No. El modo de caminar, sabes.
—Claro —decía él—. Por los surcos —y daba grandes pasos para demostrarlo mientras nosotros suspirábamos alzando los ojos, y las chicas, que ahora nos rodeaban en los recreos, se tapaban la boca con las manos.
La palabra inocencia, para designar cierto tipo de actitudes, no existía en nuestro vocabulario. De cualquier modo, aunque hubiera existido, el Chacra habría terminado hartándonos lo mismo.
—Sí —le decíamos—. Justamente es de eso que estamos hablando.
—Y entonces —preguntaba él—, cómo me voy a enojar.
Hasta que por fin, en un recreo, alguien empezó a contar una historia que venía recorriendo las galerías del Fray Cayetano desde el baño de mujeres, historia donde las claves eran la palabra carta y el nombre de María de los Ángeles, y que no acabó de contar porque María de los Ángeles llegó corriendo hasta nosotros y dijo:
—Quién fue.
De María de los Ángeles, lo primero que yo recuerdo es el pelo, y la mirada. No los ojos, la mirada: su candor perverso. Yo no sabía entonces que su cabeza se parecía a las cabezas de Boticelli ni hacía falta que lo supiera. Era hermosa, no sé de qué otro modo escribirlo, y yo en secreto la quería. Nadie, creo, dejó de quererla en secreto. No tiene ninguna relación con esta historia, pero quiero acordarme de que una vez le hice versos donde su pelo eran trigales cinerarios a la noche y había lunas amarillas y nunca se los leí. Hace un tiempo volví al pueblo, volví a verla. Uno no debería volver a ver a nadie después de los treinta años.
—Quién fue —dijo.
—Estás loca. Quién fue qué.
María de los Ángeles nos mostró una carta. Era la enorme letra del Chacra. Decía, más o menos, que al principio no lo había podido creer, nunca había imaginado que ella, de fijarse en él, pensara algo más que en divertirse un poco, como nosotros, por su manera de caminar o por su modo de pronunciar ciertas palabras, aunque no debía creer que eso a él le molestaba, no, él sabía bien que en el fondo en ninguno de nosotros había maldad, ni siquiera mala intención, y al enterarse ahora de lo que ella pensaba realmente de él estaba más seguro que nunca de no haberse equivocado, no sólo con todos nosotros, sino con su padre, cuando aceptó sus consejos de venir al Nacional.
—No entiendo nada —dijo Hernán—.. Qué le escribiste.
—No te hagas el idiota —dijo María de los Ángeles—. Alguno de ustedes le mandó una carta al pobre chico, como si fuera mía, ni quiero imaginar qué carta. Y eso es lo que me gustaría saber: qué le pusieron.
Julio me miraba.
—Fuiste vos.
—No —dije yo—. En serio.
—Aníbal fue.
—Momentito —dijo Aníbal—. A mí no me metan en líos.
—Yo voy y le aclaro todo —dijo María de los Ángeles.
Entonces Hernán dijo que no, porque don Diamante nos había pedido que no hiciéramos ninguna cosa rara y él no iba a arruinar el trabajo de tres meses, preguntó si no habían visto lo que decía esa carta, si iban a echarlo todo a perder, si no se daban cuenta de que, en el fondo, Eduardo nos quería. Y habló, cerca de diez minutos, con una elocuencia que deslumbraba. María de los Ángeles dijo al fin:
—Bueno, bueno. Pero, por lo menos, me gustaría saber qué me hicieron ponerle.
Antes de irse, dijo:
—Fuiste vos, Hernán.
—Te juro
por Dios
que no.
—Pero entonces, quién fue —preguntó alguien esa noche, en la esquina de la casa de Hernán.
—Yo —dijo Hernán.
—Por qué.
—Qué sé yo —dijo Hernán.
Si por lo menos no hubiera pensado en María de los Ángeles para hacer aquello, todo, quizá, habría sido distinto.
—Por lo menos —dijo Aníbal—, no te la hubieras buscado, justamente, a María de los Ángeles.
Hernán admitió que sí, por más imbécil que fuera el Chacra no podía seguir creyendo semejante ridiculez. Los demás lo miraron con asombro y él supo que había hablado inamistosamente, en voz demasiado alta. Dijo que eran como la Bella y la Bestia, y se rio. Julio dijo que no nos preocupáramos, que justamente por eso lo iba a creer.
—Sin contar —dijo después— que eso no es lo peor.
Y sin contar que, al poco tiempo, María de los Ángeles ya no ponía ningún reparo a que escribiéramos cartas en su nombre. Un domingo, la hicimos ir a misa: el Chacra, al verla (decía ella), se sentaba en la Consagración y se arrodillaba en el Credo. A la salida, él se quiso acercar pero se llevó por delante la pila de agua bendita y María de los Ángeles consiguió salir de la iglesia como si no lo hubiera visto. Y así, durante casi dos meses, toda la relación entre ellos se limitó a aquellas cartas que nosotros escribíamos y que él contestaba como en otro idioma, o desde otro mundo, hablándole de la alegría que le había causado verla justamente a ella en misa o de cómo empezaban a tener sentido para él, desde que la conocía, ciertas palabras que siempre le había dicho su padre, palabras acerca del verdadero amor, de la verdadera vida.
Un día se lo confesó.
—Yo quería entrar en el Seminario —le dijo de golpe: la había encontrado sola en una de las galerías del colegio y era prácticamente la primera vez que le hablaba—. Quería ser sacerdote; pero, desde que te conozco, el amor a Dios tiene otro sentido para mí —y María de los Ángeles salió corriendo por el patio.
—¿Qué pasa? —le preguntamos.
—Que esto va a terminar mal —dijo ella.
—¿Por qué? —le preguntamos.
—No sé por qué. Va a terminar mal.
Y terminó mal, pero muchos años después. Y nadie podría afirmar que fuimos nosotros, o todo lo ocurrido hasta entonces y de lo que no habíamos participado, o todo lo ocurrido después, de lo que tampoco participamos, lo que precipitó el final de esta historia. Yo sólo sé, y la cuento, la parte en que vivimos juntos con el Chacra.
Don Diamante murió a mediados de octubre. Una semana antes nos había mandado llamar.
—Anda —le dijo al Chacra cuando entramos. Sobre el espaldar de bronce de la cama, clavado a la pared con una chinche, vi un gran retrato de Jean Jaurés. Pero sólo muchos años más tarde supe a quién perteneció esa cara. Debí escribir que, ahora, veíamos una gran cartulina ruinosa. —Anda. Quiero hablar con ellos.
Después habló. Dijo que desde hacía un tiempo sabía esto, y se tocó el pecho. Tenía los dedos salpicados de estrellitas amarillas. Que por eso lo había hecho venir a él, a Eduardo. Un hijo de la vejez, un hijo de la inmunda chochera. Mi culpa, dijo, y aunque se refería a él mismo yo supe que estaba pensando en una mujer. Nunca había sabido ser buen padre, no, no teníamos que interrumpirlo, nunca había sabido ser un buen padre, ni siquiera un padre, y a lo mejor por eso amó tanto a los muchachos como nosotros, y los ayudó por eso. A ella, sí, vaya si a ella la había querido. Ahí estaba el mal. O hasta el pecado. Pero de inmediato hizo un gesto con la mano, como para que no oyéramos, como si no tuviera importancia. Volvió a tocarse el pecho: Eduardo no sabe esto, hijos, no sabe del animal que mata acá adentro. Y se quedó como asombrado, repitiendo lo que acababa de decir. Se rio y movía la cabeza y súbitamente lo dobló sobre la cama una tos larga y profunda que me hizo el efecto de un vendaval de barro arrasándolo por dentro.