De La Noche a La Mañana (50 page)

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Authors: Federico Jiménez Losantos

Tags: #Ensayo, Economía, Política

BOOK: De La Noche a La Mañana
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Dos años después, Gabriel Elorriaga, el jefe de la desdichada campaña electoral de Rajoy en 2004, dijo que querellarse contra Almodóvar por semejantes imputaciones golpistas «no conducía a nada». Hombre, a algo sí conduce. Por ejemplo, al PP, ese tipo de comportamiento vil ante la propaganda injuriosa de sus enemigos lo ha conducido al paro. A mí, por no imitarlo, me produjo serios problemas, aunque, obviamente, sería peor no poder mirarme al espejo por La mañana. No hay mucho que ver, es cierto, pero peor sería ver a un pobre diablo que se calla ante la mentira y el golpismo mediático. Y, desde luego, yo no estaba por la labor de callarme mientras esa campaña de destrucción del crédito nacional e internacional del PP y de Aznar avanzaba como una apisonadora.

El segundo episodio, separado muy pocas horas del espectáculo kominterniano de Almodóvar, fue todavía más grave y lo protagonizó la consejera de Interior del Gobierno de la Generalidad de Cataluña, apellidada Tura, que no vaciló en decir que el Rey había impedido el golpe de Estado que trataba de perpetrar el PP impidiendo el desarrollo normal de las elecciones. A mí aquello ya me pareció el colmo de los colmos, pero el requetecolmo estaba por llegar. Apenas dada la noticia, dije que esperaba en las próximas horas un tajante desmentido de la Casa Real sobre una mentira tan obvia y que tan obviamente afrentaba al honor del PP, sus militantes y sus diez millones de votantes, amén de difundir, a medias con Almodóvar, una imagen golpista y tercermundista de España. A fuer de sincero, y dados los pésimos antecedentes, yo creía que La Zarzuela produciría una nota brevísima diciendo que nada de lo dicho por Tura corrrespondía a la realidad. Lo correcto y decente hubiera sido decir la verdad: que el comportamiento del PP había sido exquisitamente democrático desde antes del 11-M hasta después del 14-M. Pero ya digo que los antecedentes limitaban mis expectativas morales con respecto al Rey y su selecto entorno.

Lo que no esperaba es lo que realmente se produjo: un silencio complaciente con las mentiras del PSOE y de Polanco. Y dado que al día siguiente no se había publicado nota alguna desbaratando la mentira-Tura del supuesto golpe heroicamente impedido por Su Majestad, tomé la vía de Antonio de la insistencia ético-horaria: «Son las siete y diez de La mañana, una hora menos en Canarias, y La Zarzuela aún no ha desmentido que el Rey impidiera un golpe de Estado del PP antes, durante o después del 14-M».

Pero nada. Pasaban los días y nada. Pasó una semana, yo seguí repitiendo varias veces cada mañana mi recordatorio y nada. Mis tertulianos censuraron duramente el silencio de La Zarzuela y nada. Pronto quedó claro que la afrenta al PP (que, por cierto, se mantenía callado como una sabandija afónica, como si mi denuncia fuera un asunto personal con el Rey y no algo que les concernía directamente a ellos) era un claro gesto de pleitesía ante la izquierda que doblaba su valor por el desprecio a la crítica de la COPE. Para entonces habían comenzado las presiones indirectas sobre los obispos para que yo «dejara en paz al Rey», como si no desmentir —y por tanto aceptar— un supuesto golpe de Estado a cargo del Gobierno español fuera una tontería cuya aclaración no entra en el sueldo del Rey. Yo me planté. Seguí remachando varias veces cada mañana que La Zarzuela no desmentía el supuesto golpe de Estado evitado por el Rey. Y eso fue lo que hizo realmente peligrosa mi situación, sin duda la más peligrosa en los tres años al frente de
La mañana
.

Mi situación era cada vez más fuerte ante la audiencia pero cada vez más débil ante la casa, porque, aparentemente, yo me empeñaba en defender el honor del PP en un asunto que a ninguno de sus dirigentes parecía importarle, lo cual llevaba el conflicto a lo personal. En realidad yo defendía el honor de la democracia española, al margen del color del Gobierno, y el de la verdad histórica, que no depende de quién ocupe el Poder y que es deber de todos los medios de comunicación decentes averiguar y defender. Pero el mísero silencio pepero y el adusto silencio zarzuelero me iban dejando en una posición cada vez más difícil. Todo dependía de mi capacidad de aguante, es decir, de esa mezcla de cabezonería y certeza moral de estar haciendo no lo que a uno le conviene sino lo que debe hacer. Pero si el Rey presionaba a Rouco, si Rouco entendía que el Rey tenía razón y me presionaba a mí, y si yo no le hacía caso a Rouco, el conflicto ya no lo tenía la COPE con La Zarzuela sino yo con el cardenal, que, además, había sido mi gran valedor en los momentos más delicados.

Así las cosas, lo lógico era que al final perdiera yo, pero decidí jugármela. La COPE estaba saliendo de una crisis terminal gracias a
La mañana
y el secreto a voces de su éxito eran, precisamente, las voces. Yo no podía dejar de darlas sobre un asunto tan claro y en el que tenía razón, sin perder la cara y la credibilidad. Allá los responsables, clérigos o seglares, reyes o cardenales, si decidían quitarme de en medio. Me costó horrores tomar esa decisión que todos me desaconsejaban. Hasta recibí un recado a través del siempre heroico PP diciendo que La Zarzuela no desmentía por absurda la acusación de Tura. Vaya par de gemelas. Pero como yo sabía que no estaba echándole un pulso a Rouco sino haciendo lo que más convenía a la ética y a la COPE, me mantuve erre que erre, y al final de la segunda semana, un viernes a mediodía, La Zarzuela produjo, expelió o excretó un papelito firmado por el responsable de medios de comunicación, llamado Cebrián-González o González-Cebrián (el orden de los factores no altera el producto). En él decía que no habían desmentido nada porque no hacía falta, porque era una cosa absurda; en fin, que le quitaban hierro pero, al final, lo desmentían.

Yo exhalé o expelí un suspiro de alivio. Al final, tras dos semanas criminales, había conseguido que dieran su brazo a torcer en esos lugares donde las reinas presumen de no tener piernas y los reyes de no tener brazos, aunque nunca les falten manos amigas para hacer el bien o, más a menudo, el mal. Por supuesto, la nota era totalmente insatisfactoria y así lo dije el lunes siguiente. Lo mínimo era que la hubiese firmado el jefe de la Casa del Rey y no un empleado suyo, pero, en fin, nunca había querido hacer de ese asunto una cuestión personal y si al PP le parecía bien la excusa, a mí, como votante y, de alguna forma, representante moral de los diez millones de votantes del PP, me bastaba. Insatisfactoria la notita, pero suficiente para pasar a otra cosa, mariposa.

Naturalmente, como los Borbones, según dicho secular, ni aprenden ni olvidan, seguí recibiendo el hálito rencoroso de la institución a través de discreteos diversos, que pronto debieron someterse a la tiranía del presente, nada menos que la boda del Príncipe de Asturias con Letizia Ortiz. Tan importante asunto produjo mi única entrevista larga con Alberto Aza, jefe de la Casa del Rey, pedida por él para suavizar tensiones, normalizar relaciones, etcétera. Para ello utilizó como mediador a José Luis Graullera, diplomático levantino que tenía excelente relación con Alberto Recarte. Y es que los tres —Aza, Recarte y Graullera— habían coincidido como «fontaneros» en La Moncloa con Suárez. Eso une mucho.

Pero no tanto. Recarte estaba preocupado por mi pésima relación con La Zarzuela o, para ser precisos, con el daño que la inquina del monarca podía producirme en lo personal y en lo profesional, tanto en la COPE como en
Libertad Digital
. Y creía, el muy ingenuo, que una entrevista con Alberto Aza, en presencia de dos viejos amigos, podía mejorar las cosas. Así que quedamos a comer los cuatro en el hotel Wellington. La comida duró de dos a cinco y pico de La tarde y como supongo que la tendrá grabada el CNI, le encomiendo corregir cualquier error, raro pero no imposible, en mi memoria.

El primer asunto sobre el que tratamos fue el de los errores y malos entendidos que podían haber enturbiado unas relaciones que podían y debían ser cordialísimas.

—Pues verás, Alberto, te diré lo que estos meses atrás me ha preocupado. Hay quien cree que habéis estado utilizando al Vicario General Castrense para quejaros ante Rouco por la libertad de criterio que yo he manifestado respecto a asuntos que interesan mucho al Rey. Y eso me preocupa porque, verás, Rouco no es un obispo cualquiera, ni un arzobispo o un cardenal como los demás; Rouco juega en otra división, es el Zidane de los obispos; es, en mi profana opinión, casi un santo. Tan casi santo es Rouco que no se le debe distraer de sus tareas superiores con asuntos de este bajo suelo. Ni por lo castrense, ni por lo político, ni por lo diplomático, ni por lo institucional. El tiene que estar dedicado por completo a sus altísimas obligaciones . Y si se diera el caso de que te preocupase mucho algo que yo diga o que se diga en
La mañana
, lo que tienes que hacer es llamarme a mí. No a Rouco; nunca a Rouco; ni siquiera a don Bernardo. Sólo y exclusivamente a mí. Porque, claro, si tú me tocas los obispos, yo tendré que tocarte otras cosas y eso sería muy desagradable. Hablo siempre en condicional, claro está.

—Mensaje recibido, Federico. No tienes que decir más. Ahora escúchame a mí.

—Adelante, Alberto. Soy todo oídos.

—Yo sé que a ti lo que más te interesa es España.

—La libertad y España, por este orden. Que no son cosas excluyentes.

—Desde luego que no. Pues bien, yo estoy de acuerdo contigo en que, como dices muchas veces, la única razón de ser de la monarquía es la existencia de España; y no de cualquier España sino precisamente de esta España en libertad que garantiza la monarquía parlamentaria y constitucional. Naturalmente, en el día a día de la institución puede haber y hay aciertos y errores, momentos buenos y malos, interpretaciones equivocadas y auténticas tergiversaciones de lo que el Rey ha dicho o ha hecho. Y como nosotros no podemos ni desmentir ni criticar lo que alguien dice que ha dicho el Rey, tenemos que ver cómo hay uno que se inventa una cosa o interpreta una cosa según le conviene, y cómo otro critica esa cosa o critica al Rey —no a mí, que estoy para eso, sino al Rey— sin saber realmente qué ha pasado. Y nosotros tenemos que asistir a esa pelea política o de opinión a cuenta del Rey sin decir nada, porque no podemos ni debemos hacerlo. Y cuando algún extremista o alguien que no cree en España ni en la libertad critica al Rey, pues no pasa nada. Pero cuando son periodistas con credibilidad y medios de comunicación con verdadera influencia en los ciudadanos los que de una u otra forma critican al Rey, eso sí nos hace daño. O por lo menos, nos duele. Así que, lo mismo que tú me has ofrecido la posibilidad de que, ante cualquier asunto tratado en
La mañana
que me parezca grave, te llame directamente, yo te pido que, en esos casos y antes de criticar una actuación del Rey, me llames a mí y yo te cuento todo lo que te pueda contar sobre el asunto, que seguro que será más de lo que salga en ningún sitio. Me parece que eso es juego limpio y redundará en beneficio de España, que, te repito, yo también creo que es la única razón de ser de la monarquía.

—Mensaje recibido, Alberto. Y mientras llega el momento de probar nuestros nuevos cauces de comunicación, que seguro que funcionan, ¿hay algo más que te preocupe o preocupe a Su Majestad y en lo que yo, modestamente, te pueda ayudar?

Lo había: Letizia. La misma noche en que se anunció el compromiso del Príncipe de Asturias, Alberto Aza me había llamado a casa —el teléfono se lo había dado Recarte— para ver cómo yo podía mitigar en la COPE que la condición de divorciada de la futura princesa le enajenase el apoyo de mucha gente que siempre había apoyado a la institución pero que ahora, por un problema de conciencia católica, podía ponerse en contra. La cosa, en principio, no fue muy grave, pero fue poniéndose peor a medida que el carácter expansivo de la periodista, la ideología progre que lógicamente se presumía en quien había trabajado para Polanco en CNN+ antes de dar el salto a TVE, y, sobre todo, el afán de mucho cortesano de lance y de mucho retroprogre del pirulí, trataron de convertir lo que, en principio, era una tara soslayable en una insoslayable prueba de la modernidad y democratización de la monarquía. Vamos, que ser divorciada era lo mejor que podía ser una futura Princesa de Asturias, casi lo único. Y ahí fue donde todas las tribus antiletiziescas se agruparon y empezaron a llover mensajes en la radio, cartas en los periódicos y, como suele suceder, comenzaron a menudear las referencias críticas en las tertulias radiofónicas, auténtico sistema nervioso de la opinión pública nacional.

Naturalmente, la COPE era el medio más sensible para verter muchas de esas inquietudes. Y aunque en
La mañana
no se ponían los mensajes más hirientes, por divertidos que fueran, sobre Letizia, tampoco podía ocultar la inquietud de la audiencia, que era, por otra parte, bastante moderada. Yo le expliqué a Aza que si los portavoces oficiosos no se pasaban mucho elogiando el divorcio, y dado que Rouco iba a oficiar la ceremonia, sólo nos quedaba rezar, si rezábamos, porque no lloviera el día de la boda.

Iñaki, Carlos, Luis y yo, juntos y de chaqué en la Almudena

Llovió. Yo estaba dentro de la Almudena, con mi mujer, rodeado por Carlos Herrera, Iñaki Gabilondo, Luis del Olmo y sus legítimas. Ellas, elegantísimas. Nosotros, de chaqué. Todos educadísimos, amabilísimos, simpatiquísimos. Yo hablaba con Iñaki sobre la salud en general y los madrugones en particular, mientras Lola le alababa a María el modelo de Sybila. Carlos y Luis del Olmo, que se llevan peor, comentaban la cobertura de frecuencia modulada en Soria y los planes de fusiones, concentraciones y nuevos grupos multimedia como si pertenecieran a la misma empresa, mientras sus señoras celebraban sus respectivos sombreros. Yo me colocaba a la sombra frondosa del de Mariló y parecía Gulliver en El País de las Gigantas, una fantasía hecha realidad. Al rato, todos cambiábamos de sitio y de interlocutor, pero sin perder la sonrisa. Tanto
british style
derrochábamos que aquello parecía la boda de los Príncipes de Gales, no la de los Príncipes de Asturias y pasada por agua. Porque llovía. Cada vez llovía más. Desde el brazo lateral izquierdo, donde nos habían colocado, no se veía la puerta de la catedral, pero a Carlos Herrera le iban llegando datos del exterior: la llovizna iba a más; empezaba a llover en serio; arreciaba la lluvia; llovía a manta de Dios; llovía a mares; aquello era el diluvio universal; el Cielo se había proclamado republicano; acabáramos.

Dos horas esperamos dentro de la iglesia la entrada de los novios o, para ser precisos, de la novia, que al final tuvo que llegar en coche hasta la misma puerta de la catedral. La interminable alfombra roja era una sopa bermellón; y la plaza de la Armería, un sentido homenaje a Venecia. La retransmisión de la ceremonia por TVE fue un completo desastre, y entre el acartonamiento institucional y la incompetencia cultural y profesional, los ciudadanos se perdieron los planos más llamativos y entretenidos del suceso. No hubiera sido el menos significativo poder contemplar a las cuatro voces más escuchadas de la radio española, tantas veces enzarzadas en polémicas políticas feroces, conversando amigablemente juntos, a la sombra de las instituciones en flor. ¡De azahar!

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