Read De La Noche a La Mañana Online
Authors: Federico Jiménez Losantos
Tags: #Ensayo, Economía, Política
Conviene insistir, si de algo ha de valer nuestra experiencia, en ese caos aparente que, sin embargo, alberga un orden profundo y coherente que impregna todos los contenidos de la cadena; porque no es algo que entienda cualquier ejecutivo, ni político, ni siquiera periodista. La coordinación en la COPE, o en cualquier medio audiovisual de orientación liberal-conservadora en España, no puede depender nunca de consignas políticas. Pero no sólo porque la palabra «consigna» suene mal sino porque, dado el carácter plural de su propia base y la libertad genérica que orienta sus comportamientos, resulta absolutamente ineficaz, si no contraproducente. En la izquierda, tradicional y casi patológicamente propensa a la unidad de combate frente a la derecha, que siempre ha sido lo único que sus distintas familias han tenido en común y que, tras la caída del Muro y el descrédito del socialismo real, es lo único que tienen, es lógico que impere la consigna. No hablo en términos morales sino descriptivos. En la cultura de la izquierda, la información nunca ha sido un fin en sí misma sino una herramienta al servicio de la transformación social y política; y eso es algo que, normalmente, se desarrolla según criterios de oportunidad y precisa la modulación permanente del comisario jefe.
La SER ha desarrollado, en ese sentido, el orden soñado por cualquier político, porque junto al acuerdo profundo de los de arriba, similar al descrito entre nosotros en la COPE, hay una disciplina ciega en los de abajo para servir al discurso político según las conveniencias del momento: ahora hay que insistir en la enfermedad del Papa; ahora hay que decir que el Vaticano es un Estado extranjero; ahora hay que defender a Rajoy; ahora hay que atacar a Aznar; ahora hay que defender a Batasuna frente a ETA; ahora hay que decir que mientras Batasuna no rompa con ETA, sólo será una marca de ETA; ahora hay que defender a los nacionalistas y comparar a ETA con el PP; ahora hay que decir que el PP representa al peor nacionalismo, que es el español; ahora hay que defender el patriotismo constitucional; ahora hay que defender el internacionalismo; ahora hay que defender la República; ahora hay que defender la Monarquía frente a la derecha; ahora hay que defender al Rey frente a los monárquicos… y así sucesivamente.
No hay posibilidad de extravío, porque, en realidad, sólo existen dos principios intocables: el «ahora» y el «hay que». Todo principio se subordina a la conveniencia de mantenerlo. En la derecha la disciplina es o puede ser parecida, aunque siempre la diversidad sea mayor, pero como lo que une son los principios, normalmente es más difícil que desaparezcan en función de la oportunidad de defenderlos. No digo que sea imposible ni que los gobiernos del PP se hayan mostrado distintos de los del PSOE en perseguir ese propósito, sino que entre los periodistas e intelectuales de la derecha no suele alcanzarse esa unanimidad en el volantazo, esa disciplina en los cambios de ritmo táctico y de orientación estratégica, que son genuinamente marxistas y que, tal vez por ello, la derecha ni los entiende ni los sabe combatir. Peor aún: la derecha política se queja por no disponer de un cayado semejante para pastorear opiniones y conciencias.
Que la COPE ya no fuera sólo
La mañana
sino una auténtica cadena de radio que reaccionaba rápida, coordinada y coherentemente ante cualquier noticia o hecho político mostró toda su importancia cuando Zapatero empezó a mostrar su verdadero rostro y a desarrollar su programa máximo, que, en síntesis, suponía la liquidación de toda la herencia de Aznar en materia nacional e internacional; el fin del consenso entre izquierda y derecha que dio origen al régimen constitucional de 1978; la reivindicación de la II República y la revisión de la Guerra Civil desde una perspectiva izquierdista radical; la liquidación del PP como alternativa de gobierno; la revisión del tratamiento que la Constitución da al catolicismo y a las relaciones con elVaticano; la eliminación de las víctimas del terrorismo como referencia esencial en la lucha contra ETA u otro fenómeno terrorista, y, como resumen de todo el proyecto, el fin de la unidad nacional española como base de cualquier forma, reforma o transformación del Estado.
Esa estrategia, ya denunciada por Mayor Oreja en las elecciones europeas de mayo de 2004, se aceleró desde comienzos del curso político 2004-2005. La clave de bóveda de todo el proyecto era —es— la eliminación de la derecha como alternativa de gobierno a una izquierda que se mantendría siempre en el Poder gracias a los acuerdos con los comunistas y los nacionalistas de toda laya, incluidos separatistas y terroristas. El PP tendría un papel institucional subalterno, de complementariedad menor y sólo para casos de emergencia mayor. Una mezcla del Partido Campesino de Polonia y el partido cristero mexicano durante la interminable hegemonía dictatorial del PRI. La «democracia popular», vaya.
La respuesta del PP a ese proyecto, tal y como esperaba el PSOE, prácticamente no existió. Sin embargo, en torno a la Asociación de Víctimas del Terrorismo, que fue el primer blanco de esa estrategia de deslegitimación y desarticulación de cualquier obstáculo que pudiera oponerse a los planes de Zapatero y los nacionalistas, se fue creando un polo de oposición al designio zapateril. Y si los gobiernos de Madrid y Barcelona contaban con el Imperio de Polanco y la ensordecedora batahola asociada de las radios y televisiones públicas, la resistencia nacional y de derechas encontró en la COPE la alternativa mediática, el escudo político y el alimento moral que necesitaba.
Esa resistencia se fue articulando a lo largo de los meses y a medida que el PSOE desarrollaba distintas iniciativas: la Comisión Parlamentaria de Investigación sobre el 11-M (que buscaba remachar la versión oficial sobre la masacre y la definitiva estigmatización del Gobierno Aznar); el nombramiento de Peces-Barba como Alto Comisario para las Víctimas del Terrorismo (que buscaba echar a Alcaraz de la presidencia de la AVT, romperla y crear asociaciones controladas por el Gobierno); la Ley Orgánica de Educación (que volvía a los principios más radicales de la LOGSE y al laicismo más agresivamente anticatólico); la legalización del matrimonio homosexual; el diálogo con la ETA sobre El País Vasco y Navarra, y, como imprescindible coartada legal para el pacto con los etarras, un nuevo Estatuto autonómico para Cataluña.
No es éste el lugar para explicar en detalle el desarrollo de todos esos proyectos del Gobierno de la izquierda y las gigantescas movilizaciones populares de la derecha que a lo largo de casi dos años trataron de frenarlos. Los datos están ahí y los estudiosos podrán aquilatar la cantidad y calidad de los distintos esfuerzos políticos. Si yo fuera historiador me volcaría en la investigación de ese fragmento breve, oscuro y crucial de la vida española. Mas, para lo que aquí nos ocupa, baste señalar que en las legislaturas 2004-2005 y 2005-2006 la derecha sociológica convocó, por primera vez en su historia, cinco grandes manifestaciones en defensa de la libertad de enseñanza, de la familia, de la Constitución, de la unidad nacional y de las víctimas del terrorismo. En varias de ellas, si no en todas, superó holgadamente la cifra del millón de manifestantes. El PP, aunque apoyó y se apoyó en todas ellas, sólo promovió directamente una manifestación en defensa de la Constitución, que reunió a unas cincuenta mil personas en la Puerta del Sol. El PSOE no convocó ninguna.
En la primera manifestación a favor de las víctimas del terrorismo, el ministro de Defensa, José Bono, buscando cosechar aplausos como único defensor de España en el Consejo de Ministros, se encontró con un sonoro abucheo. Entonces se produjo uno de los sucesos más repugnantes del cuarto de siglo de democracia española. El ministro fingió una agresión que, en realidad, nunca se produjo. Pero manipulando hechos e imágenes hasta extremos estalinistas, se desató contra la derecha toda la demagogia de la que la izquierda es capaz, o sea, casi infinita. El alcalde de Zaragoza y ex ministro de Justicia e Interior con González, Juan Alberto Belloch, en un artículo publicado en
La Razón
, sacó a pasear, en sus propias palabras, «la bestia que lleva dentro». La bestia en cuestión llamó terroristas y fascistas a los agresores de Bono y atribuyó su salvaje actitud a la horrible costumbre de escuchar mi programa. El delegado del Gobierno en Madrid y un selecto grupo de policías-chequistas del PSOE procedieron a la detención ilegal de dos militantes del PP. El escándalo fue tremendo pero, pocos meses después, todas las acusaciones, de Bono al último sicario, se demostraron falsas. Llevados ante la Justicia por empeño de la presidenta del PP madrileño, Esperanza Aguirre, los policías fueron condenados por falsificación de pruebas y otros delitos. Nunca la izquierda pidió perdón por tal fechoría. La derecha política pasó página, pero la derecha sociológica no. Como el PP era atropellado una y otra vez por la izquierda, sin querer, poder o saber defenderse, sus bases acabaron refugiándose en el único medio que, cuando arreciaba el linchamiento, los defendía. Y, desde el «Caso Bono», ese medio fuimos nosotros.
Durante el año 2005 el protagonismo de la COPE en las concentraciones de la derecha fue cada vez mayor, hasta el punto de que los gritos más coreados en casi todas ellas fueron «¡España, España!» y «¡COPE, COPE!». Los periodistas de la cadena eran vitoreados por los manifestantes, besuqueados, abrazados y cariñosamente estrujados. Cristina leyó el manifiesto final en la que se celebró en defensa de la familia y contra la ley del matrimonio homosexual; César estuvo en primera fila llevando la pancarta oficial prácticamente en todas; y yo, que soy algo agorafóbico, empecé a retransmitirlas en directo. En una de las más espectaculares y masivas, la que se celebró en otoño de 2005 contra la LOE, la organización colocó megáfonos a lo largo de todo el recorrido sintonizados con la COPE, y cuando comencé la retransmisión saludando a los oyentes de toda España y, muy especialmente, a los manifestantes de Madrid, un tremendo rugido, al decir de todos los presentes, se alzó de la masa y se convirtió en una ovación atronadora, salpicada de gritos «¡COPE, COPE!» y «¡Federico, Federico!», que duró varios minutos. Al terminar, yo estuve dos horas amablemente cercado y sin poder salir de la emisora, hasta que la masa que la rodeaba y nos aclamaba decidió irse a cenar.
Naturalmente, el papel de la COPE suscitó pronto las iras del Gobierno. El talante del que había presumido Zapatero en la entrevista del mes de mayo, se había convertido sólo medio año después en una predisposición al ataque y a la calumnia inasequible a la evidencia, no digamos ya a la democracia. La encargada de Asuntos Religiosos, Mercedes Rico Godoy, denunció que una página web de la COPE insultaba a las ministras de Zapatero sacándolas desnudas en un montaje satírico. Pero la COPE no tenía en su sosísima página web ni siquiera un rincón para esos montajes, que, en cambio, eran una costumbre del PSOE en su página
losgenoveses.com
, dirigida por el jefe de gabinete del ministro Caldera. Rouco y yo, entre otros personajes de la derecha política y mediática, habíamos sido caricaturizados de la forma más obscena en esa página, pero, claro, sólo la delicadísima epidermis socialista sufre alergias satíricas.
El Gobierno insistía en que no sólo la COPE sino expresamente
La mañana
habían insultado groseramente a las ministras. Barriocanal me preguntó si yo sabía algo de eso. Le dije que nada en absoluto. Pero la tormenta arreciaba. Y tras salir infinitas veces en los telediarios instando a los obispos a cortarnos el cuello, decidieron presentar la prueba que nos condenaba: era una página que se llamaba.
gruporisa.com
, que había tomado el nombre del equipo humorístico de Echeverría, Miner y Blanco, pero que no tenía ninguna relación ni con ellos, ni conmigo, ni con la COPE. La página pertenecía a un grupo de gamberros en la Red que se hacía y se hace llamar Movimiento Anti-ZP, y que se ponía los nombres que le daba la gana para ejercer —o perpetrar, según se mire, sus bromas, sátiras, alegorías y montajes visuales. Los responsables confesaron pronto la verdad: que no tenían nada que ver con nosotros, y pidieron disculpas. Pero el Gobierno decidió no creérselo, por la sencilla razón de que no le convenía. Como en el «Caso Bono», todavía estamos esperando que pida perdón por la catarata de mentiras e improperios vertidos contra mí, contra
La mañana
y contra la COPE. La izquierda es así: tiene derecho a imputar a la derecha cualquier cosa, aunque sea mentira; en cambio, puede denunciar como mentira cualquier cosa que diga la derecha, aunque sea verdad.
Aunque el episodio en cuestión mostró la verdadera catadura del Gobierno en lo que al respeto a la pluralidad se refiere, nos fuimos de vacaciones navideñas bastante tranquilos. La COPE funcionaba como un reloj, la derecha empezaba a adorarnos y la izquierda a detestarnos, se avecinaban sin duda tiempos duros, pero, nos decíamos, en última instancia siempre nos quedará Rouco para defendernos. El carácter semieterno de la presidencia rouquiana era tan umversalmente asumido que la última fechoría de La Zarzuela fue precisamente una llamada del Rey a Rouco desde Argentina para quejarse de un comentario crítico que, según Alberto Aza, había hecho yo en
La mañana
. Eso demuestra el absoluto respeto de la Casa Real por la libertad de expresión, siempre que la ejerzan izquierdistas, obviamente, así como el desprecio despótico que les inspira su ejercicio por parte de los liberales. Pero, signo de los tiempos, ahora ya no utilizaban al vicario general castrense para marear al cardenal, como en tiempos de Aznar, sino que el Rey llamaba directamente a Rouco o bien se recurría al ministro de Defensa, el falsamente apaleado Bono, vecino toledano del arzobispo e inmediato cardenal don Antonio Cañizares, uno de nuestros grandes defensores. La murga que me han dado las instancias zarzueleras en los dos últimos años habría hecho de mí el más fervoroso de los republicanos, si no temiera encontrarme en la logia con los mejores amigos del Rey.
En febrero tocaba renovar la presidencia de la Conferencia Episcopal y Rouco optaba a un tercer mandato, hazaña sólo alcanzada por Tarancón en los turbulentos años de la Transición. Como no soy experto en la materia y rae pierdo en el recuento de las alianzas, cambios, sutilezas y volteretas que se producen en las votaciones de los obispos, no intentaré explicar cómo sucedió, pero sucedió: Rouco perdió la reelección por un solo voto, pese a que —por los que le habían prometido— deberían haberle sobrado dos. Sin embargo, la gran sorpresa no fue ésa sino la elección del obispo de Bilbao, Ricardo Blázquez, para sucederle. También Cañizares perdió contra él por un voto, tras la división del voto conservador y no nacionalista, que es amplísimamente mayoritario. Cuando se supo la noticia eran casi las dos de La tarde y yo estaba aún en la redacción de la COPE. Ya había rumores sobre la derrota de Rouco e incluso sobre la elección de Blazquez, pero no se les daba demasiado pábulo. En todo caso, se hizo un silencio sepulcral al conectar los altavoces internos con la noticia que daba José Luis Restan. Y tras oírla, no vi a mi alrededor una sola cara que no fuera la imagen misma de la consternación.