Read De La Noche a La Mañana Online
Authors: Federico Jiménez Losantos
Tags: #Ensayo, Economía, Política
En el Gobierno cantaron victoria demasiado pronto, por las mismas razones que en la COPE se respiraba un aire de derrota. Zapatero y los nacionalistas, siempre con Polanco al bombo, creyeron que la alianza de izquierdistas y nacionalistas que había llevado a la presidencia a Blazquez podía traducirse en la liquidación de la COPE. Por otra parte la forma de hacerlo era bastante sencilla desde el punto de vista legal: yo terminaba mi contrato por dos años en junio y César había firmado un año con opción a otro. Bastaba cumplir el contrato y adiós muy buenas. En cuatro meses, el insoportable protagonismo de la COPE habría desaparecido.
En la casa muchos pensaban lo mismo. Sin embargo, a las pocas horas, por no decir a los pocos minutos, de la elección del nuevo presidente, don Bernardo y Barriocanal me aseguraron, cada uno por su lado, que no había ningún motivo de alarma. El nuevo Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal, al que corresponde tomar las decisiones últimas sobre la COPE, quedaba compuesto así: Blazquez como presidente; los tres cardenales, Rouco, Caries y Amigo; el arzobispo de Toledo y futuro cardenal, Cañizares; el de Barcelona, Martínez Sistach; el obispo de Oviedo, Osoro, y, con voz pero sin voto, el secretario de la Conferencia, Martínez Camino. La explicación que me dieron para tranquilizarme y, sobre todo, para tranquilizar a mi equipo, era la siguiente: Cañizares no era un vicepresidente cualquiera, ya que prácticamente había empatado con Blazquez, y además la gran mayoría de los obispos respaldaría a la tripleta Rouco-Cañizares-Osoro; Amigo y Carles habían evolucionado mucho en lo que a la COPE se refiere, muy especialmente tras la llegada de Zapatero al Poder; Sistach no iba a hacer una oposición en solitario, y Blázquez, por su propio carácter y por lo débil de su respaldo electoral, optaría por una neutralidad que, objetivamente, favorecería a los mayoritarios. Si hacía falta algún apoyo moral en el Comité Ejecutivo, ahí estaba Martínez Camino. Y si en el ala taranconista o más izquierdosa de la Conferencia se hacían eco de los propósitos gubernamentales de desmantelar la COPE, don Gabino Díaz Merchán tenía el contrapeso moral de don Fernando Sebastián, arzobispo de Pamplona, que estaba francamente espantado por el laicismo radical de Zapatero y la entrega de Navarra a los nacionalistas vascos, ETA incluida.
Naturalmente, esto era lo que a mí me decían y que, por no tirar piedras contra nuestro tejado, yo no podía contar; pero después de la derrota de Rouco y de la no elección de Cañizares, yo sentía con respecto a las identificaciones, equilibrios y cuantificaciones de los obispos la misma extrañeza que en tercero o cuarto de Bachillerato sentí hacia la trigonometría: aquello ya no eran las matemáticas que me había enseñado mi madre y que tan bien se me daban, así que, para absoluta desolación materna, vi claro que lo mío eran las letras. No es que el álgebra o la trigonometría me pareciesen asignaturas malignas o incomprensibles. Simplemente, a un buen alumno becado, pagado de sí mismo y acostumbrado a las matrículas de honor, verse condenado al notable bajo o al aprobado le produce un rechazo grave teñido de leve incomprensión. Lo que decidieran los obispos era cosa suya. Yo me limitaría a seguir haciendo hasta el mes de junio lo que venía haciendo: madrugar, sacar adelante mi programa y ayudar a que la cadena saliera del hoyo y ganase audiencia y dinero. Eso sí, sin variar un ápice la línea combativa que había hecho de la COPE algo muy importante dentro de la sociedad española y, por eso mismo, un enemigo a batir.
Al mes y medio o dos meses de la elección de Blázquez, con don Bernardo como único testigo, comí con él en la COPE. Al día siguiente de su elección yo le había hecho una entrevista en
La mañana
que más que a periodismo sonó a odontología, con el doble problema de que ni él quería que le sacasen una muela ni yo quería meterle la mano en la boca. Aunque recurrí a la más depurada técnica extractiva de la escuela ludovicoherreriana, el efecto dentro de la casa fue negativo tirando a devastador. Se trataba, pues, de sosegar los ánimos, espantar nubarrones y, como suele decirse, normalizar la cosa. ¿Qué cosa? Eso es lo de menos: lo importante es normalizar. En rigor, además de un gesto de cortesía dentro de los cánones temporales de la Iglesia, que son diferentes de los del común de los mortales, la reunión tenía un doble sentido: que Blázquez me tranquilizara a mí y que yo tranquilizase a Blázquez, es decir, que él viera que yo no me comía a los niños crudos, como decían los batasunos que lo rodeaban, declaradamente antropófagos, y que yo viera que él no tenía la menor intención de comérseme a mí, ni crudo ni cocido.
Debo decir que la comida fue agradable sin llegar a euforizante y que el único gesto de tensión se produjo por la negativa de Blázquez a terminarse los dos platos de entremeses, como era propósito de don Bernardo, que, por esas casualidades de la vida, había sido profesor suyo en el seminario, y nada menos —o nada más— que de Matemáticas. Puesto que se trataba de suavizar las tensiones inducidas desde fuera y de encontrar los elementos de interés común entre las dos partes —inútil es decir que don Bernardo participaba de ambas—, hablamos de todo y de nada, de lo que pasaba y de lo que dejaba de pasar, y, naturalmente, del tiempo que hacía en Bilbao, en Madrid, en Ávila y en Teruel. Buen tiempo en Canarias.
La comida fue un éxito, según dijeron los anfitriones. Desde luego, yo constaté que Blázquez se sentía mucho más a gusto fuera de los micrófonos que dentro, como lo demostraba su voz, que al natural o en privado es mucho más grave que en público. Sin embargo, era imposible no recordar que en ese comedor, apenas dos meses antes, Rouco nos había ofrecido a los directores de programas más importantes y a los directivos de la casa un almuerzo de despedida que nadie, ni el anfitrión ni los invitados, creían tal. El cardenal estuvo particularmente simpático, ocurrente y más defensor que nunca de la COPE y de los que allí estábamos. «Si la COPE no existiera, habría que inventarla —dijo Rouco—; pero no una COPE cualquiera, sino ésta, esta COPE». Ni que decir tiene que el espaldarazo cardenalicio llenaba de satisfacción a los comensales. Y ahora, ahí estaba yo, a solas con Blázquez y don Bernardo, en involuntario homenaje a Sísifo. Y con la certeza de que al obispo de Bilbao aquella piedra al hombro también le pesaba horrores.
Haciendo cuentas, resultaba que tras pasar yo seis años y medio como director de los dos grandes programas de la COPE, Rouco se había ido de la presidencia de la Conferencia Episcopal sin haberme llamado nunca por teléfono, fuera para celebrar o, más previsiblemente, lamentar algo que yo hubiera dicho en el micrófono. Hasta las quejas del Rey, motu proprio o inducidas por sus chambelanes, me habían llegado por vía indirecta, que era el mejor modo de que no produjeran alarma ni surtieran efecto. ¿Actuaría Blázquez del mismo modo? Pues bien, debo decir que hasta ahora, cumplida ya la mitad de su mandato de tres años, no ha podido hacerlo más satisfactoriamente, al menos para mi gusto. Muchos periodistas prefieren tener la seguridad de que los editores o propietarios de su medio están contentos con el trabajo que están realizando, porque así pueden rectificar cualquier problema y, en todo caso, evitar sorpresas, léase despidos. Lo entiendo, pero yo prefiero que me dejen tranquilo. La mejor llamada que pueden hacerme es ninguna. Donde esté el silencio administrativo, que se quite la bullanga feliz. Y en ese sentido, si lo de Rouco fue magnífico, lo de Blázquez roza, técnicamente hablando, la perfección. No es que, como su predecesor, tampoco me haya llamado nunca, circunstancia que agradezco muchísimo; es que, según se dice, apenas recibe llamadas porque puede tener desconectado el móvil días enteros. Tal vez eso no sea un signo claro de santidad, pero confieso que a mí me produce una calma beatífica.
Probablemente, el asunto que más ha contribuido a la identificación de la derecha y de la parte no polanquista de la izquierda con la COPE es la investigación sobre el 11-M. O, para ser precisos, sobre los engaños, contradicciones y manipulaciones en torno a esa masacre que, vilmente manipulada por la SER, llevó al Poder al PSOE. En realidad, las primeras sospechas razonables sobre la verdadera naturaleza de la matanza para echar al PP del Poder se publicaron pronto: lo hizo Fernando Múgica en el diario
El Mundo
allá por mayo, en el primero de su serie de artículos «Los agujeros negros del 11-M». La línea básica de investigación se centraba en los datos que habían llevado a identificar como terroristas islámicos de Al Qaeda u organización similar a los autores de la masacre, porque ni el número, ni la cualificación técnica de los presuntos terroristas eran los requeridos para organizar un atentado de tal envergadura y de tan medida relojería político-electoral.
Naturalmente, Múgica no era el único —aunque su soledad en los medios, incluido su periódico, era realmente pavorosa— que recibía informaciones reservadas al respecto. Por aquel entonces, las hipótesis oficiosas que manejaban las fuentes de los periodistas en los servicios de información de la Guardia Civil, la policía y el CNI eran básicamente dos: que los «moritos» no habían participado realmente en la masacre, realizada y manipulada por las «tramas negras» del PSOE en las Fuerzas de Seguridad del Estado; o que los «moritos» eran sólo la pantalla, la coreografía menor de un atentado que realmente llevó a cabo ETA, como todos creyeron al principio, pero que fue manipulado para poder utilizarlo electoralmente contra el PP.
Una de las primeras pruebas publicadas por Múgica que dejaron claro hasta qué punto todo lo del 11-M estaba turbio fue descubrir el trayecto paralelo de dos furgonetas con explosivos, la de los «moritos» y otra de la ETA, que salieron casi a la vez de Asturias y el sur de Francia y de las cuales una, la etarra, fue detenida en Cuenca camino de Madrid mientras que la astur-marroquí, aunque detenida dos veces por la Guardia Civil, pudo llegar con su carga mortífera hasta el Corredor del Henares. Meses después irían publicándose infinidad de datos que probaban las buenas relaciones de los etarras con los terroristas islámicos en las cárceles españolas. Pero además, con el Gobierno del PP ya en funciones, se produjo el suicidio real o inducido de los islamistas en Leganés, que por segunda vez —la primera habría sido en los trenes; la segunda frente a la policía que cercaba el piso— eligieron ir al infierno como suicidas en vez de holgar eternamente con las huríes en el Paraíso como mártires de la Yihad. Unos islamistas que eligen morir en pecado son unos islamistas muy raros. Si además resultan ser confidentes de la policía, rarísimos; si encima sus abastecedores de explosivos son también confidentes policiales, la cosa empieza a resultar increíble; y si además aparece una cinta magnetofónica grabada por un guardia civil a otro confidente policial que cuenta cómo terroristas etarras buscaban en Asturias antes del 11-S (ojo, del 11-S, no del 11-M) alguien que supiera hacer estallar bombas con móviles, método presuntamente usado para la masacre de Madrid, entonces sí que cabe dudar de todo lo que nos han contado.
Hoy sabemos que todas las pruebas que llevaron a la identificación de los islamistas y a su detención el 13-M eran falsas o estaban manipuladas, y que así han pasado al sumario de la instrucción judicial, donde su mentira brilla colgada de los folios como antaño brillaban en los mástiles de los veleros los fuegos de San Telmo. Entonces sólo sabíamos que no sabíamos nada, pero sospechábamos que lo que nos habían contado o no era todo o no era la verdad. Yo inventé el mote de «los pelanas de Lavapiés» para ridiculizar la supuesta ferocidad de los musulmanes españoles presuntos cofrades de Ben Laden, que en realidad eran «moritos» traficantes de hachís que entraban y salían de las dependencias y confianzas policiales con excesiva tranquilidad. Aquello caló —nunca se sabe por qué— y se ha convertido en una forma habitual de denominarlos. Todo era demasiado inconsistente, y cuanto más investigaba sobre la «trama asturiana» de los explosivos, más inconsistente resultaba.
Paralelamente, el PSOE había puesto en marcha la Comisión Parlamentaria de Investigación del 11-M, tras unas declaraciones a la SER del ministro de Interior José Antonio Alonso censurando las «responsabilidades políticas» del Gobierno Aznar en la masacre. Un arranque que, con la perspectiva del tiempo, me parece más planeado que fruto de la improvisación o del error. La puesta en escena de la Comisión fue preparada meticulosamente por Rubalcabajefe del grupo parlamentario, pero se vino abajo el primer día, tras la liosa declaración de un portero y la confusión de otro testigo de inspiración socialista, que confundió a un diputado del PP con el del PSOE que le había llamado en vísperas de su deposición. El escándalo fue superlativo. Esa mañana, rebauticé satíricamente al primer testigo como «el portero automático de Rubalcaba», y no me equivoqué mucho. Pero lo que realmente me impresionó fue el cambio radical de las llamadas al programa. Hasta ese día, lo normal era que criticasen a los socialistas por manipular el dolor del 11-M en su beneficio. Ese día, exclusivamente por el efecto de la manipulación socialista de la Comisión y el chasco posterior, la frase repetida una y otra vez, que por sentido de la responsabilidad no podíamos emitir, era «han sido ellos». Era un «ellos» inconcreto en términos judiciales, pero diáfano en su sentido político. Todo lo que ha hecho el Gobierno desde entonces no ha servido más que para confirmar las peores hipótesis de los oyentes más malpensados de la COPE. Hasta hoy.
El PSOE alcanzó el máximo de su eficacia manipuladora con el testimonio de la madre de uno de los asesinados el 11-M, una militante comunista llamada Pilar Manjón, que compuso una actuación digna del Osear. Ni que decir tiene que en la línea que le convenía al Gobierno. Yo manifesté públicamente mi escepticismo, no respecto al dolor de esa mujer, obviamente, pero sí en cuanto a su espontaneidad y valor político. Y aunque incluso dentro de la casa —no digamos fuera, donde me pusieron a caer de un burro— muchos me reprocharon la dureza que suponía criticar a una víctima, luego han venido esos mismos a reconocer que tenía, si no toda, bastante razón. Claro que ellos lo pensaron a posteriori, yo lo hice sobre la marcha y por algo que no tenía relación directa con la política. Semanas antes, habíamos recibido en el programa
Un año de amor
la carta de amor de una muchacha que había perdido el 11-M a su marido, con el que sólo llevaba casada tres años. La carta era preciosa, Ayanta y todas las chicas lloraron como magdalenas, vino luego a ver el programa, estuvimos un buen rato con ella y, aunque yo no valgo demasiado para la codificación sentimental, me había hecho una especie de retrato robot de las víctimas de aquella masacre, social y culturalmente muy distintas de las viudas y huérfanos de policías, guardias civiles, militares o militantes del PP que han perdido a sus familiares a manos de la ETA. Estas víctimas anónimas del 11-M me parecían particularmente indefensas, precisamente porque nunca habían pensado su vida ni su muerte en términos políticos. Y la comparación entre aquella muchacha, que sólo quería recordar a su amor perdido, y Manjón, que había perdido un hijo y lo procesaba políticamente, me resultaba irritante, demasiado poco real. Seguramente fui demasiado injusto en la crítica, pero, desde luego, no menos que la mayoría en el elogio.