Bond sonrió a los ojos de la chica.
—No seas tonta, Tiffany —dijo él, usando su nombre por primera vez—. He estado esperando esta velada. Voy a tomar exactamente lo mismo que tú. Y tengo suficiente dinero para pagar la cuenta. El señor Tree apostó contra mí quinientos dólares a doble o nada esta mañana, y gané yo.
Al mencionar a «Shady» Tree, la actitud de ella cambió.
—Supongo que eso cubrirá el gasto —comentó seca—. Justito. ¿Sabes lo que dicen de este lugar? «Todo lo que puedas comer por trescientos papeles.»
El camarero les sirvió los Martinis, batidos pero sin remover, como Bond había especificado, y algunas rodajas de limón en un vaso de vino. Bond exprimió dos de ellas y las dejó caer en el fondo de su bebida. Levantó el vaso y miró a la chica por encima del borde.
—Todavía no hemos brindado por el éxito de la misión.
La boca de la chica se torció en una mueca sarcástica. Se bebió medio Martini de un trago y dejó el vaso sobre la mesa con firmeza.
—O por el ataque de corazón al que acabo de sobrevivir —dijo secamente—. Tú y tu maldito golf. Creí que le ibas a contar al hombre todos tus lanzamientos favoritos. Si te anima un poco más, sacas un palo y una de las pelotas de la bolsa y le muestras un par de trucos.
—Me pusiste nervioso. Encendiendo y apagando el maldito mechero sin conseguir prender el cigarrillo. Me juego lo que sea a que te lo pusiste en la boca por el lado del filtro y trataste de encenderlo.
Ella lanzó una risa corta.
—Debes tener ojos en el cogote —admitió la chica—. Estuve a punto de hacerlo. De acuerdo. Estamos empatados —dijo, terminándose el Martini—. Vamos. No eres un derrochador, que digamos. Quiero otro de éstos. Empiezo a pasármelo bien. ¿Qué ocurre con la cena? ¿O estás esperando a que pierda el conocimiento antes de pedir?
Bond llamó al maítre. Pidió la cena, y el camarero encargado del vino, que era de Brooklyn pero llevaba una chaqueta a rayas, un delantal verde y una cadena de plata con la taza de catar alrededor del cuello, fue por el Clicquot Rosé.
—Si tengo un hijo —dijo Bond—, le daré un solo consejo cuando se haga mayor: «Gástate el dinero en lo que quieras, pero no te compres nada que coma».
—¡Por Dios! —exclamó la chica—. Esto es realmente la vida con la «v» pequeña. ¿No podrías decirme algo bonito de mi vestido, en lugar de quejarte todo el tiempo de lo cara que te salgo? ¿Sabes lo que dicen? «Si no te gustan mis melocotones, ¿por qué sacudes mi árbol?»
—Todavía no he empezado a sacudirlo. No me dejas poner los brazos alrededor del tronco.
Ella se echó a reír, mirando a Bond con aprobación.
—Por todos los cielos, señor Bond —dijo imitando el acento sureño—. Seguro que usted le dice las cosas más bonitas a una chica.
—Y por lo que se refiere al trapito —continuó Bond—. Es un sueño, y tú lo sabes. Me encanta el terciopelo negro. En especial sobre una piel tostada, y me alegra que no lleves demasiadas joyas, y que no te pintes las uñas. Resumiendo, me apuesto lo que sea a que esta noche eres la contrabandista más bonita de Nueva York. ¿Con quién haces contrabando mañana?
Ella cogió su tercer Martini y miró a Bond. Después, sin prisas, en tres tragos, se lo terminó. Dejó el vaso sobre la mesa y sacó un cigarrillo de la cajetilla al lado de su plato, inclinándose hacia la llama del encendedor de Bond. El valle entre sus senos se abrió para él. Ella lo miró a través del humo del cigarrillo y, de repente, sus ojos se ensancharon y, lentamente, se estrecharon de nuevo. «Me gustas —decían—. Todo es posible entre nosotros. Pero no seas impaciente. Sé amable. No quiero que me hagan daño otra vez.»
Entonces el camarero les sirvió el caviar. De repente, el ruido del restaurante irrumpió en la cálida y silenciosa isla que se habían construido dentro de la habitación, rompiendo el hechizo.
—¿Qué voy a hacer mañana? —repitió Tiffany Case con la voz que uno pone delante de los camareros—. ¿Por qué? Me voy a Las Vegas. Tomaré el Siglo XX a Chicago y después el Superchief a Los Angeles. Es una vuelta un poco larga, pero ya he volado bastante por unos días. ¿Y tú?
El camarero se había retirado. Durante un rato comieron el caviar en silencio. No hacía falta responder de inmediato a la pregunta. A Bond le pareció que, de pronto, tenían todo el tiempo del mundo. Los dos sabían la respuesta a la gran pregunta. Las respuestas a las pequeñas podían esperar.
Bond se echó hacia atrás en su silla. El camarero les sirvió el champán y Bond lo probó. Estaba helado y tenía un ligero sabor a fresas. Era delicioso.
—Me voy a Saratoga —respondió él—, a apostar por un caballo que se supone me hará ganar un poco de dinero.
—Supongo que se trata de un «arreglo» —dijo Tiffany Case con acritud. Bebió un poco de champán. Su humor había cambiado otra vez. Se encogió de hombros—. Parece que esta mañana has causado muy buena impresión a «Shady»— añadió la chica con indiferencia—. Quiere ponerte a trabajar para la banda.
Bond bajó los ojos hacia la piscina de champán rosa. Sentía la niebla de la traición interponiéndose entre él y la chica que le gustaba. Ahuyentó de su mente tales pensamientos. Debía proseguir con el engaño.
—¿Por qué no? —preguntó con facilidad—. Me gustaría. ¿Pero quién es «La Banda»? —Se entretuvo encendiendo un cigarrillo, conjurando al profesional para que mantuviese callado al ser humano.
Notó la mirada de la chica pegada a él. Recobró la sangre fría. El agente secreto tomaba las riendas y su mente empezaba a trabajar con frialdad, buscando pistas, mentiras, dudas.
Cuando levantó la vista, sus ojos eran Cándidos.
La joven pareció satisfecha.
—Se llama la "Banda de las Lentejuelas". Dos hermanos llamados Spang. Trabajo para uno de ellos en Las Vegas. Nadie parece saber dónde se encuentra el otro. Algunos dicen que en Europa. Y también hay alguien llamado ABC. Cuando estoy en este lío de los diamantes, todas las órdenes me vienen de él. El otro, Seraffino, que es el hermano para quien trabajo, esta más interesado en el juego y los caballos. Lleva un servicio de cable y el Tiara de Las Vegas.
—¿Y tú qué haces allí?
—Simplemente trabajo allí —dijo ella, dando el tema por cerrado.
—¿Te gusta?
La joven ignoró la pregunta, era demasiado estúpida para ser contestada.
—Y luego está «Shady» —continuó—. En realidad no es un mal tipo, excepto que está tan torcido que si le das la mano es mejor que después te cuentes los dedos. Se encarga de las casas de citas, la droga y todo lo demás. Hay muchos más tipos, matones de todas clases. Operadores duros. —Ella lo miró y sus ojos se endurecieron—. Ya los conocerás —dijo con sorna—. Te gustarán. Son tu tipo.
—¡Diablos! —exclamó Bond, indignado—. Es sólo un trabajo más. Tengo que ganar dinero.
—Hay muchas otras formas.
—Bueno, éstos son los tipos para los que tú has escogido trabajar.
—En eso tienes razón. —Se rió nerviosa, el hielo se había roto de nuevo—. Pero, créeme, cuando firmas con los Spangle te estás metiendo en la gran liga. Si yo fuese tú, me lo pensaría mucho antes de unirme a nuestro agradable círculo. Y no te equivoques con la banda. Si estás planeando algo de este tipo, mejor que empieces a tomar lecciones de arpa.
Fueron interrumpidos por la llegada de las chuletas, acompañadas de espárragos y salsa
mousseline
, y por uno de los famosos hermanos Kriendler, que eran los propietarios del 21 desde los tiempos en que era la mejor tertulia de Nueva York.
—Hola, señorita Tiffany —dijo—. Hace tiempo que no la veíamos. ¿Cómo van las cosas en Las Vegas?
—Hola, Mac. —La chica le lanzó una sonrisa—. Tiara marcha bien. — Echó una ojeada a la repleta habitación—. Parece que tu pequeño tenderete de perritos calientes tampoco va mal.
—No me puedo quejar —dijo el joven alto—. Demasiada aristocracia que paga a cuenta. Nunca suficientes chicas guapas. Debería venir más a menudo. —Sonrió a Bond—. ¿Todo bien?
—No podría ser mejor.
—Vengan otra vez. —Chasqueó los dedos llamando al camarero del vino—. Sam, pregunta a mis amigos qué quieren beber con el café. —Y envolviéndolos con una última sonrisa se dirigió hacia otra mesa.
Tiffany pidió un
stinger
, hecho con crema de menta blanca, y Bond la imitó.
Cuando llegaron los licores y el café, Bond retomó la conversación donde la habían dejado.
—Pero, Tiffany —dijo—, este trabajito de los diamantes parece bastante fácil. ¿Por qué no seguimos haciéndolo juntos? Dos o tres viajes al año nos proporcionarán un buen dinero, y no serán tantos como para que Inmigración o aduanas empiecen a hacer preguntas difíciles.
Tiffany Case no se mostró impresionada.
—Explícaselo a ABC —repuso—. Te estoy diciendo que esta gente no es estúpida. Dirigen una gran operación con el material. Nunca he trabajado dos veces con el mismo correo, y no soy el único guardián que hace la ruta. Además, estoy convencida de que no íbamos solos en el avión. Juraría que tenían a alguien vigilándonos. Comprueban y vuelven a comprobar cada maldita cosa que hacen. —Tiffany estaba irritada con la falta de respeto que Bond parecía tener por la profesionalidad de sus jefes—. ¿Por qué no he visto nunca a ABC? Sólo llamo a un número de teléfono de Londres y tomo las órdenes de un magnetófono. Si tengo algo que decir, lo mando a ABC de la misma manera. Te aseguro que esto se halla por encima de tu cerebro. Tú y tus malditos robos en casas de campo. —Estaba absolutamente encendida—. Hermano, ¿tienes algo más preparado?
—Ya veo —dijo Bond, respetuoso, preguntándose cómo iba a arreglárselas para sacarle el número de teléfono de ABC—. Desde luego parece que están en todo.
—Puedes apostar la vida —dijo ella llanamente. El tema estaba volviéndose aburrido. Tiffany miró malhumorada a su
stinger
y se lo bebió de un trago.
Bond presintió el inicio de un
vin triste
.
—¿Vamos a otro sitio? —preguntó, sabiendo que había sido él quien había matado la velada.
—Mejor no —respondió ella con voz opaca—. Llévame a casa. Me estoy poniendo tensa. ¿Por qué diablos no has buscado un mejor tema de conversación que esos malditos matones?
Bond pagó la cuenta y en silencio salieron del fresco envoltorio del restaurante al bochorno de la noche, con su olor a petróleo y a asfalto caliente.
—También estoy en el Astor —le informó Tiffany mientras subían al taxi.
Ella se instaló en el otro extremo del asiento trasero, se sentó inclinada hacia delante y apoyando la barbilla en la mano, mientras contemplaba las mortecinas sombras entre las luces de neón.
Bond no dijo nada. Miró al exterior y maldijo su trabajo. Todo lo que quería era decirle a aquella chica: «Escucha. Ven conmigo. Me gustas. No tengas miedo. No puede ser peor que estar sola». Si ella hubiese aceptado, él habría sido un aprovechado. Y no quería ser un aprovechado con ella. Usarla era parte de su trabajo; pero, por mucho que su trabajo le exigiera, había una forma en que Bond nunca «usaría» a esa chica en particular. A través del corazón.
Al llegar al Astor, Bond la ayudó a bajar del taxi. Mientras él pagaba al taxista, Tiffany permaneció de pie sobre el pavimento, dándole la espalda. Subieron los escalones en el tirante silencio de un matrimonio después de una pelea nocturna.
Pidieron sus respectivas llaves en la recepción y ella dijo «Cinco» al chico del ascensor. Mientras subían permaneció con la mirada fija en la puerta. Bond vio que los nudillos de la mano que sostenía el bolso de noche estaban blancos. Al llegar al quinto salió rápidamente del ascensor, pero no protestó cuando Bond la siguió. Doblaron varias esquinas hasta llegar ante su puerta. Ella se inclinó, metió la llave en la cerradura y abrió de un empujón. Entonces se dio la vuelta enfrentándose a Bond.
—Escucha, señor Bond…
Había empezado en tono amonestador, pero se interrumpió y lo miró directamente a los ojos. Bond pudo ver que sus pestañas estaban húmedas. De repente, ella le echó los brazos alrededor del cuello y con su rostro muy cerca del de Bond le dijo:
—Ten cuidado, James. No quiero perderte. —Y atrajo su rostro hacia sí para besarle, larga y fuertemente en los labios una sola vez, con ternura furiosa en la que casi no existía el sexo. Pero cuando los brazos de Bond la estrecharon y él empezó a devolverle el beso, su cuerpo se tensó y se liberó del abrazo poniendo fin al momento de abandono.
Con la mano en el pomo de la puerta abierta, se volvió y miró a Bond. El brillo sensual había vuelto a sus ojos.
—Ahora, aléjate de mí —dijo con fiereza, y cerró la puerta de golpe, echando luego la llave.
James Bond pasó la mayor parte del sábado en su habitación con aire acondicionado del Astor, escapando del calor, durmiendo, y preparando cientos de cables dirigidos al Presidente, Universal Export, Londres. Para redactar los informes usó un sencillo código de transposición que se basaba en que estaban en el sexto día de la semana y que la fecha era el cuatro del mes octavo.
El informe concluía que la red de diamantes empezaba en algún lugar cerca de Jack Spang, en la forma de Rufus B. Saye, y terminaba con Seraffino Spang. Que el cruce principal de la red era la oficina de «Shady» Tree, de donde, presumiblemente, las piedras eran introducidas en la Casa de los Diamantes para ser cortadas y comercializadas.
Bond pidió a Londres que tuviese vigilado a Rufus B. Saye, pero avisó que un individuo conocido como «ABC» parecía estar directamente al mando del contrabando para la Pandilla de las Lentejuelas; admitió que no sabía nada más del individuo, excepto que parecía estar instalado en Londres. Se suponía que éste era el único hombre que podía proporcionarles la pista que los llevaría directamente a la fuente de donde provenían los diamantes robados: algún lugar del continente africano.
Bond informó que tenía la intención de continuar escalando la red en la dirección de Seraffino Spang, usando a Tiffany Case como agente involuntario.
Bond mandó el cable a cobro revertido a través de la Western Union, se duchó por cuarta vez y se fue a Voisin's, donde tomó dos Martinis con vodka, huevos Benedict y fresas. Durante la cena leyó las previsiones de las carreras para el encuentro de Saratoga, en las que se decía que los favoritos para Apuestas de la Perpetuidad eran
Come Again
, del señor C. V. Whitney, y
Pray Action
, del señor William Woodward júnior. No se hacía mención a
Shy Smile
.