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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Diamantes para la eternidad (5 page)

BOOK: Diamantes para la eternidad
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Sin preocuparse más por ellos, salió con paso decidido de la habitación. Los dos hombres oyeron sus pisadas subiendo con rapidez unos pocos escalones. Una puerta se abrió y se cerró de golpe. Se hizo el silencio.

Sin muestras de desánimo, el sargento Dankwaerts deslizó su cuaderno de notas en el bolsillo del chaleco, recogió su sombrero, se encaminó hacia el vestíbulo y salió a la calle. Bond lo siguió.

Subieron al coche patrulla y Bond dio la dirección de su apartamento en King's Road. Cuando el coche estaba en movimiento, el rostro oficial del sargento Dankwaerts se relajó. Se volvió hacia Bond. Parecía divertido.

—Ha sido un placer —dijo alegre—. Uno no se encuentra a menudo con un hueso tan duro como éste. ¿Consiguió lo que buscaba, señor?

Bond se encogió de hombros.

—La verdad, sargento, es que no sé exactamente qué buscaba. Pero estoy contento de haberle echado un buen vistazo a Rufus B. Saye. Todo un personaje. Nada que ver con mi idea de un vendedor de diamantes.

El sargento Dankwaerts se sonrió.

—No es un vendedor de diamantes, señor, me apuesto lo que quiera.

—¿Cómo lo sabe?

—Cuando leí la lista de las piedras desaparecidas —respondió el sargento Dankwaerts mientras sonreía feliz—, mencioné un «Premier Amarillo» y dos «Cape Unions».

—¿Y…?

—No existen tales piedras, señor.

Capítulo 5
Hojas muertas

Bond sintió, fija en su espalda, la mirada del ascensorista mientras él se dirigía hacia la habitación situada al extremo del largo y silencioso corredor. Habitación 350. Bond no se sorprendió. Sabía que se cometían más crímenes de poca monta en aquel hotel que en cualquier otro gran hotel de Londres. Vallance le había mostrado una vez el enorme mapa de los crímenes que tenían lugar en Londres cada mes. Señalando a un bosquecillo de banderitas alrededor de Trafalgar Square, había exclamado: «Todos los meses, esta esquina queda tan agujereada que tienen que pegar otro pedazo de papel encima para que sea posible clavar las banderitas del siguiente mes».

A medida que Bond se acercaba al final del corredor iba escuchando el sonido de un piano interpretando una canción más bien triste. Cuando llegó a la 350 supo que la música provenía de detrás de su puerta. Reconoció la melodía. Era
Hojas muertas
. Llamó.

—Adelante.

El recepcionista había anunciado al visitante, por lo que la voz estaba esperándole.

Bond entró en el pequeño vestíbulo y cerró la puerta a su espalda.

—Cierre con llave —ordenó la voz desde la habitación.

Bond hizo lo que le mandaban; luego cruzó el recibidor hasta situarse enfrente de la puerta abierta de la habitación. Al pasar al lado del tocadiscos portátil, que estaba encima del escritorio, el pianista empezó a tocar
La Ronda
.

La joven se hallaba medio desnuda delante del tocador, sentada a horcajadas en la silla, contemplándose en el espejo de tres piezas por encima del respaldo. Tenía la barbilla apoyada en los brazos desnudos, cruzados sobre el alto respaldo de la silla. Su espalda estaba arqueada, y del conjunto formado por su cabeza y sus hombros se desprendía un cierto aire de arrogancia. Los lazos del sujetador negros cruzando su espalda desnuda, el ajustado encaje negro de sus bragas y el arco de sus piernas golpearon los sentidos de Bond.

Ella levantó los ojos del reflejo de su rostro e inspeccionó a Bond con fría brevedad a través del espejo.

—Supongo que eres el nuevo ayudante —dijo con voz grave, casi ronca, que no hacía concesiones—. Siéntate y disfruta de la música. Es el mejor disco de música ligera de la historia.

—¿Te importa si fumo? —preguntó Bond, sacando su pitillera y poniéndose un cigarrillo en la boca.

—Si es así como quieres morir…

La señorita Case reasumió la silenciosa contemplación de su rostro en el espejo mientras el pianista interpretaba
J'attendrai
. Se terminó el disco.

Con gesto indiferente flexionó las caderas y se levantó de la silla. Giró a medias la cabeza y la pesada melena rubia cayó sobre la base de su cuello, curvándose con el movimiento y reflejando la luz.

—Si te gusta, pon la otra cara —dijo a la ligera—. Estaré contigo en un minuto. —Y desapareció de la vista.

Bond fue hasta el gramófono y levantó el disco. Era de George Feyer y su acompañamiento rítmico. Miró el número y lo memorizó. Vox 500. Examinó la otra cara y, saltando
La vie en rose
porque le traía recuerdos, puso la aguja sobre el principio de
Abril en Portugal
.

Antes de apartarse del gramófono retiró con cuidado el papel secante sobre el cual éste descansaba y lo sostuvo a la altura de la lámpara del escritorio. Lo puso de lado, a contraluz, recorriendo con la vista las esquinas. No había marca. Se encogió de hombros y lo deslizó otra vez debajo del aparato, volviendo de nuevo a su silla.

Pensó que la música era perfecta para la joven. Todas las melodías parecían pertenecerle. No era de extrañar que fuese su disco favorito. Tenía su misma sensualidad descarada, el sabor fuerte de sus gestos y el patetismo que había visto en sus ojos al devolverle, melancólica, la mirada a través del espejo.

Bond no se había hecho ninguna imagen de la tal señorita Case, que iba a ser su sombra hasta Norteamérica. Había dado por sentado que se trataría de una mujer hosca —una piedra dura y gastada, de ojos muertos— que había «hecho la ruta» y cuyo cuerpo ya no tenía ningún interés para la banda para la cual trabajaba. De acuerdo, la joven era dura, dura de gestos, pero cualquiera que fuese la historia de su cuerpo, su piel había brillado, llena de vida, bajo la luz.

¿Cómo se llamaba? Bond se levantó de nuevo y se dirigió hacia el gramófono. El asa llevaba atada una etiqueta de Pan-American Airways. Decía: «Señorita. T. Case.» ¿T.? Bond volvió a su silla. ¿Tersa?, ¿Tess?, ¿Thelma?, ¿Trudy?, ¿Tilly?… Ninguno parecía irle bien. Desde luego no Trixie o Tony o Tommy.

Seguía entretenido con el problema cuando ella apareció en silencio en la entrada de la habitación, permaneciendo con un codo apoyado en el marco de la puerta y la cabeza inclinada sobre la otra mano. Lo miró pensativa.

Bond se puso de pie sin prisa y le devolvió la mirada.

Iba vestida para salir, con excepción del sombrero, un pequeño objeto negro que se balanceaba en la mano que le quedaba libre. Lucía una elegante chaqueta negra sobre una camisa verde oliva abrochada hasta el cuello, medias de nilón dorado y zapatos de cocodrilo negros de punta cuadrada que daban la impresión de costar una fortuna. Llevaba en una muñeca un delgado reloj de pulsera de oro con correa negra, y en la otra un pesado brazalete dorado. Un gran diamante cortado en barra llameaba en el tercer dedo de su mano derecha y un pendiente de perlas y oro trenzado asomaba entre el denso cabello, de un tono dorado pálido.

Era bonita de una forma descuidada, como si mantuviera su atractivo sólo para sí misma y no le importara lo que los hombres pensaran de ella. Había algo irónico en la inclinación de las cejas, finamente dibujadas por encima de los grandes ojos grises, que parecia decir: «Seguro. Ven y pruébalo. Pero, hermano, asegúrate que eres de los mejores».

Los ojos tenían la rara cualidad del tornasol. Cuando las joyas poseen tornasol, el color del brillo cambia con el movimiento de la luz, y el color de los ojos de aquella mujer parecía variar del gris claro al gris oscuro azulado.

Tenía la piel algo tostada y no llevaba maquillaje, excepto por el rojo oscuro de los labios, suaves y carnosos, con un aire caprichoso como para hacer el efecto de lo que se llama «una boca pecadora». Pero no, pensó Bond, una que ha pecado a menudo, si había de juzgar por los sensatos ojos, en los que se adivinaba un asomo de autoridad y tensión.

Esos ojos observaban con mirada impersonal a los de Bond.

—Así que tú eres Peter Franks —dijo ella. Su voz era grave y atractiva, pero con un deje de condescendencia.

—Sí —repuso Bond—. Y me he estado preguntando qué nombre corresponde a la T.

Ella pensó por un momento.

—Supongo que puedes encontrarlo en el escritorio —dijo—. Corresponde a Tiffany. —Se dirigió hacia el gramófono y paró el disco a mitad de
Je n'en connais pas la fin
. Luego se volvió hacia Bond—. Pero no es del dominio público —añadió con frialdad.

Bond se encogió de hombros y se sentó sobre el alféizar de la ventana con las piernas cruzadas.

Su impasibilidad pareció irritarla. La joven se sentó enfrente del escritorio.

—Bien —comenzó con un tono cortante—, hablemos de negocios. En primer lugar, ¿por qué aceptaste este trabajo?

—Alguien murió.

—Oh —exclamó ella con mirada intensa—. Me habían dicho que lo tuyo eran los robos. —Hizo una pausa—. ¿A sangre fría?

—No, en una pelea.

—O sea que lo que quieres es largarte del país.

—Eso, y también el dinero.

La chica cambió de tema.

—¿Tienes una pata de palo? ¿Dientes falsos?

—No, todo es mío.

—Siempre les digo que me busquen a un hombre con una pata de palo —dijo frunciendo el entrecejo—. Bueno. ¿Tienes algún hobby o algo parecido? ¿Alguna idea de dónde vas a ocultar las piedras?

—No —respondió Bond—. Juego a las cartas y al golf. Creo que las asas de las maletas son un buen sitio para esconder este tipo de material.

—Los tipos de aduanas también lo creen —replicó ella, seca. Se sentó en silencio por un breve momento, reflexionando. Después cogió un pedazo de papel y un lápiz—. ¿Qué tipo de pelotas usas? —preguntó sin sonreír.

—Se llaman Dunlop 65 —respondió Bond con la misma seriedad—. Esa puede ser una idea.

Sin hacer ningún comentario, ella apuntó el nombre. Luego le miró.

—¿Tienes pasaporte?

—Sí, lo tengo —admitió Bond—, pero lleva mi verdadero nombre.

—Oh. —Ella desconfiaba de nuevo—. Y ¿cuál es ese nombre?

—James Bond.

—¿Por qué no escogiste Juan Pérez? —dijo ella burlándose. Se encogió de hombros—. ¡Bah, a quién le importa! ¿Puedes conseguir un visado estadounidense en dos días? ¿Y un certificado de vacunación?

—No veo por qué no —respondió Bond. (La Sección Q se encargaría de eso.)—. En Estados Unidos no tienen nada contra mí. Ni antecedentes penales aquí. Bueno, al menos bajo el nombre de Bond, claro.

—De acuerdo —dijo ella—. Ahora presta atención. Los de inmigración van a necesitar esto. Viajas a Estados Unidos a visitar a un hombre llamado Tree. Michael Tree. Te hospedarás en el Astor, en Nueva York. Tree es un amigo tuyo americano. Lo conociste en la guerra —le explicó la chica con detalle—. Sólo para que lo sepas, este hombre existe en realidad. El corroborará tu historia. Pero casi nadie lo conoce como Michael. Sus amigos lo llaman «Shady» Tree
[7]
. Si es que tiene alguno —añadió con acritud.

Bond sonrió.

—Él no es tan divertido como suena —dijo la chica escuetamente. Abrió el cajón del escritorio y sacó un rollo de billetes de cinco libras sujetos por una goma elástica. Los contó con rapidez, apartando más o menos la mitad, y devolvió el resto al cajón. Los enrolló ciñéndolos de nuevo con la goma elástica y lanzó el fajo a Bond, que se inclinó, cogiéndolo cerca del suelo.

—Ahí tienes unas quinientas libras. Reserva habitación en el Ritz y da la dirección a los de Inmigración. Consigúete una buena maleta usada y llénala con aquello que te llevarías si te fueses de vacaciones a jugar al golf. Llévate tus palos de golf. Manténte fuera de circulación.

Tomarás BOAC Monarch a Nueva York. El jueves por la noche. Consigue un billete de ida mañana por la mañana a primera hora. La embajada estadounidense no te dará el visado sin ver primero el billete. El coche pasará a recogerte al Ritz el jueves por la tarde a las 6:30. El conductor te dará las pelotas de golf, ponlas en tu bolsa. —Luego añadió, mirándolo directamente a los ojos—: Y ni pienses que puedes hacer negocios por tu cuenta con el material. El conductor permanecerá contigo hasta que tu equipaje haya sido embarcado en el avión. Además, yo estaré en el aeropuerto de Londres. Así pues, nada de bromas. ¿De acuerdo?

Bond se encogió de hombros.

—¿Que podría hacer yo con ese tipo de material? —dijo de forma casual—. Es demasiado grande para mí. ¿Y qué pasa en el otro lado?

—Otro conductor estará esperándote a la salida de la aduana. El te dirá lo que tienes que hacer después. —Su voz denotaba un tono de urgencia—. Si algo pasase en las aduanas, en cualquiera de los lados, tú no sabes nada, ¿entiendes? No tienes ni idea de cómo han llegado las pelotas a tu bolsa. Te pregunten lo que te pregunten, tú repite únicamente: «Por mí». Actúa como si fueses estúpido. Te estaré observando. Y es posible que otros también te vigilen. Si te encierran en Estados Unidos, pide hablar con el cónsul británico. No obtendrás ninguna ayuda de nuestra parte. Para eso se te paga. ¿De acuerdo?

—Me parece justo —dijo Bond—. A la única persona a quien causaría problemas sería a ti. —La miró con aire apreciativo—. Y no me gustaría que eso pasase.

—Tonterías —repuso ella, desdeñosa—. No tienes nada que ver conmigo. No te preocupes por mí, amigo. Puedo cuidar de mí misma. Te sorprenderías.

Bond se levantó y se alejó del alféizar de la ventana, sonriendo a los brillantes ojos grises que se oscurecían con la impaciencia.

—Puedo hacer cualquier cosa tan bien como tú. No te preocupes. Te haré quedar bien. Pero relájate un poco y deja de ser tan profesional por un segundo. Me gustaría verte de nuevo. ¿Nos podemos encontrar en Nueva York si todo sale bien?

Bond se sintió como un traidor mientras le decía esas palabras.

Ella le gustaba. Quería que se hicieran amigos. Pero entonces se plantearía el dilema de usar la amistad para seguir avanzando en la red.

La joven lo miró pensativa por un momento y sus ojos perdieron, poco a poco, el tinte oscuro. Sus apretados labios se relajaron entreabriéndose. Había un asomo de balbuceo en su voz cuando respondió:

—Yo, yo… esto es. —Se alejó de su lado de repente—. ¡Mierda! —exclamó, pero la palabra en sus labios sonó artificial—. Estoy libre el viernes por la noche. Supongo que podremos cenar juntos. En el Club 21, en la Calle 52. Todos los taxistas lo conocen. A las ocho en punto. Si el trabajo sale bien. —Se volvió mirando a los labios de Bond, no a sus ojos—. ¿Te va bien?

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