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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Diamantes para la eternidad (4 page)

BOOK: Diamantes para la eternidad
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—No seas ridículo.

—De acuerdo —dijo Vallance—. En todos estos trabajos, el pago a los subordinados es siempre la pista más débil. ¿Cómo iban a pagar esos cinco mil dólares a Peter Franks? ¿Quién? Y si hacía un buen trabajo, ¿lo emplearían de nuevo? Si yo estuviese en tus zapatos, investigaría esos detalles. Concéntrate en pasar más allá del peón que se encarga de los pagos e intenta escalar la red hacia los peces gordos. Si les caes bien, no te resultará difícil. No es fácil encontrar buenos correos, e incluso los peces gordos se van a interesar en el nuevo recluta.

—Sí —dijo Bond pensativo—, lo que dices tiene sentido. El mayor problema será ir más allá del primer contacto en Norteamérica. Esperemos que todo el trabajo no me explote en las narices en el garito de aduanas de Idlewild. Tendré una pinta bastante estúpida si el Inspectoscopio me pilla. Pero supongo que esa tal Case tendrá algunas ideas brillantes acerca de cómo transportar el material. Y ahora ¿cuál es el primer paso? ¿Cómo vas a sustituirme por Peter Franks?

Vallance empezó a deambular de nuevo por la habitación.

—Creo que todo irá bien —dijo—. Vamos a arrestar a Franks esta tarde y a encerrarle por conspiración para evadir aduanas. —Esbozó una ligera sonrisa—. Me temo que romperá una bella amistad con mi chica. Pero tiene que hacerse. Y luego la idea es que tú conciertes una cita con Miss Case.

—¿Sabe algo de Franks?

—Sólo su descripción y su nombre —dijo Vallance—. Al menos eso es lo que creemos. Incluso dudo que conozca al hombre que ha contactado con él. Peones a lo largo de toda la red. Cada uno hace su trabajo en un compartimiento estanco. Si se produce una filtración, sólo uno de ellos se ahoga.

—¿Sabes algo de la mujer?

—Los detalles del pasaporte. Ciudadana estadounidense. 27 años. Nacida en San Francisco. Rubia. Ojos azules. Altura 1.65. Profesión: soltera. Ha estado por aquí una docena de veces en los últimos tres años. Quizá más veces bajo distinto nombre. Siempre se hospeda en el Trafalgar Palace. El detective del hotel dice que no parece que salga demasiado. Recibe pocas visitas. Nunca se queda más de dos semanas. Nunca causa problemas. Eso es todo. No te olvides que cuando os encontréis tú también tienes que tener una buena historia, porqué estás haciendo el trabajo y todo eso.

—Me encargaré de ello.

—¿Puedo ayudarte en algo más?

Bond reflexionó. Parecía que el resto era cosa suya. Una vez metido en la red, sería cuestión de ir improvisando. Entonces se acordó de la compañía de joyas.

—¿Qué pasa con la pista de la Casa de los Diamantes con la que nos avisaba el Ministerio de Hacienda? Parece un poco descabellado. ¿Alguna idea?

—Para serte sincero, ni me he preocupado de ellos. —Hubo un tono de disculpa en la voz de Vallance—. He investigado al tal Saye, pero también es una hoja en blanco, excepto por los detalles de su pasaporte. Estadounidense. 45 años. Vendedor de diamantes, etcétera. Va a París muy a menudo. De hecho, una vez al mes durante los últimos tres años. Es probable que tenga una chica allí. Se me ocurre algo. ¿Por qué no ir y echar un vistazo al lugar y al tipo? Uno nunca sabe.

—¿Cómo lo hago? —preguntó Bond, dubitativo.

Vallance no respondió. Apretó un botón del gran intercomunicador que tenía en su mesa.

—¿Sí, señor? —dijo una voz metálica.

—Que venga Dankwaerts a la doble, por favor, sargento. Y Lobiniere. Y póngame con la Casa de los Diamantes. Los vendedores de gemas en Hatton Garden. Pregunte por el señor Saye.

Vallance se acercó a la ventana y miró en dirección al río. Sacó un mechero del bolsillo de su chaleco y empezó a encenderlo y apagarlo automáticamente, absorto en sus pensamientos. Alguien golpeó la puerta y el secretario de Vallance asomó la cabeza.

—El sargento Dankwaerts, señor.

—Que pase —dijo Vallance—. Entretenga a Lobiniere hasta que yo le llame.

El secretario sostuvo la puerta abierta y entró un hombre de aspecto anodino, vestido con ropa de calle. Su cabello clareaba, usaba lentes y su complexión era más bien débil. Su expresión era amable y estudiosa. Podía haber sido un contable entrado en años de cualquier empresa.

—Buenas tardes, sargento —dijo Vallance—. Este es el comandante Bond, del Ministerio de Defensa. —El sargento sonrió educadamente—. Quiero que lleve al comandante Bond a la Casa de los Diamantes, en Hatton Garden. Será el «sargento James» de su personal. Usted cree que los diamantes del golpe de Ascot están camino de Argentina a través de Norteamérica. Se lo dirá así al señor Saye, el gran hombre de la empresa. Le preguntará si es posible que el señor Saye haya escuchado alguna conversación del otro lado. Su oficina de Nueva York puede haber oído algo. Ya sabe, todo muy agradable y con mucha educación. Pero mirándole a los ojos. Ponga sobre él tanta presión como le sea posible, sin darle motivos para que pueda quejarse. Luego discúlpese y márchese, olvidándose del asunto por completo. ¿De acuerdo? ¿Alguna pregunta?

—No, señor —dijo el sargento Dankwaerts, impasible.

Vallance habló por el intercomunicador. Unos segundos después apareció un hombre cetrino y zalamero, llevando ropas de calle extremadamente elegantes y cargando un pequeño maletín. Permaneció de pie, esperando en el umbral de la puerta.

—Buenas tardes, sargento. Venga y eche un vistazo a este amigo mío.

El sargento se plantó muy cerca de Bond y, educadamente, le hizo girar en dirección a la luz. Dos ojos oscuros examinaron su rostro con minuciosidad por un minuto completo. Después el hombre se retiró.

—No puedo garantizar la cicatriz por más de seis horas, señor —dijo—. No con este calor. Pero con el resto no hay problema. ¿Quién tiene que ser, señor?

—El sargento James, miembro del personal del sargento Dankwaerts. —Vallance miró su reloj—. Sólo por tres horas, ¿de acuerdo?

—Por supuesto, señor. ¿Puedo empezar?

A una señal de asentimiento de Vallance, el policía condujo a Bond hasta una silla cerca de la ventana, puso su pequeño maletín en el suelo, al lado de la silla, se arrodilló y lo abrió. Durante diez minutos, sus ágiles dedos se afanaron sobre el rostro y el cabello de Bond.

Este se resignó mientras escuchaba como Vallance hablaba con la Casa de los Diamantes.

—¿Imposible hasta las tres y media? En ese caso, ¿podría decirle al señor Saye que dos de mis hombres lo visitarán a las tres y media en punto? Si, me temo que es bastante importante. Sólo una formalidad, por supuesto. Una entrevista de rutina. No creo que tome más de diez minutos del tiempo del señor Saye. Muchísimas gracias. Sí. Comisario asistente Vallance… Exacto. Scotland Yard… Sí. Gracias. Adiós.

Vallance colgó el auricular y se volvió hacia Bond.

—La secretaria dice que Saye no volverá hasta las tres y media. Sugiero que lleguéis a las tres y cuarto. Nunca viene mal echar una ojeada primero. Siempre ayuda a construir el personaje. ¿Cómo marcha la caracterización?

El sargento Lobiniere sostuvo un espejo de bolsillo frente a Bond. Un toque de blanco en las sienes. La cicatriz había desaparecido. Unas pequeñas arrugas en las esquinas de los ojos y la comisura de los labios. La más ligera de las sombras bajo los pómulos. Nada que se pudiese señalar con el dedo, pero todo se sumaba en alguien que, desde luego, no era Bond.

Capítulo 4
«¿Qué ocurre aquí?»

En el coche patrulla, el sargento Dankwaerts iba ensimismado en sus pensamientos. Rodaron en silencio por el Strand hasta Chancery Lane y desde allí a Holborn. En Eamages giraron a la izquierda y entraron en Hatton Garden. El coche los paseó cerca de los prístinos portales blancos del London Diamond Club.

Bond siguió a su compañero, cruzaron la acera hasta una elegante puerta en cuyo centro colgaba una placa de latón muy bien pulida en la que se leía
House of Diamonds
, y debajo
Rufus B. Saye. Vicepresidente en Europa
. El sargento Dankwaerts llamó al timbre. Una elegante muchacha judía abrió la puerta y los condujo a lo largo del recibidor, cubierto con una gruesa alfombra, hasta una sala de espera de enmaderadas paredes.

—El señor Saye vendrá en cualquier momento —dijo con aire indiferente, y se marchó cerrando la puerta.

La sala de espera era lujosa y, gracias al fuego de leña que ardía en la chimenea, aunque todavía no fuera la estación apropiada, resultaba tropicalmente cálida. En el centro de la moqueta de color rojo oscuro había una mesa circular Sheraton de palisandro y seis sillones a juego que Bond imaginó valían por lo menos unas mil libras cada uno. En la mesa se encontraban ejemplares de las últimas revistas y varias copias del
Diamond News
, de Kimberley. Los ojos de Dankwaerts se iluminaron cuando las vio, se sentó y empezó a hojear las páginas del número de junio.

En cada una de la cuatro paredes había una pintura de gran tamaño de una flor enmarcada en oro. Algo casi tridimensional en las pinturas atrajo la atención de Bond, que se acercó a examinar una de ellas. No se trataba de una pintura, sino de una flor natural recién cortada y dispuesta tras un cristal en un nicho forrado con terciopelo cobrizo. Las otras tres eran iguales y con los cuatro jarrones Waterford, que también contenían flores, formaban un conjunto perfecto.

En la habitación reinaba el silencio, si se exceptuaba el hipnótico tic-tac del gran reloj de péndulo y el suave murmullo de voces que provenía de la puerta opuesta a la entrada. Hubo un clic y la puerta se abrió unos pocos centímetros. Una voz con un fuerte acento extranjero protestó volublemente:

—Pego, señog Grunspan, ¿pog qué seg tan dugo? Todos tenemos que ganagnos la vida, ¿no? Le digo que esta magavillosa piedga me costó diez mil libgas. ¡Diez mil! ¿Usted no me cgee? Se lo jugo. ¡Pog mi honog! —Hubo una pausa negativa y la voz lanzó su última tentativa—. ¡Mejog todavía!, ¡le apuesto cinco libgas!

Se escuchó el sonido de una carcajada.

—Willy, es usted todo un personaje —replicó una voz con acento norteamericano—, pero no hay apuesta. Estaré encantado de ayudarle; aunque sé que esta piedra no vale más de nueve mil, yo le daré cien más para usted. Ahora váyase y medítelo. No conseguirá ninguna oferta mejor en la calle.

La puerta se abrió y por ella apareció un hombre de negocios norteamericano, de labios apretados, con gafas de pinza y mostrando el camino a un judío de pequeña estatura y aspecto atormentado que llevaba una gran rosa roja en el ojal. Los dos hombres parecieron sorprendidos de encontrar la sala de espera ocupada y, musitando un «Perdón» que no iba dirigido a nadie en especial, el norteamericano casi arrastró a su acompañante hacia el vestíbulo. La puerta se cerró a sus espaldas.

Dankwaerts guiñó un ojo a Bond.

—Esto es todo el mundo de los diamantes contenido en la cáscara de una nuez —dijo—. Ése era Willy Behrens, uno de los agentes de comercio independientes más conocido en la calle. Supongo que el otro hombre era el comprador de Saye. —Volvió a su periódico mientras Bond, resistiendo el impulso de encender un cigarrillo, siguió examinando las «pinturas» de flores.

De repente el rico y enmoquetado silencio de la habitación se quebró como se quiebra el silencio de un reloj de cuco. A un tiempo, un leño se desplomó en el hogar, el carillón de pared tocó la media, la puerta se abrió de par en par y un hombre alto, de tez morena, entró en la habitación mirando secamente a Bond y al sargento.

—Mi nombre es Saye —dijo sin más préambulos—. ¿Qué ocurre aquí? ¿Qué quieren ustedes?

La puerta había permanecido abierta a su espalda. El sargento Dankwaerts se puso de pie y, sorteando a Saye, con ademán educado pero firme, la cerró. Después volvió a plantarse en el centro de la habitación.

—Soy el sargento Dankwaerts, de la Sección Especial de Scotland Yard —respondió con voz suave—. Y éste —hizo un gesto en la dirección de Bond— es el sargento James. Estamos llevando a cabo una investigación rutinaria sobre unos diamantes robados. Se le ocurrió al comisario asistente —la voz se había vuelto de terciopelo— que quizá usted pudiera ayudarnos.

—¿Sí? —dijo el señor Saye, mirando con desprecio a aquellos dos «pies planos» mal pagados que habían tenido la desfachatez de malgastar su tiempo—. Continúe.

Mientras el sargento Dankwaerts, en un tono que habría parecido amenazador a un delincuente, y consultando de vez en cuando un pequeño libro de notas, recitaba una historia tachonada con «en la decimosexta instancia» y «ha llegado a nuestro conocimiento», Bond, sin ningún disimulo, realizó un riguroso examen de Saye, quien no pareció más perturbado por ello que por las insinuaciones del discurso del sargento Dankwaerts.

Saye era un hombre corpulento, compacto, duro como un pedazo de cuarzo. Poseía un rostro cuadrado cuyos rasgos angulosos estaban acentuados por el cabello negro y rizado, arreglado muy corto
en brosse
y sin patillas. Sus cejas eran negras y rectas, y, escondidas debajo de ellas, se encontraban un par de ojos negros de mirada seca y segura por demás. Iba bien afeitado y sus labios formaban una fina y más bien ancha línea recta. El mentón cuadrado estaba profundamente hundido y los músculos sobresalían a la altura de la mandíbula. Vestía una holgada chaqueta negra sin cruzar, camisa blanca y una corbata también negra, tan fina como una cinta, sujeta por una aguja de corbata de oro en forma de lanza. Sus largos brazos, que colgaban relajados a los costados, terminaban en unas manos muy grandes, ahora ligeramente curvadas hacia dentro, dejando ver el negro vello del dorso. Sus grandes pies, enfundados en caros zapatos negros, debían de ser del número 45.

Bond lo identificó como un hombre duro y capaz, que había triunfado en un gran número de escuelas de alto nivel y que parecía seguir enrolado en alguna de ellas.

—… y éstas son las piedras que nos interesan sobre todo —concluyó el sargento Dankwaerts, consultando su libro de notas—: Un «Wesselton» de 20 quilates. Dos «Blanquiazules» finos de unos 10 quilates cada uno, un «Premier Amarillo» de 30 quilates, un «Top Cape» de 15 quilates y dos «Cape Unions» de 15 quilates.

Tras hacer una pausa levantó los ojos del cuaderno de notas y clavó la mirada en los duros ojos de Saye.

—¿Ha pasado por sus manos alguna de estas piedras, señor Saye, o a través de su compañía en Nueva York? —preguntó con suavidad.

—No —dijo Saye llanamente—. No han pasado. —Luego se dirigió hacia la puerta que estaba a su espalda y la abrió de par en par—. Y ahora, buenas tardes, caballeros.

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