Diamantes para la eternidad (20 page)

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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

BOOK: Diamantes para la eternidad
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Bond hizo lo que le había dicho. El conductor puso el pie en el pedal del acelerador girando al mismo tiempo el interruptor de encendido. El tubo de escape produjo un estallido, como el de una .88 milímetros, y Bond vio que la mano derecha de los dos gángsters se metía en los bolsillos de sus chaquetas deportivas. Bond volvió la cabeza con naturalidad.

—Tenía razón —dijo—. Mejor déjeme aquí, Ernie. No quiero que se meta en líos.

—Tonterías —repuso el conductor con disgusto—. No pueden hacerme nada. Usted paga por cualquier daño que le ocurra al taxi, y yo trato de sacudírmelos de encima. ¿De acuerdo?

Bond sacó un billete de 1.000 dólares de su cartera y lo puso en el bolsillo de la camisa del taxista.

—Aquí tiene uno de los grandes para ir tirando —dijo—. Y gracias, Ernie. Veamos qué puede usted hacer.

Bond deslizó su Beretta fuera de la funda y la acarició con la mano. «Esto —pensó— es lo que había estado esperando.»

—Muy bien, compadre —dijo el conductor, alegre—. Hace tiempo que esperaba la oportunidad de molestar un poco a la banda. No me gusta que me pisen, y estos tipos han estado pisándonos a mí y a mis amigos durante demasiado tiempo. Agárrese fuerte. Allá vamos.

Estaban en una recta de la carretera donde no había mucho tráfico. Los picos de las montañas distantes amarilleaban con el sol del atardecer y las calles empezaban a azulear en esos quince minutos de la tarde en que uno no sabe si encender los faros o no.

Se movían con facilidad a sesenta, con el Jaguar pegado a su cola y el Chevrolet negro a un bloque de distancia por delante de ellos. De repente, lanzando el cuerpo de Bond hacia delante, Ernie Cureo pisó el freno y el coche patinó en seco hasta pararse con un chirrido de neumáticos. Se produjo un estruendo de cristales rotos y metal: el Jaguar había chocado contra el parachoques del taxi. Este saltó hacia delante; entonces, el conductor metió la velocidad y, con un horrible tirón, se liberó del destrozado radiador del Jaguar y aceleró alejándose por la carretera.

—¡Los he jodido bien! —exclamó Ernie Cureo con satisfacción—. ¿Que están haciendo?

—Se les ha reventado el radiador —dijo Bond mirando por la ventanilla de atrás—. Las dos aletas delanteras, hundidas. El parachoques, colgando. El parabrisas, roto. —Perdió de vista el Jaguar en el atardecer y se volvió hacia el taxista—. Han salido del coche y están intentando desatascar las aletas frontales de los neumáticos. No tardarán mucho en seguirnos de nuevo, pero ha sido un buen comienzo. ¿Tiene más trucos como éste?

—No tan fáciles —gruñó el conductor—. Se ha declarado la guerra. Atención. Será mejor que se agache. El Chevrolet está parando en el arcén de la carretera. Quizá intenten unos cuantos disparos. Allá vamos.

Bond sintió cómo el coche rebotaba hacia delante. Ernie Cureo estaba medio recostado en el asiento delantero, conduciendo con una mano y mirando la carretera por encima de la guantera.

Mientras adelantaban al Chevrolet a gran velocidad, se produjo un golpe metálico y dos cracs secos. Un puñado de cristales cayó sobre Bond. Ernie Cureo lanzó una maldición y el taxi dio un bandazo, volviendo luego a enderezarse.

Bond se arrodilló sobre el asiento trasero y con la culata de su pistola rompió el cristal de la ventanilla trasera. El Chevrolet se les acercaba, con los ojos encendidos.

—Manténgalo a distancia —dijo Cureo con voz ahogada—. Haré una curva cerrada y pararé a cubierto del próximo edificio. Eso le dará una perfecta posición de tiro cuando se nos acerquen.

Con un chillido de los neumáticos, el coche giró casi en redondo, moviéndose sobre dos ruedas, después se enderezó y se detuvo. Bond salió del vehículo y se agachó apuntando con la pistola. Las luces del Chevrolet aparecieron por la carretera y se produjo un chirrido de goma torturada al tomar la curva por el lado equivocado. «Ahora —pensó Bond—, antes de que puedan enderezar el volante.»

Crack. Una pausa. Crack. Crack. Crack. Cuatro balas, a veinte metros, justo en el blanco.

El Chevrolet negro no enderezó su camino. Se salió de la curva, en el otro lado de la carretera, chocó contra un árbol, rebotó, golpeó el poste de una farola, dio una vuelta completa y quedó tumbado sobre un costado.

Mientras Bond lo observaba, esperando que los ecos de metal destrozado dejasen de resonar en sus oídos, las llamas empezaron a salir lentamente de la boca cromada del coche. Alguien arañaba el cristal de la ventanilla, tratando de salir. En cualquier momento las llamas encontrarían el camino hasta el depósito de gasolina. Y entonces sería demasiado tarde para el hombre atrapado en el interior.

Bond había empezado a caminar hacia el coche cuando oyó un gemido que provenía del asiento delantero del taxi; volvió la cabeza y vió a Enrié Cureo deslizándose hasta el suelo del vehículo. Bond se olvidó del coche que se quemaba, abrió la portezuela del taxi de par en par y se arrodilló junto al conductor. Había sangre por todas partes, y el brazo izquierdo del taxista estaba completamente empapado en ella. Bond consiguió sentarlo de nuevo en el asiento; los ojos del conductor se abrieron.

—Oh, hermano —dijo apretando los dientes—. Sáqueme de aquí, rápido. El Jaguar nos alcanzará en seguida. Luego consígame un médico.

—De acuerdo, Ernie —repuso Bond sentándose al volante—. Yo me encargo. —Puso el coche en marcha y salió a toda velocidad, alejándose de la gran hoguera y de la gente asustada que se había agrupado y que contemplaba las llamas en silencio, tapándose la boca con las manos.

—Siga —musitó Ernie Cureo—. Esta calle le llevará cerca de la carretera Boulder Dam. ¿Ve algo en el retrovisor?

—Un coche bajo, con una sola luz que se acerca a toda velocidad —dijo Bond—. Podría ser el Jaguar. A dos manzanas de distancia. —Pisó el acelerador y el taxi silbó por la carretera desierta.

—Siga —dijo Ernie Cureo—. Necesitamos escondernos en alguna parte y conseguir que nos pierdan. Ya lo tengo. Hay un «Foso de la Pasión» a la salida de la 95. Un autocine. Ahí está. Poco a poco. Gire todo a la derecha. ¿Ve esas luces? ¡Métase, rápido! Perfecto. Siga derecho. Aparque entre esos coches. Apague las luces. Con cuidado. Apague el motor.

El taxi se paró en la última hilera de vehículos alineados de cara a una pantalla de cemento que se clavaba en el cielo y en la que un hombre gigante decía algo a una chica gigante.

Bond se volvió y miró a las filas de postes metálicos, como parquímetros, donde se conectaban los auriculares que transmitían el sonido de la película. Mientras miraba uno o dos coches entraron en la pista alineándose en la última fila. Nada lo suficientemente largo como para ser un Jaguar. Pero se había hecho de noche y era difícil ver bien. Permaneció agazapado en su asiento, la mirada fija en la entrada.

Se les acercó una acomodadora, una chica bonita, vestida de paje, con una bandeja colgada del cuello.

—Será un dólar —dijo, echando un vistazo al interior del coche para asegurarse de que no había un tercer pasajero escondido.

Llevaba los auriculares enrollados en el brazo; se quitó uno, lo enchufó en el poste más cercano y colgó el pequeño altavoz a través de la ventanilla en el lado de Bond. El gigante y la mujer de la pantalla empezaron a discutir acaloradamente.

—¿Coca-Cola, cigarrillos, caramelos? —preguntó la chica tomando el billete que Bond le ofrecía.

—No, gracias —respondió Bond.

—De nada —dijo la chica, alejándose hacia el siguiente coche.

—Señor, por amor de Dios, ¿puede apagar esa porquería? —suplicó Ernie Cureo entre dientes—. Y siga mirando. Les daremos un poco más de tiempo. Luego me lleva a un médico. Que me saque el gusano. —Su voz era débil, y ahora que la chica se había ido estaba medio estirado, con la cabeza apoyada contra la portezuela.

—Falta poco, Ernie. Aguante. —Bond tanteó el altavoz, encontró el interruptor del volumen y silenció las agitadas voces. El hombre gigante de la pantalla parecía como si fuese a golpear a la mujer y la boca de ella se abrió en un grito mudo.

Bond se volvió y escrutó el gran espacio oscuro que se extendía a sus espaldas. Todavía nada. Echó una ojeada a los coches vecinos. Dos rostros muy juntos. Un bulto informe en el asiento trasero. Dos enjutos rostros de una pareja mayor mirando fijamente hacia arriba. El reflejo de la luz en una botella vacía.

Y de pronto una oleada de loción de afeitar barata le golpeó la nariz. Una figura negra se levantó del suelo, una pistola le apuntaba a la cabeza y una voz, al otro lado del coche, junto a Ernie Cureo, dijo en voz baja:

—Bien, amigos. Tómenselo con calma.

Bond miró el rostro grasiento que tenía a su lado. Los ojos sonreían con frialdad. Los húmedos labios se entreabrieron para susurrar:

—Fuera, inglés, o tu amigo es hombre muerto. Mi compañero tiene un silenciador. Tú te vienes con nosotros a dar un paseo.

Bond volvió la cabeza y vio la negra salchicha de metal contra el cuello de Ernie Cureo. Se decidió.

—Bueno, Ernie —dijo—, mejor uno que dos. Me voy con ellos. Volveré pronto y le conseguiré un doctor. Cuídese mientras tanto.

—Gracioso el tipo —susurró el de rostro grasiento. Abrió la portezuela manteniendo la pistola en la nariz de Bond.

—Lo siento, amigo —dijo Ernie Cureo con voz cansada—. Supongo que… —Se oyó el golpe seco de la culata de la pistola contra el cráneo del conductor. Este cayó hacia delante en silencio.

Bond apretó los dientes y sus músculos se tensaron debajo de su abrigo. Se preguntó si podría alcanzar la Beretta. Miró a un tipo y al otro, midiendo, sumando probabilidades. Los cuatro ojos por encima de las dos pistolas estaban ansiosos, deseando cualquier excusa para acabar con él. Las dos bocas sonreían, esperando que Bond intentara algo. Sintió como su sangre se enfriaba. Aguardó un minuto más y entonces, con las manos a la vista, salió lentamente del coche, escondiendo el deseo de venganza en el último rincón de su cerebro.

—Derecho hasta la puerta —ordenó con suavidad el del rostro grasiento—. Compórtate con naturalidad. Te tengo cubierto. —Su pistola había desaparecido, pero tenía la mano en el bolsillo. El otro hombre se les unió, situándose al otro lado de Bond, la mano derecha descansando sobre el cinturón.

Los tres hombres caminaron deprisa hacia la entrada, y la luna, levantándose sobre las montañas, alargó sus sombras sobre el suelo de arena blanca.

Capítulo 19
Spectreville

El Jaguar rojo estaba fuera de la entrada, aparcado contra el muro del cercado. Bond dejó que le quitaran la pistola y se subió detrás del conductor.

—No hagas tonterías, si quieres mantener la cabeza sobre los hombros —dijo Rostro Grasiento, sentándose al lado de los palos de golf—. Tienes un arma apuntándote.

—Bonito cochecito… teníais —comentó Bond. El parabrisas, hecho añicos, estaba plano sobre la capota y un pedazo de cromo del radiador sobresalía como un estandarte entre la ruedas delanteras, que habían perdido sus aletas—. ¿A dónde vamos con los restos?

—Ya lo verás —replicó el conductor, un hombre huesudo de boca cruel, con patillas. Sacó el coche a la carretera y aceleró de vuelta a la ciudad. Pronto estuvieron entre la jungla de neón y, tras cruzarla, tomaron una autopista de dos carriles que serpenteaba por el desierto iluminado por la luna en dirección a las montañas.

Pasaron un gran letrero que decía
95
y Bond, recordando lo que Ernie Cureo le había dicho, supo que se dirigían a Spectreville. Se acurrucó en el asiento para protegerse los ojos del polvo y las moscas, y meditó sobre su futuro inmediato y en cómo podría vengar a su amigo.

Así que esos hombres y los otros dos del Chevrolet habían sido enviados para conducirlo hasta el señor Spang. ¿Por qué necesitaban cuatro hombres? ¿No era una respuesta un tanto desproporcionada al desafío de sus órdenes en el Casino?

El coche avanzaba por la recta carretera con la aguja del cuentakilómetros marcando los ciento treinta. Los postes del telégrafo se movían al compás de un metrónomo.

De repente, Bond sintió que sabía muy pocas de las respuestas.

¿Estaba completamente expuesto como enemigo de la Pandilla de las Lentejuelas? Podría justificar lo de la ruleta diciendo que no había entendido sus órdenes y que su actuación, un poco belicosa con los cuatro hombres, era porque había pensado que se trataba de una banda rival.

—Si quería verme, ¿por qué no me llamó a mi habitación? —Bond se oía decir con voz ofendida.

Al menos había probado que era lo bastante duro para cualquier trabajo que Spang quisiera encargarle. De cualquier manera, pensó tratando de animarse, estaba a punto de conseguir su objetivo principal, llegar al centro de la red y, de alguna manera, ligar a Seraffino Spang con su hermano en Londres.

Bond se mantenía agazapado, los ojos fijos en el dial luminoso que tenía delante, y concentrándose en la entrevista que le esperaba, preguntándose cuánta información sobre la red sacaría del encuentro. Después pensó en Ernie Cureo y en la venganza que le debía.

No estaba en su naturaleza preocuparse por cómo se las ingeniaría para escapar, una vez hubiese conseguido sus dos objetivos. Su propia seguridad no le preocupaba lo más mínimo. Seguía sin tener ningún respeto por aquella gente. Sólo desprecio y aversión.

Bond seguía ensayando todavía conversaciones imaginarias con Spang cuando, tras dos horas de viaje, sintió que la velocidad del coche disminuía. Asomó la cabeza por encima de la guantera. Se acercaban a una alta reja de hierro con una puerta y un gran cartel, iluminado por un único foco, que decía: spectreville. límites de la ciudad, no pasar, perros peligrosos. El coche se deslizó por debajo del cartel y se paró al lado de un poste de hierro recubierto de cemento. En el poste había un timbre sobre una pequeña reja de hierro; escrito en color rojo, podía leerse: llame y comunique sus intenciones.

Sin dejar el volante, el patillas sacó el brazo y pulsó el botón. Hubo una espera hasta que una voz metálica dijo:

—¿Sí?

—Frasso y McGonigle —respondió el conductor en voz alta.

—De acuerdo —dijo la voz, seguida de un agudo clic.

La alta puerta de hierro se abrió lentamente. Entraron pasando sobre una estrecha tira de hierro que estaba hundida en la polvorienta carretera. Bond miró por encima de su hombro y vio como la puerta se cerraba tras ellos. También comprobó con placer que el rostro, supuso que de McGonigle, estaba empastado de polvo y la sangre de moscas muertas.

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