Diamantes para la eternidad (19 page)

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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

BOOK: Diamantes para la eternidad
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Las grandes puertas al otro extremo de la habitación se abrieron y un río de gente, finalizado el cabaret, irrumpió en la sala de juego. Pronto estarían alrededor de las mesas. Era su última jugada. Después debía levantarse de la mesa y dejar a la chica. Ella lo miraba. Bond cogió las dos cartas que le servía. Veinte. Ella tenía también dos dieces. Bond sonrió ante el refinamiento. La joven le repartió dos cartas más con rapidez, en el momento en que otros tres jugadores se unían a la mesa y se acomodaban en los taburetes. El tenía diecinueve y ella dieciséis.

Y eso fue todo. El encargado ni se molestó en entregar la cuarta placa a la chica; la tiró directamente hacia Bond con una expresión irónica.

—¡Cielos! —exclamó uno de los nuevos jugadores, mientras Bond se metía la placa en el bolsillo y se levantaba de la mesa.

Bond miró a la chica.

—Gracias. Reparte de maravilla.

—¡Y que lo diga! —comentó el mismo jugador que había hablado antes.

Tiffany Case miró duramente a Bond.

—De nada —replicó. Sostuvo su mirada por una fracción de segundo y bajó la vista de nuevo sobre las cartas, barajándolas concienzudamente, y ofreciéndolas a un nuevo jugador para que cortase.

Bond dio la espalda a la mesa y se paseó por la sala, pensando en ella y, de vez en cuando, mirando de soslayo a la alta e imperiosa figura vestida con el excitante uniforme del Oeste. Era obvio que otros la encontraban tan atractiva como Bond, porque pronto había ocho hombres sentados a su mesa y otros tantos observándola.

Bond sintió una punzada de celos. Se dirigió al bar y pidió un bourbon con agua de manantial para celebrar los 5.000 dólares que tenía en el bolsillo.

El camarero puso en el mostrador una botella de agua con tapón de corcho, al lado del Old Grandad de Bond.

—¿De dónde viene? —preguntó Bond, recordando lo que Leiter le había dicho.

—Cerca de Boulder Dam —respondió el camarero con seriedad—. La traen en camión cada día. No se preocupe —añadió—: es el producto auténtico.

Bond echó un dólar de plata sobre el mostrador.

—Estoy seguro de ello —repuso él con igual seriedad—. Quédese con el cambio.

Permaneció de pie, de espaldas al bar, con el vaso en la mano, decidiendo su siguiente movimiento. Ya le habían pagado, y «Shady» Tree le dijo que no volviera a las mesas de juego bajo ningún concepto.

Bond terminó su bebida y cruzó la sala en línea recta hacia la primera mesa en que se jugaba a la ruleta. Sólo había unos cuantos jugadores apostando poco dinero.

—¿Cuál es el máximo? —preguntó al
croupier
, un individuo mayor, medio calvo, de ojos muertos, que acababa de recoger de la rueda la bolita de marfil.

—Cinco de los grandes —dijo el hombre, indiferente.

Bond sacó del bolsillo las cuatro placas y los diez billetes de cien dólares y los puso al lado del
croupier
.

—Al rojo.

El
croupier
se enderezó en la silla y miró a Bond de reojo. Con el rastrillo, empujó las cuatro placas, una por una, sobre el Rojo. Contó los billetes de Bond, los introdujo por una ranura de la mesa, tomó una quinta placa y la echó encima de las otras. Bond notó como su rodilla se levantaba debajo de la mesa. El encargado oyó el timbre y se acercó rápidamente a la mesa en el momento en que el
croupier
hacía girar la rueda de la ruleta.

Bond sacó un cigarrillo y lo encendió. Su mano estaba firme. Haber arrebatado la iniciativa de las manos de aquel puñado de matones le produjo un maravilloso sentimiento de libertad. Sabía que iba a ganar. Bond estaba absorto en sus pensamientos mientras la rueda iba perdiendo velocidad y la pequeña bola de marfil trotaba hasta su casilla.

—Treinta y seis. Rojo. Alto y Par.

El
croupier
arrastró unas cuantas fichas perdedoras y dólares de plata y lanzó algún dinero sobre la mesa a los ganadores. Entonces sacó una placa delgada, tan grande como la cubierta de un libro de salmos, y la empujó suavemente hacia Bond.

—Negro —dijo Bond.

El hombre lanzó la placa de 5.000 dólares sobre el Negro y le juntó la apuesta de Bond que todavía estaba sobre el Rojo.

Se levantó un murmullo alrededor de la mesa y varias personas más se acercaron a mirar. Bond sintió los ojos de los curiosos atentos a sus movimientos; observó por encima de la mesa al encargado de la sala. Sus ojos eran hostiles, como los de una víbora, y al mismo tiempo parecían asustados.

Bond le sonrió mientras la rueda giraba y la pequeña bola iniciaba su trayecto.

—Diecisiete. Negro. Bajo e Impar —dijo el
croupier
.

La multitud dejó escapar un suspiro de alivio y los ojos hambrientos miraron como la gran placa era depositada delante de Bond.

«Una vez más —pensó Bond—. Pero no en esta ronda.»

—Paso —dijo al
croupier
.

El hombre lo miró y alcanzó sus fichas con el rastrillo, depositándolas delante de Bond.

Ahora había otro hombre en la sala, de pie al lado del encargado, y miraba a Bond con ojos inteligentes, duros como la lente de una cámara. El grueso cigarro, sostenido exactamente en el centro de sus rojos labios, apuntaba hacia Bond, como el cañón de una pistola. El gran cuerpo cuadrado, embutido en un traje azul oscuro, permanecía inmóvil y parecía emanar un silencio tenso de él. Era un tigre observando al burro amarrado y, a la vez, intuyendo el peligro. El rostro era pálido como el marfil, pero se parecía al hermano de Londres en las irustas cejas negras y en la maraña de cabello rizado, cortado a cepillo, y en el agresivo ángulo de la mandíbula.

La rueda giró otra vez y el par de ojos se posaron en ella.

La bola cayó en una de las dos ranuras verdes de la rueda y el corazón de Bond tuvo una sensación de alivio por haberse librado de la mala jugada.

—Doble cero —anunció el
croupier
, arrastrando hacia sí todo el dinero que había sobre la mesa.

«Ahora a por la última apuesta —pensó Bond— y luego me largo de aquí con veinte mil dólares del dinero de Spang.» Miró fijamente a su jefe. Las dos lentes y el cigarro seguían apuntándole, pero la cara pálida se mantenía inmutable.

—Rojo.

Entregó una placa de 5.000 dólares al
croupier
y miró cómo la deslizaba sobre la mesa.

¿Estaría pidiéndole demasiado a la ruleta? «No —decidió Bond con certeza—. No.»

—Cinco. Rojo. Bajo e Impar —anunció el
croupier
obedientemente.

—Tomo mi apuesta —dijo Bond—. Y gracias por el paseo.

—Hasta la próxima —respondió el
croupier
en tono mecánico.

Bond sostuvo con la mano las cuatro pesadas placas que llevaba en el bolsillo de su chaqueta y se abrió camino entre la multitud en dirección a la mesa del cajero.

—Tres billetes de cinco mil y cinco de mil —le dijo al hombre con la visera verde detrás de los barrotes.

El hombre tomó las cuatro placas de Bond y contó los billetes, Bond se los metió en el bolsillo y se encaminó al mostrador de recepción.

—Un sobre de avión, por favor —pidió.

Se acomodó en un escritorio cercano a la pared, puso los tres billetes grandes en el sobre y escribió:
Personal. Director General, Universal Export, Regent's Park, London, NW1, England
. Compró los sellos en la mesa y deslizó el sobre en la ranura marcada como
U.S. Mail
y esperó que allí, en el más sacrosanto depósito de Estados Unidos, estaría a salvo.

Bond echó una ojeada a su reloj. Marcaba las doce menos cinco. Miró la gran sala por última vez, notó que un nuevo repartidor había sustituido a Tiffany Case, y que no había ni rastro del señor Spang. Entonces salió por la gran puerta vidriera a la calurosa noche, cruzó el césped que lo separaba del edificio Turquesa, entró en su habitación y cerró la puerta con llave.

Capítulo 18
Cae la noche en el foso de la pasión

—¿Cómo van las cosas?

Era la noche siguiente y el taxi rodaba a marcha lenta a lo largo de la Línea en dirección a la parte baja de la ciudad. Bond se había cansado de esperar que pasara algo y había llamado al hombre de Pinkerton para tener una charla con él.

—Nada mal —respondió Bond—. Les saqué un poco de dinero a la ruleta, pero no creo que eso preocupe a nuestro amigo. Me han asegurado que tiene más que de sobra.

Ernie Cureo lanzó un bufido.

—Yo diría que el tipo está tan forrado que no necesita llevar gafas cuando conduce. Tiene el parabrisas de su Cadillac graduado con la prescripción de su oculista.

Bond soltó una carcajada.

—¿En que más se lo gasta, además de en parabrisas? —preguntó.

—Es tonto —dijo el conductor—. Está loco por el Viejo Oeste. Se compró toda una ciudad fantasma cerca de la Autopista 95. Ha reconstruido el lugar por completo: calles de madera, un elegante saloon, un hotel donde hospeda a los chicos, incluso la vieja estación de tren. Años atrás, cerca de 1905 o algo así, este podridero, se llama Spectreville porque está justo al lado de la cordillera Spectre, era un campamento de buscadores de plata. A lo largo de tres años de esas montañas excavaron millones y una línea de ferrocarril llevaba el mineral a Rhyolite, a unos ciento sesenta kilómetros de distancia. Otra famosa ciudad fantasma. Ahora es un centro turístico. Tiene una casa hecha de botellas de whisky. Solía ser la estación madre, de allí se enviaba el material a la costa. Bien, Spang se compró uno de los viejos locos, uno de los viejos
Highland Lights
, no sé si ha oído hablar de esos trenes, y uno de los primeros vagones Pullman, y los tiene en la estación de Spectreville; los fines de semana lleva a sus amigotes a dar un paseo hasta Rhyolite y de vuelta a Spectreville. Él mismo conduce el tren. Champán, caviar, orquesta, chicas…, no falta de nada. Debe de ser algo grande.

Nunca lo he visto. Uno no puede ni acercarse al lugar. Sí, señor —el conductor bajó la ventanilla y escupió con energía en la carretera—. Así es como el señor Spang se gasta el dinero. Estúpido, como le he dicho.

Eso lo explicaba todo, pensó Bond. Por eso no había oído nada de Spang o sus amigos en todo el día. Viernes. Todos estarían en la ciudad del jefe jugando a los trenes, mientras él se había pasado el tiempo esperando a que algo ocurriera. Era verdad que durante el día atrapó alguna mirada desviándose de la suya, y en todo momento hubo algún empleado, o uno de los «sheriffs» uniformados por los alrededores, muy ocupado en no hacer nada en particular; pero, aparte de eso, Bond podría haber sido otro más de los clientes del hotel.

Había visto al gran hombre en circunstancias que le habían proporcionado un placer perverso.

A las diez en punto de la mañana, después de un baño y el desayuno, Bond decidió cortarse el pelo en la barbería. Había muy poca gente levantada, y el único cliente de la barbería era una gran figura enfundada en un albornoz púrpura cuyo rostro permanecía oculto por una toalla caliente. Su mano derecha, inerte sobre el brazo del sillón, era atendida por una bella manicura. La muchacha tenía cara de muñeca, blanca y rosada, y un plumero de cabello corto color mantequilla. Estaba sentada a su lado sobre un taburete bajo, sosteniendo sobre las rodillas una bandeja llena de instrumentos.

Bond, mirando al espejo en frente de su silla, observó con interés mientras el barbero principal levantaba con sumo cuidado una de las esquinas de la toalla caliente y luego la otra y, con infinita precaución, cortó los pelos que sobresalían de las orejas del cliente empleando unas tijeras muy finas. Antes de volver a poner la toalla sobre la segunda oreja, se inclinó sobre ella y dijo con deferencia:

—¿Los pelos de la nariz, señor?

Se oyó un gruñido afirmativo que provenía de debajo de la toalla caliente, y el barbero procedió a abrir una ventana a través de la toalla en el territorio cercano a la nariz del hombre. Entonces, con sumo cuidado, siguió su trabajo con las delgadas tijeras.

Tras esa ceremonia se produjo el más absoluto silencio en la pequeña habitación alicatada y embaldosada en blanco, a excepción del suave sonido de las tijeras sobre la cabeza de Bond y el ocasional ting de los instrumentos de la manicura sobre la bandeja de esmalte. Y entonces se produjo un suave renquear: el barbero jefe giraba la manivela de la silla hasta que su cliente estuvo en posición vertical.

—¿Qué le parece, señor? —preguntó el barbero de Bond, sosteniendo el espejo por detrás de su cabeza.

Todo ocurrió mientras Bond inspeccionaba la parte trasera de su cuello. Quizá con el cambio de inclinación de la silla, la mano de la muchacha había resbalado, pero de repente se produjo un rugido ahogado y el hombre del albornoz púrpura saltó de la silla, se arrancó la toalla que le cubría el rostro y se hundió un dedo en la boca. Después lo sacó, se inclinó rápidamente y golpeó a la chica en la mejilla, tan fuerte que la tiró del taburete y la bandeja de esmalte con los instrumentos cruzó volando la habitación. El hombre se enderezó y volvió su enfurecido rostro hacia el barbero.

—¡Despide a esta perra! —aulló.

Se metió el dedo herido de nuevo en la boca y desapareció ciegamente en dirección a la puerta, aplastando con sus zapatillas los instrumentos de manicura esparcidos por el suelo.

—Sí, señor Spang —dijo el barbero con voz entrecortada; luego empezó a gritar a la chica, que se deshacía en sollozos.

Bond volvió la cabeza y dijo en voz baja:

—Deje de gritar —ordenó, y se levantó de su silla desenrollándose la toalla del cuello.

El barbero miró sorprendido a Bond.

—Sí, señor —dijo rápidamente, y se arrodilló para ayudar a la chica a recoger sus instrumentos.

Mientras pagaba, Bond oyó a la chica sollozar:

—No fue culpa mía, señor Lucian. El señor Spang estaba nervioso hoy. Sus manos temblaban. Le juro que temblaban. No le había visto nunca así, con tanta tensión…

Y Bond tuvo su momento de placer al pensar en la tensión del señor Spang.

La voz de Ernie Cureo interrumpió sus pensamientos.

—Nos han salido colas, señor —dijo por la comisura de la boca—. Dos, por delante y por detrás. No se vuelva. ¿Ve el Chevrolet negro que tenemos delante? Con dos tipos. Tienen dos retrovisores y han estado observándonos desde hace un buen rato. A nuestra espalda tenemos un pequeño deportivo rojo. Un viejo Jaguar, con asientos reclinables. Con otros dos tipos. Llevan palos de golf en el asiento trasero. Conozco a los tipos. De la Banda Púrpura de Detroit. Un par de margaritas. Ya sabe, maricones. Su juego no es el golf. El único metal que saben manejar está en sus bolsillos. Vuélvase un poco, como si estuviese admirando el paisaje. No pierda de vista sus manos mientras los pongo a prueba. ¿Listo?

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