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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Diamantes para la eternidad (16 page)

BOOK: Diamantes para la eternidad
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Bond se dirigió al mostrador de recepción y echó una ojeada a las revistas. Estaba divertido, e incluso impresionado, por el control meticuloso que llevaba aquella gente y por el cuidado que se tomaban en encubrir con un plan legítimo cada paso de sus operaciones. Tenían razón, desde luego. ¿De dónde iba a sacar un inglés como él 5.000 dólares si no era en el juego? ¿Cuál iba a ser la próxima jugada?

Sonó el teléfono y Bond se metió en la cabina, cerró la puerta y tomó el auricular.

—¿Es usted, Bond? Ahora escuche detenidamente. Conseguirá su dinero en Las Vegas. Venga a Nueva York y tome un avión. Cargue el precio del pasaje a mi cuenta. De Nueva York a Los Ángeles, y de allí sale un avión local cada media hora a Las Vegas. Tiene reservada una habitación en el Tiara. Encuéntrelo y, ahora preste mucha atención, cinco minutos después de las diez de la noche del jueves diríjase a la mesa central de blackjack del Tiara, la que está mas cerca del bar. ¿Entendido?

—Sí.

—Siéntese y juegue al máximo, uno de los grandes, cinco veces. Entonces levántese y deje la mesa. No juegue más. ¿Me oye?

—Sí.

—Su cuenta en el Tiara está pagada. Después del juego, relájese y espere las siguientes órdenes. ¿Lo ha entendido? Repita.

Bond repitió las instrucciones.

—Atención —dijo el jorobado—. No hable con nadie de esto ni cometa ningún error. No nos gustan los errores. Ya se dará cuenta cuando lea los periódicos de mañana.

Se produjo un clic suave. Bond colgó el auricular y se dirigió, pensativo, hacia su habitación.

¡
Blackjack
!, el viejo 21 de sus tiempos de escuela. Le trajo recuerdos de meriendas en el cuarto de otros chicos, contando, como si fuesen adultos, las pilas de piezas de colores hasta que cada chico disponía del valor de un chelín. La excitación de contar con un diez y un as y ser pagado doble. El gozo de la quinta carta, cuando uno ya tenía diecisiete y quería un cuatro o menos para
Cinco y por debajo
.

Y ahora volvería a jugar el juego de niños. Sólo que esta vez el contrincante sería un delincuente y las piezas de colores valdrían 300 libras en cada mano. Había crecido y ahora ése iba a ser un juego para adultos.

Bond se echó en la cama y se quedó mirando al techo. Mientras esperaba a Félix Leiter su mente estaba ya en la famosa ciudad de juego, preguntándose cómo iba a ser, y si podría ver a Tiffany Case.

En el cenicero de plástico se habían apilado ya cinco colillas cuando oyó el paso renqueante de Leiter sobre la gravilla de la entrada. Caminaron hasta el Studillac y mientras conducían por la avenida Leiter lo puso al día.

—Los chicos de la Pandilla se han largado: Pissaro, Budd, Wint, Kidd, incluso
Shy Smile
está ya de camino en su carromato, cruzando el continente hacia el rancho en Nevada. El FBI ha tomado el caso —dijo Leiter—, pero será otra historia corta en su libro de las obras completas de Spang. Sin tu testimonio nadie va a tener ni idea de la identidad de los pistoleros, y me sorprendería que el FBI se preocupara por Pissaro y su caballo. Van a dejar eso para mí y mi compañía. He hablado con la oficina central y me han dicho que vaya a Las Vegas e intente localizar dónde están enterrados los restos del verdadero
Shy Smile
. Tengo que conseguir hacerme con sus dientes. ¿Qué te parece?

Antes de que Bond tuviese tiempo de hacer ningún comentario, estaban enfrente del Pavilion, el único restaurante elegante de Saratoga. Salieron del coche y dejaron que el portero lo aparcase.

—Es un placer poder comer juntos de nuevo —dijo Leiter—. Nunca has tomado una langosta del Maine con mantequilla derretida como la que hacen aquí. Pero no sabría tan bien si alguno de los chicos de Spang estuviesen rumiando espaguetis con salsa Caruso en la mesa de al lado.

Era tarde y la mayoría de los comensales había terminado su cena y se dirigía al círculo de apuestas. Se sentaron en la mesa del rincón y Leiter dijo al camarero que no se apurase en llevarles las langostas, que les sirviera un par de Martinis muy secos hechos con vermouth Cresta Blanca.

—Así que te vas a Las Vegas —dijo Bond—. Divertida coincidencia. —Contó a Leiter su conversación con «Shady» Tree.

—Seguro —repuso Leiter—. De coincidencia nada. Los dos estamos viajando por malos caminos y todos los malos caminos conducen a la mala ciudad. Tengo que hacer un poco de limpieza aquí en Saratoga primero. Y escribir una pila de informes. Es la mitad de mi vida con Pinkerton, escribir informes. Pero estaré en Las Vegas a finales de semana, husmeando un poco. No será posible verte mucho el pelo bajo la nariz de Spang, pero quizá podamos encontrarnos de vez en cuando e intercambiar información. —Luego añadió—:

Espera, tengo a un hombre allí. Encubierto. Un taxista que se llama Cureo, Ernie Cureo. Un buen tipo, le diré que vas y te echará una mano. Conoce toda la suciedad de allí, qué matones de las bandas de fuera de la ciudad acaban de llegar, dónde se hacen los negocios más importantes. Sabe incluso dónde están las máquinas tragaperras que dan los mejores porcentajes. Y ése es el secreto mas valioso de toda la maldita Línea
[15]
. Y chico, hasta que no has visto la Línea no has visto nada. Cinco kilómetros ininterrumpidos de garitos de juego. Luces de neón que hacen que Broadway parezca un arbolito de Navidad. ¡Montecarlo —Leiter se echó a reír— está en la edad de piedra!

Bond sonrió.

—¿Cuantos ceros tienen en la ruleta?

—Dos, supongo.

—Ahí tienes la respuesta. Al menos en Europa jugamos contra el porcentaje correcto. Quédate con tus luces de neón. El cero extra mantiene Montecarlo iluminado.

—Quizá. Pero los dados sólo pagan por encima del uno por ciento a la Casa. Y los dados es nuestro juego nacional.

—Lo sé —dijo Bond—. «El bebé necesita un par de zapatos nuevos.» Toda esa charla de niños. Me gustaría oír a un banquero del Sindicato Griego diciendo «El bebé necesita un par de zapatos nuevos» cuando ya tiene un nueve en su contra en la gran mesa y hay diez millones de francos en cada
tableau
.

Leiter soltó una carcajada.

—Diablos —dijo—. Tú lo tienes fácil con el arreglo que te han preparado en la mesa de blackjack. Podrás volver a Londres y contarles la historia de como les ganaste en el Tiara. —Bebió un trago de whisky y se recostó en la silla—. Mejor será que te explique la técnica de algunos de los juegos, por si se te ocurre apostarte los peniques contra su pote de oro.

—Venga.

—Y quiero decir pote de oro —continuó Leiter—. Sabes, James, todo el estado de Nevada, que por lo que respecta al público, está formado por Reno y Las Vegas, es el pote de oro al final del arco iris. La respuesta al sueño del público de «algo por nada» es un billete de avión para irse a la Línea de Las Vegas o al Main Street en Reno.

No hace mucho tiempo, cuando las estrellas y los dados no estaban trucados, un joven soldado estadounidense hizo veintiocho pases directos en la mesa de dados del Desert Inn. ¡Veintiocho! Si hubiese empezado con un dólar y lo hubiesen dejado jugar sobre los límites de la casa que, conociendo al señor Willbur Clark del Inn supongo no fue el caso, habría ganado ciento cincuenta millones de dólares. Por supuesto que no le dejaron jugar. El soldado ganó setecientos cincuenta dólares y salió de allí pies para qué os quiero. Ni siquiera consiguieron su nombre. Hoy, ese par de dados rojos está encima de una almohada de raso en una vitrina del Desert Inn Casino.

—Debió de ser una buena publicidad.

—¡Puedes apostar tu vida! —dijo Leiter—. Ni todos los publicistas del mundo la hubiesen imaginado. Transformó el sueño en realidad, y espera a ver cómo suenan en esos casinos. En uno de ellos usan ochenta pares de dados cada veinticuatro horas, ciento veinte paquetes de cartas de plástico, cincuenta máquinas tragaperras tienen que ir al taller cada madrugada. Y espera a ver a esas viejecitas con guantes trabajándose las máquinas tragaperras. Llevan carritos de la compra para cargar sus monedas. Se trabajan las tragaperras diez, veinte horas al día sin parar un momento para ir al baño. ¿No me crees? ¿Sabes por qué llevan guantes? Para que sus manos no sangren.

Bond emitió un gruñido de incredulidad.

—Muy bien, muy bien —concedió Leiter—. Por supuesto esa gente se desmorona. Histeria, ataques de corazón, apoplejía. Las cerezas, las ciruelas y las campanas les saltan al cerebro. Todos los casinos tienen a un médico en servicio las veinticuatro horas; a las viejecitas las sacan en camilla gritando «¡Jackpot! ¡Jackpot! ¡Jackpot!» como si fuese el nombre de un amante muerto. Y echa un vistazo a las salas de bingo, y a las Ruedas de la Fortuna, y a los locales de tragaperras en la parte baja de la ciudad, en el Golden Nugget o The Horseshoe. Ahora no vayas y te dé la fiebre y te olvides de tu trabajo y de la chica e incluso de tus ríñones. Me conozco los trucos básicos de todos los juegos, y sé cuánto te gusta jugar, así que hazme un favor y métetelos en tu dura cabeza. Apúntalos.

Bond estaba interesado. Sacó un lápiz y rasgó un pedazo del menú.

Leiter miró al techo.

—1,4 por ciento en favor de la Casa de Dados, 5 por ciento al blackjack. —Bajó de nuevo la vista hacia Bond—. Excepto en tu juego, ¡tramposo! 5 1/2 por ciento a la ruleta. Hasta un 17 por ciento en el bingo y la Rueda de la Fortuna y un 15-20 por ciento en las máquinas tragaperras. Nada mal para la Casa, ¿eh? Cada año once millones de clientes juegan contra el señor Spang y sus amigos con esos porcentajes. Toma doscientos dólares como la media del capital de uno de esos mamones; puedes calcular por ti mismo cuánto se queda en Las Vegas a lo largo de un año de juego.

Bond guardó el lápiz y el trozo de papel en el bolsillo.

—Gracias por la información, Félix. Pero parece que te olvidas que no voy a Las Vegas de vacaciones.

—De acuerdo, maldito seas —dijo Leiter resignadamente—. Pero no vayas haciendo el tonto por Las Vegas. Lo que tienen allí es una gran operación y no van a aguantar ningún truco. —Leiter se inclinó sobre la mesa—. Déjame que te diga algo: el otro día uno de esos repartidores de cartas, en el blackjack creo que era, decidió montarse el negocio por su cuenta. Se metió unos cuantos billetes en el bolsillo durante el juego. Bien, lo pillaron. Al día siguiente algún tipo inocente iba conduciendo desde Boulder City y divisó algo rojizo que sobresalía del desierto. No podía ser un cactus, así que paró y echó una ojeada. —Leiter golpeó el pecho de Bond con el dedo—. Amigo, la cosa roja era un brazo. Y la mano al final del brazo sostenía una baraja de cartas entera, abierta en forma de abanico. Los policías acudieron con los ganchos, excavaron un poco y allí estaba, el resto del tipo enterrado al otro extremo del brazo. Era el repartidor. Le volaron la tapa de los sesos y lo enterraron. El elegante trabajito del brazo y las cartas era sólo para advertir a los otros. ¿Qué te parece?

—No está mal —dijo Bond.

Llegó la cena y empezaron a comer.

—De todas formas —comentó Leiter entre bocado y bocado de langosta—, el repartidor de cartas debía habérselo pensado dos veces antes de que lo cogiesen con las manos en la masa. Tienen un buen truco en los casinos de Las Vegas. Échale un vistazo a las luces del techo. Muy modernas. Simples agujeros por donde la luz ilumina directamente las mesas. Dan una luz muy fuerte, sin reflejos laterales que molesten a los clientes. Vuelve a mirar y observarás que no sale luz de uno de cada dos agujeros. Parece que estén ahí sólo para completar la decoración. —Leiter sacudió lentamente la cabeza de un lado al otro—. No, amigo. En el piso superior hay una cámara de televisión sobre un carrito que se mueve por todo el suelo filmando a través de los agujeros sin luz. Para controlar el juego. Si tienen dudas sobre uno de los repartidores, o uno de los jugadores, filman toda la sesión de esa mesa en particular y cada maldita carta que es echada la ven los tipos sentados en silencio en el piso de arriba. Listos, ¿no? Esos tahúres se hallan totalmente controlados. Pero los repartidores lo saben; el tipo esperó que la cámara estuviese mirando hacia otro lado. Error fatal, peor para él.

Bond sonrió a Leiter.

—Iré con cuidado —prometió—. Pero no te olvides que de alguna forma he de avanzar en la red. Hasta llegar a la araña. De hecho tengo que acercarme al máximo a tu amigo Seraffino Spang. No puedo hacerlo sólo mandándole mi tarjeta. Y te diré algo más, Félix —el tono de Bond fue de impaciencia—: de repente me he puesto en contra de los hermanos Spang. No me gustaron los encapuchados. Ni la forma en que el hombre golpeó al negro gordo. El lodo hirviendo. No me hubiera importado tanto si sólo hubiese apaleado al jockey, rutina de policías y ladrones, pero lo del lodo indica una mente enferma. Y la he tomado con Pissaro y Budd. No se por qué, pero la he tomado con todos ellos. —La voz de Bond parecía estar pidiendo disculpas—. Pensé que debía avisarte.

—De acuerdo. —Leiter empujó el plato vacío—. Estaré por ahí para recoger los pedazos. Y le diré a Ernie que te tenga vigilado. Pero no creas que podrás pedir un abogado o la ayuda del cónsul británico si te pones a malas con la banda. —Golpeó la mesa con el garfio—. Mejor que nos tomemos un último bourbon con agua de manantial. Al lugar que tú vas sólo hay desierto. Más seco que un hueso y más caliente que el infierno en esta época del año. No hay ríos, así que nada de agua de manantial por allí. Te lo vas a beber con soda y lo vas a sudar por todo el cuerpo. Estarán a unos 50 grados a la sombra. El problema es que no hay sombra.

Llegó el whisky.

—Te voy a echar de menos, Félix —dijo Bond, contento de evadirse de sus pensamientos—. Nadie para enseñarme el estilo de vida estadounidense. A propósito, hicisteis un trabajo magnífico con lo de
Shy Smile
. Me gustaría que pudieses venir y arreglar lo de Spang conmigo. Estoy convencido de que juntos lo conseguiríamos.

Leiter miró a su amigo con afecto.

—Este tipo de trabajo pesado no es bueno si lo haces para Pinkerton —dijo—. Yo también voy detrás del pájaro, pero tengo que pillarlo legalmente. Si encuentro el lugar donde están enterrados los restos del caballo, ese matón va a tenerlo feo. Está bien para ti, vienes, lo mareas un poquito y luego te largas rápidamente a Inglaterra. La banda no tiene ni idea de quién eres. Por lo que me dices, nunca podrán saberlo. Pero yo seguiré viviendo en este país. Si tuviese una sesión de disparos o algo del estilo con Spang, sus colegas se encargarían de encontrarme, y de encontrar a mi familia, y a mis amigos. No descansarían hasta haberme herido más de lo que yo pude herir a su amigo. Incluso si lo maté. No es muy divertido llegar a casa y encontrarte con que la casa de tu hermana se ha quemado con ella dentro. Me temo que esto todavía pasa en este país hoy en día. Las bandas no desaparecieron con Al Capone. Mira a Murder Inc. Mira al informe Kefauver. Ahora los matones no dirigen el mercado del licor. Dirigen gobiernos. Gobiernos de estados como Nevada. Se escriben artículos sobre ello. Y libros y discursos y sermones. Pero ¡qué diablos! —Leiter soltó una abrupta carcajada—. Quizá tú puedas dar un buen golpe en nombre de la Libertad, la Casa y la Belleza con ese ecualizador oxidado tuyo. ¿Todavía tienes la Beretta?

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