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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Diamantes para la eternidad (15 page)

BOOK: Diamantes para la eternidad
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Bond respondió con un gruñido neutral.

El negro fue a ocuparse de los otros clientes y Bond miró fija y estúpidamente al techo. Sentía el sudor resbalar de su cabello y caerle sobre sus ojos. Maldijo a Félix Leiter.

A las seis y tres minutos la puerta se abrió para dar paso a la flaca y desnuda figura de Tingaling Bell. Tenía una afilada cara de comadreja y un cuerpo miserable en el cual se podían contar todos los huesos. Se dirigió con chulería al centro de la habitación.

—Hola, Tingaling —lo saludó el hombre de la oreja de coliflor—. He oído que hoy has tenido problemas. Una lástima.

—Esos jueces son un montón de basura —dijo Tingaling con amargura—. ¿Por qué iba yo a cargar contra Tommy Lucky, uno de mis mejores amigos? ¿Y para qué? La carrera estaba amañada. Eh, tú, negro hijo de puta. —Estiró la pierna para hacerle la zancadilla al negro mientras éste pasaba con un cubo lleno de lodo—. Tienes que hacerme rebajar un kilo. Me acabo de comer un plato de patatas fritas. Además me han dado un montón de plomo para que monte mañana en Oakridge.

El negro sorteó la pierna y se rió socarrón.

—No te preocupes, cariño —dijo afectuosamente—. Si quieres, te puedo romper un brazo. Es la forma más rápida de reducir peso. Estaré contigo en un segundo.

La puerta se abrió de nuevo y uno de los jugadores de cartas asomó la cabeza.

—Eh, Boxeador —dijo al hombre de la oreja de coliflor—. Mabel dice que no puede comunicar con la
delicatessen
para pedir comida china. El teléfono no funciona. La línea está cortada o algo parecido.

—¡Cielos! —exclamó—. Dile a Jack que lo traiga en su próximo viaje.

—Bien.

La puerta se cerró. Un corte de la línea telefónica en Norteamérica es algo muy raro; ése fue el momento en que debió haberse encendido una pequeña señal de alarma en el cerebro de Bond. Pero no ocurrió así. En lugar de eso, miró al reloj. Otros diez minutos en el lodo. El negro se acercaba pesadamente con las toallas frías al brazo y puso una en la frente de Bond. Era un delicioso alivio y, por un momento, Bond pensó que quizá toda esta tortura llegara a ser soportable.

Pasaron los segundos. El jockey, con una riada de obscenidades, se sumergió en la caja situada enfrente de la de Bond. Éste supuso que iba a tomar el barro a 54 grados. Estaba enfajado en la sábana y la tapa cerrada encima.

El negro escribió
6:15
en la pizarra del jockey.

Bond cerró los ojos y se preguntó cómo iba a pasar el dinero a aquel hombre. ¿En la zona de descanso después del baño? Debía haber algún sitio donde tomar un descanso después de todo eso. ¿O en el pasillo que conducía a la salida? ¿Tal vez en el autobús? No. Mejor que no fuese en el autobús. Era preferible que no lo vieran con él.

—Muy bien. Que nadie se mueva. Tómenselo con calma y nadie saldrá herido —ordenó una voz dura, letal, que no admitía réplica.

Los ojos de Bond se abrieron de golpe y su cuerpo experimentó un hormigueo al oler el peligro que acababa de entrar en aquel lugar.

La puerta que daba al exterior, por la que entraban el lodo, estaba abierta. Un hombre permaneció en el hueco y otro avanzó hasta el centro de la habitación. Los dos llevaban armas de fuego y se cubrían la cabeza con capuchas negras a las que habían cortado unos agujeros para los ojos y la boca.

Allí reinaba el silencio más absoluto, excepto por el sonido del agua cayendo en las duchas. Cada cubículo contenía a un hombre desnudo. Todos observaban lo que pasaba a través de la cortina de agua, sus bocas tragando bocanadas de aire y agua y los cabellos chorreando sobre los ojos. El hombre de la oreja de coliflor era una columna inmóvil, con los ojos casi en blanco y la manguera en la mano derramando agua sobre sus pies.

El que se había movido con el arma en la mano estaba en el centro de la habitación, al lado de los humeantes cubos de lodo. Se paró delante del negro, que estaba de pie con un cubo lleno en cada mano. El negro tembló ligeramente y el asa de uno de los cubos dio un golpe suave.

Mientras el hombre de la pistola clavaba sus ojos fijamente en los del negro, Bond vio como giraba el arma en la mano, sujetándola por el cañón. De repente, con un golpe de revés en el que empleó toda la fuerza de su brazo, incrustó la culata del revólver en el centro del inmenso estómago del negro.

El golpe sólo produjo un sonido seco, pero los cubos chocaron contra el suelo mientras el negro se retorcía agarrándose el estómago con las dos manos. Dejó escapar un quejido suave y se desplomó sobre las rodillas, con su reluciente cabeza afeitada inclinada a los pies del hombre, como si lo estuviese adorando.

El hombre se echó hacia atrás.

—¿Dónde está el jockey? —preguntó con tono amenazador—. Bell. ¿En qué caja?

El brazo del negro señaló el lugar.

El del arma se volvió y caminó hacia donde estaba Bond, a los pies de Tingaling Bell. Se acercó y miró primero a Bond. Pareció enderezarse. Dos ojos brillantes lo escrutaron a través de los cortes de la capucha. Entonces el hombre se movió hacia la izquierda y se situó de cara al jockey.

Por un momento permaneció de pie sin moverse, entonces dio un salto rápido y se sentó sobre la tapa de la caja de Tingaling Bell, mirándolo fijamente a los ojos.

—Bien, bien. Maldito Tingaling Bell. —Hubo un odioso tono de camaradería en su forma de hablar.

—¿Qué pasa? —La voz del jockey sonó aterrorizada.

—¿Por qué, Tingaling? —dijo el hombre de manera razonable—. ¿Cuál podría ser el problema? ¿Tienes algo en mente?

El jockey tragó saliva.

—¿Quizá nunca has oído hablar de un caballo llamado
Shy Smile
,Tingaling? ¿Tal vez no estabas ahí cuando lo descalificaron alrededor de las dos y media de la tarde? —terminó la voz en un tono cortante.

El jockey empezó a llorar suavemente.

—Por Dios, jefe. No fue culpa mía. Puede pasarle a cualquiera.

Era el llanto de un niño que sabe que va a ser castigado. Bond parpadeó.

—Mi amigo imagina que quizá ha sido una traición. —El hombre estaba inclinado encima del jockey y su voz iba acalorándose—. Mi amigo imagina que un jockey como tú sólo podría hacer una cosa así a propósito. Mi amigo echó una ojeada en tu habitación y encontró uno de los grandes escondido en el enchufe de una lámpara. Mi amigo quiere saber de dónde ha salido la pasta.

El golpe seco y el grito agudo fueron simultáneos.

—¡Canta, hijo de puta, o te vuelo la tapa de los sesos!

Bond oyó el clic del percutor del revólver al ser retirado.

Un aullido espeluznante salió de la caja.

—Mi dinero. Todo lo que tengo. Lo escondí en la lámpara. Mi dinero. Lo juro. Por Dios, tienes que creerme. Tienes que creerme. —La voz sollozaba e imploraba.

El hombre emitió un gruñido de disgusto y levantó su arma, entrando en la línea de visión de Bond. Un pulgar con una gran verruga en la primera articulación devolvió el martillo a su posición inicial. El hombre se deslizó de la caja al suelo. Miró a los ojos del jockey y su voz adoptó un tono meloso.

—Has estado montando demasiado últimamente, Tingaling —dijo casi en un susurro—. Estás en baja forma. Necesitas un descanso. Mucho reposo. Como una clínica o algo así.

Cruzó lentamente la habitación, sin dejar de hablar en tono suave y obsequioso. Ahora estaba fuera de la visión del jockey. Bond lo vio coger uno de los cubos de lodo humeante. Sosteniendo el cubo bajo, sin dejar de hablar, volvió hasta el jockey y lo miró.

Bond se enderezó, sintiendo como el lodo tiraba fuertemente de su piel.

—Como digo, Tingaling. Mucho descanso. Sin comer nada por un tiempo. En una agradable habitación a oscuras, con las cortinas echadas para evitar que entre la luz.

La voz suave se ahogó en un silencio mortal. Poco a poco, el brazo se levantó. Más alto, más alto. Y entonces el jockey pudo ver el cubo y, sabiendo qué iba a pasar, empezó a sollozar.

—No, no, no, no, no.

A pesar de que en la habitación hacía calor, la materia negra humeó al resbalar fuera del cubo.

El hombre se echó rápidamente a un lado y lanzó el cubo vacío al hombre con la oreja en forma de coliflor, que permaneció quieto dejando que le golpease. Entonces cruzó rápidamente la habitación hasta la puerta donde estaba el otro hombre con una pistola.

Se giró.

—No quiero bromas. Sin policía. El teléfono está cortado. —Soltó una carcajada seca—. Mejor que excavéis al chico antes que se le frían los ojos.

La puerta se cerró de golpe. La habitación quedó en el más completo silencio, a excepción del burbujeo del barro y el martilleo de agua cayendo en la ducha.

Capítulo 14
«No nos gustan los errores»

—Y entonces, ¿qué pasó?

Leiter estaba sentado en el sillón de Bond, en el motel, y Bond deambulaba arriba y abajo de la habitación, parando de vez en cuando a tomar un sorbo del vaso de whisky con agua que tenía sobre la cama.

—Caos absoluto —dijo Bond—. Todo el mundo gritando para que los dejasen salir de sus cajas y el hombre con la oreja en forma de coliflor con la manguera quitando el lodo del rostro de Tingaling y pidiendo ayuda a gritos a los dos hombres que estaban en la otra habitación. El negro quejándose en el suelo y los tipos de las duchas en pelotas, temblando, corriendo arriba y abajo como pollos sin cabeza. Los dos jugadores de cartas entraron corriendo y retiraron la tapa de la caja de Tingaling, le desenrollaron la sábana y lo metieron debajo de la ducha. Supongo que le faltaba poco para palmarla. Medio sofocado. Con todo el rostro hinchado por las quemaduras. Una visión horripilante. Entonces uno de los hombres desnudos se calmó y empezó a abrir las cajas y a ayudar a la gente a salir de ellas.

»Y allí estábamos, veinte hombres cubiertos de lodo y una sola ducha disponible. La cosa se solucionó poco a poco. Uno de los hombres fue a la ciudad a pedir una ambulancia. Otro vertió agua sobre el negro, que poco a poco recobró el conocimiento. Sin parecer muy interesado, intenté averiguar si alguien tenía idea de quién podían ser los pistoleros. Nadie lo sabía. Se pensaba que debían pertenecer a una banda de fuera de la ciudad. A nadie le importaba, pues el jockey era el único que había salido maltrecho. Todo lo que querían era quitarse de encima el maldito lodo y salir del lugar lo más rápidamente posible.

Bond tomó otro trago de whisky y encendió un cigarrillo.

—¿Había algo en esos tipos que te llamara la atención? —preguntó Leiter—. ¿La altura, las ropas o algo más?

—No pude ver mucho del tipo que estaba en la puerta —dijo Bond—. Era más pequeño que el otro y más delgado. Llevaba pantalones oscuros y una camisa gris sin corbata. La pistola parecía una .45. Quizá fuese un Colt. El otro hombre, el que hizo el trabajo, era grande, más bien gordo. De movimientos rápidos pero deliberados. Pantalones negros. Camisa marrón con rayas blancas. Ni abrigo ni corbata. Zapatos negros, elegantes, caros, un .38 quizá. Policía. Sin duda. No llevaba reloj de pulsera. Oh, sí —Bond recordó de repente—, tenía una verruga en la articulación superior del pulgar derecho. Rojiza, como si se la hubiese estado chupando.

—Wint —dijo Leiter, escueto—. Y el otro tipo era Kidd. Siempre trabajan juntos. Son los matones número uno de los Spang. Wint es un malvado hijo de puta. Un verdadero sádico. Le gusta. Siempre se está chupando la verruga del pulgar. Lo llaman
Windy
[13]
. No a la cara, desde luego. Todos estos tipos tienen nombres de lo más estúpido. Wint no soporta viajar. Se pone enfermo en coches y trenes y piensa que los aviones son trampas mortales. Si el trabajo implica viajar alrededor del país, le tienen que pagar extra. Pero es lo bastante duro cuando tiene los pies en la tierra.

Kidd es un niño bonito. Sus amigos lo llaman
Dolly
[14]
. Es probable que se lo monte con Wint. Algunos de estos homosexuales son los peores asesinos. Kidd tiene el cabello blanco a pesar de sus treinta años. Ésta es una de las razones por las que trabajan con capuchas. Pero un día ese Wint se va a arrepentir de no haberse quemado la verruga. Así que la mencionaste, pensé en él.

Supongo que iré a ver a la pasma y les pasaré la información. Sin mencionar tu nombre, por supuesto. Les contaré el resumen de eso de
Shy Smile
y supongo que podrán atar el resto de los cabos por su cuenta. Wint y su amigo deben de estar tomando un tren en Albany a estas horas, pero nunca hace daño echar un poco de leña al fuego. —Leiter se dirigió hacia la puerta—. Tómatelo con calma, James. Volveré en una hora. Nos merecemos una buena cena. Averiguaré a dónde han llevado a Tingaling Bell y le enviaremos la pasta. Le subirá un poco los ánimos, pobre hijo de puta. Hasta luego.

Bond se desnudó y pasó diez minutos debajo de la ducha, enjabonándose todo el cuerpo y lavándose la cabeza para librarse del último sucio recuerdo de los Baños Acme. Después se puso un pantalón y una camisa y se fue a la cabina de teléfonos de la recepción a llamar a «Shady» Tree.

—La línea está ocupada, señor —dijo el operador—. ¿Sigo intentándolo?

—Sí, por favor —respondió Bond, aliviado de saber que el jorobado todavía seguía en su oficina y de que ahora podría decir con toda honestidad que había estado intentando ponerse en contacto con él. Tenía la impresión que Shady debía preguntarse por qué no había llamado para quejarse de
Shy Smile
. Después de ver lo que le había pasado al jockey, Bond se sentía más inclinado a tratar a la Pandilla de las Lentejuelas con respeto.

El teléfono dio el seco y mudo «brrrr» que hace las funciones de un «ring» en el sistema estadounidense.

—¿Quería hablar con Wisconsin 7-3697?

—Sí.

—Tengo su llamada, señor. Puede hablar Nueva York.

—¿Sí? ¿Quién llama? —respondió la delgada y aguda voz del jorobado.

—James Bond. Intenté localizarlo antes.

—¿Sí?

—Shy Smile
no funcionó.

—Ya lo sé. El jockey lo estropeó. ¿Y qué?

—Dinero —dijo Bond.

Se hizo el silencio en el otro extremo de la línea. Entonces:

—De acuerdo, empezamos de nuevo. Yo le mando uno de los grandes por cable, el que me ganó, ¿recuerda?

—Sí.

—No se aleje del teléfono. Lo llamo en unos pocos minutos para decirle lo que tiene que hacer. ¿Dónde se hospeda?

Bond se lo dijo.

—Bien. Recibirá el dinero por la mañana. Lo llamo en seguida. —El teléfono se quedó mudo.

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