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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Diamantes para la eternidad (6 page)

BOOK: Diamantes para la eternidad
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—Perfecto —dijo Bond. Pensó que había llegado el momento de marcharse antes de cometer ninguna equivocación—. Ahora, ¿hay algo más? —preguntó en tono eficiente.

—No —respondió ella, y rápidamente, como si acabase de recordar algo, añadió—: ¿Qué hora es?

Bond consultó su reloj.

—Las seis menos diez.

—Tengo que darme prisa —dijo la joven.

Con un gesto de despedida se dirigió hacia la puerta. Bond la siguió. Con la mano en la llave, la chica se volvió hacia él. Lo miró con un aire de seguridad, casi de ternura en sus ojos.

—Todo irá bien —dijo—. Manténte alejado de mí en el avión. Que no te entre el pánico si algo va mal. Si lo haces bien —su voz volvía a tener un tono condescendiente—, intentaré conseguirte más trabajos del mismo tipo.

—Gracias —dijo Bond—. Aprecio la oferta. Me gustará trabajar contigo.

Encogiéndose de hombros ligeramente, ella abrió la puerta y Bond salió al pasillo, aunque se volvió al instante.

—Nos vemos en ese sitio tuyo, el 21 —dijo. Quería añadir algo más, encontrar cualquier excusa para quedarse con ella, con la muchacha solitaria que escuchaba música y contemplaba su imagen en el espejo.

Pero ahora la expresión de la chica era distante. Él podía ser un perfecto extraño.

—Seguro —repuso ella, indiferente. Lo miró una vez más, cerrando la puerta, lenta pero firmemente, en su cara.

Mientras Bond cruzaba el largo pasillo en dirección hacia el ascensor, la joven permaneció de pie detrás de la puerta, escuchando, hasta que las pisadas masculinas se desvanecieron. Entonces, con ojos melancólicos, anduvo hacia el tocadiscos y lo encendió. Cogió un disco de Feyer y buscó la canción que quería escuchar. Puso el disco en el aparato y encontró el surco correcto con la aguja. La melodía era
Je ríen connais pas la fin
. Permaneció de pie, escuchando y preguntándose quién sería aquel hombre que de repente, llegado quién sabía de dónde, se había cruzado en su vida. «Dios —pensó de pronto con desesperación y cólera—, otro maldito delincuente.» ¿No podría mantenerse alejada de ellos alguna vez? Pero cuando el disco se terminó, la expresión de su rostro era de felicidad, y empezó a tararear la melodía mientras se maquillaba para salir.

Una vez en la calle, la joven se detuvo a consultar su reloj. Las seis y diez. Todavía le quedaban cinco minutos. Cruzó Trafalgar Square en dirección a la estación de Charing Cross, ordenando en su cabeza lo que iba a decir. Entró en la estación y ocupó una de las cabinas telefónicas que siempre utilizaba.

Eran las 18:15 cuando empezó a marcar el número de Welbeck. Después de los dos toques de costumbre oyó el agudo siseo de la aguja sobre la cera. Entonces, la voz neutral de su jefe desconocido dijo una única palabra: «Hable». Y de nuevo el silencio, con excepción del siseo de la grabadora.

Ya hacía tiempo que había dejado de ponerse nerviosa por lo abrupto de la orden. Habló de prisa pero con claridad en el auricular negro.

—Case a ABC. Repito. Case a ABC. —Hizo una pausa—. Portador satisfactorio. Dice que su nombre real es James Bond y lo usará en su pasaporte. Juega al golf y se llevará los palos. Sugiere pelotas de golf. Usa Dunlop 65. Todos los otros preparativos se mantienen en pie. Llamaré para confirmar a las 19:15 y a las 20:15. Eso es todo.

Escuchó por un momento el siseo de la grabadora y colgó el auricular. Regresó a su hotel. Llamó al servicio de habitaciones para pedir un Martini seco doble, y cuando se lo subieron se sentó a fumar y a escuchar música, esperando a que fuesen las 19:15.

Entonces, o quizá después de su siguiente llamada a las 20:15, la voz neutral, apagada, le devolvería la llamada: «ABC a Case. Repito, ABC a Case…». Y a continuación le daría las instrucciones que ella debía seguir.

Y en algún lugar, en una habitación alquilada de Londres, el siseo de la grabadora pararía en el momento en que ella colgase el auricular. Y entonces quizá una puerta desconocida se cerraría y se oiría un suave ruido de pisadas bajando por unas escaleras, salir a una calle desconocida y luego desaparecer.

Capítulo 6
En tránsito

Eran las seis de la tarde del jueves y Bond estaba haciendo la maleta en su habitación del Ritz. Era una gastada —y en otros tiempos cara— Revelation de cuero, cuyo contenido hacía juego con la cubierta:

Esmoquin; su liviano traje blanco y negro para el golf y el campo; zapatos Saxone para jugar al golf; un traje de estambre tropical azul marino igual al que llevaba puesto, y algunas camisas de seda blancas y otras de algodón azul oscuro Sea Island con cuello, de manga corta. Calcetines y corbatas, ropa interior de nilón, y dos pares de chaquetas de pijama de seda largas, que Bond prefería a los de dos piezas.

Ninguna de esas prendas llevaba, o había llevado nunca, etiqueta alguna con un nombre o unas iniciales. Bond completó su tarea y procedió a empaquetar sus otras posesiones, los utensilios para el baño y el afeitado, el libro de Tommy Armour
Cómo jugar tu mejor golf todo el tiempo
, los billetes y el pasaporte en el pequeño maletín, también de cuero gastado. Todo había sido preparado por la Sección Q, y en el doble fondo del maletín, debajo del cuero, había un estrecho compartimiento que contenía el silenciador para su pistola y 30 balas del calibre 25.

Sonó el teléfono. Supuso que se trataba del coche que llegaba temprano a la cita, pero era el recepcionista comunicándole que en el vestíbulo estaba el representante de Exportaciones Universales, que debía entregarle una carta personalmente.

—Que suba —dijo Bond intrigado.

Unos minutos más tarde abría la puerta a un hombre de paisano a quien reconoció como uno de los mensajeros del Cuartel General.

—Buenas tardes, señor —dijo el hombre. Sacó un gran sobre del bolsillo delantero de su chaqueta y se lo entregó a Bond—. Debo esperar y llevarme la carta cuando usted la haya leído, señor.

Bond abrió el sobre blanco y rasgó el sello de otro azul que había en su interior.

Contenía una hoja de papel azul escrita a máquina, sin dirección ni firma. Bond reconoció la tipografía extra larga usada en las comunicaciones personales de M.

Bond indicó una silla al mensajero con un gesto de la mano y se sentó al escritorio que estaba junto a la ventana. El memorándum decía:

Washington informa que «Rufus B. Saye» es un alias de Jack Spang, sospechoso de ser un gángster que fue mencionado en el informe Kefauver, pero que no tiene antecedentes penales. De todas formas, es el hermano gemelo de Seraffino Spang y juntos controlan la "Pandilla de las Lentejuelas", que opera por todo Estados Unidos. Los hermanos Spang compraron el control de la Casa de los Diamantes hace cinco años «a modo de inversión», y no se conoce nada desfavorable de su negocio, que parece ser perfectamente legal.

Los hermanos son propietarios también de un «servicio de cable» que sirve extraoficialmente a los corredores de apuestas de Nevada y California, y es, por tanto, ilegal. Su nombre es «Sure Fire Wire Service»
[8]
. También son propietarios del Tiara Hotel en Las Vegas —que es el cuartel general de Seraffino Spang—, donde se encuentran las oficinas centrales de la Casa de los Diamantes, para beneficiarse de los bajos impuestos que se pagan en Nevada.

Washington añade que la "Pandilla de las Lentejuelas" está interesada en otras actividades ilegales, como los narcóticos y la prostitución organizada. Estas secciones están dirigidas desde Nueva York por Michael «Shady» Tree, que tiene cinco condenas anteriores por varios delitos. La banda dispone de otros cuarteles en Miami, Detroit y Chicago.

Washington describe a la "Pandilla de las Lentejuelas" como una de las bandas más poderosas de Estados Unidos, con una excelente «protección» de los gobiernos federales y de la policía. Con el "Equipo" de Cleveland y la "Banda Púrpura" de Detroit, la "Pandilla de las Lentejuelas" tiene las más altas calificaciones.

Nuestro interés en este asunto no ha sido revelado a Washington, pero en el supuesto de que sus investigaciones le llevasen a un contacto peligroso con esta banda, nos informará de inmediato y será retirado del caso, que pasaremos al FBI.

Es una orden.

El retorno de este documento en un sobre sellado corroborará la recepción de esta orden.

No había firma. Bond recorrió de nuevo la página con los ojos, la dobló y la puso dentro de uno de los sobres del Ritz. Se levantó y entregó el sobre al mensajero.

—Muchas gracias —dijo—. ¿Sabrás encontrar la salida?

—Sí, gracias, señor.

—Buenas tardes.

La puerta se cerró en silencio. Bond cruzó la habitación hasta la ventana y, con aire pensativo, miró hacia fuera, por encima del Green Park.

Por un momento tuvo una clara visión de la enjuta figura entrada en años, sentada en su sillón en el silencioso despacho.

¿Pasar el caso al FBI? Bond sabía que M lo decía de veras, pero también sabía lo amargo que debía de ser para M verse obligado a pedir a Edgar Hoover
[9]
que tomara un caso del Servicio Secreto y sacara las castañas del fuego a Gran Bretaña.

Las palabras operativas del memorándum eran «contacto peligroso». Qué constituía un «contacto peligroso» lo decidiría Bond. Comparado con la oposición a la que Bond había tenido que enfrentarse, aquellos matones no parecían un gran problema, ¿o quizá lo eran? De repente, Bond se acordó del pesado rostro, duro como el cuarzo, de Rufus B. Saye. «Bueno, en todo caso no me hará ningún daño echar un vistazo a ese hermano suyo de nombre exótico: Seraffimo. El nombre de un camarero de discoteca o de un vendedor de helados». Esa gente era así. Barata y teatral.

Bond se encogió de hombros. Miró el reloj. 18:25. Echó un vistazo a la habitación. Todo estaba preparado. Obedeciendo un impulso, metió la mano derecha debajo de su abrigo y sacó la Beretta .25 automática fuera de la pistolera de cuero que colgaba debajo de su axila izquierda. Era la pistola nueva que M le había regalado como recuerdo después de su última misión, con una nota escrita en la tinta verde de M que decía:
Quizá la necesites
.

Bond caminó hasta la cama, sacó el cargador y vació las balas encima de la colcha. Practicó la acción varias veces, sintiendo la tensión del gatillo al apretarlo y disparar el arma vacía. Echó hacia atrás la recámara y comprobó que no había polvo en la aguja del disparador —en la cual había empleado tantas horas lijando hasta conseguir el punto adecuado— y entonces acarició con la mano el azulado cañón, al cual había serrado personalmente el romo punto de mira. Metió de nuevo la munición en el cargador e introdujo éste en la base de la delgada pistola. Repitió la acción por última vez, puso el seguro y deslizó el arma debajo de su abrigo.

Sonó el teléfono.

—Su coche está aquí, señor.

Bond colgó el auricular. Así que había llegado el momento. Se dirigió pensativo hacia la ventana y miró de nuevo hacia el exterior, por encima de los árboles. Sintió un ligero vacío en el estómago, una repentina punzada por tener que abandonar la pintura que era Londres con sus árboles verdes en pleno verano, y una sensación de soledad al pensar en el gran edificio en Regent's Park, la fortaleza que a partir de ese momento estaría fuera de su alcance, excepto para hacer una llamada pidiendo socorro, la cual sabía que no podría hacer.

Llamaron a la puerta. El mozo entró por las maletas. Bond lo siguió fuera de la habitación y a lo largo del corredor, y de su mente desaparecieron todos los pensamientos que no estuvieran relacionados con lo que le esperaba en la entrada de la red, que se abría ante él fuera de las puertas giratorias del Hotel Ritz.

El automóvil era un Armstrong Siddeley Sapphire con matrícula roja.

—Usted preferirá el asiento delantero —dijo el uniformado chófer. No se trataba de una invitación. Las dos maletas de Bond y sus palos de golf fueron colocados en el asiento trasero. Se acomodó junto al conductor y, mientras giraban en Piccadilly, examinó su rostro. Todo lo que podía ver era un perfil duro, anónimo bajo la gorra de visera. Los ojos estaban ocultos tras unas gafas de sol negras. Las manos, que manejaban expertas el volante y la palanca de cambios, llevaban guantes de cuero.

—Relájese y disfrute del paseo, señor. —El acento era de Brooklyn—. Y no se moleste en trabar conversación. Me pone nervioso.

Bond esbozó una sonrisa y permaneció en silencio. Hizo lo que le habían dicho. «Cuarenta años —pensó—. Setenta y cinco kilos. Metro ochenta. Conductor experto. Está muy familiarizado con el tráfico londinense. No huele a tabaco. Zapatos caros. Pulcramente vestido. Ni sombra de la barba de las cinco de la tarde. Se afeita dos veces al día con maquinilla eléctrica.»

Después de pasar la rotonda al final de Great West Road, el conductor aparcó en el lateral. Abrió la guantera y cuidadosamente sacó seis pelotas de golf nuevas, Dunlop 65, todavía envueltas en su envoltorio negro y con los sellos intactos. Con el motor en punto muerto, salió del asiento delantero y abrió la portezuela trasera. Bond miró por encima de su hombro y observó al conductor desabrochar el bolsillo de su bolsa de golf y, una a una, añadir con esmero las seis bolas nuevas a la mezcla de bolas nuevas y viejas que el bolsillo ya contenía. Después, sin una palabra, el hombre se sentó de nuevo en el asiento delantero y prosiguió la marcha.

En el aeropuerto de Londres, Bond pasó con despreocupación la rutina del equipaje y los billetes; se compró el
Evening Standard
, dejando que su brazo, al poner los peniques en el mostrador, rozase a una atractiva rubia que llevaba un traje de viaje color tostado y ojeaba con desgana las páginas de una revista. Acompañado por el conductor, Bond siguió a su equipaje hasta la aduana.

—¿Sólo efectos personales, señor? —Sí.

—Y ¿cuánto dinero inglés lleva encima, señor?

—Cerca de tres libras y algunos peniques.

—Gracias, señor. —La tiza azul hizo sendos garabatos en las tres maletas, y el mozo cargó el equipaje y los palos en un carrito—. Siga la luz amarilla hasta Inmigración —dijo, empujado el carrito en dirección a la cinta transportadora.

El conductor despidió a Bond con un saludo irónico. La mancha de sus dos ojos se cruzaron con los de Bond por un instante, a través del cristal oscuro de las gafas, y sus labios se estrecharon en una delgada sonrisa.

—Buenas tardes, señor. Que tenga un buen viaje.

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