M se encogió de hombros.
—No me pregunte por qué —prosiguió luego—. Los británicos nos hicimos con el negocio a principios de siglo y nos las hemos arreglado para mantenerlo. Hoy en día es un comercio inmenso. Cincuenta millones de libras al año. El mayor productor de divisas que tenemos. Así que si algo va mal con el negocio, el Gobierno empieza a preocuparse. Y esto es justo lo que está ocurriendo. —M miró plácidamente a Bond—. Cada año se sacan de África de contrabando diamantes por valor de dos millones de libras, por lo menos.
—Eso es mucho dinero —dijo Bond, y preguntó—: ¿Hacia dónde los llevan?
—Se asegura que a Norteamérica —respondió M—. Y estoy de acuerdo con ellos. Aquél es, con ventaja, el mayor mercado de diamantes. Y esas bandas suyas, las únicas capaces de llevar una operación a esa escala.
—¿Por qué las compañías mineras no los paran?
—Han hecho todo cuanto podían —dijo M—. Probablemente vio en los periódicos que De Beers contrató a nuestro amigo Sillitoe cuando dejó el MI5
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; él esta allí ahora, trabajando con la gente de seguridad de Sudáfrica. Imagino que habrá pasado un informe bastante drástico, lleno de buenas ideas para controlar mejor la situación. Pero los ministerios de Hacienda y de Comercio no han quedado muy impresionados. Creen que este asunto resulta demasiado grande para ser resuelto por un montón de compañías mineras distintas, por muy eficientes que sean. Además tienen una muy buena razón para querer tomar acción oficial por su cuenta.
— ¿Cuál, señor?
—En este preciso instante hay un gran paquete de piedras de contrabando en Londres —dijo M, y sus ojos brillaron mirando a Bond—. Esperando para ir a Estados Unidos. La División Especial sabe quién será el transportista, así como la persona que lo acompañará para vigilarlo de cerca. Tan pronto como Ronnie Vallance tropezó con la historia (filtrada por uno de sus soplones en el Soho, a uno de su «Escuadrón Fantasma», como a él le gusta llamarlo) fue derecho al Ministerio de Hacienda. Que, a su vez, habló con el Ministerio de Comercio y entonces los dos ministros informaron al primer ministro, y éste los autorizó para usar el Servicio.
—¿Por qué no dejar que la División Especial o el MI5 se encarguen de ello, señor? —preguntó Bond, pensando que M parecía estar pasando una mala racha en la cual se mezclaba en los asuntos de los demás.
—Por supuesto podrían arrestar a los portadores tan pronto como recojan el cargamento e intenten salir del país —respondió M impaciente—. Pero eso no acabaría con el tráfico. Esa gente no es de la que habla. De todas formas, los transportistas son sólo una pequeña pieza del ajedrez. Probablemente se limitan a recoger el material de las manos de un hombre en un parque y a entregarlo a otro hombre en otro parque cuando los pasan al otro lado. La única manera de llegar al final del negocio es siguiendo la red hasta Norteamérica y ver hacia dónde nos conduce allí. Me temo que el FBI no nos será de mucha ayuda. Para ellos es sólo una pequeña parte de su batalla contra las grandes bandas. Además todo esto no está haciendo ningún daño a Estados Unidos. Mas bien todo lo contrario. El perdedor aquí es sólo el Reino Unido. Y Norteamérica está fuera de la jurisdicción de la policía y del MI5. Sólo el Servicio puede encargarse del trabajo.
—Sí, ya veo —dijo Bond—. Pero ¿tenemos alguna otra pista con que empezar?
—¿Ha oído hablar de la House of Diamonds?
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—Sí, por supuesto, señor —respondió Bond—. Los importantes joyeros norteamericanos. En la Calle 46 Oeste en Nueva York y en la Rué de Rivoli en París. Creo que hoy en día están casi al mismo nivel que Cartier, VanCleef y Boucheron. Han subido muy deprisa desde que acabó la guerra.
—Los mismos —dijo M—. También tienen un pequeño local en Londres. Hatton Garden. Acostumbraban a ser grandes compradores en la exposición mensual de la Diamond Corporation. Pero, a lo largo de los últimos tres años, han comprado cada vez menos. A pesar de que, como usted dice, parecen estar vendiendo más y más joyas cada año. Deben estar consiguiendo sus diamantes en alguna otra parte. Fueron los del Ministerio de Hacienda quienes sacaron a relucir su nombre en la reunión del otro día. Pero no he encontrado nada en su contra. Tienen de encargado aquí a uno de sus peces más gordos. Parece extraño para el poco negocio que hacen. El hombre se llama Rufus B. Saye. No se sabe mucho más de él. Almuerza a diario en el American Club de Piccadilly. Juega al golf en Sunningdale. No bebe ni fuma. Vive en el Savoy. Un ciudadano modelo. —M se encogió de hombros—. Pero el de los diamantes es un negocio agradable y bien regulado, casi un asunto de familia, y tienen la impresión que hay algo extraño en el funcionamiento de la Casa de los Diamantes. Nada más que eso.
Bond decidió que había llegado el momento de hacer la pregunta del millón de dólares.
—¿Y qué pinto yo en todo esto, señor? —dijo mirando a M a los ojos.
—Tiene usted una cita en el Yard con Vallance. —M miró su reloj—. Justo dentro de una hora. Se preparará para empezar. Van a arrestar al transportista esta noche y a ponerlo a usted en su lugar en la red.
Los dedos de Bond se curvaron con suavidad alrededor de los brazos del sillón.
—¿Y después?
—Y después —dijo M en un tono de voz impersonal— pasará usted a Norteamérica esos diamantes de contrabando. Al menos ésa es la idea. ¿Qué le parece?
James Bond cerró la puerta del despacho de M detrás suyo. Sonrió a los cálidos ojos marrones de Miss Moneypenny y cruzó el antedespacho en dirección a la oficina del jefe de personal.
El jefe de personal, un hombre delgado y de aspecto relajado, más o menos de la edad de Bond, dejó la pluma sobre la mesa y se arrellanó en su sillón. Observó como Bond, automáticamente, sacaba la pitillera metálica del bolsillo de su pantalón, caminaba hasta la ventana abierta y miraba hacia abajo, al Regent's Park.
En los movimientos de Bond había una calculada deliberación que respondía a la pregunta del jefe de personal.
—Así que te lo ha vendido.
Bond se volvió.
—Sí —dijo, encendiendo luego un cigarrillo. A través del humo sus ojos miraron directamente al jefe de personal—. Pero dime sólo una cosa, Bill. ¿Por qué al viejo le da mala espina este trabajo? Incluso ha mirado los resultados de mi última revisión médica. ¿Qué le preocupa tanto? Ni que este asunto estuviera relacionado con el Telón de Acero. Estados Unidos es un país civilizado. Más o menos. ¿Qué le corroe?
Era parte del trabajo del jefe de personal saber qué pasaba por la mente de M. Su cigarrillo se había apagado, encendió otro y tiró la cerilla consumida por encima del hombro izquierdo. Miró hacia atrás para ver si había caído en la papelera. Había encestado. Sonrió a Bond.
—Práctica constante —dijo—. No hay muchas cosas que preocupen a M, James, lo sabes tan bien como cualquiera en el Servicio. SMERSH, por supuesto. Los decodificadores alemanes. El Círculo del Opio Chino (o, en todo caso, el poder que tienen en todo el mundo). La autoridad de la Mafia. Y las bandas norteamericanas, las grandes, a las que tiene un saludable respeto. Eso es todo. Son los únicos que lo tienen preocupado. Y este asunto de los diamantes parece bastante seguro que te enfrentará a las bandas. Son los últimos con quienes M esperaba que nos mezcláramos. Eso es todo. Al menos lo que le está dando mala espina de este trabajo.
—Los gángsters norteamericanos no tienen nada de extraordinario —protestó Bond—. En realidad, ni siquiera son americanos. Casi todos son italianos gandules con camisas estampadas que se pasan el día comiendo espaguetis con albóndigas y echándose colonia.
—Eso es lo que tú piensas —dijo el jefe de personal—. Pero el caso es que ésos son los únicos que se dejan ver. Detrás de ellos están los mejores, y todavía hay otros mejores detrás de éstos. Mira lo que pasa en Narcóticos. Diez millones de adictos. ¿De dónde consiguen la mercancía? Observa lo que ocurre con el juego (con el juego legal). Cada año se sacan en Las Vegas doscientos cincuenta millones de dólares. Luego están las apuestas ilegales en Miami, Chicago y todo el resto. Y es propiedad de las bandas y de sus amigos. Hace unos años, a Bugsy Siegel le volaron la tapa de los sesos porque quería una tajada demasiado grande de las operaciones en Las Vegas. Y Siegel era un tipo bastante duro. Son operaciones a gran escala. ¿Te das cuenta que el juego es el mayor negocio de Estados Unidos? ¿Más grande que el del acero, mayor que el de los automóviles? Y van a tener buen cuidado de mantener el negocio funcionando sin problemas. Consigúete una copia del informe Kefauver si no me crees. Y ahora esto de los diamantes. Seis millones de dólares al año es una buena cifra y puedes apostar tu vida a que estarán bien protegidos. —El jefe de personal se interrumpió, miró con impaciencia a la alta figura vestida con chaqueta de una sola pieza y a los obstinados ojos en el delgado rostro moreno—. Quizá no has leído el informe del FBI de este año sobre el crimen en Norteamérica. Es interesante. Sólo treinta asesinatos al día. Cerca de 150.000 estadounidenses asesinados en los últimos veinte años.
Bond lo miró con incredulidad.
—Es un hecho —prosiguió el jefe de personal—, maldita sea. Da un vistazo a los informes y convéncete por ti mismo. Por eso M quería asegurarse de que estabas preparado antes de introducirte en la red. Vas a vértelas con esas bandas; y estarás completamente solo. ¿Satisfecho?
El rostro de Bond se relajó.
—Vamos, Bill —dijo—. Si ése es todo el problema, te invito a comer. Es mi turno y me siento con ánimos de celebración. Se acabó el papeleo por este verano. Te invito a Scotts' a comer cangrejo sazonado regado con una pinta de
black velvet
, me has sacado un buen peso de encima. Pensé que debía haber algo realmente horrible en todo este asunto.
—Muy bien, que te zurzan. —El jefe de personal dejó a un lado los recelos que compartía plenamente con su superior y siguió a Bond fuera del despacho, cerrando a su espalda con un portazo innecesario.
Más tarde, a las dos en punto, Bond estrechaba la mano de un hombre de aspecto pulcro y mirada equilibrada, en el despacho pasado de moda entre cuyas paredes se escucha la mayor cantidad de secretos de todo Scotland Yard.
Bond y el comisario asistente Vallance habían trabado amistad durante el caso Moonraker, por lo que no era necesario perder el tiempo en preliminares.
Vallance deslizó sobre la mesa un par de fotografías de identificación del CID
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. Las fotografías mostraban a un hombre moreno, más bien atractivo, de expresión bravucona y ojos que sonreían inocentes.
—Éste es el tipo —dijo Vallance—. Se parece a ti lo suficiente como para convencer a alguien que sólo tenga su descripción. Peter Franks. Un tipejo con buena pinta. Buena familia, escuela de pago y todo lo demás. Luego se fue por el mal camino y permaneció en él. Su especialidad son los robos en casas de campo. Puede que tomara parte en el trabajo del duque de Windsor en Sunningdale hace unos años. Lo hemos pillado un par de veces, pero nunca con nada lo bastante importante como para encerrarlo entre rejas. Ahora ha metido la pata, lo hacen a menudo cuando se mezclan en un chanchullo del cual no saben de la misa la mitad. Tengo a dos o tres chicas de la Brigada Secreta trabajando en el Soho y él se ha encariñado con una de ellas. Lo bueno es que la muchacha también está encariñada con él. Cree que puede devolverlo al buen camino y todo eso. Pero la chica tiene que hacer su trabajo; así que cuando él le habló del asunto, de pasada, como si se tratara de una maldita broma, ella nos informó de inmediato.
Bond asintió con un movimiento de cabeza.
—Los ladrones especializados jamás se toman en serio los trabajos de los otros. Estoy seguro que nunca se le ocurriría contarle a la chica nada de sus golpes en las casa de campo.
—Jamás de los jamases —convino Vallance—. O ya lo habríamos encerrado hace años. De todas maneras, parece ser que fue contactado por el amigo de un amigo y que él aceptó llevar las piedras de contrabando a Estados Unidos por cinco mil dólares. A pagar una vez entregada la mercancía. Mi chica le preguntó si se trataba de drogas. El se echó a reír y le dijo: «No, mucho mejor que eso, Hielo Caliente».
—¿Tiene ya los diamantes?
—No. Su próximo trabajo es entrar en contacto con su «guardián». Mañana por la tarde en el Trafalgar Palace. A las cinco en punto en su habitación. Se trata de una chica llamada Case. Ella le dirá qué tiene que hacer y lo acompañará. —Vallance se levantó y empezó a pasear arriba y abajo delante de las falsificaciones de billetes de cinco libras enmarcadas que cubrían la pared opuesta a las ventanas. Luego prosiguió—: Estos contrabandistas van generalmente en parejas cuando se mueve material importante. Suelen desconfiar del correo, y al hombre del otro lado le gusta tener un testigo por si algo sale mal en la aduana. Así, si el correo habla, el gran hombre que está detrás de la operación lo sabe de inmediato.
«Se mueve material importante. Correos. Aduanas. Guardianes…» Bond apagó su cigarrillo en el cenicero de la mesa de Vallance. Cuán a menudo, en sus primeros días en el Servicio, había tomado parte en la misma rutina: cruzando de Estrasburgo a Alemania, de Niegoreloye a Rusia, sobre el Simplón, por encima de los Pirineos. La tensión, la boca seca. Las uñas clavadas en las palmas de las manos. Y ahora, una vez dejado atrás todas aquellas pruebas, volvía a encontrarse en la misma situación.
—Ya veo —dijo Bond, sacudiéndose los recuerdos—. Pero ¿cuál es la situación general?, ¿tienes alguna idea? ¿En qué tipo de operación se iba a meter Franks?
—Bien, los diamantes vienen sin duda de África. —Los ojos de Vallance eran opacos—. Es probable que sean de las Union Mines. Es casi seguro que proceden de la gran evasión fuera de Sierra Leona que nuestro amigo Sillitoe ha estado investigando. Las piedras salen quizá a través de Liberia, o más probablemente de la Guinea Francesa. Después tal vez vayan a Francia. Y como este paquete ha aparecido en Londres, es muy probable que Londres sea también parte de la red.
Vallance se detuvo y miró a Bond.
—Y ahora sabemos que ese paquete va de camino de Norteamérica, y qué pasa allí es lo que nos preguntamos todos. Los operadores no van a intentar ahorrar dinero en el corte (la mitad del valor de un diamante está en el corte), así que todo parece indicar que las piedras son introducidas en algún negocio legal de diamantes donde son cortadas y vendidas como cualquier otra piedra. —Vallance hizo una pausa—. ¿Te molesta si te doy un consejo? —preguntó luego.