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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Diamantes para la eternidad (23 page)

BOOK: Diamantes para la eternidad
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Puf-puf. Puf-puf. Jiss. Puf. Jiss… Y de repente estaban corriendo en silencio. Cuarenta y cinco, indicaba el velocímetro. Cuarenta… Treinta…Veinte… Diez… Cinco. Un último giro salvaje al acelerador y una patada de Tiffany Case al motor y se pararon.

Bond soltó unas palabrotas. Saltó dolorosamente sobre la vía y cojeó hasta el tanque de gasolina; sacó el pañuelo manchado de sangre del bolsillo del pantalón. Desenroscó el tapón y deslizó el pañuelo dentro del tanque. Lo retiró, oliéndolo y palpándolo. Estaba seco como recién planchado.

—Se acabó —dijo a la chica—. Ahora será mejor que pensemos con rapidez.

Miró a su alrededor. Ningún escondite a la izquierda, y aún cuatro kilómetros como mínimo hasta la carretera. A la derecha las montañas, quizá a un kilómetro de distancia. Podían intentar alcanzarlas y esconderse allí, pero ¿por cuánto tiempo? Parecía ser la mejor opción. El suelo bajo sus pies. Miró sobre la vía al ojo reluciente, implacable. ¿A qué distancia, cuatro kilómetros? ¿Vería Spang el pequeño vagón a tiempo? ¿Podría parar? ¿Le haría descarrilar? Pero Bond recordó el sobresaliente quitapiedras que limpiaría del camino al pequeño vagón como si fuese una bala de paja.

—Vamos, Tiffany —la llamó—. Tenemos que llegar a las montañas.

¿Dónde se había metido? Rodeó el vagón cojeando. Ella se acercaba corriendo sobre la vía. Volvió respirando entrecortadamente.

—Hay un desvío a unos pocos metros —dijo jadeando—. Si podemos empujar este trasto hasta allí y consigues mover el cambio de agujas, Spang quizá nos pierda.

—Dios —exclamó Bond lentamente. Y después, con entusiasmo, añadió—: Podemos hacer algo mejor que eso. Ayúdame. —Y se inclinó, apretando los dientes de dolor, y empezó a empujar.

Una vez en marcha, el vagón se movía con facilidad y sólo tenían que seguirlo y mantenerlo en movimiento. Llegaron al cambio de agujas y Bond siguió empujando hasta que lo hubieron sobrepasado unos cuarenta metros.

—¿Qué demonios…? —jadeó Tiffany.

—Vamos —dijo Bond; medio cojeando, medio corriendo volvió hasta la oxidada palanca del cambio de agujas que se levantaba al lado de la vía—. Pondremos al Cannonball sobre la línea secundaria.

—¡Chico! —el tono de Tiffany Case fue casi reverente. Y los dos empezaron a empujar la palanca de cambio.

Poco a poco, el oxidado metal empezó a deslizarse de la posición en que había permanecido inmóvil durante cincuenta años y, milímetro a milímetro, los raíles mostraron un corte y luego una abertura que se ensanchaba mientras Bond empujaba la palanca con todas sus fuerzas.

Conseguido. Bond se arrodilló en el suelo, con la cabeza gacha, luchando contra el mareo que amenazaba con hacerle perder el conocimiento.

Apareció el resplandor de una luz en el suelo y Tiffany Case lo arrastró de vuelta al pequeño vagón; el aire estaba repleto del trueno y el vicioso repicar de la campana mientras la gran bestia de hierro llameante se les acercaba rugiendo.

—Agáchate y no te muevas —gritó Bond por encima del ruido, y la empujó hacia el suelo, detrás del frágil refugio del vagón. Entonces cojeó rápidamente hasta la vía, sacó la pistola y se situó de costado, como un duelista, con el brazo que cargaba el arma apuntando al gran ojo que se acercaba bajo un volcán de fuego y humo.

¡Dios, qué monstruo! ¿Tomaría la curva? ¿Seguiría derecho, aplastándolos?

Se acercaba.

Suf. Algo chocó contra el suelo a su lado y Bond vio un destello dentro de la cabina.

Bang. Otro destello, y la bala golpeó un raíl y rebotó desapareciendo en la noche.

Crack. Crack. Crack. Ahora podía oír el ruido del arma por encima del rugido de la locomotora. Algo pasó silbando cerca de su oído.

Bond no disparó. Sólo le quedaban cuatro balas y sabía cuándo tenía que usarlas.

Y entonces, a veinte metros de distancia, el ingenio volador se metió en la curva como un trueno, tomando el desvío con un salto que lanzó un puñado de leños del ténder en la dirección de Bond.

Las grandes ruedas dejaron escapar un agudo chirrido de metal al abrasar la curva, una rápida impresión de humo, llamas y el movimiento de la máquina, y un destello en la cabina y la figura negra y plateada de Spang, con los brazos abiertos, agarrándose a la pared de la cabina con una mano y con la otra intentando alcanzar la palanca de freno.

La pistola de Bond gritó sus cuatro palabras. Como iluminado por un relámpago se vio un rostro blanco levantado hacia el cielo mientras la gran locomotora negra y oro se alejaba hacia el muro en sombras de las montañas Spectre, el haz de luz del ojo de la máquina cortando la oscuridad y su campana automática repicando tristemente, ding-dong, ding-dong, ding-dong.

Bond se encajó lentamente la Beretta en la cintura de los pantalones y permaneció de pie, observando como se alejaba el ataúd del señor Spang y el rastro de humo que se movía por encima de su cabeza y que, por un momento, cubrió la luna.

Tiffany Case se acercó corriendo y juntos contemplaron la llameante bandera de la chimenea y escucharon el eco de la locomotora que les devolvía la montaña. Ella se oprimió contra él cuando la máquina dio un giro repentino desapareciendo entre las rocas. Luego sólo se escuchó el lejano golpear en las montañas y se vio un resplandor rojo que parpadeaba entre las grietas mientras The Cannonball se desgarraba cortando el vientre de la roca.

De repente hubo una gran lengua de fuego y un terrible choque metálico, como si un acorazado hubiese chocado contra un arrecife. Luego un ahogado repicar que parecía subir de debajo de sus pies. Y, finalmente, un profundo y distante boom desde las entrañas de la tierra y una confusa algarabía de ecos.

una vez terminado el ruido, un prolongado y delicioso silencio.

Bond lanzó un profundo suspiro como si se acabara de despertar. Así que ése era el fin de uno de los Spang, de uno de los brutales, teatrales, desproporcionados adultos que formaban la Pandilla de las Lentejuelas. Había sido un gángster de escenario, rodeado de propiedades de escena, lo cual no alteraba el hecho de que había intentado matar a Bond.

—Vámonos de aquí —pidió Tiffany Case, impaciente—. Ya he tenido suficiente.

Bond sintió como el dolor volvía a tomar posesión de su cuerpo al relajarse la tensión.

—Sí —dijo él, contento de dejar atrás el recuerdo del rostro blanco en la maravillosa locomotora negra. Se sintió mareado. Se preguntó si podría conseguirlo—. Tenemos que llegar a la carretera. Será difícil. Vamos.

Les llevó una hora y media cubrir los cuatro kilómetros y, cuando lo consiguieron, Bond se desplomó sobre el sucio arcén de la autopista de cemento. Deliraba. Había sido la chica quien lo había arrastrado hasta allí; si no hubiese sido por ella, Bond nunca lo habría conseguido. Se habría arrastrado entre los cactus y las rocas hasta que, exhausto, sus fuerzas le hubieran abandonado y entonces el achicharrante sol habría terminado el trabajo.

Tiffany le acariciaba la cabeza y le hablaba con suavidad, secándole el sudor del rostro con el vuelo de su falda.

De vez en cuando se paraba para mirar a ambos lados de la recta carretera de cemento cuyos horizontes empezaban a brillar con la ola de calor de la mañana.

Una hora más tarde, saltó sobre sus pies y se paró en el centro de la carretera. Un coche negro se acercaba desde la danzante neblina tras la que se escondía el distante valle de Las Vegas.

El vehículo se paró frente a la chica y un rostro de halcón bajo un descuidado remolino de cabello color paja apareció por la ventanilla. Dos ojos verdes la examinaron brevemente, echaron una ojeada al hombre que estaba postrado al lado de la carretera y volvieron de nuevo a la chica.

—Bien —dijo el conductor en un amigable acento tejano—. Félix Leiter, señorita, a su servicio. ¿Qué puedo hacer por usted en esta maravillosa mañana?

Capítulo 21
«Nada acerca más que la cercanía»

—… y cuando llegué a la ciudad llamé a mi amigo Ernie Cureo. James lo conoce. Su mujer está histérica y Ernie se encuentra en el hospital. Así que voy a verle y me cuenta la historia, por lo cual imagino que quizá James necesite refuerzos. Así que salto a mi yegua negra y galopo cruzando la noche; cuando llego cerca de Spectreville veo el cielo iluminado. Spang se está montando una barbacoa, imagino. Y como la verja está abierta, decido unirme a la fiesta. Bien, te lo creas o no, el lugar está desierto, con la excepción de un tipo con la pierna destrozada y contusiones múltiples, que intenta escaparse por la carretera a gatas. Muy parecido a un joven encapuchado llamado Frasso, de Detroit, que Ernie Cureo me ha dicho es uno de los tipos que se llevaron a James. Él no está en condiciones de negarlo, y yo más o menos reconstruyo la película y me imagino que la próxima parada debe ser Rhyolite. Así que le digo al chico que pronto va a tener la compañía de los bomberos, lo llevo hasta la puerta y allí lo dejo. Después de un rato me encuentro con una señorita en medio del desierto que parece que acaba de disparar un cañón, y aquí estamos. Y ahora, usted dirá.

«Así que todo esto
no
es un sueño, y
estoy
acostado, en el asiento trasero del Studillac, y éste
es
el regazo de Tiffany bajo mi cabeza y ése
es
Félix, y nos dirigimos a toda pastilla por la carretera hasta un lugar seguro, un doctor, un baño, algo de comida y bebida e infinitas horas de sueño.» Bond se movió, y sintiendo la mano de Tiffany sobre su cabeza, indicándole que todo era real y como él había deseado, permaneció de nuevo inmóvil sin decir nada, saboreando cada minuto y escuchando sus voces y el silbido de los neumáticos deslizándose sobre la carretera.

Al final de la historia de Tiffany, Félix Leiter lanzó un silbido reverente.

—Jesús, señorita —dijo—. Parece que entre los dos han hecho un buen agujero en la Pandilla de las Lentejuelas. ¿Qué demonios va a suceder ahora? Hay muchos avispones más en el nido y no van a quedarse sentados zumbando. Querrán un poco de acción.

—Bingo —dijo Tiffany—. Spang era un miembro del Sindicato en Las Vegas, y estos tipos se respaldan los unos a los otros. Luego está «Shady» Tree y esos dos torpedos, Wint y Kidd, quienesquiera que sean. Cuanto antes crucemos la frontera del estado, mucho mejor. ¿Y entonces…?

—De momento vamos bien —la tranquilizó Félix Leiter—. Estaremos en Beatty dentro de diez minutos, luego cojemos la 58 y en media hora habremos cruzado la Línea. Después tenemos un largo trayecto a través del Valle de la Muerte, cruzamos las montañas hasta Olancha y allí tomamos la 6. Podemos parar y conseguir un doctor para James, tomar algo y lavarnos un poco. Luego, sobre la 6, hasta Los Ángeles. Será un viaje del demonio, pero podemos llegar a Los Ángeles a la hora del almuerzo. Entonces podemos relajarnos un poco y pensar otra vez. Mi opinión es que tengo que sacarles del país a usted y a James lo antes posible. Los chicos intentarán tenderles todo tipo de trampas, y una vez los hayan localizado, no daría un penique por ninguno de los dos. Lo mejor será que se suban esta noche a un avión que vaya a Nueva York y mañana mismo salen para Inglaterra. James se puede hacer cargo de todo a partir de ahí.

—Supongo que es lo más sensato —dijo ella—. Pero ¿quién es este Bond? ¿Cuál es su secreto? ¿Se trata de un detective privado?

—Mejor se lo pregunta usted misma, señorita —Bond escuchó como Leiter respondía con cautela—: Pero yo no me preocuparía demasiado por eso. El cuidará de usted.

Bond esbozó una sonrisa y en el prolongado silencio que siguió cayó en un intranquilo duermevela que duró hasta que hubieron cruzado la mitad de California y el coche se detenía delante de un postigo blanco que decía
Otis Fairplay, Doctor
.

Más tarde, convertido en una masa de vendajes decorados con mercromina, bañado, afeitado y con el estómago lleno, Bond volvió al coche y al mundo. Tiffany Case se había refugiado de nuevo en su vieja actitud irónica, y Bond trataba de ayudar vigilando que no se acercara ningún guardia de tráfico por la carretera, mientras Leiter bajaba, manteniéndose a más de ciento treinta, por la interminable carretera serpenteante, en dirección a la distante línea de nubes tras las que se ocultaban las Sierras Altas.

Al poco rodaban sin esfuerzo por Sunset Boulevard entre palmeras y césped esmeralda. El polvoriento Studillac se hallaba por completo fuera de lugar entre los relucientes Corvettes y Jaguars, y finalmente, al atardecer, estaban sentados en el oscuro y fresco bar del hotel Beverly Hills, con maletas nuevas en la recepción y ropas al estilo de Hollywood, incluso el magullado rostro de Bond podía indicar simplemente que habían salido de los estudios hacía poco.

En la mesa, al lado de sus Martinis, había un teléfono. Félix Leiter terminó su conversación con Nueva York por cuarta vez desde su llegada.

—Bien, todo arreglado —dijo colgando el auricular—. Mis colegas de la oficina os han reservado pasajes en el
Elizabeth
. Lleva retraso a causa de una huelga en el puerto. Navega mañana por la noche, a las ocho. Se encontrarán con vosotros por la mañana en La Guardia con los billetes y subiréis a bordo en cualquier momento de la tarde. Han recogido el resto de tus cosas del Astor, James. Una maleta pequeña y tus famosos palos de golf. Y Washington se portó con un pasaporte para Tiffany. Habrá un hombre del Departamento de Estado en el aeropuerto. Los dos tenéis algunos formularios que firmar. Puse a trabajar a uno de mis viejos colegas de la CIA.

Los periódicos han levantado revuelo con la historia: «CIUDAD FANTASMA DESAPARECE HACIA EL OESTE». Pero parece que todavía no han encontrado a nuestro amigo Spang, y no figuran vuestros nombres. Mis chicos dicen que la policía no os busca, pero uno de nuestros hombres encubiertos dice que las bandas os están buscando y que vuestra descripción ha sido puesta en circulación. Con diez de los grandes como recompensa. Así que mejor que os larguéis pronto. Y mejor que lo hagáis por separado. Cubrios tanto como podáis y permaneced en vuestros camarotes. Se van a desatar todos los infiernos cuando lleguen al fondo de esa vieja mina. Eso pondrá las cosas en tres muertos a nada y a ellos no les gusta ese tipo de apuesta.

—Parece que Pinkerton tiene una buena máquina —dijo Bond con admiración—. Pero estaré contento tan pronto como nos larguemos de aquí. Pensaba que vuestros gángsters eran un puñado de grasientas albóndigas italianas que se atiborraban de pizza y cerveza durante toda la semana y los sábados quemaban un garaje o una droguería para pagarse las carreras. Pero la verdad es que son mucho más violentos que todo eso.

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