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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Diamantes para la eternidad (24 page)

BOOK: Diamantes para la eternidad
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Tiffany Case se rió a carcajadas.

—Tendrías que dejar que te examinaran la cabeza —dijo llanamente—. Será un milagro si llegamos al
Lizzie
de una sola pieza. Así de buenos son. Gracias al Capitán Hook tenemos una oportunidad, pero no es más que eso. ¡Albóndigas!

Félix Leiter rió, socarrón.

—Vamos, pichones —dijo mirando el reloj—. Debemos ponernos en marcha. Debo volver a Las Vegas esta noche y empezar a buscar el esqueleto de nuestro viejo amigo
Shy Smile
. Y vosotros tenéis que coger un avión. Podéis seguir discutiendo a seis mil metros. Tendréis una mejor perspectiva desde allí arriba. Incluso es posible que decidáis hacer las paces y ser amigos. Ya sabéis lo que se dice: «Nada acerca más que la cercanía». —Luego, con un gesto, llamó al camarero.

Leiter los llevó hasta el aeropuerto y los dejó allí. Bond sintió un nudo en la garganta cuando la larguirucha figura cojeó hasta su coche después del cálido abrazo de Tiffany Case.

—Ahí tienes a un verdadero amigo —dijo ella mientras miraba como Leiter cerraba la portezuela y encendía el motor del automóvil, aceleraba y emprendía el largo viaje de regreso a través del desierto.

—Sí —dijo Bond—. Félix es un buen tipo.

La luna destelló unos segundos en el garfio de Leiter, que les decía el último adiós. El polvo se asentaba de nuevo sobre la carretera cuando una voz metálica salió de los altavoces diciendo:

—Trans-World Airlines, vuelo 93. Puerta de embarque número cinco, para Chicago y Nueva York. Diríjanse a la puerta de embarque, por favor.

Se abrieron camino hacia las puertas acristaladas, dando el primer paso de su largo viaje a través de medio mundo con destino Londres.

El nuevo Super-G Constellation rugía sobre el continente en sombras. Bond descansaba cómodamente en su sillón esperando a que el sueño transportara su dolorido cuerpo, mientras pensaba en Tiffany, dormida junto a él, y meditaba en qué punto de su misión se encontraba.

Pensó en el adorable rostro que descansaba sobre la mano abierta a su lado, inocente e indefensa en su sueño; la malicia había desaparecido de sus ojos grises y también la mueca irónica de sus apasionados labios. Bond supo que estaba a punto de enamorarse de Tiffany. ¿Y ella? ¿Qué decisivo era el rechazo por el sexo masculino nacido en San Francisco la noche en que los hombres entraron en su habitación y la violaron? ¿Podrían alguna vez, la mujer y la niña, salir de detrás de la barricada que ella había empezado a construir a partir de aquella noche contra todos los hombres del mundo? ¿Llegaría a salir de su caparazón que se había endurecido a lo largo de años de soledad y retiro?

Bond recordó momentos durante las últimas veinticuatro horas en que había sabido la respuesta, momentos en que una joven cálida, apasionada, había mirado feliz a través de la máscara de chica dura de las bandas, la contrabandista, la repartidora de blackjack, y había dicho:

«Llévame de la mano. Abre la puerta y saldremos juntos al sol resplandeciente. No te preocupes. Caminaré a tu lado. Siempre he tenido conmigo tu imagen, pero nunca llegabas, y me he pasado la vida escuchando a un músico distinto».

Sí, pensó. Todo iría bien. Al menos esa parte de la historia. Pero ¿estaba preparado para afrontar las consecuencias? Una vez la hubiese llevado de la mano, sería para siempre. Podía verse en el papel del sanador, del analista, a quien el paciente ha transferido su amor y su confianza para salir de la enfermedad. No habría crueldad mayor que retirar la mano de entre las suyas de repente. ¿Estaba preparado para todo lo que eso significaba en su vida y en su carrera?

Bond se retorció en su butaca y alejó el problema de su cabeza. Era demasiado pronto. Estaba yendo demasiado deprisa. Debería esperar y ver. Cada cosa a su tiempo. Y, obstinado, archivó el asunto y desvió sus pensamientos a M y al trabajo que todavía tenía que terminar antes de empezar a preocuparse por su vida privada.

Bien, había aplastado parte de la serpiente. ¿Era la cabeza o la cola? Difícil de decir, pero Bond se inclinaba a pensar que Jack Spang y el misterioso ABC eran los operadores reales de la red de contrabando y que Seraffino sólo se había encargado del tramo final del negocio. Seraffino era reemplazable, Tiffany podía ser desechada. «Shady» Tree, a quien ella podía involucrar en el contrabando de diamantes, tendría que ponerse a cubierto por el tiempo que durase la tormenta, si es que Bond era en realidad una señal de tormenta. Pero nada tenían que implicara a Jack Spang, o a La Casa de los Diamantes, y la única pista hasta ABC era un número de teléfono que, Bond recordó, debía extraer de la chica lo más deprisa posible. Eso y la mecánica de los contactos con él serían cambiados de inmediato así que la deserción de Tiffany y la fuga de Bond hubiesen sido comunicados a Londres, casi seguro por «Shady» Tree. Así que todo esto, reflexionó Bond, convertían a Jack Spang en su próximo blanco y, a través de él, a ABC. Entonces únicamente quedaría el principio de la red en África, y sólo se podría llegar a través de ABC. La preocupación más inmediata de Bond, concluyó antes de caer dormido, era comunicar la situación a M tan pronto como embarcasen en el
Queen Elizabeth
, y dejar que Londres tomara el mando. Los hombres de Vallance se pondrían a trabajar. No habría mucho que Bond pudiera hacer una vez en Londres. Escribir un montón de informes. La misma rutina de siempre en el despacho. Y por las noches estaría Tiffany, en la habitación de los invitados de su piso en Kings Road. Tendría que mandarle un cable a May, para arreglar las cosas. Veamos: flores, sales de baño de Floris, airear las sábanas…

Diez horas después de dejar Los Ángeles sobrevolaban La Guardia, girando por encima del mar preparándose para aterrizar.

Eran las ocho en punto de la mañana del domingo y había muy poca gente en el aeropuerto. Un oficial los paró al desembarcar y los llevó a través de una entrada lateral donde los estaban esperando dos hombres jóvenes, uno de Pinkerton y el otro del Departamento de Estado. Mientras conversaban sobre el vuelo, les trajeron las maletas; entonces, un oficial los condujo a través de otra puerta lateral hasta donde los esperaba un elegante Pontiac marrón, con el motor en marcha y las cortinillas de las ventanas traseras bajadas.

Pasaron unas cuantas horas muertas en el apartamento del hombre de Pinkerton hasta que, sobre las cuatro de la tarde, pero poniendo una distancia de un cuarto de hora entre ambos, subían por una pasarela cubierta hasta el seguro estómago británico del
Queen Elizabeth y
estaban al fin en sus cabinas en la cubierta M, con sus puertas cerradas al mundo.

Pero, mientras primero Tiffany y luego Bond entraban en la boca de la pasarela, en el puerto, una mano de la Anastasia's Longshoreman's Union se dirigió rápidamente al teléfono de la cabina de aduanas.

Tres horas después, dos hombres de negocios estadounidenses bajaban de un sedán negro en el puerto, llegando justo a tiempo de pasar por Inmigración y Aduanas y subir por la pasarela antes de que los altavoces empezasen a pedir que los visitantes abandonasen el barco.

Uno de los hombres de negocios tenía aspecto joven, con un rostro bonito y el cabello prematuramente blanco bajo el sombrero Stetson con cubierta impermeable. El nombre en el maletín que llevaba era B. Kitteridge.

El otro era corpulento, mas bien gordo, con una mirada nerviosa detrás de las gafas bifocales. Sudaba mucho y de manera constante y se enjugaba el rostro con un gran pañuelo.

Y el nombre en la etiqueta del asa de su maletín era W. Winter, y debajo del nombre, en tinta roja, estaba escrito:
Mi grupo sanguíneo es F.

Capítulo 22
Amor y salsa bearnesa

Puntualmente a las ocho, el reverberante sonido de la sirena del
Queen Elizabeth
hizo que los cristales de los rascacielos temblaran. Los remolcadores sacaron el gran barco a media corriente y le dieron la vuelta hasta situarlo en posición y, a unos cautelosos cinco nudos, se movió lentamente río abajo en la corriente.

Harían una pausa para dejar al piloto en la Ambrose Light y luego los cuatro motores batirían el mar como si fuese nata; entonces el
Elizabeth
temblaría con un estremecimiento liberador y se lanzaría hacia el largo y plano arco que se extendía desde el paralelo 45 hasta el 50, y al punto final que era Southampton.

Sentado en su camarote, escuchando el callado crujir de la madera y mirando cómo rodaba su lápiz sobre el tocador, lentamente, entre su cepillo del pelo y una esquina de su pasaporte, Bond recordó los días en que el curso del navio no había sido el mismo, cuando zigzagueando se adentró al sur del Atlántico, jugando al escondite con la flota de submarinos alemanes, en ruta hacia una Europa en llamas. Todavía era una aventura, pero ahora el
Queen
, en su capullo de impulsos de radio protectores —el radar, la sonda acústica…—, se movía con las precauciones de un potentado oriental entre sus guardaespaldas y su escolta motorizada, y, por lo que a Bond respectaba, el aburrimiento y la indigestión serían los únicos altercados del viaje.

Cogió el teléfono y preguntó por la señorita Case. Al oír su voz, ella soltó un gemido teatral.

—El marinero odia el mar —dijo—. Ya estoy mareada y todavía nos encontramos en el río.

—Es lo mismo —dijo Bond—. Quédate en el camarote y aliméntate de pastillas antimareo y champán. Yo voy a estar fuera de combate dos o tres días. Hablaré con el médico y con el masajista del baño turco a ver si pueden juntar mis piezas de nuevo. De todas formas no nos hará ningún daño permanecer fuera de circulación la mayor parte del viaje. Es posible que nos hayan reconocido en Nueva York.

—Bueno, si prometes que me llamarás todos los días —accedió Tiffany—, y me prometes llevarme a ese lugar, el Veranda Grill, tan pronto como me sienta capaz de tragar un poco de caviar.

Bond soltó una carcajada.

—Si insistes —dijo—. Y ahora escucha, a cambio quiero que intentes recordar todo lo que puedas sobre ABC y el negocio de los diamantes en Londres. El número de teléfono y cualquier cosa que acuda a tu mente. Tan pronto como pueda te explicaré de qué va la historia y por qué estoy interesado; por el momento tienes que confiar en mí. ¿Trato hecho?

—Seguro —respondió ella indiferente, como si esa parte de su vida hubiese perdido toda importancia.

Durante los diez minutos siguientes, Bond la interrogó minuciosamente sobre la rutina de ABC. Después cortó la comunicación con ella y llamó al servicio de camarotes pidiendo algo de cenar. Luego se sentó a escribir el largo informe que tendría que codificar y enviar esa misma noche.

El navio se adentraba en la oscuridad y la pequeña ciudad flotante de tres mil quinientas almas se preparaba para los cinco días de su vida en los cuales podría ocurrir cualquier acontecimiento natural de los que suceden en una comunidad de tales dimensiones: robos, peleas, seducciones, borracheras, engaños; quizá un nacimiento o dos, la posibilidad de un suicidio y, en uno de cada cien viajes, tal vez incluso un asesinato.

Mientras la ciudad de hierro cabalgaba sin dificultad sobre la ancha extensión del Atlántico y la suave brisa nocturna silbaba y gemía en lo alto del mástil, las antenas de radio estaban transmitiendo ya el morse del radiotelegrafista de guardia al oído atento de Portishead.

Y ¿qué era lo que aquél enviaba a las diez en punto de la noche, hora normal del este? Un cable corto dirigido a:
abc, atención casa de diamantes, hatton garden, londres
, y que decía:
PARTES LOCALIZADAS -stop- SI ASUNTO REQUIERE SOLUCIÓN DRÁSTICA ESENCIAL CLARIFIQUE PRECIO PAGABLE EN DÓLARES
, e iba firmado por
WINTER
.

Una hora más tarde, mientras el radiotelegrafista del
Queen Elizabeth
suspiraba ante el trabajo de tener que transmitir quinientos grupos de cinco letras dirigidos a:
director general, universal export, regents park, Londres
, la radio de Portishead estaba enviándoles un cable corto dirigido a:
winter, pasajero primera clase, queen elizabeth
, y que decía:

DESEO RÁPIDA LIMPIA SOLUCIÓN DEL CASO
[19]
REPITO CASO -stop- PAGARÉ VEINTE GRANDES -stop- ME OCUPARÉ PERSONALMENTE DEL OTRO ASUNTO A SU LLEGADA A LONDRES CONFIRMEN ABC.

El radiotelegrafista buscó el nombre de Winter en la lista de pasajeros, metió el mensaje en un sobre y lo mandó a un camarote en la cubierta A, situado debajo del de Bond y Tiffany, donde los dos hombres jugaban a las cartas en mangas de camisa. El botones entregó el sobre y cuando se retiraba oyó que el hombre gordo decía misteriosamente al del cabello blanco:

—¡Para que te enteres, tontorrón! En la actualidad, un masaje vale veinte de los grandes. ¡No está mal!

El tercer día de viaje Bond y Tiffany se citaron en el Observation Lounge para tomar unos cócteles y cenar mas tarde en el Veranda Grill.

Al mediodía, la calma reinaba en el mar y, tras almorzar en su camarote, Bond había recibido un mensaje con una redonda caligrafía de chica, escrito en el papel de cartas del barco. Decía:
Fija un rendez-mí para hoy. No me falles
. Bond fue derecho al teléfono.

Estaban hambrientos el uno del otro después de tres días de separación. Pero Tiffany se puso a la defensiva cuando vio la mesa que Bond había escogido, situada en uno de los rincones más en penumbra del vibrante bar.

—¿Qué clase de mesa es ésta? —preguntó, sarcástica—. ¿Te avergüenzas de mí o algo parecido? Me pongo lo mejor que esos maricones de Hollywood son capaces de diseñar y tú me escondes como si fuese la señorita Rheingold 1914. Quiero divertirme un poco en este bote salvavidas y tú me pones en un rincón como si yo tuviera una enfermedad contagiosa.

—Eso es —dijo Bond—. Lo que tú quieres es subir la temperatura a todos los hombres del barco.

—¿Qué esperas que haga una chica en el
Queen Elizabeth?
¿Pescar?

Bond se echó a reír. Hizo un gesto al camarero y pidió dos Martinis secos con vodka y una corteza de limón.

—Puedo ofrecerte una alternativa.

—«Querido Diario —dijo ella—. Estoy pasando unos días maravillosos con un inglés muy guapo. El problema es que va detrás de las joyas de la familia. ¿Qué debo hacer? Tuya, sinceramente confusa.» —Entonces, impulsivamente, se inclinó hacia delante y puso su mano sobre la de Bond—. Escucha, señor Bond, soy más feliz que unas castañuelas. Me encanta estar aquí. Me encanta tu compañía. Y me encanta esta mesa en penumbra donde nadie puede ver como te cojo la mano. No me hagas caso. No estoy acostumbrada a ser tan feliz. No hagas caso de mis bromas tontas, ¿de acuerdo?

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