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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Diamantes para la eternidad (22 page)

BOOK: Diamantes para la eternidad
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Se produjo un silencio en el vagón. Los ojos de Spang se retiraron del papel y su mirada cayó sobre Bond.

—Bien, señor quién sea, parece que éste es un buen año para que le pase algo horrible.

Bond lo sabía, y parte de su cerebro fue dirigiendo esa certeza, preguntándose cómo iba a ser ejecutado. Pero la otra parte le decía, al mismo tiempo, que acababa de descubrir lo que quería saber, por lo que había viajado hasta Norteamérica. Los dos Spang representaban el principio y el fin de la red de contrabando de diamantes. En ese preciso instante acababa de completar la misión que le habían asignado. Sabía las respuestas. Ahora, de alguna manera, tenía que comunicárselas a M.

Bond se inclinó a coger su bebida. Tomó el último trago y dejó de nuevo el vaso en el suelo. Miró con expresión Cándida a Spang.

—Peter Franks me pasó el trabajito. No le gustó la pinta que tenía el asunto, y yo necesitaba el dinero.

—No me vengas con esa basura —dijo Spang—. Eres un polizonte o un detective privado de algún tipo, y voy a descubrir quién eres y para quién trabajas y qué sabes, qué estabas haciendo en los baños de lodo con el maldito jockey; por qué llevas pistola y dónde aprendiste a manejarla; cuál es tu relación con Pinkerton. Cosas como ésas. Pareces un detective y te comportas como uno de ellos. —Se volvió con repentina furia hacia Tiffany Case—. Y cómo te dejaste engañar por él, perra estúpida, no me lo puedo imaginar.

—¡Narices, que no puedes! —exclamó Tiffany Case—. ABC me envía un tipo que actúa de la manera adecuada. ¿Crees que debería haber dicho a ABC que lo intentase de nuevo? Yo no, hermano. Sé cuál es mi lugar en este equipo. Y no creas que puedes marearme. Además, el tipo puede estar diciendo la verdad.

Su mirada furiosa se cruzó por un instante con la de Bond, que pudo adivinar en ella un amago de miedo, de miedo por él.

—Bien, pronto lo sabremos —dijo Spang—. Y seguiremos investigando hasta que el tipo reviente, y si cree que puede aguantarlo, tiene otra sorpresa esperándole. —Miró al guarda por encima de la cabeza de Bond—. Wint, ve a buscar a Kidd y traed las botas.

«¿Las botas?»

Bond permaneció sentado en silencio, reuniendo su fuerza y su valor. Discutir con Spang o intentar escapar sería una pérdida de tiempo, cien kilómetros de desierto. Se había librado de situaciones peores. Mientras no tuvieran la intención de matarlo todavía… Con tal de no dejar escapar nada. Estaba Ernie Cureo y estaba Félix Leiter. También era posible que pudiera contar con Tiffany Case. Miró hacia ella. Tenía la cabeza inclinada. Se miraba cuidadosamente las uñas.

Bond oyó como los dos guardas se le acercaban por la espalda.

—Sacadlo al andén —ordenó Spang. Bond vio la punta de su lengua tocando ligeramente los delgados labios—. Al estilo Brooklyn. Ochenta por ciento. ¿De acuerdo?

—Bien, jefe. —Era la voz que pertenecía a Wint. Sonaba ávida.

Los dos encapuchados se sentaron uno al lado del otro en la
chaise longue
enfrente de Bond. Dejaron unas pesadas botas de fútbol sobre la alfombra junto a ellos y empezaron a desatarse los zapatos.

Capítulo 20
Con llamas saliendo por encima

El traje de inmersión negro le quedaba muy ajustado. Le dolía por todas partes. ¿Por qué demonios Strangways no se había asegurado de que el Almirantazgo tenía sus medidas correctas? Estaba muy oscuro bajo el mar, y las corrientes eran tan fuertes que lo arrastraban hacia el arrecife de coral. Tendría que nadar con más fuerza contra ellas. Pero algo lo había agarrado del brazo. ¿Qué demonios…?

—James. Por el amor de Dios. ¡James!

La joven retiró la boca de su oreja. Esa vez pellizcó el brazo desnudo, manchado de sangre, tan fuerte como pudo, y, al fin, los ojos de Bond se abrieron y por entre sus hinchados párpados la miró desde el suelo de madera, exhalando un suspiro tembloroso.

Tiffany se abrazó a él, aterrorizada de que pudiera perderlo de nuevo. Él pareció entenderla y, dándose la vuelta, se puso trabajosamente de cuatro patas, la cabeza colgando hacia el suelo, como un animal herido.

—¿Puedes andar?

—Espera. —El grave suspiro que salió de sus labios partidos le pareció extraño. Quizá la chica no le había entendido—. Espera —dijo otra vez, y con su mente empezó a explorar su cuerpo, para ver qué quedaba de él.

Sentía los pies y las manos. Podía mover la cabeza de un lado al otro. Veía el reflejo de la luz de la luna en el suelo. Había sido capaz de oír a Tiffany. Todo parecía en orden, pero no podía moverse. Su fuerza de voluntad había desaparecido. Sólo quería dormir. O incluso morir. Cualquier cosa que disminuyera el dolor que estaba dentro de él y sobre él, clavándose, martilleándolo, arañándolo… y que matara la memoria de las cuatro botas pateando su cuerpo, y los gruñidos que salían de las dos figuras encapuchadas.

En el instante en que pensó en los dos hombres y en Spang, el deseo de vivir inundó a Bond como una riada.

—De acuerdo —dijo. Y repitió—: De acuerdo —para asegurarse de que ella le entendía.

—Estamos en la sala de espera —susurró Tiffany—. Debemos ir hasta el final de la estación. A la izquierda, fuera de la puerta. ¿Me oyes, James? —preguntó, apartándole de la frente el cabello húmedo, pegajoso.

—Tendré que gatear —dijo Bond—. Te sigo.

Ella se levantó y abrió la puerta. Bond apretó los dientes y gateó hasta la plataforma iluminada por la luna; cuando vio la mancha oscura en el suelo, la rabia y el deseo de venganza le dieron fuerzas. Se levantó con torpeza, sacudiendo la cabeza para alejar las olas rojas y negras que le sofocaban y, con el brazo de Tiffany Case alrededor de su cintura, cojeó sobre los tablones hacia los resplandecientes raíles.

Y allí, en la vía única, había un vagón de mano.

Bond se paró contemplándolo.

—¿Gasolina? —preguntó vagamente.

Tiffany Case hizo un gesto hacia la hilera de latas apiladas al lado del muro de la estación.

—Acabo de llenarlo —susurró—. Lo usaban para inspeccionar la línea. Sé como manejarlo. He movido el cambio de agujas. Deprisa. Sube. —La muchacha rió sin aliento—. Próxima parada, Rhyolite.

—Dios, eres una chiquilla —musitó Bond—. Pero esta cosa va a hacer un ruido del demonio cuando la pongas en marcha. Tengo una idea. ¿Llevas cerillas? —La mitad del dolor había desaparecido. Al dar la espalda a Tiffany y fijar su atención en el silencioso edificio de madera seca, el aliento escapó con fuerza entre sus labios.

Ella llevaba pantalones anchos y camisa. Hundió la mano en el bolsillo de los pantalones y le pasó el encendedor.

—¿Cuál es la idea? —preguntó—. Tenemos que ponernos en marcha.

Bond se arrastró hasta las latas de gasolina, empezó a abrirlas y a vaciar su contenido sobre las paredes de madera y la plataforma del vagón Pullman. Cuando hubo vaciado media docena de latas volvió hacia Tiffany.

—Arranca. —Se inclinó agonizante para coger un pedazo de periódico arrugado que estaba al lado de las vías. Se produjo el agudo chirrido del arranque y entonces el pequeño motor de dos tiempos empezó a martillear con rapidez.

Bond prendió el mechero. El pedazo de papel ondeó y Bond lo lanzó entre las latas de gasolina. El estallido de las llamas casi lo alcanza mientras se lanzaba de espaldas sobre la pequeña plataforma del vagón. Entonces, ella desenganchó el freno y empezaron a moverse sobre los raíles.

Con un traqueteo y un par de tirones bruscos, salieron a la vía principal; la aguja del velocímetro temblando a sesenta, el cabello suelto de la chica parecía una bandera dorada que ondeaba hacia él.

Bond se volvió a contemplar la gran bola de fuego que dejaban detrás de ellos. Casi oía los crujidos de los tablones resecos y los gritos de los durmientes al salir de las habitaciones en estampida. ¡Si el fuego atrapase a Kidd y a Wint, encendiera la pintura del Pullman, quemara la leña del avituallador de The Cannonball y terminara con el cajón de juguetes de los gángsters!

Pero él y Tiffany tenían sus propios problemas. ¿Qué hora era?

Bond tragó el aire fresco de la noche intentando poner su mente en funcionamiento. La luna estaba baja. ¿Las cuatro? Bond pasó su cuerpo dolorosamente de la plataforma al asiento, consiguiendo situarse con dificultad al lado de la chica.

Bond le puso un brazo alrededor de los hombros y ella se volvió sonriéndole a los ojos; luego levantó la voz por encima del ruido del motor y del martilleo de las ruedas de hierro sobre los raíles.

—Ha sido una buena salida. Igual que en una película de Buster Keaton. ¿Cómo te encuentras? —Examinó el maltratado rostro—. Estás horrible.

—No tengo nada roto —dijo Bond—. Supongo que eso es lo que significa un ochenta por ciento. —Esbozó una dolorosa sonrisa—. Es mejor que te golpeen a que te disparen.

El rostro femenino se crispó.

—Tuve que permanecer allí sentada y hacer ver que no me importaba. Spang no hacía más que observarme. Entonces comprobaron las cuerdas y te arrastraron hasta la sala de espera y todos se fueron felices a dormir. Esperé una hora en la habitación y luego me di prisa. La peor parte fue conseguir despertarte.

Bond estrechó sus brazos alrededor de los delicados hombros.

—Te diré lo que pienso de ti cuando no me duela tanto. Pero ¿y tú, Tiffany? Estarás metida en un buen lío si nos atrapan. ¿Y quiénes son los dos tipos de las capuchas, Wint y Kidd? ¿Qué van a hacer ahora? No me importaría volver a encontrarme con esos dos.

Ella miró de reojo al amargo pliegue de los labios entumecidos.

—Nunca los he visto sin las capuchas —dijo honestamente—. Se supone que son de Detroit. Letales al máximo. Hacen los trabajos más sucios y llevan a cabo las misiones de incógnito. Vendrán por nosotros. Pero no te preocupes por mí. —Ella lo miró de nuevo y sus ojos eran brillantes y felices—. Lo primero es llegar a Rhyolite. Entonces necesitaremos encontrar un coche en alguna parte y cruzar la frontera del estado a California. Tengo suficiente dinero. Allí conseguiremos un médico y te pagaré un baño y una camisa; entonces pensaremos otra vez. He traído tu pistola. Uno de los ayudantes la trajo cuando terminaron de recoger los pedazos de esos dos tipos con quienes peleaste en el Pink Garter. La cogí cuando Spang se fue a la cama. —Se desabrochó la camisa y hundió la mano en el cinto de sus pantalones.

Bond tomó la Beretta, sintiendo el calor de la joven en el metal. Sacó el cargador. Le quedaban tres balas. Y una en la recámara. Volvió a meter el cargador, puso el seguro y se la dejó sobre los pantalones. Por primera vez se dio cuenta de que su abrigo había desaparecido. Una de las mangas de la camisa le colgaba hecha jirones. Se la arrancó y la tiró. Buscó el paquete de cigarrillos en el bolsillo derecho de su pantalón. Había desaparecido. Pero en el bolsillo izquierdo tenía todavía el pasaporte y la cartera. Los sacó. A la luz de la luna vio que estaban magullados. Buscó el dinero, seguía allí. Puso de nuevo las cosas en el bolsillo.

Durante un rato condujeron rompiendo el silencio de la noche únicamente con el sonido del pequeño motor y el clic-clic de las ruedas. A lo lejos, hasta donde sus ojos podían ver, la delgada línea de raíles se perdía en el horizonte, interrumpida de vez en cuando por las agujas de cambio, donde una oxidada vía secundaria se curvaba a la derecha, hacia la masa oscura de las montañas Spectre. A su izquierda no había más que la interminable extensión del desierto, donde un amago de amanecer empezaba a bordear de azul los contornos de los torturados cactus, y, unos kilómetros más allá, el resplandor metálico de la luna sobre la autopista 95.

El vagón cantaba feliz sobre los raíles. No había control alguno de que preocuparse, excepto de la palanca del freno y de una especie de bastón con un mango giratorio que hacía las veces de acelerador; la chica mantenía el velocímetro constantemente a 60. Pasaban los kilómetros y los minutos y Bond, de vez en cuando, se volvía dolorosamente sobre su asiento para inspeccionar el resplandor rojo en el cielo que desaparecía a sus espaldas.

Llevaban cerca de una hora de marcha cuando un ligero sonido de fondo en el aire o en las vías hizo que Bond se enderezase. De nuevo miró hacia atrás. ¿Había un pequeño brillo entre ellos y la falsa aurora roja de la ciudad fantasma incendiada?

Bond sintió un picor en el cuero cabelludo.

—¿Ves algo allí atrás?

La chica volvió la cabeza. Entonces, sin responder, redujo la velocidad de la máquina hasta que empezaron a moverse más silenciosamente.

Bond escuchó con atención. Sí, llegaba de las vías. Un ligero traqueteo, no más fuerte que un suspiro lejano.

—Es el Cannonball —aseguró Tiffany. Dio un golpe al acelerador y el vagón empezó a ganar velocidad de nuevo.

—¿Cuánto puede llegar a alcanzar? —preguntó Bond.

—Quizá unos cien.

—¿A cuánto estamos de Rhyolite?

—A unos sesenta kilómetros.

Bond hizo un cálculo rápido en silencio.

—Va a ser muy justo. No puedo decir a qué distancia está de nosotros. ¿Puedes acelerar un poco más con este trasto?

—Ni un pelo —respondió ella, apesadumbrada—. No podría aunque mi nombre fuese Casey Jones en lugar de Tiffany Case.

—Bueno, vamos bien —dijo Bond—. Tú sigue dándole. Con un poco de suerte su máquina explotará.

—¡Oh, seguro! —exclamó ella—. O quizá se le apague el motor y se dé cuenta que se ha dejado la llave en casa.

Durante quince minutos continuaron en silencio y ahora Bond veía claramente el foco de la locomotora cortando la noche, a no más de diez kilómetros de distancia. Los raíles temblaban por debajo de ellos y lo que había sido un suspiro lejano era ahora un murmullo amenazador.

«Quizá se le acabe la leña», pensó Bond. Siguiendo un impulso, preguntó casualmente a la chica:

—Supongo que tenemos suficiente gasolina.

—Seguro —dijo Tiffany—. Puse una lata entera. No hay indicador, pero estos trastos tiran horas con un litro de combustible.

Antes de que terminara la frase, y como para hacer un comentario al respecto, el pequeño motor soltó una ligera tos. Puf. Puf. Puf. Y siguió corriendo felizmente.

—¡Dios! —exclamó Tiffany—. ¿Lo has oído?

Bond no respondió. Sintió cómo las palmas de sus manos se humedecían.

Y de nuevo: Puf. Puf. Puf.

Tiffany Case acariciaba el acelerador.

—Oh querido motorcito —dijo suplicante—. Precioso, listo motorcito. Por favor, sé bueno.

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