Authors: Greg Egan
La técnica era muy antigua: cualquier célula embrionaria de una flor seguía un patrón autodistribuido de marcadores químicos para diferenciar sépalos de pétalos, estambres o carpelos; una pupa de insecto se cubría a sí misma con un gradiente proteínico que disparaba a dosis diferentes las distintas cascadas de actividad genética necesarias para dar forma al abdomen, el tórax y la cabeza. La versión digital de Konishi conservaba sólo la esencia de proceso: dividía el espacio marcándolo de forma diferente, para luego permitir que las marcas locales modificasen el despliegue de toda las demás instrucciones, activando y desactivando subprogramas especializados... subprogramas que a su vez repetían todo el ciclo a una escala todavía menor, transformando gradualmente las primeras estructuras toscas en milagros de detallada precisión.
A la octava iteración, la memoria del útero contenía cien billones de copias de la semilla mental; no harían falta más. La mayoría seguían añadiendo detalles al paisaje que las rodeaba... pero alguna habían dejado los modeladores por completo y habían empezado a ejecutar
Actuadores
: bucles breves de instrucciones que introducían pulsos en la red primitiva que había crecido entre las semillas. Las vías de esas redes eran simplemente las crestas más altas que los modeladores habían construido, y los pulsos eran flechas diminutas, uno o dos escalones por encima. Los modeladores actuaban en cuatro dimensiones, así que las redes en sí eran tridimensionales. El útero dotaba de vida a esas convenciones, haciendo que los pulsos corriesen por las vías como un quintillón de coches moviéndose entre el billón de empalmes de un monorraíl de diez mil niveles.
Algunos actuadores enviaban flujos de bits metronómicos; otros producían balbuceos seudoaleatorios. Los pulsos fluían por entre los laberintos de construcción donde las redes seguían formándose... donde casi todas las vías seguían conectadas al resto, porque todavía no se había tomado ninguna decisión de poda. Despertados por el tráfico, se activaban nuevos modeladores y se ponían a desmantelar el exceso de empalmes, conservando sólo aquellos a los que llegaban simultáneamente un número suficiente de pulsos... escogiendo, de entre las incontables alternativas, caminos que operarían en sincronía. En la red de construcción también había callejones sin salida... pero si se recorrían muchas veces, otros modeladores se daban cuenta y construían extensiones. No tenía importancia que esos flujos iniciales de datos careciesen de sentido; cualquier señal era suficiente para ayudar a que surgiera la maquinaria básica del pensamiento.
En muchas polis, los ciudadanos no eran el resultado de un crecimiento; se les montaba directamente a partir de subsistemas genéricos. Pero el método Konishi ofrecía una cierta robustez casi biológica, una cierta integración. Los sistemas que crecían juntos, interaccionando a medida que se iban formando, resolvían por sí mismos la mayoría de los posible desajustes, sin que fuera preciso un constructor de mentes externo para ajustar los componentes terminados y garantizar que no hubiese conflictos.
Pero entre todos esos compromisos y plasticidad orgánica, los campos de infraestructura todavía podían reclamar territorio para algunos subsistemas estándar, idénticos de un ciudadano a otro. Dos de ellos eran canales para datos entrantes: uno para
gestalt
y otro para
lineal
, las dos modalidades primarias de todos los ciudadanos Konishi, descendientes lejanos de la vista y el oído. Llegada la ducentésima iteración del huérfano, los canales estaban totalmente formados, pero las estructuras internas a las que alimentaban con datos, las redes para clasificar y conferir sentido, seguían sin desarrollarse, todavía sin entrenar.
La polis Konishi en sí estaba enterrada a doscientos metros bajo la tundra siberiana, pero por medio de enlaces de fibra y satélite, los canales de entrada podían obtener datos de cualquier foro de la Coalición de Polis, de sondas que orbitaban todos los planetas y lunas del sistema solar, de zánganos que vagaban por los bosques y océanos de la Tierra, de diez millones de tipos de panoramas y sensorios abstractos. El primer problema de la percepción era aprender a escoger entre toda esa superabundancia.
En el psicoblasto del huérfano, el navegador a medio formar conectado con los controles de los canales de entrada se puso a emitir flujos de peticiones de información. Las primeros miles de peticiones no tuvieron más resultado que un flujo monótono de códigos de error; eran incorrectos o se referían a fuentes de datos inexistentes. Pero todo psicoblasto tenía la tendencia innata a dar con la biblioteca de la polis (de no ser así, el proceso habría llevado milenios) y el navegador lo siguió intentando hasta dar con una dirección válida y los datos fluyeron por los canales: una imagen gestalt de un león, acompañado de la palabra lineal para ese animal.
Instantáneamente, el navegador abandonó el ensayo y error y se lanzó a un espasmo de repeticiones, invocando una y otra vez la misma imagen congelada del león. Así siguió hasta que incluso el más tosco de los discriminadores embrionarios de cambio dejaron al fin de disparase, y el navegador regresó a la experimentación.
Gradualmente, se llegó a un compromiso aceptable entre las dos formas de proto-curíosidad del huérfano: el impulso de buscar la novedad y el impulso de buscar un patrón recurrente. Repasó la biblioteca, aprendiendo a obtener flujos de información conectada —imágenes, secuencias de movimiento grabado, y luego cadenas más abstractas de referencias cruzadas— sin comprender nada, pero enlazados de tal forma que reforzaban su propio comportamiento cuando daba con el equilibrio adecuado entre coherencia y cambio.
Imágenes y sonidos, símbolos y ecuaciones, fluyeron por las redes de clasificación del huérfano, dejando atrás no los detalles precisos —no la figura ataviada con un traje espacial, de pie sobre la roca gris y blanca frente al fondo de un cielo completamente negro; no la figura tranquila y desnuda desintegrándose bajo el enjambre gris de las nanomáquinas— sino un sustrato de regularidades simples, las asociaciones más comunes. Las redes descubrieron el círculo/esfera: en imágenes del sol y los planetas, en iris y pupilas, en fruta caída, en un millar de obras de arte diferentes, en artefactos y diagramas matemáticos. Descubrieron la palabra lineal para «persona» y la enlazaron tentativamente con las regularidades que definía el icono gestalt para «ciudadano» y con las características que descubrieron comunes entre muchas imágenes de carnosos y robots gleisner.
Llegada la quingentésima iteración, las categorías a partir de los datos de la biblioteca habían producida una hornada de diminutos subsistemas en las redes de clasificación de entradas: diez mil trampas de palabras y trampas de imágenes, todas preparadas y listas para saltar; diez mil monomaniacos detectores de patrones que miraban el flujo de información, constantemente alertas para descubrir su blanco concreto.
Las trampas se fueron conectando unas con las otras, al principio empleando la conexión simplemente para compartir sus evaluaciones, para cambiar las decisiones de las demás. Si se activaba la trampa de la imagen de un león, entonces las trampas para su nombre lineal, para el tipo de sonidos que se habían oído en otros leones, las características comunes de sus comportamientos (lamer a los cachorros, perseguir antílopes) se volvían especialmente sensibles. En ocasiones los datos de entrada disparaban simultáneamente todo un grupo de trampas interconectadas, reforzando sus conexiones mutuas, pero en ocasiones había tiempo para que trampas asociadas y demasiado dispuestas se disparasen prematuramente.
Se reconoce la forma del león... y aunque todavía no se ha detectado la palabra «león», la trampa palabra «león» se dispara tentativamente... y también las trampas para lamer cachorros y perseguir antílopes
.
El huérfano había empezado a anticipar el futuro, a tener expectativas.
Llegada la milésima iteración, las conexiones entre trampas se habían transformado en una red compleja por derecho propio, y en esa red habían aparecido estructuras nuevas —
símbolos
— que podían activarse entre sí tan fácilmente como por medio de los datos de los canales de entrada. La trampa imagen león en sí misma no había sido más que un patrón que enfrentado al mundo servía para declarar un acierto o un fallo, un veredicto sin mayores consecuencias. El símbolo león podía codificar una red ilimitada de consecuencias... y esa red se podía activar en cualquier momento, hubiese o no un león a la vista.
El simple reconocimiento iba cediendo frente a los primeros atisbos de significado.
Los campos de infraestructura habían construido los canales de salida estándar del huérfano para lineal y gestalt, pero por el momento su navegador equivalente, necesario para dirigir los datos de salida a algún destino específico en Konishi o más allá, seguía inactivo. Para la dosmilésima iteración, los símbolos habían empezado a competir por el acceso a los canales de salida de todas formas. Empleaban los patrones de sus trampas para imitar el sonido y la imagen que cada una había aprendido a reconocer... y no importaba si emitían las palabras lineales «león», «cachorro» o «antílope» al vacío, porque por dentro los canales de entrada y salida estaban conectados.
El huérfano empezó a oírse pensar.
No todo el pandemonio; no podía dar voz —o incluso gestalt— simultáneamente a todo. De entre la miríada de asociaciones que evocaba toda escena de la biblioteca, en un momento dado sólo algunos símbolos podían obtener el control de las nacientes redes de producción del lenguaje. Y aunque los pájaros volaban en el cielo, la hierba se agitaba y una nube de polvo e insectos se elevaba al paso de los animales —y muchas más cosas— los símbolos que ganaron antes de que la escena desapareciese fueron:
«León persiguiendo a antílope.»
Sorprendido, el navegador cortó el flujo de datos externos. Las palabras lineales se repitieron de canal en canal, claras frente al silencio; las imágenes gestalt invocaron una y otra vez la esencia de la persecución, una reconstrucción idealizada, libre de todos los detalles olvidados.
Luego el recuerdo se fundió en negro y el navegador recurrió de nuevo a la biblioteca.
En sí, los pensamientos del huérfano nunca se redujeron a una única progresión ordenada; en vez de ello, los símbolos se activaban en cascadas cada vez más ricas y complejas... pero la retroalimentación positiva perfilaba el foco, y la mente resonaba con sus propias ideas más fuerte. El huérfano había aprendido a escoger uno o dos hilos de entre el incesante debate de miles de hilos de los símbolos. Había aprendido a narrar su propia experiencia.
El huérfano tenía ya casi medio megatau de edad. Poseía un vocabulario de diez mil palabras, una memoria a corto plazo, expectativas que alcanzaban varios taus en el futuro y un flujo simple de consciencia. Pero todavía no tenía ni idea de que en el mundo hubiese algo como sí mismo.
El conceptorio mapeó la mente en desarrollo tras cada iteración, siguiendo escrupulosamente los efectos de los campos indeterminados aleatorios. Un observador consciente, ante la misma información, podría haber visualizado un millar de fractales entrelazándose delicadamente, como delicados cristales imbricados en ingravidez, enviando ramas todavía más finas para recorrer el útero a medida que se leían los campos y se ejecutaba lo que decían, y su influencia se extendía de una red a otra. El conceptorio no visualizaba nada; se limitaba a procesar los datos, y sacaba sus conclusiones.
Hasta ahora, las mutaciones no parecían haber provocado ningún daño. Todas las estructuras individuales de la mente del huérfano funcionaban dentro del margen de lo esperado, y el tráfico con la biblioteca, y otros flujos de datos muestreados. no mostraba ninguna indicación de patologías globales incipientes.
Si se descubría que un psicoblasto estaba dañado, en principio no había nada que impidiese al conceptorio intervenir en el útero y reparar todas las estructuras malformadas, pero las consecuencias podían ser tan impredecibles como las consecuencias de hacer crecer la semilla en primer lugar. La "cirugía" localizada en ocasiones introducía incompatibilidades con el resto del psicoblasto, mientras que alteraciones lo suficientemente extensas y completas para garantizar el éxito podían llevar a la derrota, eliminando a todos los efectos el psicoblasto original y reemplazándolo con un conjunto de piezas reunidas clonadas a partir de otras que se sabían sanas.
Pero no hacer nada también tenía sus riesgos. Una vez que el psicoblasto era consciente de si mismo, se le concedía ciudadanía, y la intervención sin consentimiento se volvía imposible. No era una simple cuestión de costumbre o ley; el principio era parte del nivel más fundamental de la polis. Un ciudadano que se hundiese en la locura podía pasar terataus en un estado de confusión y dolor, con una mente demasiado dañada para autorizar la ayuda, o incluso escoger la extinción, Tal era el precio de la autonomía: el derecho inalienable a la locura y el sufrimiento, inseparable del derecho a la soledad y la paz.
Así que los ciudadanos de Konishi habían programado el conceptorio para errar por exceso de cautela. Siguió observando de cerca al huérfano, preparado para interrumpir la psicogénesis a la mínima señal de alteración.
No mucho después de la cincomilésima iteración, el navegador de salida del huérfano comenzó a actuar... y se inició una guerra de control. El navegador de salida estaba concebido para buscar retroalimenlación, para dirigirse a alguien o a algo que mostrase una respuesta, Pero desde hacía tiempo el navegador de entrada se había acostumbrado a limitarse a la biblioteca de la polis, un hábito que había recibido una enorme recompensa. Los dos navegadores contenían el impulso de alinearse entre sí, de conectarse a la misma dirección, lo que permitía al ciudadano escuchar y hablar en el mismo lugar... una habilidad útil para mantener una conversación. Pero eso significaba que la chachara de habla e iconos del huérfano fluía directamente de vuelta a la biblioteca, que pasaba completamente de il
Enfrentado a esa indiferencia absoluta, el navegador de salida envió señales represoras a las redes discriminadoras de cambio, reduciendo la atracción ejercida por el espectáculo hipnótico de la biblioteca, obligando al navegador de entrada a escapar de su rutina. Bailando una extraña y caótica sincronía, los dos navegadores se pusieron a saltar de panorama en panorama, de polis a polis, de planeta en planeta. Buscando a alguien con quien hablar.