Dos fantasías memorables. Un modelo para la muerte (10 page)

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Authors: Jorge Luis Borges & Adolfo Bioy Casares

Tags: #Cuento, Humor

BOOK: Dos fantasías memorables. Un modelo para la muerte
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»Apenas hubimos dejado a la zaga la parte trasera de los fondos de la Oficina Recaudadora del Producido de la Enajenación de los Subproductos Seleccionados de los Residuos Domiciliarios cuando a la densa población de basureros que henchían por igual, asientos, plataforma y pasillos, se cumuló una pertinaz turbamulta de acopiadores de aves y huevos que, no desprovistos de jaulones donde sabían a gloria los cacareos, no dejaban resquicio del convoy que no empapujaran de maíz, de pluma o de guano. Por de contado, tantos gallipavos a trochemoche despertaron mi hambruna y me congojé de no haber rellenado las mochilas con raciones de queso de Cabrales, de Burriana, de pata de mulo. Puesto el ánimo en tales engañifas, agua se me hacía la boca y así no es maravilla que me desatascara del coche de tranvía con errada anticipación, por fortuna a mezquina distancia de un figón que me revolvió los humores con la italianizante enseña de
Pizzería
y donde, a trueque de unos monises, hice acopio de musarellas y pizzas, italianismos que el fogueado filólogo usa con desenfado en las mismas barbas del Diccionario de la Lengua. En esa o parecida oficina me zampé, poco después, hasta copón y medio de Chissotti azucarado, con su implícito séquito de turrones, pastelones y pastelillos. Entre bocado y bocado (de la merienda), tuve, Dios sea loado, la precaución de sonsacar a unos bribonazos el itinerario puntual de la caminata que me transportaría al Ateneo. Éstos, ni cortos ni perezosos, me contestaron, bajo emblema de pedorretas, que lo desconocían de todo punto. Tan menguado favor otorgan a esas Salamancas
sui generis
aquellos mismos que debieran ponerlas sobre sus cabezas. ¡Tan menesteroso es su léxico, tan paupérrima su copia de voces! Para dejar las cosas en claro les ponderé lo feo de que ignoraran el Ateneo donde yo estaba a pique de pronunciar una conferencia sobre el filósofo de Vich, el sazonado autor de
Celibato clerical
, y antes de que salieran ellos de su respetuoso estupor, salí yo del tupi y me rehundí en las sudorosas tinieblas.

—Si no espirajushiás a la minuta —dijo el doctor Barreiro—, los chichipíos de la borrachería te sacan a media rienda.

El filólogo replicó:

—Pero botero en el torreón, y yo por escotillón. Con buen talante acometí la escasa legua y media de posta que vanamente entreponía sus pegujales, peñascales y barrizales, entre este cura y el ávido concurso de estudiosos que en el Ateneo le aguardaban con tal prurito y comezón que no se mostraran más azogados si el mismo Briján fuera a edificarles. Airoso y galán, rodé por una zanja de desagüe que se me antojó más profunda que la propia cueva de Montesinos, de felice recordación. Tampoco me desatendía el verano que, a moflete redondo, me descargaba recias y renegridas emisiones de viento Norte, vivificadas de mosquitos y moscas. Pero de hora en hora Dios mejora, y así, cayendo y levantando, hice buena parte del camino, no sin que me arañaran las alambradas, me entretuvieran los pantanos, me aceleraran las ortigas, me deshilacharan los gozques y me mostrara la plenaria soledad su cara de hereje. Leonería, lo confieso, fue no cejar hasta coronar la meta: la exacta calle, el número preciso que el guasón del teléfono me indicara, si es que de calles y de números cabe hablar en ese retirado desierto donde no hay otro número que el infinito ni otra calle que el mundo. No tardé en comprender que el tal Ateneo, con sus butacas, sus Vighi Fernández y su paraninfo, no era más que el piadoso artilugio de quienes se desvivían por oírme y habían tramado esa cadena de embustes para empozarme en el enjundioso trabajo, quieras que no.

—¡Una broma, toda una
plaisanterie
de buen gusto! —murmuró un caballero de polainas gris perla y de sedoso bigote, que, con una destreza punto menos que de contorsionista, había agregado al cenáculo una interesante personalidad. En efecto, hacía nueve minutos que Montenegro, envuelto en la azulada nube habanera, escuchaba con visible paciencia.

—Eso barrunté yo y casi me desmenuzo de risa —replicó Bonfanti—. Calé que me habían dado la castaña. Mezquino, temí que al retomar la
vía crucis
el calor me amolleciera las grasas, pero determinó mi buena estrella que tal no aconteciese, porque una nube de verano hizo de la llanada un piélago, de mi altiva chistera un bobísimo gorro de papel, de mis bufandas un sistema de líquenes, de mi esqueleto un trapo mojado, de mi calzado un pie, de mi pie, burbujas. Así,
in gurgite vasto
, la aurora que por fin besó mi frente, besó a un anfibio.

—Para mí que vino más mojado que pañal de guagua —opinó Frogman momentáneamente infiel al desmayo—. Su mamama, que no nos cuesta nada treparnos hasta el teléfono y molestarla, todavía es capaz de que se acuerda de la raspa que le pegó cuando volvió hecho sopa.

El doctor Barreiro aprobó:

—La acertaste, hediondo. Quién le va a pedir a Chamuyo al Pedo que se mande una perorata.

—Adhiero con escasas reservas —susurró Montenegro—. Se trata a todas luces de un caso de…
imposibilidad psicológica
.

—Vamos, que no diquelan —protestó Bonfanti, con simpática indignación—. Barrunto que los patosos de tan inverosímil Ateneo no aspiraban amamantarse a mis pechos; antes les atenaceaba el prurito de estar de bulla, de venirse con cuchufletas, de tener buenas salidas, buenos golpes, buenas caídas, etc., de ser un lagarto, un trucha.

El doctor Barreiro dictaminó:

—Si el gallegáceo se manda otra maratón con la lengua, me doy de baja.

—En efecto —aprobó Montenegro—. Acatando la voluntad de los más, me constituyo en maestro de ceremonias, y doy la palabra, siquiera por el transitorio minuto, al
maître de maison
, que se evadirá, no vacilo en pronosticarlo, de la ebúrnea torre de marfil donde tarde o temprano se recoge todo Gran Silencioso.

—Por mí gane esa torre cuanto antes —opinó don Isidro—, pero mientras no le da descanso a la perorata, aproveche para declarar sus movimientos en la noche de referencia.

—Por cierto que esa diana resuena como un tónico en los oídos del veterano de más de un
racontar
—admitió Montenegro—. Previa mi indeclinable renuncia a los engañosos boatos de la retórica, doy curso a una científica exposición que se ufanará tan sólo con la austera belleza de la verdad, amenizada,
noblesse oblige
, de toda suerte de arabescos y galas.

Frogman,
sotto voce
, intervino:

—Para mí que se va a mandar cada mongolfiero que ni Santos Dumont.

—Inútil embaucar el espíritu —prosiguió Montenegro— con la
baliverne
de que algún pájaro agorero anunciara, contados minutos antes del hecho, la muerte del amigo. En lugar de tan hipotético pajarraco (lóbregas y extensas las alas contra el cielo turquesa, corva cimitarra por pico, crueles las garras) golpeó a mi puerta el impersonal cartero de Chesterton, portador, esta vez, de un discreto sobre, largo como un lebrel y azul como la momentánea voluta. Por cierto que el membrete (escudete de sesenta y cuatro cuarteles, con
chevron
y orla) no bastó a saciar la curiosidad de este infatigable bibliófago. A duras penas otorgando un vistazo a ese jeroglífico,
suranné
, preferí encararme con el texto, más sugerente y más comunicativo, a las veces, que toda la faramalla del sobre. En efecto, tras un solo bostezo, comprobé que mi corresponsal era ¡diablo de mujer! esa electrizante
baronne
Puffendorf-Duvernois que, sin duda ignorando que yo acariciaba el irrevocable propósito de consagrar esa noche a la Patria (en forma de un «Suceso Argentino» que gallardamente prolongara en el celuloide cierto desfile más o menos gauchesco), me convidaba a expertizar un ejemplar apócrifo del penúltimo silabario de Paul Eluard. En un plausible arranque de franqueza, la dama no olvidó en el tintero dos circunstancias que bien pudieron sofrenar al más garifo: la lejanía de su quinta—
el Mirador
, ustedes no me dejarán mentir, está en Merlo—; el hecho de que sólo podría brindarme un copón de Tokay, 1891, pues la servidumbre había desertado
en masse
, rumbo a quién sabe qué adefesio de la cinematografía vernácula. Pulso la ansiedad de todos ustedes; los cuernos del dilema ya se perfilan. ¿El folleto o el film, ser un espectador en la sombra o un Radamante en el Parnaso? Por increíble que os parezca, me negué a los placeres del cacumen; el niño que bajo el más nevado bigote sigue fiel a los
cowboys
, a Carlitos ¡y al chocolatinero! se llevó la palma esa noche. Decididamente, la hora de la revelación ha sonado: me encaminé,
homo sum
, al cinematógrafo.

Don Isidro pareció interesado. Con su habitual dulzura propuso:

—A volar que hay chinches. Si no despejan sobre tablas este local, lo voy a destacar a don Frogman para que los disuelva a pedos.

A este conjuro Frogman se incorporó, se cuadró e hizo a manotones la venia.

—Disponga de este franco tirador —exclamó entre sus propios hurras.

Una unánime corriente migratoria lo derribó. Bonfanti, sin hacer alto, gritaba sobre el hombro:

—¡Norabuena, don Isidro, norabonísima! ¡Voto a Rus que este lance patentiza muy a las claras que vusted se sabe de coro el vigésimo capítulo de la primera parte de la obra del
Quijote
!

Impetuoso en la fuga, Montenegro estaba por rebasar la doble papada del doctor Kuno Fingermann, alias De las Aves que Vuelan, cuando una admonición de don Isidro lo salvó de una nueva zancadilla que le tenía preparada el Potranco Barreiro, alias Tracción a Sangre.

—No se me traspapele, don Montenegro, que en cuanto nos libremos de estos herejes la vamos a platicar mano a mano.

De la turba de visitantes sólo quedaban Montenegro y Frogman, alias Caballeros. Éste seguía haciendo visajes; Parodi le ordenó que se perdiera de vista; la invitación contó con el repetido apoyo del bastón-cigarrera de Montenegro.

—Ahora que ha disminuido la sarna —observó el recluso— dé por olvidada la fábula que nos endilgó y cuente la verdad de lo que le sucedió aquella noche.

Montenegro, embelesado, encendió un Extracorto de Pernambuco y no tardó en asumir la posición preliminar del orador de segunda fila José Gallostra y Frau. Su discurso, atinado y medular, quedó tronchado de raíz por la calmosa intervención de su oyente. Éste dijo:

—Mire, la carta de la señora extranjera era una invitación a las vías del hecho. Yo, francamente, dificulto que usted, que siempre anda como si lo racionaran con maíz, pasara por alto ese envite, máxime si me acuerdo que desde la noche aquella en que Harrap lo guardó en la letrina usted se quedó medio prendado.

—Mi palabra de estímulo —prometió Montenegro—. En efecto, el hombre de salón más bien parece un escenario giratorio. Una cosa es la
devanture
, el vistoso escaparate que preparamos para el ave de paso, el transeúnte; otra, el confesionario que tenemos a disposición del amigo. Doy curso al cronicón
verídico
de esa noche. Como su
flair
acaso adivina, el ávido buceador de emociones que es, en última instancia, el resorte de mi conducta, guió mis pasos a la Estación del Once: mero trampolín,
inter nos
, para arrojarme sin ambages sobre la vecina localidad de Merlo. Llegué poco antes de las doce. El calor feral y ardoroso, que yo diestramente capeara con el jipijapa y el brin, era todo una anticipación de la ya inevitable
nuit d’amour
.

»El bebé del carcaj protege a sus fieles: destartalado
break
que muy en breve lograría desplazar a una yunta de jamelgos retardatarios, parecía aguardarme bajo los plátanos, coronado por el típico auriga, en este caso un venerable sacerdote de sotana y breviario. Atravesamos, rumbo al
Mirador
, le confío, la plaza principal. La profusa iluminación, las banderas y las guirnaldas, la peligrosa banda de música, el gentío, las locomotoras maniceras, los perros sueltos, el festivo palco de madera con su tripulación de militares, no eludieron, por cierto, la vigilancia de mi desvelado monóculo. Una pregunta al caso bastó para despejar esa incógnita: el cochero-cura confesó, mal de su grado, que se corría, en la fecha, la penúltima marathón nocturna de la quincena. Reconozcamos, ponderable Parodi, que no me fue posible escamotear una carcajada indulgente. Cuadro que es todo un síntoma: ¡en el instante mismo en que el ejército renuncia a los rigores castrenses para transmitirse de generación en generación la antorcha sacra de una soberanía bien entendida, unos rurales pierden la compostura y el… tiempo entre los dédalos y meandros de una topografía decididamente barrosa!

»Pero la torre del
Mirador
ya surgía tras la cortina de laureles, el coche que me transportaba se detuvo; posé los labios en el
billet doux
de la cita, abrí la portezuela, musité las palabras
Venus, ad-sum
, y salté, ágil, en el centro de un charco de aguas bituminosas cuyas primeras napas de verdín perforé sin esfuerzo. ¿Me atreveré a confiarle que ese interludio submarino duró muy poco? Brazos tenaces me extrajeron, pertenecían a ese samaritano inquietante que se llama el coronel Harrap. Sin duda temeroso de una formidable reacción del mago de la
savate
. Harrap y el falso auriga (que no era otro que mi proverbial enemigo, el padre Brown
[5]
) me escoltaron a puntapiés hasta el dormitorio del Hada Puffendorf. Gallarda fusta prolongaba el brazo de la dama, pero una ventana abierta, que se daba entera a la luna y a los pinares, me distrajo con toda la seducción del
grand air
. Sin permitirme un solo adiós, un perdón, una ironía aterciopelada o sangrienta, salté a la noche del jardín y huí entre los canteros. Capitán de una cáfila de perros que se multiplicaban con los ladridos, gané los invernáculos, los almácigos, las colmenas castradas, las zanjas-canaletas, la verja lanceolada, por fin, la calle. Inútil negarlo: esa noche me favorecía el destino. Los excesos de ropa, que hubieran entorpecido el progreso de otro menos ágil que yo, me fueron gradualmente aligerados por las certeras dentelladas de mi jauría. Ya las clásicas verjas de las quintas habían cedido su lugar a las Grandes Fábricas Pecus, las Grandes Fábricas a las cantinas La Hostia al Paso, las cantinas a los insustanciales quilombillos de la periferia, los quilombillos a la manipostería y al macadam, y todavía yo arrastraba, sin desmayar, mi clamorosa estela de perros. Sin detenerme constaté que un aporte de modulaciones humanas enriquecía el tumulto animal a mi retaguardia; encaré con verdadero disgusto la posibilidad de que esos estridentes fueran el coronel y el cochero-cura. Corrí ofuscado por la luz; corrí entre vítores y plácemes, corrí hasta más allá de la meta; corrí hasta que lograron detenerme las bahías de los abrazos y la imposición de la medalla y pavo cebado. Haciendo caso omiso de la protesta de los otros mordidos y del chubasco subitáneo que enjugara la frente del campeón momentos antes de arroparlo en su tonitruante capa pluvial, el jurado, que por derecho propio presidía cierta
rara avis
de las inolvidables tertulias de Juan P. Pees, me declaró por unanimidad de sufragios vencedor absoluto de la maratón.

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