Read Dos fantasías memorables. Un modelo para la muerte Online
Authors: Jorge Luis Borges & Adolfo Bioy Casares
Tags: #Cuento, Humor
No diga etiqueta,
me llamo Marbete.
»y el diálogo taimado, que a todos nos ha herido por igual:
»—¿Usted “controla”?
»—¡Yo
contraloreo
!
»Yo intenté asumir la defensa de nuestro chamuyo nativo desde la columna de un pasquín bimensual que había salido ilusionado por el propósito de consagrarse por entero a los intereses de los lavaderos de lana; pero mi exabrupto cayó en mano de un tipógrafo de nacionalidad extranjera, que lo publicó tan borrado que parecía
ex profeso
para la Casa del Oculista.
»Un cabezón de esos que se meten por todos lados, oyó por casualidad que la quinta que fue del doctor Saponaro, en la calle Obarrio, había sido adquirida en el remate judicial por un patriota que terminaba de llegar de Bremen y que no podía tragar a los españoles, hasta el punto de haberse negado a la presidencia de la Cámara del Libro Argentino. Yo mismo cometí el denuedo de proponer que alguno de nosotros, emponchado en el manto diplomático, lo abordara en la propia madriguera, como quien dice, con la idea fija de sonsacarle una manito. Viera usted el desbande que se produjo. Para que la sociedad no se disolviera sobre tablas, el cabezón propuso que se tirara a la suerte quién sería el chivo emisario a quien le tocara visitar la quinta y ser expulsado de la misma sin tan siquiera vislumbrar la silueta del dueño. Yo como los demás de la tribu dije que sí porque pensé que les tocaría a los demás de la tribu. Asómbrese: a Frogman, servidor, le dieron la pajita más corta de la escoba y tuve que apechugar con el sofocón, listo, eso sí,
a hacerme a un lao de la hueya aunque vengan degoyando
.
»Hágase cargo del colapso de mi moral: unos decían que el doctor Le Fanu, que así se llamaba el patriota, no tenía lástima para el que se dejaba pisar; otros, que era el enemigo del tímido; otros, que era un enano de estatura inferior a la normal.
»Todos esos temores se confirmaron cuando me recibió en la pedana, florete en guardia, secundado por un profesor que no le perdonaba ni botoncito ni botón. Entrar yo y oprimir el patriota un timbre de pera que daba a dos mucamos de nacionalidad vallisoletana fue todo uno; pero después me tranquilicé, porque les ordenó abrir las ventanas y banderolas y yo le dije al Frogman que llevo adentro: lo que menos te van a faltar son boquetes para salir como cañonazo. Envalentonado por ese espejismo, yo, que había fingido hasta aquel momento ser un simple mirón, me le fui al humo con el sablazo que le tenía que pedir.
»Me escuchó con todo respeto, después salió de entre la careta fiambrera que le afeaba la cara y quedó hecho un joven que se había quitado diez años de encima. Dio una patada caprichosa en el suelo y se rió como si pasara un payaso. Fue ese momento por reloj cuando dijo:
»—Usted es una interesante aleación de la cacofonía y de la falacia. No muja para sus adentros; también lo apoya incondicionalmente la fetidez. En cuanto a
feu
Bonfanti, compruebo sin consternación que ha sido exterminado,
anéanti
, en la especialidad que lo ha hecho famoso: el matete lingüístico. Yo, a semejanza de los dioses, protejo y estimulo la tontería. No desespere, charrúa diletante. Un abnegado tesorero con escafandra avanzará mañana sobre vuestro reducto.
»Después de esa promesa tan halagüeña, no sé si los mucamos me evacuaron o si yo me evadí por mis propias piernas.
»Cuál no sería nuestro asombro, cuando al día siguiente apareció el tesorero y se mandó unos planes fabulosos que tuvimos que tomar un baño de asiento para que se nos bajara la congestión. Después nos trasladaron en carrito a la sede central donde ya estaban los diccionarios de Granada, Segovia, Garzón y Luis Villamayor, sin contar la máquina de escribir que le enjaretamos a Fainberg y los disparates que se le escapaban a Monner Sans, para no decir nada de la otomana y del juego completo del tintero de bronce con estatua de Micifuz y de lapicera con cabecita. ¡Ah, tiempos! El cabezón, que era lo más careta que usted ha visto, lo mandó al tesorero a que le fiaran unas medias botellas de Vascolet, pero ni bien las descorchamos, nos aguó la fiesta el doctor Le Fanu, que ordenó volcar todo el contenido que era todo una lástima y dijo que le subieran del propio Duesenberg un cajón de champagne. Ya lambíamos de firme la primera espuma cuando el doctor Le Fanu abrigó un escrúpulo, que nos lo reveló como gaucho por todos lados, y se preguntó en voz alta si el champagne era un refresco indígena; antes que pudiéramos tranquilizarlo, ya estaban evacuando las botellas por el pozo del ascensor y acto continuo apareció el
chauffeur
, con una bordalesa de chicha que es netamente santiagueña y que todavía me duelen los ojos.
»El Lungo Bicicleta, que yo siempre lo estufo cuando le digo que él es el tragón de los libros, quiso aprovechar la volada y apestillar al portador de la chicha, vulgo el
chauffeur
particular del doctor Le Fanu, para que nos pasara un verso gracioso, de esos con palabras que no las entiende ni un alienado, pero el doctor nos llamó al orden con la pregunta de a quién íbamos a elegir presidente de la A. A. A. Todos pedimos que el voto fuera cantado y el doctor Le Fanu salió presidente sin otro voto en contra que el de Bicicleta, que mostró una figura que siempre lleva con una bicicleta pintada en la misma. Un patriota naturalizado, señor Kuno Fingermann, secretario del doctor Le Fanu, habló como una bala a todos los diarios y al día siguiente, leímos con la boca abierta la primer noticia de la A. A. A., y una descripción completa del doctor Le Fanu. Después la publicamos nosotros porque ya el presidente nos dotó de un órgano, que se llamaba
El Malón
, y aquí le traigo un numerito gratis para que usted se vuelva todo un criollo en sus columnas.
»¡Qué tiempazos aquellos para el indio! Pero no se haga la ilusión que duraron. Ya lo enterramos a Carnaval, como quien dice. El doctor Le Fanu ha puesto el local que ni vagón de hacienda con unos indios del interior, que no manyan nuestro chamuyo, pero para decirle la verdad, tampoco lo manyamos nosotros, porque el doctor Le Fanu contrató los servicios del doctor Bonfanti para que nos tapara la boca cada vez que sin darnos cuenta nos mandáramos una palabra que no está en la gramática. Esta jugada resultó una manganeta redonda porque la oposición quedó al servicio de la causa que, dijera el doctor Bonfanti en su primer batimento por Radio Huasipungo, “hogaño se manifiesta henchida y pujante, alzaprimando a machamartillo el pendón de la fabla de Indias, y aporreando con fiera tozudez a galiparlistas noveleros y a casticistas añejados en el perimido remedo de Cervantes, de Tirso, de Ortega y de tantos otros maestros de una cháchara mortecina”.
»Ahora usted me perdonará que le hable de un gran muchacho, un elemento insustituible, aunque más de una vez me orino de risa con las bromas que se le ocurren. Usted ya adivinó que ese correntino es a todas luces el doctor Potranco Barreiro, que así le decimos todos sin que él lo sepa, y él no se pone hecho un tuto. A mí medio me tiene de mascota y me llama Jazmín y se tapa las narices en cuanto asomo de lejos la cabecita. No ruede por la pendiente fatal, querido cacique, no agarre por la vía muerta con la esperanza de que el doctor en jurisprudencia Barreiro es un bromista en góndola: es un abogado con chapa de bronce, que algunos conocidos lo saludan en el café-bar Tokio y que está por defender una manga de patagones, en un pleito de campos, aunque para mí cuanto más pronto se vayan esos hediondos y no detenten nuestra sucursal Plaza Carlos Pellegrini, mejor. Todos se preguntan con la risita por qué le dicen el Potranco. ¡Flores de la picardía criolla, como quien dice!: hasta un extranjero empieza a ver que nuestro Potranco tiene cara de caballo y ganas no le faltan de jugarlo en la primera de La Plata; pero es lo que siempre me inculcan, que todos parecen algún animal y que yo parezco una oveja.
—¿Oveja? Mi candidato es el zorrino —dictaminó don Isidro, concienzudamente.
—Haga su gusto en vida, mi jefe —aprobó Frogman, iluminado por el rubor.
—Yo que usted —prosiguió Parodi—, no le sacaría el cuerpo a la creolina.
—En cuanto los vecinos pongan la cañería le prometo seguir su consejo desinteresado; qué julepe le pego: después del baño vengo a verlo y usted me toma por una mascarita.
Tras una brillante carcajada, Gervasio Montenegro —plastrón Fouquières, saco Guitry con ribetes, pantalón de Fortune & Bailey, polainas Belcebú de media estación, calzado Belphégor, plantillado a mano, sedoso bigote levemente istriado de plata— entró con briosa desenvoltura.
—¡
Ma condoléance
, querido maestro,
ma condoléance
! —dijo eficazmente—. Mi
flair
, creo haber acertado con la palabra, ya me denunciaba desde la esquina la intrusión
redoutable
de este enemigo de Coty. La consigna de la hora es: fumiguemos.
Extrajo de una cigarrera de Baccarat un extenso Mariano Brull saturado de Kümmel y lo encendió con un
briquet
de plata sellada. Luego, soñador, siguió un instante las morosas volutas.
—Pisemos de nuevo la tierra firme —dijo, por fin—. Mi rancio olfato de aristócrata y de pesquisa me repite junto al oído que nuestro impracticable indianista no sólo ha concurrido a esta
cellule
con móviles asfixiantes, sino para arriesgar su versión, más o menos caricatural y deforme, del crimen de San Isidro. Usted y yo, Parodi, estamos por encima de esos balbuceos. El tiempo urge. Acometo mi ya clásica narrativa:
»Mantenga usted su calma: he de atenerme al orden jerárquico de los hechos. Era, por una sugestiva coincidencia, el Día del Mar. Yo, listo para el ataque frontal del verano (gorra de capitán, saco de regatas, pantalón blanco de franela inglesa, calzado de playa), dirigía con cierta displicencia la erección de un cantero en la quinta que todos, tarde o temprano, adquirimos en Don Torcuato. Le confieso que esas
besognes
de jardinería logran, siquiera por el instante fugaz, distraerme de los atenaceantes problemas que, decididamente, son la
bête noire
del espíritu contemporáneo. Cuál no sería mi legítimo asombro cuando el siglo XX golpeó en el rústico portón de la quinta, con los nudillos estridentes del
claxon
. Mascullé una blasfemia, arrojé el cigarro y, cuadrándome estoicamente, avancé entre los eucaliptus. Con la deslizada fastuosidad de un largo lebrel, un lento Cadillac entró en mis dominios. Telón de fondo: el verde severo de los coníferos y el afable azul de diciembre. El
chauffeur
abre la portezuela. Baja espléndida mujer. Buen calzado, rica media, linaje. ¡Montenegro, dije yo! Acerté. Mi prima Hortensia, la indispensable Pampa Montenegro de nuestra
haute
, me tendió la fragancia de la mano y el fulgor amable de la sonrisa. Sería de mal tono,
cher maître
, ensayar por enésima vez una descripción que Witcomb ha hecho francamente superflua: usted, lector inevitable de cuanta figura aparece en diarios y revistas, ya saluda en su fuero interno esa cabellera gitana, esos ojos de oscura plenitud, ese cuerpo torneado por las llamas de su propia
cambrure y
que dijérase nacido para la conga, ese
tailleur
en tela cruda pensado por Diablotin, ese pekinés, ese
chic
, ese qué sé yo…
»¡La eterna historia, mi estimable Parodi: detrás de la gran dama, el paje! En este caso, el paje se llamaba Le Fanu, Tonio Le Fanu, y era de abreviada estatura. Apresurémonos a reconocer su don de gentes, atenuado quizá por la impertinencia vienesa, por el
mot cruel
: parecía un duelista… de bolsillo, una cruza francamente atractiva de Leguisamo con D’Artagnan. Algo de maestro de danzas percibí en él, con otro tanto de bachiller y otro de petimetre. Parapetado tras el monóculo prusiano avanzaba de lado, con pasos cortos y reverencias inconclusas. La generosa frente se alejaba en un jopo de betún, sin perjuicio de que la pera renegrida se dilatara en collarejo sub-maxilar.
»Desgranando una cascada de risas, Hortensia me dijo al oído:
»—
Lend me your ear
. Este pañete que me sigue es la última víctima. Nos vamos a comprometer cuando vos quieras.
»Bajo su barniz cariñoso, esta declaración encubría lo que los verdaderos
sportsmen
llamamos un “golpe bajo”. En efecto, bastaron esas pocas palabras femeninas para que yo adivinara inmediatamente que se había roto el compromiso de Hortensia con el Baulito Pérez. Gladiador al fin, recibí el golpe sin un ay. Sin embargo, un ojo fraterno hubiera señalado al observador la momentánea crispación de todos mis nervios y el sudor frío que me perlaba la frente…
»Dominé, desde luego, la situación.
Bon prince
, reclamé para mi quinta el honor de la obligada cena que da el espaldarazo de circunstancias a la feliz… o infeliz pareja del año. Hortensia me dijo su gratitud con un beso impulsivo: Le Fanu, con una interrogación
deplacée
, que me duele repetir en este lugar: “¿Qué nexo”, preguntó, “hay entre la comida y las bodas, entre la indigestión y la impotencia?” Desdeñando con gallardía toda respuesta, les mostré punto por punto mi propiedad, sin omitir, por cierto, el Búfano en bronce de Yrurtia y el molino marca Guanaco.
»Ultimada la prolija visita, empuñé el timón de mi Lincoln Zephyr y me di el gusto de alcanzar, y de distanciar, el coche de la futura pareja. Una sorpresa me aguardaba en el Jockey: ¡Hortensia Montenegro había roto su compromiso con el Baulito! Mi primera reacción, como es natural, fue pedir a la tierra que me tragara. Usted ya va pesando y sopesando los graves perfiles del caso. Hortensia es mi prima. Con esa fórmula defino, matemáticamente, la cuna y el linaje. Baulito es el mejor partido de la temporada; por el lado de la madre, es un Bengochea; eso quiere decir que va a heredar los trapiches del viejo Tokman. El compromiso era un
fait accompli
, voceado, comentado y fotografiado por el cuarto poder; era uno de esos hechos que reconcilian todos los sectores de la opinión; yo mismo había solicitado el apoyo de la princesa para que monseñor De Gubernatis bendijera la ceremonia. Y ahora, de la noche a la mañana, en pleno Día del Mar, Hortensia lo planta al Baulito. ¡Rasgo muy Montenegro, reconozcamos!
»Mi situación, como
chef de famille
, era delicada. Baulito es un nervioso, un patotero (el último de los mohicanos, yo diría). Por lo demás, se trata de un
habitué
de mi establecimiento en Avellaneda, un camarada, un parroquiano cuya pérdida no me resigno fácilmente a afrontar. Usted conoce mi carácter. Presenté batalla inmediatamente: desde el mismo
fumoir
del Jockey mandé una extensa carta al Baulito, de la que guardo copia, lavándome bien alto las manos de todo lo ocurrido y haciendo gala de un sarcasmo avezado
a l’égard de ce pauvre monsieur Tonto
. Para bien de todos, la tormenta fue de verano. La noche trajo el talismán que desvanecería el
imbroglio
: el rumor, confirmado minutos después por el propio Tokman, de que un telegrama de Shirley Temple vetaba el matrimonio de la dilecta amiga argentina, en cuya compañía visitara (¡apenas ayer!) el Parque Nacional de San Remo.
Rien à faire
ante el ultimátum de la pequeña actriz. De buena fuente me dijeron que hasta el Baulito había izado bandera blanca, ¡quizás a la espera de que un telegrama futuro vedara el casamiento de la esquiva con Le Fanu! Abramos un crédito a nuestra sociedad: una vez divulgado a los cuatro vientos el simpático motivo de la ruptura, la comprensión y la indulgencia fueron unánimes. Al calor de ese clima decidí cumplir mi palabra y abrir las puertas de mi quinta a una cena en la que el
tout
Barrio Norte festejaría el compromiso de la Pampa con Tonio. Ese
party
era una necesidad bien sentida: en el arlequinesco Buenos Aires de la hora de hoy el porteño no se reúne, no se frecuenta. Si las cosas siguen así, me atrevo a profetizar, llegará el día en que no nos conoceremos las caras. Los sillones británicos del club no deben alejar de nuestras miradas la generosa tradición del fogón; hay que reunirse, hay que remover el ambiente…