Dos fantasías memorables. Un modelo para la muerte (2 page)

Read Dos fantasías memorables. Un modelo para la muerte Online

Authors: Jorge Luis Borges & Adolfo Bioy Casares

Tags: #Cuento, Humor

BOOK: Dos fantasías memorables. Un modelo para la muerte
13.98Mb size Format: txt, pdf, ePub

»”Pero esta panza con dos piernas
[1]
no era hombre para estarse
in aeternum
engolosinando con baratijas al sencillo habitante de los bohíos; anhelé gastar las suelas en procura del paisaje-novedad, llámelo Cerro de Montevideo cuando no niña lunareja. Ganoso de postales colorinas para el álbum que siempre fui, aproveché una “captura recomendada” que me buscaba como a cosa buena y dije adiós desde la cala de un pescadero a los bonancibles llanos morados, a las verdes maniguas y a las moteadas tembladeras, que son mi país y mi patria, mi nostalgia bonita.

»”Cuarenta días y cuarenta noches perduró aquella travesía marítima entre pejes y estrellas, con paisajes a toda policromía, que por cierto no olvidaré porque algún marinante de cubierta se dolía del pobre mareado y bajaba a contarme lo que veían esos exagerantes. Pero hasta el paraíso tiene coto y día llegó que me descargaron como tapete enrollado en la dársena de Buenos Aires, entre el polvillo del tabaco y la hoja del plátano. No le brindaré el cuadro alfabético de cuánta cesantía he cursado en mis primeros años de argentino, que si las pongo en fila no cabemos bajo estas tejas. Le haré una minucia, eso sí, de lo que pasó a cortina cerrada en la razón social Meinong y Cía., cuyo personal engrosé como empleado único.

»”Quedaba el caserón al 1300 de la calle Belgrano y era una firma importadora de tabaco holandilla, que el exilado, al cerrársele de noche los ojos que encallecía la industriosa fatiga, se pensaba desterronando la hierba en los deseados tabacales de Alto Redondo. Había un escritorio a nivel, para encandilar a los clientes, y en el sótano teníamos el subsuelo. Yo, que en aquellos años mozos acusaba el activismo de mi juventud, hubiera dado todo el oro negro de Panuco para mudar de sitio tan siquiera una de las mesillas ratonas que la retina registraba a la manderecha, pero don Alejandro Meinong me había vetado el cambio más nulo en la distribución y baraje del mobiliario, haciendo valer que era ciego y que de memoria transitaba por la casa. A él, que nunca me vio, ahora me figuro estar viéndolo, con sus anteojos negros que eran dos noches, barba de rabadán y piel de miga, sin embargo de una aventajada estatura. Yo no cesaba de repetirle: “Usted, don Alejandro, en cuanto las calores aprietan carga pajizo”, pero lo más cierto es que portaba un casquete de terciopelo, que ni para despertarse lo omitía. Bien lo recuerdo, tenía uno de esos anillos de espejo y yo me rasuraba en su dedo. Le saco la palabra de la boca y la corro a la mía para decir que don Alejandro era, como yo, un grumo más del moderno mantillo inmigratorio, porque iba para medio siglo que no apuraba el porro de cerveza en la Herrengasse. Apilaba en el salón-dormitorio porción de biblias en todos los distintos idiomas y era miembro de número de una corporación de calculistas que buscaba el ajuste de las disciplinas geológicas a la cronología marginal que adorna la Escritura. Ya tenía abocado su capital, que no era una indigencia, a los fondos de esos orates, y gustaba iterar que a la nieta Flora le emboscaba una herencia de más quilates que oro capote, u sea el amor a la cronología de la Biblia. Esa heredera era una niña enteque, de nueve años a más contar, de ojos con lejos, como si divisaran el piélago, rubia de pelo, con un estarse decoroso y suavito, como la silvestre lengua de vaca que quién no fue a coger en la madrugada por esas praderías y barrancos de Cerro Presidente. Esa niña, sin compañía de su corta edad, se contentaba oyéndome entonar, en ratos de asueto, el Himno Nacional del terruño, que yo lo acompañaba con pandero; pero bien dicen que no siempre está para monerías el mono, y cuando yo bregaba con la clientela o me despachaba un descanso, la niña Flora jugaba al Viaje al Centro de la Tierra, en el sótano. Al abuelo estas expediciones no le placían. Porfiaba que había peligro en el sótano; a él, que se desplazaba como un correo por toda la casa, le bastaba bajar a lo oscuro para decir que le habían mutado el sitio de las cosas y que tenía la impresión de extraviarse. Para el entendimiento romo esas quejas nomasito eran lujos del desvarío, porque hasta el gato Moño sabía que el depósito no recelaba otras sorpresas que pila sobre pila del holandilla en hoja y un remanente de enseres en desuso de la ex Martillera de Artículos Generales E. K. T., que había sido inquilino del local, antes que mi don Alejandro. Mentado Moño, vano es persistir ocultando que este gato se sumaba a la cofradía de los desafectos al sótano, porque vez que bajaba por la escalera ciento que huía como si lo espoleara el Patas. Tales repentes en un gatazo, por lo capón, tranquilo, hubieran suscitado el alarmismo del más pachorra, pero yo siempre sigo la derechura, como la piedra imán, aunque de mejor consejo hubiera sido, en ese apretado, sujetar el burdégano. Lueguito, cuando caí en la cuenta, ya era bien tarde y como para gatazos quedé con tanta desventura.

»”El calvario que usted, aunque se muña de una rueda suplementaria, ya no se me escapa de oír, comenzó en momentos que don Alejandro casi se acomoda en un maletín de cuerina, con la comezón de ir a La Plata. Otro cucufato vino por él y lo vimos partirse lo más vistoso para el congreso de los bíblicos en el cine-salón Dardo Rocha. Desde el portal me dijo que lo esperara el lunes que viene con la cafetera de silbido bien pertrechada. Agregó que el viaje duraría tres días y que yo cuidara de la niña Flora como de oro en paño. Bien sabía él que esta recomendación era un ocio, pues aunque usted aquí me está viendo tan negro y tan grande, mi mejor timbre era ser el perro custodio de la niña.

»”Una tarde que, provisto hasta el colodrillo de leche asada, me corrí un sueñito que ni regente de los vacajes, la niña Flora dio en aprovechar el relaje de la vigilancia prolija para trabucarse en el sótano. A la oración, hora que acostó a su muñeca, la divisé con fiebre en los pulsos, con alucinaciones y el miedo. Atendiendo que ya le mucheaba el calosfrío, le rogué se ganara los debajos de la cubija y le invertí una infusión de yerbabuena. Esa noche, para que reposara con sosiego, recuerdo que velé a los pies de la cama, tendido en el felpudillo de palma. La niña amaneció tempranera, todavía malilla, no tanto por las fiebres, que habían bajado, cuanto por la pavor. Más a lo tarde, cuando la hubo confortado el cafeto, le puse pregunta de qué la congojaba. Me dijo que la víspera había columbrado en el sótano una cosa tan rara que no podía describir cómo era, salvo que era con barbas. Yo di en pensar que esa fantasía con barbas no era causante de la fiebre, sino lo que el practicón llama síntoma, y la distraje con el cuento del jíbaro que lo eligieron diputado los monos. Al otro día andaba la niña por todo el caserón, lo más cabrita. Yo, que suelo amainar ante la escalera, le pedí que bajase a buscar una hoja avería, con miras al cotejo. Mi demanda sobró para demudarla. Como la sabía niña valiente, le persistí que sin demora satisfaciera la orden, para de una buena vez aventar esas musarañas morbosas. Me lo acordé, en un pronto, a mi padre, botándome del bongo, y no me dejé ganar por las compasiones. Para no desolarla, fui con ella hasta el arranque de la escalera y la vi bajar muy tiesa y durita, como el soldadillo-silueta del tiro al blanco. Bajaba con los ojos cerrados y se entró derecha entre los tabacos.

»”Apenas daba yo la vuelta con la espalda, cuando oí el grito. No era fuerte, pero ahora me parece que vi en él, como en espejo diminuto, lo que amedrentaba a la niña. Bajé a pantuflo corrido y la pillé tirada en las baldosas. Se me abrazó como si buscara carena, con los brazos como alambrito y ahí, mientras yo le repetía que no dejara solo a su tío San Bernardo (como ella me apodaba) dio su espíritu, quiero decir que se murió.

»”Quedé hecho nadie y tuve la impresión que toda mi vida, hasta esa ocurrencia, la había ido cursando un ajeno. A lo pronto, el momento en que bajé la escalera se me antojó lejano. Yo seguía sentado en el piso; mis manos, como por cuenta propia, liaban un cigarrillo de papel. La mirada rondaba, también ausente.

»”Fue entonces que atisbé, sentada en un sillón de hamaca, de mimbre, que iba y venía dulcemente, la causa del temor de la niña, por ende de su muerte. Ya me nombrarán insensible, pero el hecho es que tuve que sonreír cuando vi la sencillez que me había traído esa desventura. Lo primerizo, dese un envión y arranque como vuelo. Vea, de a un tiempo, en un santiamén, los tres combinados que en una suerte de entrevero tranquilo animaban el sillón: como científicamente los tres se estaban en un solo lugar, sin atrás, ni adelante, ni abajo arriba, dañaban un poco la vista, con especialidad en el primer vistazo. Campeaba el Padre, que por las barbas raudales lo conocí, y a la vez era el Hijo, con los estigmas, y el Espíritu, en forma de paloma, del grandor de un cristiano. No sé con cuántos ojos me vigilaban, porque hasta el par que le correspondía a cada persona era, si bien se considera, un solo ojo y estaba, a un mismo tiempo, en seis lados. No me hable de las bocas y pico, porque es matarse. Dé, también, en sumar que uno salía de otro, en una rotación atareada, y no se admirará que ya me lindara un principio de vértigo, como de asomante a un agua que gira. Dijérase que se iluminaban con el propio mover y venían a quedar a unas pocas varas, que si distraído alargo la mano, por ventura me la lleva ese remolino. Oí, en ésas, al tranvía 38, discurriendo por Santiago del Estero y pensé que en el sótano faltaba el ruido de la hamaca. Cuando miré más, era cosa de risa: la hamaca estaba quieta; lo que yo había tomado por balanceo era el ocupante.

»”¡Ahí me la tengo a la Santísima, pensé yo, creadora del cielo y de la tierra, y mi don Alejandro en La Plata! Bastó ese pensamiento para librarme de la inercia en que estaba. No eran momentos de abundar en amenas contemplaciones: don Alejandro era varón chapado a la antigua, que no escucharía con buena oreja mi explicación de haber negligido a la niña.

»”Estaba muerta, pero no me avine a dejarla tan cerca de esa hamaca y así la cargué en brazos y la acosté en la cama, con la muñeca. Le di un beso en la frente y me salí, dolido de tener que abandonarla en ese caserón tan vacío y tan habitado. Ganoso de evitar a don Alejandro, salí de la ciudad por el Once. Noticias me llegaron un día que la casa de la calle Belgrano la derribaron cuando el ensanche.

Pujato, 11 de septiembre de 1946.

El signo

Génesis
, IX, 13-

—Ahí, donde lo ven, está en su día el amigo Lumbeira y me puede abonar otro completo, que las facturitas mandan fuerza y no es el abajo firmante el que se va a negar a un par de felipes rellenos de manteca y a una de estas ensaimaditas grasientas que, taponándome el nasute hasta quedar sin dedo, la rempujo a base de buchecitos de feca con chele y quedo en forma para dar cuenta de esa fuentada de tortitas guarangas. Ni chiste, paganini; en cuanto me desempane el garguero y recobre el uso de la parola, le meto por las dos orejas la historia longaniza de un sucedido que usted
ipso facto
reclama la presencia del mozo y le refunde en ese mate rebelde un menú gigante, que después no queda en dos leguas a la redonda un grumo de grasa.

»¡Lo que se lleva el tiempo, Lumbeira! Antes que usted le entierre los molares a este budín inglés todo cambia en un redepente y donde ayer el loro lo aturdía, ahora usted está en el aro y lo aturde al loro. No me dejará mentir si le digo que yo estaba más prendido que un bitoque al Instituto de Previsión “Veterinarias Diogo” y que para mí el olor a tren era como el olor de la cucha para el perro y para usted el olor del Lacroze: quiero decir que yo como viajante sabía pulsar la red ferroviaria de un modo francamente continuo. De la noche a la mañana, sin más introito que una investigación y proceso que se alargó año y medio, les chanté con la pluma cucharita una indeclinable que salí levantando tierra. Por fin, metí los de horma 44 en
Última Hora
, donde el jefe de redacción, que es un miserable zanagoria, me destacó de corresponsal viajero y cuando no me repantigo en el carreta a Cañuelas me trasbordan al lechero a Berazategui.

»No le discutiré que hombre que viaja suele entrar en contacto con la corteza superficial de los partidos del perímetro urbano y así no es raro que sorprenda cada perfil inédito que si usted lo oye puede que le salga otro orzuelo. Ni se tome el trabajo de abrir la boca, que hasta las moscas de la leche ya saben que se va a descolgar con la pesadez que yo soy un veterano con más olfato periodístico que un hocico de perro… ñato; la cosa es que ayercito nomás me remitieron a Burzaco, como quien manda un tarugo envuelto en papel madera. Pegado como un queso a la ventanilla donde el solcito de las doce y dieciocho me freía la grasa de la frente, pasé con la cabeza hecha un hueco desde el asfalto a la lata y de la lata a la quinta y de la quinta al potrero donde el chancho se dilata. U sea, para no enredarme en las cuartas, que llegué a Burzaco y bajé en la propia estación. Le juro hasta venir con barba que no me acompañó el menor pálpito de la revelación que me esperaba esa tarde tan sofocante. Vuelta a vuelta me preguntaba, lo más cafisho, que quién iba a decirme que ahí, en el pleno foco burzaquense, yo me haría cargo de un portento que si usted lo oye lo toman por leche cortada.

»Tomé, cuándo no, la calle San Martín y a la vuelta del primer brazo gigante que salía de la tierra y ofrecía un mate
Noblesse Oblige
, me di el gustazo de saludar el propio domicilio de don Ismael Larramendi. Figúrese una ruina sin revocar, un chalecito coquetón a medio erigir, vulgo una tapera de la madona, que usted mismo, don Lumbeira, que en trance de apolillar no le hace asco al nido de hormigas, hubiera desistido de entrar sin la bufanda y el paragüita. Crucé el cantero enyuyado y, ya en el
porch
, bajo un escudo del Congreso Eucarístico tipo Primo Carnera, brotó un vejete
mezzo
calvento, acondicionado en un guardapolvo tan aseadito que gana no me faltó de espolvorearlo con la pelusa que sabe rejuntar el bolsillo.

»Ismael Larramendi (don Matecito, que le dicen) se me manifestó portador de unos anteojos de costurera, de un bigote doble foca y de un pañuelo de bolsillo que le interesaba todo el cogote. Amainó algún centímetro de estatura cuando le propiné esta tarjeta que ahora se la refriego a usted en ese umbligo que le hace las veces de cara y donde verá en papel Vitroñex y letra Polanco “T. Mascarenhas,
Última Hora
”. Antes que se acogiera al gambito de no estar en casa, le tapé la boca con la gran milanesa de que lo tenía prontuariado y aunque se disfrazara de bigotudo yo le sacaría la filiación. Visto y considerando que el comedor me quedaba un poco ajustado, saqué la cocinita económica al patio de lavar, mudé mi chambergolina al dormitorio, ofrecí a mi panaro el sillón de hamaca, encendí un Salutaris que el vejanco tardaba en obsequiarme y distribuyendo todos mis pieses en un estantecito de pinotea con los manuales Gallach, lo convidé al vejestorio a que se acomodara en el suelo y me hablara como un fonógrafo de bocina de su mentor el finado Wenceslao Zalduendo.

Other books

Stealing the Bride by Mary Wine
Alpha Wolf's Calling by Hannah Heat
Least Likely To Survive by Biesiada, Lisa
3 Requiem at Christmas by Melanie Jackson
Heidelberg Effect by Kiernan-Lewis, Susan
Good Grief by Lolly Winston