Los polis (supongo que a regañadientes) siguieron esta pista y el jueves descubrieron que Guldensuppe había convivido una larga temporada con una mujer, una tal señora Nack, en una casa de Hell´s Kitchen, y que desde hacía poco tiempo dicha señora mantenía una relación sentimental con otro hombre del edificio, Martin Thorn. Otros vecinos del barrio habían sido testigos de las violentas discusiones de Guldensuppe, Nack y Thorn. Los gorilas de uniforme no tardaron en encontrar a la señora Nack y se emplearon con la contundencia de la vieja escuela. Después de veinticuatro horas seguidas de malos tratos, la mujer confesó que ella y Thorn habían matado y descuartizado a Guldensuppe. Pero puesto que Thorn estaba en paradero desconocido, lo único que podía hacer la policía para mantener vivo el interés en el caso era apostar vigilantes en las estaciones de trenes y en los muelles y organizar una cacería primero a nivel nacional y luego a nivel internacional.
— Sigue aquí— fue la reacción de Lucius ante todo el alboroto procedente de Mulberry Street—. Recuerda lo que te digo, Stevie, ese hombre no ha salido ni saldrá de esta ciudad.
Sólo el tiempo podía demostrar si estaba en lo cierto, pero yo no tenía intención de apostar en contra del sargento detective.
El viernes recibimos noticias de Kat, que ya tenía en su poder una chaqueta de Libby Hatch, pero como intuía que Ding Dong sospechaba algo, no quería hacer la entrega en la calle Diecisiete (al parecer los Dusters sabían que yo vivía allí). Le dije que la llevara esa misma noche al 808 de Broadway, donde los Isaacson habían montado su equipo y estaban preparados para hacer las pruebas; unas pruebas que nos aclararían, de una vez por todas, si la enfermera Hunter había raptado a Ana Linares y la ocultaba en alguna habitación secreta del 39 de Bethune Street.
Kat llegó poco después de que anocheciera, y yo bajé a buscarla en el amplio ascensor. Desplazaba su peso de un pie a otro en el suelo de mármol del vestíbulo, al tiempo que tarareaba una canción y movía el torso al ritmo de la música. Cuando el ascensor se acercó se volvió a mirarme, y a pesar de la distancia noté que había vuelto a esnifar coca.
— ¡Stevie!— exclamó con una sonrisa grande, ligeramente turbadora—. ¡Traigo vuestro pedido!
Me enseñó un bulto de tamaño mediano envuelto en papel marrón y atado con una cuerda. En cuanto abrí la puerta corredera del ascensor, Kat saltó al interior y se arrojó a mis brazos, riéndose sin motivo.
— Kat— dije procurando que mi voz no reflejara toda la decepción (y la furia) que sentía—. Domínate, ¿quieres? Esto es muy serio.
— Oh, lo lamento, inspector— se burló frunciendo la frente.— Cerré la puerta, y mientras subíamos en la penumbra me rodeó el cuello con los brazos y acercó sus labios a mi oído—: ¿Te gustaría repetirlo aquí mismo, en el ascensor, Stevie? Ha pasado mucho tiempo…
— Tiré de la palanca de parada con tanta brusquedad que Kat salió despedida hacia atrás. Mientras caía, soltó un pequeño chillido.
— ¡Kat!— dije haciendo un esfuerzo para controlarme—. ¿Por qué te presentas en este estado?
Sus ojos azules se llenaron de maldad, una maldad intensificada por la cocaína.
— ¡No me hables en ese tono, Stevie! Me he pasado toda la semana arriesgando el pescuezo para conseguir lo que me pedisteis tú y tus amigos. ¿Tan santurrón eres que no puedes perdonarme que celebre que todo ha terminado?
Dejé escapar un suspiro de frustración y señalé el paquete con la barbilla.
— Tal vez deberías dejar que lo lleve yo— dije—. Iré a verte más tarde y te daré el dinero y el billete.
— De eso nada— replicó Kat apartando el paquete—. Ya conozco esa clase de tratos. Me pagarán ahora mismo. Si tanto te avergüenzo, no te preocupes, me iré enseguida. ¿Por qué iba a quedarme? No sois más que una panda de bichos raros, y esta noche pienso festejar mi buena suerte con los que saben hacerlo.
Subí la palanca del ascensor para volver a ponerlo en marcha.
— Muy bien— dije—, como tú quieras.
— ¿Como yo quiera? Es lo que quieres tú, ¿no?— Miró a la puerta del ascensor y se arregló el pelo—. ¡Maldita sea! Hay que ver los aires que se dan algunos sólo porque viven con los ricos…
El resto de la visita de Kat no fue mucho mejor. Aunque la furia la mantuvo callada, saltaba a la vista (y estoy seguro de que todos lo notaron) que estaba hasta las orejas de coca y que, como suele decirse, no era sólo una consumidora ocasional. Pero había cumplido su parte del trato. Abrimos el paquete sobre la mesa de billar, junto a los frascos de polvos para detectar huellas y el microscopio, y sacamos una chaqueta entallada de satén rojo con botones grandes y planos, tal como habíamos pedido. Kat quería que le pagaran de inmediato y su humor no mejoró cuando el doctor le dijo que tendría que esperar a que los sargentos detectives verificaran que la chaqueta pertenecía a la mujer que conocíamos como Elspeth Hunter. Kat anunció que esperaría a que comprobaran las huellas dactilares, pero ni un minuto más. No sabía para qué queríamos la chaqueta y no tenía intención de quedarse para averiguarlo. Se había comprometido a entregarnos una chaqueta de Libby Hatch y se largaría en cuanto comprobáramos que había cumplido. Después de soltar este pequeño discurso, se sentó en una de las butacas.
El proceso de tomar las huellas no llevó mucho tiempo. Puesto que los botones eran negros, Marcus usó un pincel de pelo de camello para cubrirlos con polvos de aluminio de color blanco grisáceo, a continuación sopló para revelar una serie de curvas que comparó con una fotografía de las huellas del caño de plomo hallado en Central Park.
— Coinciden— le dijo al doctor con un gesto afirmativo.
Kat consideró que ésa era la señal que esperaba, se puso en pie y se acercó al doctor.
— ¿Estamos en paz?— preguntó con ansiedad.
El doctor, que parecía preocupado tanto por el estado físico de Kat como por su actitud, le respondió con cortesía:
— Estamos en paz, señorita Devlin. ¿Puedo ofrecerle algo como muestra de gratitud? ¿Café, té o quizá…?
— Mi dinero y mi billete— respondió Kat alzando una mano. Reflexionó unos instantes y añadió—: Muchas gracias, señor.— Me miró con los ojos entornados y espetó—: No quiero abusar de su hospitalidad ni causar molestias a nadie.
El doctor nos miró por turnos a ella y a mí un par de veces. Pareció que iba a añadir algo, pero finalmente asintió con la cabeza y sacó un sobre del bolsillo interior de su chaqueta.
— Trescientos dólares en efectivo— dijo con una sonrisa— y un billete para San Francisco. Válido para cualquier fecha en los seis próximos meses. Ah— añadió cuando Kat cogió el sobre—, el billete es de primera clase. Para demostrarle nuestra gratitud.
Eso la ablandó un poco; si no conmigo, al menos con el doctor.
— Es muy… amable de su parte, señor. Gracias.— Observó el sobre y esbozó una pequeña sonrisa—. Nunca he viajado en primera clase. Mi papá solía decir…— Se interrumpió y volvió a ponerse rígida—. Si no quiere nada más, me marcho, señor.
El doctor hizo un gesto de asentimiento.
— Lamento que no pueda quedarse— dijo, y cuando Kat dio media vuelta, añadió—: Señorita Devlin…— De otro bolsillo de su chaqueta sacó una tarjeta de visita y se la entregó—. Dirijo una especie de escuela en el centro. Para jóvenes que desean o necesitan cambiar de vida. Si alguna vez regresa a Nueva York y le interesa esa clase de… asistencia, no dude en telefonearme o pasarse por allí.
Kat miró la tarjeta y su cara volvió a reflejar malicia, pero se obligó a sonreír.
— Sí, he oído hablar de su escuela, doctor.— Lo miró—. He oído que ya no la dirige más.
Al oír esas palabras, me apresuré a intervenir.
— Vamos, Kat— dije empujándola hacia la puerta.
— Así que, ¿quién de los dos necesita «asistencia», doctor?— gritó por encima del hombro.
La metí a la fuerza dentro del ascensor, di un portazo y cerré la corredera con brusquedad. Estuve a un tris de arrancar la palanca cuando puse el aparato en marcha.
— No tenías por qué hablarle así— dije con los dientes apretados—. Sólo pretendía ayudarte, maldita seas. ¿Qué diablos te pasa? ¿Eres incapaz de aceptar ayuda?
— ¡No necesito la ayuda de nadie!— gritó—. ¡Si no te importa, prefiero cuidarme sola!
— ¿Ah sí? Pues lo estás haciendo estupendamente.
— Puede que no te hayas dado cuenta, pero yo no soy una criada y todavía no me he caído borracha al río. Así que déjame en paz, Stevie. ¡Déjame en paz!— Me dio la espalda y se tragó las lágrimas mientras trataba de recuperar la compostura. Miró el sobre que tenía en las manos y lo abrió—. Voy a contarlo— dijo con toda la intención de chincharme. Sacó el contenido del sobre, en primer lugar el billete—. Hummm… Primera clase. Vaya, podría venderlo y comprarme tres billetes.— Entonces leyó la letra pequeña en un extremo del papel—. ¿Qué es esto? «Intransferible»… «Sin derecho a reembolso»… ¿Qué significa esto?
Yo también estaba enfadado, así que se lo solté sin rodeos:
— Significa que no puedes vendérselo a nadie ni cambiarlo por dinero.
Mis palabras tenían la intención de herirla y lo consiguieron.
— ¿Por si he mentido sobre mi tía y lo único que quería era dinero para cocaína? ¿Es eso?
Habíamos llegado a la planta baja. Agarré la manija de la puerta corredera, pero antes de abrirla recordé un último detalle.
— Necesitamos saber qué noche irá esa mujer al local de los Dusters. Y tenemos que estar seguros.
— Muy bien, si eso es lo único que te importa— dijo, y esta vez fue ella quien apretó los dientes—. Mañana dan una fiesta. Es el cumpleaños de Goo Goo. Ella estará allí, pero yo no. ¿Puedo irme ahora?
Le abrí la puerta sin responder. Kat me miró, cabeceó varias veces y salió con paso decidido.
— Adiós, Stevie— dijo en voz baja aunque furiosa.
En circunstancias normales habría corrido tras ella, pero esa noche no lo hice por muchas razones; algunas las comprendí en un futuro cercano, otras años después. Pero todavía hoy me pregunto qué habría pasado si lo hubiera hecho…
Me tomé unos minutos antes de regresar arriba. La señorita Howard me esperaba en la puerta del ascensor, y mientras los demás se congregaban alrededor de la mesa de billar para mirar cómo el sargento detective Lucius comparaba unas muestras en el microscopio, me llevó hacia la ventana.
— ¿Va todo bien, Stevie?— preguntó.
Hice un esfuerzo para disimular la irritación que me producía el que todos los presentes estuvieran al tanto de mi vida privada y me enjugué el sudor de la frente.
— Sí, señorita— respondí—. O eso espero.
Aunque no podría jurarlo porque tenía la vista fija en el suelo, creo que la señorita Howard me estudiaba la cara.
— No me equivoqué contigo— dijo. Alcé la cabeza y vi que sonreía—. No te enamorarías de una tonta.
— No, señorita— respondí—. Supongo que, para tontos, ya tengo bastante conmigo.
— No digas eso— se apresuró a decir ella tocándome un brazo—.
El comportamiento de Kat no te convierte en un tonto. Es una chica lista, lista e independiente en un mundo que pretende que sea estúpida y sumisa. Además es bonita, lo suficiente para correr serios riesgos mientras procura ganarse la vida, y lo bastante lista para creer que puede afrontar los peligros que conllevan esos riesgos. Pero no puede. Nadie puede. Así que sus tácticas acaban haciéndole daño, tanto daño como te hacen a ti.
Di un puñetazo de rabia en el marco de la ventana y formulé una pregunta cuya respuesta ya conocía:
— Pero si quisiera podría escoger otra forma de vida, ¿no?
— En teoría, sí— convino la señorita Howard—. Pero dime, Stevie, si el doctor no te hubiera ofrecido otra clase de vida, ¿la habrías escogido solo?
Desvié la vista, reacio a darle una respuesta sincera, pero sin saber qué otra cosa decir. Afortunadamente, el sargento detective Lucius interrumpió nuestra conversación.
— Sí— dijo en voz alta en el otro extremo de la estancia—. ¡Eso es! ¡Eso es! ¡Coinciden a la perfección!— La señorita Howard y yo nos volvimos. Lucius miraba por los dos oculares de latón del microscopio con la sudorosa cara resplandeciente de alegría, como si fuera un niño—. Está allí, sin lugar a dudas. ¡La niña está en la casa!
Marcus prácticamente empujó a su hermano de la silla para mirar por el microscopio y Cyrus y el doctor estrecharon la mano de Lucius. La señorita Howard y yo corrimos a hacer lo mismo y esperamos nuestro turno para mirar por el aparato. Reconozco que cuando por fin me senté a la mesa de billar para echar una ojeada a las muestras, me llevé una decepción pues lo único que vi fue algo parecido a dos borrosos trozos de hilo o de cuerda. Sin embargo, los expertos me aseguraron que lo que estaba contemplando, aumentado varias veces de tamaño, eran dos pelos de la cabeza de la misma niña: Ana Linares.
Así que finalmente teníamos nuestra prueba, y con ella el visto bueno para pasar a la acción. A pesar de lo mucho que esa perspectiva me había asustado durante los días previos, en ese preciso momento la idea de dejar todo lo demás a un lado y apostarlo todo al registro de la casa me hizo sentir mejor.
— Ahora lo único que nos falta es averiguar cuándo saldrá esa mujer de la casa— dijo el doctor mientras se dirigía a la pizarra para repasar sus notas y añadir otras nuevas.
— Ya lo sabemos.— No me di cuenta de que había dicho esas palabras en voz alta hasta que noté que todos me miraban—. Mañana por la noche— continué—. Es el cumpleaños de Goo Goo y la enfermera Hunter estará en el local de los Dusters.
El doctor me dirigió una mirada inquisitiva y asintió lentamente.
— Bien— dijo—, mañana por la noche.— Comenzó a agitar el trozo de tiza en la mano—. Mañana la enfermera Hunter adoptará su segunda personalidad, lo que nos permitirá investigar la primera. Inconscientemente, esta mujer con dos nombres, dos caras, dos vidas, ha hecho que sus dos facetas se enfrenten entre sí. Roguemos que nuestro trabajo esté concluido antes de que el conflicto llegue a su fin.— El doctor clavó sus ojos negros en la pizarra—. Debemos interrumpir el trabajo de la salvadora antes de que la destructora se salga con la suya…
Veinticuatro horas después reinaba una oscuridad absoluta.
Estaba tendido en el suelo de la calesa, junto con el sargento detective Marcus y
Mike,
que no dejaba de retorcerse en el interior del zurrón que me había colgado al hombro. Los tres estábamos cubiertos por una lona que aprisionaba el calor de julio e impedía el paso de la poca luz que se filtraba a través de las ventanas de la cochera contigua al 39 de Bethune Street. El sargento detective Lucius había dejado el coche unos veinte minutos antes, y le había dicho al vigilante que tenía que hacer un recado en el barrio y que estaría de vuelta antes de medianoche. Luego había colgado una bolsa con avena al hocico de
Frederick
y se había marchado mientras el guarda salía a la acera a ver los fuegos artificiales que en esos momentos lanzaban en Hudson Street. Al hacer nuestros planes, habíamos olvidado que era la víspera del Cuatro de Julio y que la ciudad estaría llena de juerguistas borrachos encendiendo petardos y armando alboroto. Pero cuando lo recordamos comprendimos que las celebraciones jugarían a nuestro favor, pues la policía y el resto de los ciudadanos— incluido el vigilante de la cochera— estarían pendientes de la fiesta, ya fuera para controlarla o para participar en ella. En resumen, era la noche ideal para entrar en casa ajena.