Sólo quedaba la incógnita de por qué Lucius quería una chaqueta o un abrigo, una prenda que la enfermera Hunter usara tanto dentro como fuera de casa. Este interrogante nos introdujo en un mundo que para el resto de nosotros era nuevo y misterioso: el de la identificación de cabellos. Al parecer, la ciencia forense había progresado tanto que con la ayuda de un microscopio era posible determinar si un pelo era humano o animal y, en el primer caso, si procedía de una persona determinada, siempre y cuando hubiera una muestra disponible para hacer la comparación. El pequeño gorrito que el doctor había encontrado en la base del obelisco egipcio contenía varios pelos de Ana Linares. Por lo visto el cabello de un bebé era el más fácil de identificar ya que, en palabras de Lucius, «era corto, de naturaleza rudimentaria y poseía una pigmentación extremadamente fina». De modo que lo que necesitábamos era otra muestra del pelo de Ana— tomado directamente de una prenda de la enfermera Hunter— para que el sargento detective pudiera mirarlo a través de su «microscopio comparador», un chisme con dos tubos que le permitía examinar dos muestras (una a cada lado) para ver si coincidían.
Pero todos queríamos saber por qué Lucius había decidido que un abrigo o una chaqueta eran las prendas ideales para obtener esas muestras. ¿No era más lógico buscar una blusa o una prenda aún más íntima? La respuesta del sargento detective fue astuta y digna de él. Ya sabíamos que la enfermera Hunter se había llevado a la niña en público con pasmoso descaro; convencida de que no iban a endilgarle el secuestro (puesto que no tenía intención de pedir rescate), sin duda deseaba demostrar al mundo que había sido capaz de dar a luz a una niña alegre y sana. Las blusas, las faldas y la ropa interior eran prendas que usaba en el local de los Dusters (y vaya usted a saber dónde más), y como habíamos averiguado que no tenía reparos en mantener contacto físico con los más variopintos individuos, dichas prendas contendrían un gran número de muestras que llevaría mucho tiempo clasificar. El tiempo apremiaba: si tomábamos como punto de referencia las experiencias de la enfermera Hunter en la Maternidad, no pasarían muchos días antes de que su incapacidad para cuidar de un bebé se pusiera de manifiesto. En ese momento, era probable que hasta una niña como Ana Linares se volviera más y más irritable. Si la enfermera Hunter culpaba a la pequeña del fracaso de su relación (lo que según el doctor Kreizler había ocurrido en el pasado y volvería a ocurrir), no pasaría mucho tiempo antes de que Ana sufriera episodios inexplicables de insuficiencia respiratoria que a la larga causarían su muerte.
Por eso quería un abrigo o una chaqueta (quizás una opción más lógica incluso para ese mes de junio inusitadamente frío); una prenda que la enfermera Hunter se quitaría de inmediato en un sitio donde se congregaban otras personas— lo que reduciría el número de muestras de pelo—, pero que usaría al llevar a la niña en brazos tal como había hecho en el tren elevado de la Tercera Avenida: muy cerca, pegada a su pecho.
Era un razonamiento ingenioso, y cuando el sargento detective Lucius terminó de exponerlo, todos, incluido su hermano, le obsequiarnos con una pequeña salva de aplausos. Los demás estaban ansiosos por saber si Kat sería capaz de robar la prenda en cuestión, pero yo los tranquilicé: sin entrar en detalles, les informé que no había muchos artículos de uso cotidiano que escaparan a los ágiles dedos de Kat si ella tenía una buena razón para robarlos.
Quedaba pendiente el enigma del sótano de la enfermera Hunter. La señorita Howard pegó su diagrama en la pared y todos lo examinamos con atención. Los demás comenzaron a atormentar al señor Moore con preguntas detalladas, la mayoría de las cuales él no supo responder a pesar de haber tenido libre acceso al lugar.
— ¡Por el amor de Dios, estaba buscando a un bebé!— exclamó cuando alguien le preguntó si había visto que en alguna zona en particular el cemento o la mampostería eran más nuevos que en las demás—. No sabía que se trataba de una exploración arqueológica. Era un sótano típico con una caldera, algunos armarios, herramientas de jardinería y suelo de tierra. Creo que también había un estante con confituras, aunque no podría jurarlo, y los trastos de costumbre: muebles viejos, fotos enmarcadas…
— ¿Y la disposición era ésta?— preguntó el doctor estudiando el diagrama.
— Así es.
El doctor chasqueó la lengua, decepcionado.
— No hay nada fuera de lo normal. Creo que deberíamos encontrar al maestro de obras que dirigió la reforma.
— Vaya.— La señorita Howard alzó la vista y abrió desmesuradamente los ojos, como si acabara de recordar algo—. Está muerto. Lo averiguamos.
— ¿Qué?— dijo el doctor volviéndose hacia ella.
— Está muerto— repitió el señor Moore—. Murió poco después de terminar la obra. Era amigo del funcionario de la Oficina de Registros que nos atendió. Hemos hecho una investigación exhaustiva allí abajo.
El doctor comenzó a restregarse las sienes.
— ¿Y ese funcionario os dijo de qué murió?
— Sí— respondió el señor Moore con aire distraído. Rebuscó en sus bolsillos y sacó un caramelo—. Aaah, un tentempié.
— Moore— dijo el doctor con impaciencia.
— ¿Eh? Ah, sí, el maestro de obras. Tengo su nombre aquí mismo, en el permiso.— Sacó un papel del bolsillo mientras chupaba ruidosamente el caramelo—. Henry Bates. Su despacho estaba en Brooklyn. Tuvo un ataque al corazón un par de días después de terminar la reforma en casa de la enfermera Hunter. No me extraña. Yo también tendría un ataque al corazón si tuviera que trabajar para esa mujer.
El doctor cabeceó y suspiró. Al verlo, la señorita Howard se puso aún más nerviosa.
— ¿Cree que es importante, doctor?
El doctor levantó la cabeza, estirándose con los dedos la piel de la parte inferior de los ojos.
— Sí, me parece una extraña coincidencia.
— Ya hemos tenido una coincidencia en este caso— repuso el señor Moore con un ademán desdeñoso—. No puedes investigarlas todas.
— No tendría que investigarlas todas, Moore— contraatacó el doctor—, si realmente fueran coincidencias. Marcus, averigüe todo lo que pueda sobre un maestro de obras de Brooklyn llamado Henry Bates. Puede que tenga familia.
— Y que su familia conozca su historial médico— añadió Marcus mientras apuntaba el nombre en una libreta.
— Claro. Maldita sea…— dijo la señorita Howard dándose un golpecito en la frente.
— ¿Por qué estáis haciendo tanta alharaca?— preguntó el señor Moore, y confieso que hasta yo pensé que estaba comportándose como un obtuso—. Ese tipo tuvo un ataque al corazón, ¿y qué?
— Moore— dijo el doctor armándose de paciencia—, ¿recuerdas al doctor H. H. Holmes, el asesino en serie que tantos desvelos causó a tu abuela el año pasado?
— Por supuesto— respondió él—. ¿Quién no lo recuerda? Mató a un montón de gente en su «castillo de las torturas».
— Exactamente— prosiguió el doctor—. En su «castillo de las torturas», un interminable laberinto de habitaciones y cámaras secretas, todas diseñadas por el propio Holmes para servir a sus propósitos sádicos.
— ¿Y?— preguntó el señor Moore—. ¿Eso qué tiene que ver con este caso?
— ¿Sabes qué fue lo primero que hizo Holmes cuando terminó de construir su castillo?
La expresión del señor Moore permaneció imperturbable.
— Supongo que matar a alguien.
— Correcto. Mató a la única persona del mundo que conocía los planos del edificio.
Por fin el señor Moore dejó de chupar ruidosamente el caramelo.
— Ah…— Alzó la cabeza lentamente—. No habrá sido…
— Sí— respondió el doctor en voz baja—, al constructor.
El señor Moore paseó la mirada de uno a otro de los presentes y se puso en pie repentinamente.
— Me voy a Brooklyn— dijo y corrió hacia la puerta antes de que alguien lo detuviera.
— Yo voy contigo— dijo Marcus siguiéndolo—. La placa podría resultar útil.
— ¡Necesitamos la causa exacta de la muerte!— les gritó el doctor cuando cerraban la puerta corredera del ascensor—. ¡Y cualquier detalle sobre las obras que haya contado a su familia, si es que la tenía!
Se oyó un portazo y el doctor masculló con desconsuelo:
— Debería haberlo supuesto. Ya es bastante difícil mantener a John concentrado cuando hace frío, pero en verano…— Hizo una pausa y volvió a estudiar el diagrama—. El sótano— repitió en voz baja—. El sótano…
— Lo lamento mucho, doctor— dijo la señorita Howard acercándose a él—. Soy yo quien debió haberlo supuesto.
El doctor procuró mostrarse benévolo.
— Dudo que hayamos perdido demasiado tiempo, Sara— dijo—. Incluso si descubrimos algún secreto terrible sobre la reforma del sótano, ¿qué podríamos hacer al respecto? Dada la actitud del señor Linares, la intervención directa de la policía queda descartada, y no sólo por el peligro que supondría para su esposa, sino también por cuestiones diplomáticas. Incluso si lográramos convencer a los capitostes de Mulberry Street de que investigaran el caso, ellos nunca actuarían contra la voluntad de un dignatario extranjero. Y ahora sabemos que si regresamos a la casa correremos un grave riesgo. Como ha dicho la señorita Devlin, una palabra de Elspeth Hunter y nos encontrarán en el fondo del río. También está el asunto de nuestro desconocido amigo que arroja dardos y cuchillos…
— ¿Ha descubierto algo sobre ese particular?— preguntó Lucius.
— Sólo obtuve fragmentos de información— respondió el doctor—, a los que habría que añadir una conjetura, una estrambótica conjetura, para obtener una respuesta probable. Tenemos dos armas. La primera, como había dicho usted, sargento detective, es característica de los piratas, mercenarios y vulgares ladrones que operan en las costas de Manila. La segunda es más misteriosa; un arma aborigen, según hemos deducido, que a juzgar por su pequeño tamaño podría proceder de alguna tribu de pigmeos del Pacífico Sur, África o Sudamérica. Aunque la estricnina nos permite precisar más su origen, porque parece ser que sólo la emplean de este modo los nativos de Java.
— ¿Java?— preguntó Lucius—. Pero Java está en las Indias Holandesas, muy lejos del sudoeste de Filipinas. Ese dato no encaja con la aparición del
kris.
— Así es, sargento detective— respondió el doctor—. Pero tenga en cuenta que los muelles de Manila son un nido de criminales y malhechores procedentes de lugares tan distantes como Europa, San Francisco y China. Un individuo que viva en esa región se familiarizará con armas originarias de sitios aún más lejanos que Java, y si está étnicamente predispuesto a usar un arma determinada, hay muchas posibilidades de que la adopte.
— ¿Qué quiere decir?— preguntó la señorita Howard.
El doctor dio media vuelta y se alejó del diagrama.
— En ciertas zonas aisladas de las Filipinas, por ejemplo el norte de la isla de Luzón o la península de Batán, hay pequeños grupos de pigmeos. Los españoles y los filipinos los llaman «negritos», aunque su verdadero nombre tribal es aeta. Son los residentes más antiguos de las islas y se cree que llegaron allí desde Asia cuando todavía había un puente de hielo en esa parte del Pacífico. Tienen rasgos negroides— el doctor nos miró a mí y a Cyrus— y miden aproximadamente un metro cuarenta de estatura. Por eso vistos desde cierta distancia podrían parecer…
— Niños de diez años— concluyó Cyrus.
— Exactamente.
La señorita Howard dejó escapar una exclamación de asombro.
— Dios mío— murmuró.
El doctor se volvió hacia ella.
— ¿Sara? Intuyo que acabas de recordar algo de tu conversación con la señora Linares.
— Sí— respondió ella con aire ausente, sin molestarse en preguntar cómo lo había adivinado—. Su esposo procede de una familia de diplomáticos. Cuando era joven, su padre ocupó un puesto en las dependencias del gobernador general de Manila.
El doctor se limitó a asentir con un gesto.
— En la isla de Luzón. Tenía que haber una conexión. Los aetas son una raza marginada en la sociedad filipina. Si alguno de ellos se encontrara en Manila, por cualquier motivo, el único sitio donde se toleraría su presencia sería en los muelles. Conservaría las habilidades para la caza y la lucha propias de su raza y con toda probabilidad adoptaría otros métodos de combate necesarios para su supervivencia. Y los aetas, como muchos otros aborígenes, tienen un gran sentido de la lealtad. Si un hombre de esta tribu trabaja para un hombre poderoso o entabla amistad con él…— Se dirigió a la señorita Howard—. Sara, tendrás que apañártelas de algún modo para ponerte en contacto con la señora Linares y averiguar si su marido ha tenido relación con un hombre semejante.
— No será fácil— respondió la señorita Howard—. La vigilan día y noche.
— Entonces tendremos que usar nuestra creatividad— sugirió el doctor—. Necesitamos averiguarlo. La conducta de ese misterioso hombrecillo sugiere dos intenciones aparentemente contradictorias. Debemos descubrir por qué, con el fin de prever si volverá a cruzarse en nuestro camino, y en tal caso, cuándo.— Mientras regresaba hacia el diagrama de la pared, su voz volvió a reflejar desaliento—. Aunque eso no nos resolverá el problema del condenado sótano… ¿Cómo entraremos? Y una vez dentro, ¿cómo descubriremos dónde está el escondite que ha construido la enfermera Hunter y si en realidad oculta allí a la niña?
Lucius gruñó.
— Rara vez apruebo los métodos habituales del departamento— musitó—, pero en este caso daría cualquier cosa por derribar la puerta y bajar con un sabueso para que husmeara a la niña.
Durante un par de minutos todo el mundo guardó silencio. Yo seguí sentado en el alféizar con las rodillas apretadas contra el pecho, esperando que a alguno se le ocurriera una idea mejor. Tan abstraído estaba que tardé en percatarme de un pequeño ruido: Cyrus se aclaraba la garganta y aparentemente su carraspeo iba dirigido a mí. Alcé la vista y vi que me miraba fijamente, con las cejas arqueadas como si dijera «¿Y?». No tenía idea de qué quería decirme y se lo demostré arrugando las cejas y encogiéndome de hombros. Cyrus miró a los demás para asegurarse de que seguían pendientes del diagrama, se acercó a la ventana y miró hacia la calle para que no oyeran lo que tenía que decirme.
— ¿Todavía te tratas con aquel chico del animalito?— murmuró apoyándose con un brazo en el marco de la ventana y llevándose una mano a la boca como si fuera un ademán casual.