Habíamos pasado el día ultimando los preparativos; yo preparando a
Mike
y los demás dándome instrucciones a mí. Yo no tenía dudas de que el hurón haría bien su trabajo, pues había llegado al estadio en que asociaba perfectamente su comida con el olor del camisón de Ana Linares. (El hecho de que hubiera desobedecido las órdenes de Hickie y hubiera empezado a darle los mejores cortes de carne de la carnicería del barrio había estimulado su natural entusiasmo hasta convertirlo en una auténtica manía.) En lo que a mí respecta, tenía confianza en mi habilidad para entrar en la casa; lo único que me preocupaba era la esperanza del doctor de que, además de rescatar a la pequeña Linares, fuera capaz de recordar cualquier detalle que lo ayudara a comprender las motivaciones profundas de la conducta de la enfermera Hunter. Comprendía su interés y no quería defraudarlo, pero él no sabía— ni yo habría podido hacérselo entender— lo que se siente cuando uno viola la ley e invade el territorio de otra persona: la actividad mental de naturaleza intelectual no suele figurar en la lista de prioridades.
Finalmente anocheció y los sargentos detectives y yo subimos a la calesa. Antes de marcharnos vi el semblante receloso del doctor y el de Cyrus no le iba a la zaga, pero allí estaban la señorita Howard y el señor Moore para animarlos, y cuando nos marchamos traqueteando por la calle Diecisiete ya demostraban un sincero entusiasmo. Entramos en la cochera sin incidentes— al menos eso interpretamos Marcus y yo bajo la lona—, cosa que facilitó la primera etapa que consistía simplemente en ocultarnos y esperar. A partir de ese momento y de acuerdo con nuestro plan, Lucius— que llevaba un revólver New Service calibre 32, la última novedad de la fábrica de Samuel Colt— vigilaría la casa de la señora Hunter desde el portal de una fábrica situada en Washington Street. Cuando viera salir a la enfermera regresaría a la cochera con la excusa de que había olvidado algo, nos haría una señal para indicarnos que no había moros en la costa y volvería a su puesto. Regresaría otra vez a las once cuarenta y cinco, dándonos aproximadamente una hora y media para hacer nuestro trabajo; tiempo más que suficiente si todo marchaba bien.
Como ya he dicho, después de la primera partida de Lucius, Marcus y yo pasamos unos veinte minutos de incomodidad y calor en la calesa. De vez en cuando oíamos entrar o salir a un caballo o un coche, pero prácticamente no movimos un músculo hasta que por fin reconocimos un golpecito en el lateral de la calesa. Sin retirar la lona, Lucius se inclinó y se llevó un maletín que había dejado bajo el asiento del conductor. Contenía una escopeta Holland and Holland del calibre 12 y una caja de cartuchos. Mientras nos esperaba, Lucius sería el hombre más fuertemente armado de la zona, y eso era mucho decir en un barrio como aquél y en los tiempos que corrían.
— Ya está— murmuró al otro lado de la lona—. Acaba de marcharse. Ha apagado la luz del tercer piso, de modo que parece que ha dejado a su marido en la cama. Llevaba un montón de maquillaje y…
A pesar de la oscuridad, vislumbré la expresión de disgusto de Marcus.
— ¡Lucius!— susurró.
— ¿Qué?— dijo su hermano.
— ¡Cierra el pico y vete de aquí!, ¿quieres?
— De acuerdo. El vigilante sigue en la acera. Creo que está borracho.
— ¿Quieres largarte de una vez?
— Vale, vale…
Oímos sus pasos alejándose y luego sólo el sonido distante de los petardos y de los fuegos artificiales que lanzaban al otro lado del río.
— Muy bien, Stevie— murmuró Marcus después de unos minutos mientras retiraba una punta de la lona—. Voy a echar un vistazo.— Asomó la cabeza y luego volvió a esconderla—. El camino está despejado. ¡Adelante!
Salimos de la calesa sin hacer ningún ruido. La noche estaba caldeada, pero el calor del verano todavía no había empezado a apretar, de modo que nuestras prendas oscuras no resultaban demasiado agobiantes. Yo llevaba un sencillo par de mocasines de cuero y Marcus, de momento, sólo calcetines. De su cuello colgaba un saco parecido a aquel en que se movía
Mike,
aunque más grande. Dentro había un par de botas de escalar con suelas claveteadas, una herramienta para separar los barrotes, un rollo de soga gruesa, una alzaprima y un pesado martillo. En la cartuchera de la cintura guardaba una pistola idéntica a la de su hermano, aunque del calibre 38 para asegurarnos una protección óptima si las cosas se ponían feas. Yo tenía en el bolsillo la Derringer de la señorita Howard, media docena de balas del 41 y un trozo de caño de plomo de veinte centímetros.
Cuando salimos de la calesa descubrimos que Lucius se las había ingeniado para estacionar junto a una de las ventanas del fondo, lo más lejos posible de la entrada y del vigilante. Gracias a ello no fue difícil abrir la ventana y salir a la callejuela de atrás, pero después de rodear sigilosamente el edificio nos encontramos con que el jardín de la enfermera Hunter estaba protegido por una pared de ladrillo de tres metros de altura. Por lo visto la habían construido recientemente, quizás en el último par de años.
— Vaya— dije mirando el muro—. Parece que hay alguien a quien no le gusta que le vean.
Marcus asintió y sacó la soga y las botas de escalar.
— Te ayudaré a subir y sujetaré un extremo de la soga. Cuando llegues al otro lado, busca un sitio donde atar el otro extremo.
— Póngase las botas— respondí. Sostuve la soga con los dientes mientras me agarraba a la piedra que formaba la esquina de la cochera—. Si no soy capaz de escalar esta pared sin ayuda— continué con la boca llena de esparto—, significará que he pasado demasiado tiempo fuera del oficio.
Agarrándome a las hendiduras de la esquina de la cochera y a un canalón que estaba lo bastante firme, llegué a la cima de la pared de ladrillo en un par de minutos, y lo habría hecho más rápido si no hubiera tenido que vigilar que
Mike
no se golpeara. No estaba nada mal si consideran que hacía años que no practicaba. Desde allí arriba tenía una buena vista del jardín de la enfermera Hunter y de las casas que daban a la callejuela desde Bank Street hacia el sur. Sólo había un par de ventanas iluminadas y ambas con luces tenues. Pero era imposible saber si alguien con buena vista iba a mirar por la ventana, de modo que era el momento de darnos prisa.
Consciente de ello, Marcus se había puesto apresuradamente sus botas, y cuando llegué a lo alto del muro ya sujetaba con fuerza la soga para ayudarme a bajar. Me até la soga a la cintura y comencé a descender por la pared del jardín de la enfermera Hunter. Una vez en el suelo, corrí hasta una de las ventanas traseras y examiné las rejas; eran firmes, no cabía duda, pero de momento sacaríamos ventaja de ese hecho. Enrollé la cuerda alrededor de los barrotes de hierro de dos centímetros de grosor, la até y di unos cuantos tirones. Soportarían fácilmente el peso de Marcus. Volví al muro y chasqueé varias veces los dedos.
Durante el caso Beecham, Marcus había llegado a la conclusión de que el asesino era un experto alpinista, y en el proceso él también había aprendido el arte de escalar. Así que no me sorprendió que llegara a lo alto del muro de ladrillos sin hacer el menor ruido ni que descendiera al suelo (cayó sobre un lecho de flores compuesto mayormente de tierra) tan silenciosamente como había subido. Ninguno de los dos se detuvo a recuperar el aliento o a examinar el jardín, pero a pesar de las prisas, no pudimos evitar fijarnos en su aspecto marchito. Estábamos en plena temporada de flores, pero el jardín— compuesto por senderos de piedra y retazos de hierba y flores, además de una patética enredadera que intentaba trepar por el muro de ladrillos— ofrecía una imagen de principios de marzo.
— No es natural— murmuré—. Por lo menos debería haber malas hierbas.
Marcus emitió un sonido de asentimiento, se estremeció y me tocó un brazo. Señaló la ventana, sacó el separador de barrotes y me lo entregó. La herramienta estaba formada por dos soportes de metal accionados por unas varillas de acero unidas con un gran tornillo central, que a su vez se giraba introduciendo en una ranura un extremo de la alzaprima y girándola. Puse el separador en posición y giré varias veces la palanca, mirando cómo las rejas de la ventana comenzaban a ensancharse, pero cuando los primeros barrotes tocaron los siguientes (estaban a apenas trece o quince centímetros de distancia), Marcus tuvo que intervenir para ayudarme a girar la alzaprima.
— Está infringiendo la ley, sargento detective— murmuré con una sonrisita.
— Lo sé— respondió él devolviéndome la sonrisa—. Pero hay leyes y leyes…
Las rejas cedieron con unos chasquidos que sonaron peligrosamente altos en el marchito y silencioso jardín, pero entonces retumbaron unos petardos a aproximadamente media manzana de distancia y comprendí que no estábamos haciendo demasiado ruido. Veinte segundos después había una abertura lo bastante ancha para que pasaran mis hombros y mi cabeza. Era todo lo que necesitaba.
— Ya está— murmuré y antes de que Marcus dejara la herramienta en el suelo yo ya tenía medio cuerpo dentro de la casa.
Sin embargo, me detuve cuando me tocó el hombro.
— Recuerda que no debes subir, pero si encuentras algo interesante…
— Ya lo sé.
— Ah, y no olvides registrar el secreter que está en la sala. Estaba cubierto cuando vinimos.
— Sargento detective, ya hemos convenido todos los pasos.
Marcus dejó escapar un suspiro, asintió y se retiró a un rincón oscuro. Yo terminé de colarme entre los barrotes y luego tiré con cuidado del zurrón donde estaba
Mike.
Al darme la vuelta descubrí que estaba en la cocina.
Lo primero que me llamó la atención fue un olor rancio, a podrido, no lo bastante fuerte para ser nauseabundo, pero inquietante de todos modos. Tal vez podría definirse de «insalubre»: un olor a sucio que ni las inmigrantes más pobres que había conocido en el Lower East Side habrían admitido en su cocina. En un extremo de la estancia había un cubo de basura sin tapa, cubierto por una nube de insectos. Al pasar junto al manchado fregadero me detuve a tocar las ollas y sartenes que colgaban del techo. Todas estaban cubiertas de una fina capa de grasa; una vez más, no estaban mugrientas, pero tampoco limpias. Me limpié los dedos en los pantalones y seguí mi camino.
Los demás me habían dicho que había un estrecho pasillo entre la cocina y el salón y que la entrada al sótano estaba debajo de la escalera. Entré en el salón, que estaba amueblado con unos pocos trastos viejos: una butaca, un sofá, una mecedora. Encima de la pequeña chimenea había una destartalada repisa de madera y una alfombra polvorienta y llena de manchas cubría el suelo. A la izquierda de la puerta por la que había entrado estaba el secreter que había mencionado Marcus, un mueble barato de contrachapado lleno de desportilladuras y arañazos. Esa noche no estaba cubierto y a la luz que se filtraba a través de las ventanas vi que al otro lado de las puertas de cristal había libros y fotografías viejas: descoloridos daguerrotipos de un hombre y una mujer arrugados junto a una serie de fotografías más recientes y enmarcadas de niños pequeños. Estos últimos eran retratos individuales, pero también había una foto de grupo de tres niños mayores. Ninguno sonreía.
Tiré de la tapa de la parte inferior del secreter, pero estaba cerrada con llave. La endeble cerradura era tentadora— la habría abierto en menos que canta un gallo—, pero pensé que debía empezar por lo más importante. Al otro lado de la sala estaba la escalera y debajo de ésta la entrada al sótano. Caminé con sigilo hacia la escalera mirando hacia arriba para asegurarme de que todo estaba en orden y luego saqué un frasquito de aceite industrial del bolsillo de la camisa. Después de engrasar las bisagras de la puerta del sótano, me guardé el frasco en el bolsillo. Volví a limpiarme las manos en los pantalones, hice girar el pomo y la puerta se abrió sin hacer ruido.
Los peldaños se perdían en la oscuridad. No había querido cargar con una lámpara, pues ya tenía bastante con
Mike,
pero tenía una vela y cerillas. Además, habíamos notado que la luz del portal era eléctrica, y dado que la casa era muy pequeña, dedujimos que la instalación cubriría todo el edificio. Así que bajé a tientas en la oscuridad, buscando un interruptor eléctrico a medida que mis ojos se adaptaban. A medio camino divisé uno en el techo del sótano, fácil de alcanzar desde donde me encontraba. Volví sobre mis pasos para cerrar la puerta, regresé, encendí la luz y bajé.
En cuanto puse un pie en el suelo de tierra,
Mike
comenzó a moverse y a emitir pequeños chillidos dentro del zurrón.
— Muy bien,
Mike
— murmuré—, dame un minuto.
Al mirar a mi alrededor descubrí que el diagrama del señor Moore era bastante acertado: sólo se veía una caldera situada contra la pared divisoria, unos armarios que contenían viejas latas de pintura, unas cuantas herramientas de jardinería (oxidadas, como era de esperar), sillas y una mesa que estaban en peor estado aún que las de arriba, una pequeña colección de marcos vacíos y una estantería de madera con frascos de mermelada. En lo único que el señor Moore se había equivocado era en el suelo, y su error era comprensible: aunque era de cemento, estaba cubierto por una capa de hollín y polvo tan gruesa que era fácil confundirlo con tierra.
Pero no había el menor rastro de la pequeña Ana, ninguna indicación de que estuviera allí.
A esas alturas
Mike
parecía ser presa de un ataque de nervios dentro del zurrón, y cuando bajé la vista descubrí que asomaba el hocico por entre las hebillas cerradas.
— Vale,
Mike,
es tu turno, pequeño— dije mientras abría las hebillas.
Sólo había abierto una cuando escapó del zurrón y comenzó a moverse como la primera vez que lo había visto, como si su cuerpo fuera líquido. Bajó por mi pierna hasta el suelo, puso el hocico a la altura de las patas delanteras y corrió alrededor de la caldera. Se detuvo un segundo y se incorporó sobre las patas traseras para estudiar toda la estancia con sus ojitos oscuros. Luego empezó a dar vueltas alrededor de los muebles, pasó entre los marcos de fotos y se subió a uno de los armarios.
— ¿Qué pasa,
Mike
?— pregunté arrugando la frente, pero el hurón se limitó a dar otra vuelta por el sótano como un perro ciego en una carnicería; olía a la niña, pero no la encontraba. Por fin llegó junto a la estantería llena de frascos de mermelada, que estaba en la pared divisoria y junto a la caldera, y pensé que iba a darle una apoplejía. Saltó a uno de los estantes, se escondió detrás de los frascos, reapareció y pasó al estante siguiente con un movimiento fluido y rápido como un rayo. Pero poco después regresó al suelo y se detuvo en un lateral de la estantería.