Por un segundo me quedé en blanco, e incluso cuando comprendí de quién hablaba no me aclaré gran cosa.
— ¿Hickie
el Huno
?— pregunté—. Claro, pero…
— Y has visto la casa de esa mujer— prosiguió Cyrus—. ¿Crees que podrías entrar?
Me sorprendió que me preguntara algo así; al fin y al cabo, se suponía que yo estaba totalmente reformado.
— ¿En esa casa?— respondí por fin—. Seguro, pero…
— Todo depende de ti, Stevie— dijo mirándome fijamente—. Si quieres hacerlo…
Se alejó otra vez, dejándome confundido.
— Pero Cyrus…— murmuré con tono apremiante, tan apremiante que el doctor se dio la vuelta.
— ¿Stevie?— dijo—. ¿Puedes contribuir en algo?
Me volví y negué inocentemente con la cabeza.
— No, señor.
— Sí que puedes— murmuró Cyrus de cara a la pared.
— Muy bien— dije—. Si eso es lo que quieres…
— ¿Qué pasa?— preguntó el doctor, desconcertado—. Stevie, si se te ocurre cómo resolver este embrollo, entonces…— Señaló el diagrama.
No me moví de inmediato, sino que seguí sentado dándole vueltas al asunto. Luego gruñí y me puse en pie. No podía hacer otra cosa. Después de todo yo había puesto mi granito de arena para convencer al doctor de que nos ayudara a rescatar a la pequeña Linares, y mientras cruzaba la estancia arrastrando los pies, decidí que si sabía qué camino tomar a continuación le debía esa información. Así que miré a Cyrus como diciendo «gracias por nada», a lo que él respondió con una sonrisa, y me reuní con los demás frente al diagrama.
— Ejem— dije sin saber por dónde empezar—. Tal vez no sea necesario hacerlo como dice el sargento detective Lucius. Quiero decir que podríamos hacer lo mismo sin levantar la liebre.— Señalé el diagrama—. Si dice que es posible detectar el olor de la niña en el sótano, aunque no sepamos exactamente en qué lugar la ha escondido la enfermera Hunter, bueno… No es preciso entrar con la poli y un sabueso para descubrirlo. ¿Alguien se fijó en las ventanas de la parte trasera de la casa?
— Sí— respondió Lucius—. Yo me fijé. Han instalado barrotes. No son demasiado gruesos, pero están dispuestos a intervalos regulares.
— Así que habría que ensancharlos— respondí yo.
Lucius asintió.
— Pero incluso así, sería difícil hacer una abertura lo bastante grande para que pase una persona.
— Querrá decir una persona adulta— repliqué—. Para eso ponen los barrotes, pero…
Tal como me miró el doctor, parecía que no acababa de decidir si debía poner cara seria o de entusiasmo.
— Stevie, ¿estás sugiriendo que tú sí podrías entrar?
Asentí con eso que suelen llamar «extrema reticencia».
— Me fijé en que en la casa de al lado hay unas cocheras. Un buen sitio donde esconderse antes de entrar. Luego tendría que separar los barrotes, colarme y registrar el sótano. Si encontrara a la niña, podría sacarla.
— ¿Y cómo la encontrarás?
Me encogí de hombros y respondí:
— Tengo un amigo…— Sentí los ojos del doctor fijos en mí—. Bueno, tenía un amigo especializado en casas de varias plantas, igual que yo antes. Lo llamamos Hickie
el Huno,
porque dice que viene de una familia de aristócratas alemanes. Aunque no es verdad; creo que eran holandeses o algo así. La cuestión es que tiene un hurón amaestrado,
Mike.
Hickie lo lleva en una bolsa cuando va a hacer sus trabajitos.
Mike
puede meterse en los sitios más pequeños.— Volví a señalar el diagrama—. Y yo podría llevarlo conmigo. Tiene un olfato increíble.
— Pero ¿cómo sabrá lo que buscamos?— preguntó la señorita Howard.
— Hickie tiene un truco— respondí—. Pone en la jaula de Mike algo que tiene el aspecto o el olor de lo que busca y no le da de comer hasta que aprende a reconocerlo. No suele tardar mucho; apenas unos días.
Lucius sopesó la cuestión durante unos instantes y luego miró al doctor Kreizler.
— Doctor— dijo con un tono que indicaba que conocía los riesgos, pero que aun así estaba entusiasmado—. Podría funcionar.
— Pero ¿no sería conveniente buscar la manera de que los Hunter salgan de la casa?— preguntó la señorita Howard.
— Sólo la mujer— respondí—. Y si acostumbra a ir a ver a Goo Goo Knox… Bueno, lo único que tenemos que hacer es esperar a que se marche cualquier noche. Si su marido está tan mal como dicen, no creo que se ocupe de la niña. Seguro que la enfermera Hunter la esconde cuando sale. Entraré por la planta baja, puede que por la cocina, y después iré directamente al sótano. Duermen en la planta alta, ¿no? Oímos al marido mientras esperábamos fuera.
— Así es— se apresuró a responder Lucius.
— Será fácil escapar aunque él esté arriba. Lo he hecho muchas veces. Nunca con una niña, claro, pero ¿qué diferencia hay entre un saco lleno de cosas y un bebé?
No quedaba nada que explicar sobre el trabajo en sí, de modo que imaginé lo que me esperaba cuando el doctor dijo: «¿nos disculpan un momento, por favor?», y me llevó hacia el fondo de la habitación. Una vez allí se cruzó de brazos, me miró fijamente durante algunos segundos y luego se volvió hacia la ventana.
— Stevie, tu plan me pone bastante nervioso.
— A mí también— dije—. Si se les ocurre algo mejor, seré el primero en aceptarlo.
— Ese es el problema— respondió él—. Que no se nos ocurre nada mejor y tú lo sabes.
— Sí. Pero la idea no fue mía, sino de Cyrus. Además, no tiene por qué ser peligroso. Si pone a uno de los sargentos detectives a vigilar y tenemos la calesa preparada en la cochera, todo saldrá bien. Un arma y una placa bastarán para ahuyentar a cualquiera. Salvo a los Dusters, claro, pero cuando ellos descubran lo que pasa, si es que lo hacen, ya nos habremos largado.
Naturalmente, no iba a conseguir que el doctor se alegrara de ver cómo me ponía en peligro o volvía a las andadas, pero la expresión de su cara indicaba que sabía que no teníamos otra opción. El entusiasmo de la señorita Howard y del sargento detective Lucius fue como la guinda del pastel. Así que a eso de las dos salí nuevamente hacia mi antiguo barrio, en busca de Hickie
el Huno
y
Mike.,
su hurón.
Aunque la tarde era más fresca de lo habitual para un verano en Nueva York, supuse que encontraría a Hickie nadando en las proximidades de los muelles del río East; el agua le gustaba tanto como a un pez. Además, donde había barcos había mercancía y la mejor manera de reconocer el terreno era darse un chapuzón inocente. No es que desvalijar barcos fuera la especialidad de Hickie; como ya he dicho, era un ladrón de casas, un experto en plantas altas, lo bastante bueno en su oficio para trabajar solo y al mismo tiempo lo suficientemente respetado para unir fuerzas con cualquier grupo que le conviniera para un trabajo determinado. En el fondo era un solitario, aunque nunca despreciaba la compañía de los animales. Vivía en un sótano abandonado de Monroe Street, al norte del puente de Brooklyn, con una variopinta colección de perros, gatos, ardillas, serpientes, mapaches y vaya usted a saber qué más. El único animal que detestaba eran las ratas, y entrenaba a sus mascotas para que las mantuvieran alejadas de su casa. Verán, cuando Hickie tenía dos o tres años, sus padres, unos inmigrantes que trabajaban haciendo cigarros en un apartamento alquilado de Eldridge Street, fueron asaltados y asesinados y pasaron más de veinticuatro horas antes de que alguien descubriera el crimen y al niño superviviente; tiempo más que suficiente para que las ratas dieran buena cuenta de los cadáveres. Aquella visión de los roedores devorando a sus padres bastó para que a partir de ese momento Hickie se empeñara en matar a cualquier rata que veía, lo que en una ciudad como Nueva York significaba que nunca le faltaba algo que hacer.
Tal como había imaginado, esa tarde Hickie estaba en el río, detrás del Fulton Fish Market— un edificio grande con tres torres que llamaban «cúpulas»— nadando desnudo con un grupo de chicos. Junto a los nadadores había un par de goletas de carga y un barco de vapor de paletas, además del transbordador de Fulton, cuya estación estaba pegada al mercado. Un par de niños pequeños saltaban desde el bauprés de las goletas y en cualquier momento se partirían el pescuezo contra los muelles. Pero eso no parecía importarle a nadie, y mucho menos a Hickie, que a menudo decía que cualquier crío que nadara solo en un río con corrientes tan peligrosas como el East estaba en condiciones de decidir por sí mismo cómo y cuándo se rompería la crisma.
Me abrí paso entre los bulliciosos y hediondos mercachifles que ofrecían sus productos fuera del mercado, di la vuelta al edificio y bajé hasta las aguas eternamente turbias y agitadas donde chapoteaban los chavales.
— ¡Eh, Hickie!— grité cuando vi emerger su cabeza a la superficie—. ¡Si quieres morir de neumonía, has encontrado la forma de conseguirlo!
Me sonrió mostrándome el gran hueco entre los dientes delanteros que le habían abierto un par de polis.
— ¿Qué dizes, Ztevie?— preguntó. Sus «eses» se perdían a través del hueco—. Ez un día perfecto para nadar.
— Sal— respondí—. Quiero ofrecerte un trabajo.
Hickie se apartó el pelo negro de la frente y nadó con rapidez y agilidad hacia donde estaba yo sentado.
— Bueno, dezpuéz de un buen chapuzón, loz negozioz— dijo. Salió del agua como un pálido relámpago y corrió hacia su ropa. Se secó con un trapo que quizás en un tiempo hubiera sido una toalla y se vistió a toda prisa—. ¿Qué ez de tu vida, Ztevie? Haze tiempo que no te veo.
— No vengo mucho por aquí— respondí mientras pensaba que su voz se había vuelto más grave. Hickie tenía un par de años más que yo, pero era bajito para su edad—. El trabajo. Ya sabes, cuando uno lleva una vida decente siempre está ocupado.
— Por ezo yo no la llevo— dijo Hickie, vestido ya con una camisa vieja, pantalones de lanilla y tirantes. Se calzó un par de zapatos llenos de arañazos, me estrechó la mano y por fin se encajó una gorra de minero hasta que prácticamente le cubrió un ojo—. Tengo que nadar ziempre que ze me antoja; no cambiaría ezto por nada del mundo. ¿Qué te trae por aquí, chaval?
Junté unas cuantas piedras y empecé a arrojarlas al río.
— ¿Todavía tienes a
Mike
?
—
¿Mike
?— preguntó Hickie como si acabara de nombrar a un miembro de su familia—. ¡Claro que tengo a
Mike
! Nunca me dezharía de él, Ztevie, ez mi chico. Un matarratas nato, ezo ez lo que ez.
— ¿Alguna vez lo alquilas?
— ¿Alquilarlo?— Hickie se cruzó de brazos, se llevó una mano a la barbilla y se hurgó la nariz con aire pensativo—. No…, nunca ze me ha pazado eza idea por la cabeza. No zé zi eztaría bien. Ya zabez que
Mike
ez un tipo ezpezial.
Hablaba totalmente en serio, y nadie habría convencido a Hickie de que los animales eran simplemente animales.
— Me gustaría contratar sus servicios— le expliqué—, tal vez por una semana. La paga será estupenda.
Hickie siguió hurgándose la nariz.
— ¿Una zemana? Bueno…— De repente se le ocurrió una idea—. ¿Por qué no vamoz a preguntárzelo? Zi
Mike
ze lleva bien contigo, Ztevie, zerá una zeñal de que quiere el trabajo, y no zeré yo quien ze interponga en zu camino.
Hickie echó a andar hacia el agujero que llamaba hogar con el paso propio de una versión canija de cabecilla del hampa, y mientras caminaba a su lado, pensé que el chico tenía un futuro brillante siempre y cuando se mantuviera un paso por delante del largo brazo de la ley.
Nos pusimos al corriente de nuestras respectivas vidas en el camino hacia Monroe Street, que estaba en una de las zonas más viejas y miserables de la ciudad. El edificio de Hickie, igual que los que lo rodeaban, era una decrépita estructura de madera, una ruina del siglo pasado, y lo que él llamaba «sótano» se parecía más a una cueva. Entramos por una callejuela trasera— atestada de montículos de ceniza y ropa tendida— y bajamos por una escalera de piedra hasta su cueva con suelo de tierra. El sótano estaba en penumbra, iluminado sólo por la escasa luz que se colaba a través de una ventana alta y mugrienta, pero eso no impidió que un montón de perros comenzaran a ladrar en cuanto nos oyeron llegar. Una vez dentro, Hickie encendió una lámpara de queroseno y el lugar cobró vida: no sólo había perros saltando y ladrando, sino también gatos que escapaban de esos perros y les bufaban, y docenas de otros animales más pequeños moviéndose de tal modo que daba la impresión de que las paredes estaban vivas. Hickie los saludó efusivamente a todos, cosa que le llevó un buen rato. Yo esperé con cautela, pues no sabía cuáles de aquellas bestias podían ser peligrosas para un extraño y cuáles no.
Además de los escasos muebles de Hickie, había un viejo fregadero con un cubo de basura debajo, cuyo contenido estaba esparcido por la estancia y del cual salió un mapache de mediano tamaño que miró a Hickie con expresión culpable.
— ¡
Willie
!— gritó Hickie mientras se dirigía hacia el cubo a una velocidad que hacía difícil (aunque no imposible) que el mapache escapara por el único caño de agua del fregadero—. ¿Cuántaz vezez tengo que dezirte que no te metaz en la bazura? Te comportaz como zi no te diera de comer, maldito ingrato…
No pude contener la risa.
— Hickie, por todos los diablos, es un mapache, ¿qué esperas?
Hickie se puso en jarras y siguió mirando fijamente al animal.
— Ezpero que ze comporte con un poco de cortezía y gratitud; de lo contrario tendrá que dormir en la calle. ¡Ezo ez lo que ezpero!— Se dirigió a la parte delantera del sótano, encendió otra lámpara y la trajo consigo—. Lo he llamado como eze tal kaizer Wilhelm, ya sabes, pero él no ze molezta en portarze como un emperador, de ezo nada…— Hickie me llamó con una seña, y cuando vi que una serpiente de tamaño considerable se aproximaba a mis pies, decidí plantar cara a los demás animales e internarme en las profundidades de la cueva—. Muy bien— dijo Hickie—, ven a zaludar a
Mike.
En la oscuridad apenas distinguí una estructura grande encima de unas cajas, pero cuando Hickie alzó la lámpara vi que se trataba de una jaula construida con unas tablas de madera y tela metálica de gallinero, en cuyo interior una sombra larga y delgada correteaba con movimientos bruscos, sacudiendo una cola igualmente larga y peluda.
— ¡
Mike
!— Hickie había trepado lo bastante alto para dejar la lámpara y se sentó en una de las cajas que había junto a la jaula—.
Mike,
un viejo amigo ha venido a prezentarte zus rezpetos y a hazerte una propozizión… ¡Eh,
Mike
!— De súbito Hickie sonrió de oreja a oreja, poniendo aún más en evidencia el boquete entre sus dientes—. ¡Ztevie! ¡Mira ezto!