El ángel de la oscuridad (70 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El ángel de la oscuridad
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Todo esto sonaba muy interesante y la señorita Howard y yo todavía deseábamos asistir a alguna entrevista, pero nadie envidiaba al doctor por haberse convertido en objeto de la ira de Libby Hatch, pues ya teníamos ejemplos de sobra de cómo lidiaba ella con la gente— menuda o mayor— que interfería en sus planes. Confieso que cuanto más oía hablar del proceso de evaluación, más me preocupaba por el doctor, hasta que le pregunté si durante las entrevistas había alguna otra persona para protegerlo de un súbito e imprevisto arrebato de Libby. Me respondió que sí, que Henry permanecía en la puerta de la celda durante cada minuto de las entrevistas, pendiente de lo que ocurría en el interior.

Los esfuerzos de los sargentos detectives y el señor Moore por enterarse de lo que tramaba Darrow en Saratoga habían sido tan estériles como los nuestros por averiguar algo del pasado de Libby. Por lo menos hasta el sábado. Porque esa noche, mientras el doctor nos hablaba de su última entrevista con Libby en el comedor de Picton, ellos llegaron más tarde de lo habitual y de mejor humor del que tenían al marcharse por la mañana. Por lo visto, finalmente habían tenido un golpe de suerte, encarnado en la persona de un investigador privado de Nueva York que trabajaba para Darrow. Lucius conocía al investigador, y cuando éste se había presentado en el Grand Union para informar a Darrow, el sargento detective lo había interceptado y le había sacado información (sin decirle que trabajaba para la parte contraria, desde luego). Aunque el individuo no había entrado en detalles, sus comentarios habían confirmado que Darrow se proponía averiguar todo lo posible de las actividades y la situación del doctor en la ciudad, incluyendo los problemas causados por el suicidio de Paulie McPherson. Esto no nos sorprendió, pues desde el principio habíamos sospechado que Darrow usaría al doctor para rebatir nuestros argumentos contra Libby Hatch. Pero una referencia casual de Lucius alarmó al doctor.

— A propósito— dijo Lucius y sonrió a la señora Hastings que le ponía un plato de comida delante—. Ha contratado a su propio alienista para que haga una evaluación del estado mental de Libby.

Picton pareció intrigado.

— ¿De veras? ¿Por qué? Ha dejado bastante claro que no se propone apelar a la enajenación mental como línea de defensa.

— Es cierto— repuso el doctor—, pero cuando en un caso como éste el ministerio fiscal presenta un testimonio del estado mental de una persona, la defensa casi siempre considera que ha de responder con las mismas armas. Con toda seguridad, Darrow aprovechará la oportunidad para demostrar que la muerte de los niños ha tenido un efecto devastador en Libby y que ésta es una madre competente, lo bastante equilibrada para cuidar no sólo de sus hijos, sino también de los de otras personas. Por casualidad, Lucius, ¿su colega no mencionó el nombre del alienista?

— Pues sí— respondió Lucius mientras atacaba la comida casera a la que todos nos habíamos aficionado tanto desde nuestra llegada a Ballston Spa. Rebuscó en sus bolsillos con una sola mano, negándose a soltar el tenedor—. Lo apunté en alguna parte… Ah.— Sacó un papelito del bolsillo interior de la chaqueta—. Aquí está. White. William White.

El doctor dejó de masticar y miró a Lucius con cara de preocupación.

— ¿William Alanson White?— preguntó.

Lucius volvió a consultar el papel.

— Sí— respondió.

— ¿Qué pasa, Kreizler?— preguntó el señor Moore—. ¿Lo conoces?

— Desde luego— dijo el doctor.

Apartó su plato, se puso en pie despacio y cogió una copa de vino.

— ¿Algún problema?— preguntó Picton.

Los ojos negros del doctor se dirigieron a la ventana y contemplaron la noche.

— Sin duda es un misterio. White…— Tras meditar algunos segundos más, el doctor pareció despertar y volvió a unirse a la conversación—. Es uno de los mejores de la nueva generación, un hombre brillante y muy imaginativo. Ha trabajado en el State Hospital de Binghamton y ha hecho una investigación fascinante sobre la mente criminal, en particular sobre el inconsciente. Y pese a ser bastante joven, se ha convertido en un buen perito.

— ¿Es enemigo suyo?— preguntó Marcus.

— Al contrario— respondió el doctor—. Nos hemos reunido en varias ocasiones y mantenemos una correspondencia fluida.

— Es curioso— dijo la señorita Howard—. Cualquiera hubiera dicho que si Darrow se molestaba en llamar a un perito, escogería a uno contrario a sus teorías.

— Sí— respondió el doctor con un gesto afirmativo—, pero eso no es lo más curioso, Sara. White y yo coincidimos en nuestra mala opinión del sistema penal de este país, de sus métodos para combatir el crimen y tratar a los enfermos mentales. Pero no estamos de acuerdo en la definición de la enfermedad mental en sí. Su clasificación es más amplia que la mía y él incluye muchas más conductas criminales que yo bajo el epígrafe de «actos demenciales». Por lo tanto, casi siempre que se presenta como perito en un juicio es para demostrar que el acusado está desequilibrado y que en consecuencia no es legalmente responsable de sus actos.

— Hummm— murmuró Picton—. Lo que nos conduce otra vez a la idea de que Darrow se ha guardado la carta de la locura en la manga por si tiene que utilizarla más adelante. Aunque yo nunca habría dicho que fuera tan tonto.

— Ni yo— convino el doctor—. El atenuante de enajenación mental rara vez resulta eficaz cuando se introduce en la mitad de un juicio. Cualquier jurado se da cuenta de que un cambio en la declaración inicial es un acto desesperado.

— Entonces ¿qué se propone Darrow?— preguntó el señor Moore, mirando a Picton y al doctor con cara de desconcierto.

Él negó lentamente con la cabeza.

— No lo sé, y eso me preocupa. De hecho, hay muchas cosas de nuestro adversario que me preocupan.— El doctor se paseaba junto a la ventana mientras hacía rotar la copa de vino entre sus manos—. ¿Habéis descubierto cuándo llegará White?

— El martes por la noche— respondió Lucius—. Una vez comenzado el juicio.

— Así yo tendré poco tiempo para discutir con él— dijo el doctor con un gesto de asentimiento—. Buena jugada. Pero ¿qué diablos pretende Darrow que diga White?

Pronto conoceríamos la respuesta a esa pregunta, una respuesta que más tarde nos ayudaría a comprender por qué Darrow estaba destinado a convertirse en el mejor abogado criminalista de la historia de nuestro país.

43

Comenzamos a conocer a Darrow el martes por la mañana, cuando un montón de granjeros, dependientes de tiendas y empleados de hoteles de todos los confines del condado de Saratoga se congregaron en los tribunales de Ballston Spa para averiguar si pasarían las semanas siguientes como miembros del jurado de un proceso que popularmente ya se conocía como el «juicio Hatch».

Desde el principio del proceso, Darrow demostró que sabía muy bien lo que tramaba Picton, y estaba decidido a desbaratar sus planes. A cada uno de ellos se le concedían veinte «recusaciones sin causa»— el derecho a rechazar a un aspirante sin especificar un motivo— y Darrow ejerció este derecho para descartar a diez candidatos que no podrían haber encajado mejor en la descripción de Picton y el doctor del miembro del jurado ideal. Todos ellos eran pobres pero listos, con unos conocimientos del mundo que no parecían corresponderse con el hecho de que ninguno de ellos había salido del país, ni siquiera del estado. Cuando le llegó el turno de interrogar a estos individuos, Darrow los trató con amabilidad, algo previsible, pues estaba demasiado interesado en ganarse el favor del público. Entablaba cordiales conversaciones con ellos sobre el estado del comercio en el pueblo o sobre cómo influiría el clima húmedo y fresco de ese verano en la cosecha, pero en cuanto alguno de estos hombres mencionaba que había crecido en una cabaña de una sola habitación o, peor aún, que su madre, abuela, tía o hermana había tenido ocasionales raptos de violencia, el defensor lo despedía con un cordial «gracias», sin dar ninguna explicación.

Picton, por su parte, no se dejaba engañar por la actitud aparentemente humilde e inocente con que Darrow interrogaba a los candidatos más prósperos y educados sobre la «condición natural» del hombre y la mujer y sobre la posibilidad de que la sociedad humana se hubiera deteriorado hasta el punto de que los vínculos fundamentales entre los miembros de la especie— lo que Darrow llamaba «la ley natural de la sociedad humana»— se rompieran sin razón. Darrow no dijo explícitamente que el vínculo entre una madre y su hijo formara parte de esa «ley natural». No necesitaba hacerlo, pues estaba claro que la mayoría de los asistentes al juicio así lo creía. Pero del mismo modo que Darrow rechazaba a los candidatos que no tenían reparos en hablar de la violencia femenina, Picton descartaba a cualquier persona que manifestara su creencia en estos vínculos «naturales» o «fundamentales». Finalmente Darrow protestó, argumentando que Picton arremetía contra las «leyes naturales», un concepto que en su opinión era la base de la Constitución y la Declaración de Independencia de Estados Unidos. Picton respondió que el tribunal no tenía por qué entrar en discusiones filosóficas, que su competencia era el derecho penal y no las leyes naturales. Aunque el juez Brown no simpatizara con esta actitud, Picton estaba en su derecho de adoptarla y acogiéndose a él rechazó a muchos de los candidatos favoritos de Darrow.

A mediodía, los dos abogados estaban a punto de agotar su cuota de recusaciones sin causa y habían descartado a pocos candidatos por razones concretas, de modo que cuando llegó la hora del receso sólo habían seleccionado a la mitad del jurado. Todo parecía indicar que la sesión de la tarde sería más tensa que la de la mañana, pues cuando los dos abogados se quedaran sin recusaciones, tendrían que dar un montón de explicaciones para rechazar a un aspirante determinado. El derecho de ambos a hacer recusaciones sin, causa se terminó a las tres de la tarde, cuando todavía faltaba elegir a cinco miembros del jurado, y aunque Picton confiaba en que podría convencer a la mayoría de los ya seleccionados para que vieran las cosas a su manera, también sospechaba que el juez Brown simpatizaría más con las razones de Darrow para rechazar candidatos que con las suyas. Y tuvo ocasión de comprobar que sus sospechas eran fundadas. Darrow insistió en su idea de que la «ley natural» era el pedestal que sostenía la sociedad y el gobierno norteamericanos; en su opinión, cualquiera que creyera que los «vínculos de la naturaleza podían romperse caprichosamente» estaría poniendo en entredicho los valores fundamentales de Estados Unidos y, en consecuencia, no tenía nada que hacer en un jurado norteamericano.

En palabras del doctor, era un «razonamiento absurdo pero eficaz», que Darrow expresaba como si estuviera profundamente convencido de él, aunque con toda probabilidad lo había concebido para ese caso y ese pueblo en particular. (Esta teoría se confirmó cuando descubrimos que el juez Brown había sido oficial durante la guerra de Secesión, un dato que sin lugar a dudas Darrow ya conocía.) Picton no disponía de excusas filosóficas tan simples para rechazar a los aspirantes; de hecho no se le ocurría ninguna que satisficiera al anticuado concepto de patriotismo del juez Brown. Lo único que le quedaba era alegar que las ideas personales sobre política, filosofía o religión no debían influir en el juicio de un caso de homicidio, donde las pruebas, y no las creencias, debían determinar la culpabilidad o inocencia del acusado. Al juez Brown estas ideas se le antojaban un tanto anodinas, y a medida que las sombras se alargaban en el suelo de la sala comenzaban a cansarlo, mientras que los deliberados intentos de Darrow por apelar a los sentimientos más profundos del viejo— expresados con la «sencilla» oratoria del Medio Oeste que tan bien dominaba el abogado— parecían cada vez más persuasivos y atrayentes.

Cuando los doce asientos del jurado estuvieron ocupados, habría sido imposible determinar cuál de las partes tenía las de ganar basándose en las inclinaciones personales de los hombres allí sentados. No obstante, si yo hubiera tenido que apostar, lo habría hecho en favor de Darrow, y de hecho esa noche el señor Moore me confirmó que ésa era la opinión generalizada, pues en el casino las probabilidades en contra de un veredicto de culpabilidad habían subido a sesenta a una. Picton tendría que librar una dura batalla.

Sin embargo, las pruebas y los testigos jugaban a nuestro favor, y todavía no había razones para pensar que éstos no influirían en aquellos miembros del jurado que dudaban de los cargos contra Libby Hatch; al fin y al cabo era lo que había ocurrido con el sheriff Dunning, que a pesar de su escepticismo ante las acusaciones del ministerio fiscal, había cambiado radicalmente de opinión tras asistir a la vista del jurado de acusación. Con esta idea en mente, Picton permaneció en su despacho hasta última hora del lunes, repasando su exposición preliminar para la mañana siguiente y su estrategia para presentar las pruebas circunstanciales y llamar a los testigos. A eso de la medianoche, la señora Hastings me pidió que le llevara algo de comer a los tribunales, donde lo encontré trabajando frenéticamente, fumando, leyendo, ensayando y tirándose de los pelos de la cabeza y de la barba como si quisiera hacerse daño. Esa escena hizo que me maravillara aún más de su actitud fría y serena en la sala: ya sabía que no hay forma de predecir en qué circunstancias una persona determinada se siente más cómoda ante el mundo, pero en este caso la diferencia entre el nervioso y extraño hombrecillo que veíamos fuera de los tribunales y el sereno y brillante abogado que llevaba el caso contra Libby Hatch era tan extrema que resultaba turbadora.

Pero Picton siempre despertaba admiración en los tribunales, y volvió a hacerlo a la mañana siguiente, cuando abrió el caso contra Libby Hatch. A las diez el juez Brown inició la sesión con un golpe de mazo e Iphegeneia Blaylock preparó sus ágiles manos para copiar la exposición preliminar de Picton. Cuando el ayudante del fiscal del distrito se levantó para dirigirse al jurado, en su rostro no había rastros de la sonrisa perversa que había lucido durante la lectura de los cargos y la selección del jurado. Estaba absolutamente serio, convencido— o eso creí intuir— de que su cambio de actitud captaría la atención del jurado desde el principio. Vestido con un traje oscuro que parecía reforzar la idea de que estaba allí por razones profesionales y no personales, Picton se paseó delante de la tribuna del jurado durante un minuto antes de empezar a hablar y sólo abrió la boca cuando vio una expresión atenta y receptiva en las caras de los doce miembros.

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