El siguiente en subir al estrado fue el doctor Benjamin Lawrence, el médico y forense de Ballston Spa. Explicó que al llegar a casa de los Hatch había encontrado a la señora de la casa en estado de histeria y a los niños ensangrentados tendidos sobre los sofás y la mesa del salón. Después de administrar láudano a la madre para tranquilizarla, había examinado a los niños y comprobado que Matthew y Thomas estaban muertos. Sin embargo, Clara, contrariamente a lo que creían la señora Wright y Libby, estaba viva. Tras comprobar que el pulso de la niña era débil pero perceptible, el doctor Lawrence le había dado media pastilla de nitroglicerina y le había inyectado brandy en la vena para que su corazón latiera más aprisa. A continuación se concentró en detener la hemorragia. Pero la herida escapaba a su competencia, y había telefoneado al doctor Jacob Jenkins, un cirujano de Saratoga, para que acudiera de inmediato. Jenkins sería el siguiente testigo del ministerio fiscal, pero antes de terminar con el primer médico, Picton le preguntó si el estado de histeria en que se encontraba la señora Hatch la había incapacitado para moverse. El doctor Lawrence respondió con un rotundo no, pues cuando él había llegado a la casa, la señora Hatch corría de una habitación a otra.
— ¿Diría usted que como si tuviera algún propósito para hacerlo?— preguntó Picton.
El doctor Lawrence iba a asentir, pero Darrow se levantó.
— Protesto, señoría. La pregunta requiere una respuesta especulativa del testigo, que de ningún modo podía saber lo que sucedía en la mente de la entonces señora Hatch.
— Protesta aceptada— dijo el juez Brown—. Señor Picton, ya le he advertido que no haga sugerencias. El jurado no tendrá en cuenta la pregunta del ministerio fiscal.
Me incliné hacia delante y oí que el doctor Kreizler decía:
— Como si pudieran evitarlo.— Y ocultó una sonrisa con la mano.
Picton hizo algunas preguntas más al doctor Lawrence: ¿Había asistido al parto de los tres hijos de la señora Hatch? El médico respondió que sí. ¿Y cuál era el estado de la señora Hatch después del nacimiento de su tercer hijo? Revelando una información que prepararía al jurado para la alegación de Picton de que Libby sentía rencor hacia sus hijos (y que coincidía con nuestras primeras especulaciones sobre el caso), el doctor Lawrence dijo que el parto del pequeño Tommy había sido complicado y había incapacitado a su madre para tener más hijos. Darrow discutió la relevancia de este dato y, a modo de respuesta, Picton se sentó cediéndole el turno de interrogar al testigo. Pero una vez más, él renunció a su derecho.
Hizo lo mismo con el doctor Jenkins. Después de que Picton lo interrogara sobre el tratamiento de Clara Hatch, tratando de dejar claro que la herida de bala de la niña no guardaba relación alguna con sus tres años de mutismo, llegó el turno de la defensa. Darrow se puso en pie.
— No hay preguntas, señoría— dijo, y se sentó.
En la tribuna del público se oyeron algunos comentarios y el juez Brown se pasó una mano por el cabello blanco con expresión de perplejidad.
— Señor Darrow— dijo muy despacio—. Sé que en el Oeste tienen costumbres diferentes, pero confío en que todavía respeten las reglas básicas de un juicio criminal, ¿o no?
Darrow sonrió, volvió a ponerse en pie y soltó una risita tímida.
— Agradezco el interés del tribunal, señoría. Pero lo cierto es que la defensa coincide con el ministerio fiscal en lo sucedido inmediatamente después de que se efectuaran los disparos. O al menos con lo que han declarado estos testigos.
Esas palabras parecieron tranquilizar al público, mientras que el juez Brown asintió con la cabeza y dijo:
— Muy bien, letrado. Sólo quería asegurarme de que está atento al procedimiento.
— Hago todo lo posible, señoría— respondió Darrow y se sentó.
El juez se volvió hacia Picton.
— El ministerio fiscal puede llamar a su siguiente testigo.
Picton se puso en pie y respiró hondo. Observé que el doctor apretó el reposabrazos de su asiento hasta que sus nudillos se pusieron blancos.
— Señoría— dijo Picton—, esta vez el ministerio fiscal desea hacer una solicitud inusual.
El juez hizo cuanto pudo para abrir sus pequeños ojos como platos.
— ¿De veras?
— Sí, señoría. Nuestra siguiente testigo es Clara Hatch. Clara sólo tiene ocho años y no ha visto a su madre, y me refiero a su madre biológica, desde hace más de tres años. Desde luego, los vecinos de Ballston Spa— aquí Picton echó una mirada a la sala que yo hubiera deseado que reflejara más tacto— son tan caritativos y considerados como los de cualquier otra comunidad, no lo dudo. Pero dadas las especiales circunstancias del caso, el ministerio fiscal solicita que se desaloje al público de la sala durante el testimonio de Clara Hatch.
— Hummm— murmuró el juez Brown tirándose de una de sus orejas de mono—. No me gustan las sesiones a puerta cerrada, señor Picton. Me recuerdan al viejo continente, aunque en este caso creo que usted podría tener razón. ¿Qué opina, señor Darrow?
Darrow se levantó más despacio aún de lo habitual y frunció la frente.
— Señoría— dijo como si estuviera a punto de tomar una decisión compleja—. Nosotros también reconocemos que esta testigo es especial y que ha de ser tratada con suma delicadeza. Pero, y lo digo con sentimientos encontrados, el ministerio fiscal ya ha admitido que también es su principal testigo. Además, ya ha comparecido en una sesión a puerta cerrada durante la vista del jurado de acusación. Por supuesto, comprendo que debemos respetar la sensibilidad de la niña, pero en este juicio está en juego la vida de mi cliente. Independientemente de la edad que tenga, si la declaración de esta niña conducirá a su madre a la silla eléctrica… Bueno, creo que debería pronunciarla delante del mismo público y en las mismas condiciones que el resto de los testigos.
El público, por sus propios motivos egoístas, comenzó a murmurar palabras de asentimiento, pero en esta ocasión el juez no dudó en hacerlos callar con un golpe de mazo.
— El tribunal es consciente— dijo mirando a los asistentes con frialdad— de los prejuicios del público sobre este particular. ¡De modo que si vuelvo a oír comentarios, haré desalojar la sala de inmediato!
El magistrado hizo una pausa para ver cuánto tiempo tardaban en obedecerlo (apenas unos segundos) y se volvió otra vez hacia Picton.
— El tribunal comprende la preocupación del ministerio fiscal— dijo—. Y le aseguro que si oigo el más mínimo ruido en las gradas del público mientras la niña testifica, accederé a su petición. Pero hasta que eso ocurra, me temo que he de hacer prevalecer los deseos de la defensa. Es comprensible que la niña esté nerviosa, pero sin duda la acusada también lo está. Llame a su testigo, señor Picton.
Picton hizo una mueca de disgusto y levantó las manos.
— Pero, señoría…
— Su testigo, letrado— repitió el juez echándose hacia atrás en su asiento.
Picton suspiró y dejó caer las manos.
— Muy bien. Pero me tomaré la libertad de recordar su promesa al tribunal en caso de que la conducta del público interfiera con la declaración de mi testigo.
El juez Brown asintió.
— Me sorprendería que usted observara alguna falta en la conducta de nuestro público antes que yo, señor Picton. Pero por favor, no dude en señalármelo si eso sucede. Ahora prosiga.
Con otro profundo suspiro, Picton miró a Iphegeneia Blaylock.
— El ministerio fiscal llama a Clara Hatch.
Picton se volvió hacia las puertas de caoba e hizo una seña a Henry, que abrió la puerta y pronunció el nombre de la niña en voz baja pero firme.
Entonces entró la pequeña con su sencillo vestido de verano, sujetándose la mano derecha con la izquierda y seguida por el señor y la señora Weston, que parecían sentir las miradas del público como si fueran brasas. De hecho conocían desde hacía tiempo a casi todas las personas que ocupaban las gradas de los espectadores, pero en momentos como aquéllos, la presión de la confusión, las sospechas y el miedo podía arrasar con una amistad o una relación cordial de muchos años.
Una vez más, Clara buscó entre la multitud con rápidos movimientos de cabeza, y cuando encontró la cara del doctor, fijó sus ojos en ella, como si él fuera el faro capaz de guiar el pequeño barco de su vida hasta un puerto seguro después de la tormenta que la aguardaba al otro lado de la barra. Y mientras ella miraba al doctor, yo miré a Libby Hatch: su madre «biológica», como la había llamado astutamente Picton, vio que la niña estaba pendiente del doctor y el gesto suplicante y amoroso que había conseguido imprimir a sus rasgos para conmover a Clara se convirtió en una expresión de celos y odio. Pero cuando el alguacil hizo pasar a la niña al otro lado de la barra, Libby se las apañó para restituir su gesto, que aunque no pareció tan afectuoso como antes, era lo más cercano al afecto que le había visto exhibir hasta entonces.
A medio camino del estrado Clara se detuvo, como si sintiera el par de ojos dorados fijos en su cabeza. Luego, muy despacio se volvió a mirar a la mujer del vestido negro, que le sonrió antes de llevarse las manos a la boca para sofocar un sollozo. Con insólita serenidad, la pequeña Clara dijo sólo tres palabras:
— No llores, mamá.
Su voz no podía ser más considerada o adulta, y el sonido de esas palabras hizo que todos los presentes se quedaran tan mudos como había estado la propia testigo durante los últimos tres años.
Clara dio media vuelta, subió al estrado y levantó la mano izquierda, siguiendo las instrucciones del doctor. El alguacil Coffey, que había sido advertido por Picton, alzó la mano derecha paralizada de la niña y la puso sobre la Biblia.
— ¿Jura solemnemente— dijo con voz más suave que de costumbre— que el testimonio que va a prestar en esta sala…
— Lo juro— interrumpió Clara, manifestando por vez primera su nerviosismo.
El alguacil Coffey levantó un dedo para indicarle que aguardara.
—… será la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?
— Lo juro— repitió Clara ruborizándose.
— Diga su nombre completo, por favor— ordenó el alguacil Coffey.
— Clara Jessica Hatch— respondió ella en voz baja.
A una señal de Coffey se sentó. Entonces volvió a echar un rápido vistazo a su madre, pero con la misma rapidez se volvió hacia el doctor. Éste hizo una firme inclinación de cabeza para asegurarle que todo marchaba bien. Finalmente Picton se levantó y se acercó al estrado.
— Hola, Clara— dijo con voz suave pero alegre.
La niña abrió la boca para responder, pero sólo consiguió asentir con la cabeza mientras se ponía la mano derecha sobre el regazo.
— Clara— prosiguió Picton—, me gustaría que le contaras a estos caballeros— señaló la tribuna del jurado— todo lo que ocurrió la noche del 31 de mayo de hace tres años. En tus propias palabras. ¿Podrás hacerlo, Clara?
La niña permaneció inmóvil, haciendo un esfuerzo evidente para no mirar a su madre, y después de unos segundos asintió.
— Entonces adelante, por favor.
La pequeña respiró hondo, se sujetó el brazo derecho con la mano izquierda y apretó con fuerza. Exhaló el aire de sus pulmones y comenzó a contar su historia en voz ronca pero valerosa.
— Fuimos al pueblo a comprar algunas cosas. Y luego al lago…
— ¿Al lago Saratoga?— preguntó Picton.
— Sí. A veces íbamos allí en verano para ver la puesta de sol. Otras veces había fuegos artificiales. Pero Tommy empezó a quedarse dormido antes de que empezaran los fuegos y a Matthew le dolía la barriga porque había comido demasiadas galletas. Así que mamá dijo que teníamos que volver a casa.
— ¿Mamá?— preguntó Picton—. Clara, ¿está tu mamá en esta sala?
La niña se apresuró a asentir.
— ¿Puedes señalarla, por favor?
Clara echó una mirada fugaz a Libby, pero agachó la cabeza cuando señaló a la mesa de la defensa.
— Que conste en acta que la testigo reconoce como su madre a la acusada, la señora Elspeth Hunter, antes Elspeth Hatch, más conocida como Libby Hatch.— Picton se acercó al estrado y volvió a bajar la voz—. Muy bien, Clara. Dime, ¿tú querías irte del lago aquella noche?
La niña negó con la cabeza con cuidado de que su trenza no cayera hacia delante.
— No, señor. Quería ver los fuegos artificiales.
— ¿Y tu mamá también quería verlos?
— Sí, pero dijo que teníamos que llevar a Tommy y a Matthew a casa.
— ¿Estaba contenta?
— No, señor. Estaba enfadada. A veces se enfadaba mucho.
— ¿Dijo algo que te indujera a pensar que estaba enfadada?
Clara asintió, aunque de mala gana.
— Dijo que lo que ella quisiera no importaba, que nunca importaba. Que siempre tenía que cuidarnos en lugar de hacer lo que le gustaba.
— ¿Y te dijo qué era exactamente lo que le «gustaba»?
Clara se encogió de hombros, o al menos encogió el hombro sano.
— Supuse que hablaba de los fuegos artificiales.
Picton aguardó mientras la niña respiraba hondo varias veces para tranquilizarse y prosiguió:
— Ahora dime, Clara. ¿Subisteis al carromato para volver a casa?
— Sí, señor.
— ¿Y tu madre hizo algo, ya que estaba tan enfadada?
Clara hizo una mueca de perplejidad.
— No nos habló ni nada, si se refiere a eso. Me dijo que subiera a los niños al carro y nos marchamos.
— ¿Te lo dijo a ti?— preguntó Picton y miró al jurado con expresión de sorpresa—. ¿No fue ella quien subió a los niños al carromato?
— Lo intentó— respondió Clara—, pero Matthew empezó a llorar. Así que me dijo que lo hiciera yo y fue a la orilla a lavarse la cara.
Picton dirigió una mirada cargada de intención al jurado.
— ¿A menudo te pedía que te ocuparas de los niños?
Clara asintió y volvió a mirarse las manos.
— Sí. Era mi trabajo.
Picton hizo un gesto de asentimiento sin desviar la vista de los miembros del jurado, que en ese momento parecían tan confundidos y asombrados como el sheriff Dunning después de la vista del jurado de acusación.
— Ya veo— dijo Picton—. Era tu trabajo. ¿Y qué pasó cuando los niños subieron al carromato?
— Entonces mamá volvió de la orilla y salimos hacia casa— respondió Clara con voz menos firme que al principio.
Picton percibió el cambio y se colocó a su lado, de modo que madre e hija no pudieran verse la una a la otra.