Un aristócrata en una obra de teatro, seguramente. Los deformes eran escogidos invariablemente como villanos en el teatro de Barrayar. Si él no podía ser un soldado, quizá tuviera futuro como villano.
—Raptaré a la muchacha —susurró, bajando experimentalmente la voz en una octava —y la encerraré en mi mazmorra.
Su voz volvió a su tono normal con un suspiro de pesar.
—Sólo que no tengo mazmorra. Tendría que ser en el armario. El abuelo tiene razón, somos una generación disminuida. De todas maneras, acaban de alquilar a un héroe para rescatarla, una especie de gran trozo de carne; Kostolitz, quizás. Y ya se sabe cómo resultan siempre esos duelos…
Se levantó y comenzó a representar una pantomima por el cuarto: las espadas de Kostolitz contra, digamos, el lucero del alba de Miles. Un lucero parecía un arma apropiada para un villano, daba un aire de auténtica autoridad al concepto de espacio personal propio. Apuñalado, moría en brazos de Elena, mientras ella se desmayaba de dolor; no, estaría en brazos de Kostolitz, celebrándolo.
La mirada de Miles recayó en un antiguo espejo, enmarcado en madera labrada.
—Enano saltarín —gruñó.
Tuvo un súbito deseo de destrozarlo con los puños desnudos, hacer añicos el vidrio y desangrarse, pero el ruido atraería al guardia del pasillo y a montones de parientes, y peticiones de explicación. Quitó de un tirón el espejo para ver en su lugar la pared y se tumbó en la cama.
Nuevamente recostado, consideró más seriamente el problema. Trató de imaginarse a sí mismo, correcta y adecuadamente, pidiendo a su padre que fuera su mediador ante el sargento Bothari. Aterrador. Suspiró y se retorció en vano buscando una posición más cómoda. Sólo diecisiete años, demasiado joven para casarse incluso para las normas de Barrayar, y totalmente desempleado ahora. Probablemente, le llevaría años alcanzar una posición lo suficientemente independiente para ofertar por Elena sin el respaldo de sus padres. Y, seguramente, a ella se la llevarían mucho antes de eso.
Y Elena misma… ¿Qué habría para ella en todo eso? ¿Qué placer? ¿Ser totalmente escalada por un hombrecillo retorcido, desagradable? ¿Ser mirada en público, en un mundo donde la costumbre nativa y la medicina importada se combinaban cruelmente para eliminar incluso la más leve deformidad física? ¿Mirada doblemente, además, por el ridículo contraste? ¿Podían compensar todo esto los dudosos privilegios de un orden obsoleto, más vacío de significado con cada año que pasaba? Un orden, él lo sabía, carente por completo de sentido fuera de Barrayar; en dieciocho años de residencia aquí, su propia madre jamás había llegado a considerar el sistema Vor como otra cosa que una inmensa alucinación de las masas.
Hubo un doble golpear en su puerta. Autoritariamente firme, cortésmente breve. Miles sonrió con ironía, suspiró y se sentó.
—Entra, padre.
Lord Vorkosigan asomó la cabeza por el marco labrado de la puerta.
—¿Todavía vestido? Es tarde, deberías estar descansando un poco.
En cierto modo incoherentemente, entró y se acomodó a horcajadas en la silla del escritorio, apoyando confortablemente sus brazos en el respaldo. También él estaba vestido todavía con el uniforme que usaba todos los días en su trabajo, observó Miles. Ahora que era sólo el primer ministro y no el regente —y ya no era, por lo tanto, el comandante titular de las fuerzas armadas—, Miles se preguntaba si el viejo uniforme de almirante era aún adecuado. ¿O simplemente se le había adherido?
—Yo, esto… —comenzó su padre, e hizo una pausa. Se aclaró con delicadeza la garganta—. Me estaba preguntando cuál era tu idea ahora, sobre tus próximos pasos. Tus planes alternativos.
Los labios de Miles se contrajeron y el joven hizo un gesto con los hombros.
—Nunca hubo un plan alternativo, yo esperaba lograrlo, iluso de mí.
Lord Vorkosigan ladeó la cabeza como negando las cosas.
—Si es algún consuelo, estuviste muy cerca. Hoy hablé con el comandante de la oficina de selección. ¿Quieres saber tu calificación en los escritos?
—Creí que nunca entregaban eso, sólo una lista alfabética: dentro o fuera.
Lord Vorkosigan extendió su mano, ofreciendo las calificaciones. Miles sacudió la cabeza.
—Déjalo, no importa. Estaba perdido desde el principio, sólo que fui demasiado terco para admitirlo.
—No es así. Todos sabíamos que sería difícil, pero yo jamás hubiera permitido que pusieras tanto esfuerzo en algo que creyera imposible.
—Debo de haber heredado la tozudez de ti.
Intercambiaron una breve e irónica reverencia.
—Bueno, sí, no podrías haberla heredado de tu madre —admitió lord Vorkosigan.
—¿No está… desilusionada?
—Difícilmente, ya conoces su falta de entusiasmo por lo militar. Asesinos a sueldo, nos llamó una vez; casi lo primero que me dijo. —Parecía recordar con cariño.
Miles sonrió a pesar de sí mismo.
—¿Te dijo eso realmente?
Lord Vorkosigan sonrió a su vez.
—Oh, sí, pero se casó conmigo de todas formas, así que quizás no lo decía de verdad. —Se puso más serio—. Es verdad, sin embargo. Si yo tenía alguna duda sobre tus posibilidades como oficial —Miles se puso rígido en su interior—, era quizás en esa área. Matar a un hombre ayuda si primero puedes apartar su rostro. Un hábil truco mental, fácil para un soldado. No estoy seguro de que tengas la estrechez de visión requerida, no puedes evitar ver a tu alrededor; eres como tu madre, siempre tienes esa claridad de visión en tu cabeza.
—Nunca le tuve por estrecho, señor.
—Ah, es que perdí la maña, por eso entré en la política. —Lord Vorkosigan sonrió, pero la sonrisa se desvaneció—. A tus expensas, me temo.
La observación activó un doloroso recuerdo.
—Señor —preguntó Miles dubitativamente—, ¿es por eso que jamás se esforzó por alcanzar el Imperio como todo el mundo esperaba? Porque el heredero era… —Un gesto vago referido a su cuerpo implicaba tácitamente el término prohibido, «deforme».
Las cejas de lord Vorkosigan se juntaron. Su voz cayó repentinamente hasta casi ser un susurro, lo que sobresaltó a Miles.
—¿Quién ha dicho eso?
—Nadie —respondió nerviosamente Miles.
Su padre se levantó de golpe de la silla y se paseó enojado por todo el cuarto.
—Nunca permitas a nadie decir eso —susurró—, es un insulto para el honor de ambos. Le di mi juramento a Ezar Vorbarra en su lecho de muerte de servir a su nieto, y eso es lo que he hecho. Punto. Fin de la discusión.
Miles sonrió apaciguadoramente.
—No estaba discutiendo.
Lord Vorkosigan miró alrededor y dejó escapar una breve risa.
—Perdona, pusiste el dedo en la llaga. No es culpa tuya. —Volvió a sentarse, nuevamente controlado—. Tú sabes lo que pienso del Imperio. El regalo de bautismo de la bruja, maldito. Trata de decírselo a ellos, sin embargo… —Sacudió la cabeza.
—Gregor seguramente no puede sospechar que alientes ambición. Has hecho más que nadie por él: durante la pretensión de Vordarian, la Tercera Guerra Cetagandana, la rebelión de Komarr… Hoy ni siquiera estaría aquí.
Lord Vorkosigan hizo una mueca.
—Gregor está en un estado mental más bien sensible en este momento. Acaba de llegar al poder pleno, y puedo jurar que es un verdadero poder, y está ansioso por probar sus límites, después de dieciséis años de ser gobernado por lo que él en privado llama «los viejos excéntricos». No tengo deseos de erigirme en blanco suyo.
—Oh, vamos, Gregor no es tan desleal.
—Ciertamente que no, pero está bajo muchas presiones nuevas, de las que ya no puedo protegerle. —Se interrumpió con un ademán de cerrar el puño—. Precisamente, planes alternativos. Lo que nos lleva, espero, nuevamente a la pregunta original.
Miles se restregó el rostro cansadamente, presionando sus ojos con los dedos.
—No sé, señor.
—Podrías pedirle a Gregor una orden imperial —dijo lord Vorkosigan con un tono neutro.
—¿Qué? ¿Empujarme a la fuerza al servicio? ¿Por el tipo de favoritismo político con el que has estado en desacuerdo toda tu vida? —Miles suspiró—. Si debía ingresar de esa manera, tendría que haberlo hecho de entrada, antes de fallar en los exámenes. Ahora, no. No.
—Pero tienes demasiado talento y energía para malgastarlos en el ocio —insistió encarecidamente lord Vorkosigan—. Hay otras formas de servicio. Quería darte una o dos ideas, sólo para que lo pienses.
—Adelante.
—Oficial o no, algún día serás conde Vorkosigan. —Alzó una mano al tiempo que Miles abría su boca para objetar—. Algún día. Inevitablemente ocuparás un lugar en el gobierno, siempre que no haya una revolución u otra catástrofe social. Representarás nuestro ancestral distrito; un distrito que, francamente, ha sido vergonzosamente descuidado. La reciente enfermedad de tu abuelo no es la única razón. He estado ocupado por los apremios de otro trabajo y, antes de eso, ambos nos dedicamos a la carrera militar.
Cuéntamelo a mí, pensó Miles penosamente.
—El resultado final es que hay mucho trabajo que hacer aquí. Ahora bien, con un poco de entrenamiento legal…
—¿Abogado? —dijo Miles, espantado—. ¿Quieres que sea abogado? Eso es tan malo como ser sastre…
—¿Cómo? —preguntó lord Vorkosigan, sin entender la relación.
—No importa. Algo que dijo el abuelo.
—En realidad, no había pensado mencionarle la idea a tu abuelo. —Lord Vorkosigan se aclaró la garganta—. Pero con un poco de conocimiento de las leyes del gobierno, pensé que podrías representar a tu abuelo en el distrito. El gobierno jamás fue todo guerra, ni siquiera en la Época del Aislamiento, ya lo sabes.
Suena como si lo hubieras estado pensando durante mucho tiempo, pensó Miles resentido. ¿Creíste realmente alguna vez que podría alcanzar la calificación, padre? Miró a lord Vorkosigan más dudosamente aún.
—¿Hay algo que no esté diciéndome, señor. Sobre su… salud, o algo?
—Oh, no —le aseguró lord Vorkosigan—. Aunque en mi clase de trabajo uno nunca sabe qué pasa de un día para otro.
Me pregunto, pensó cautamente Miles, que más está pasando entre mi padre y Gregor. Tengo la incómoda sensación de estar enterándome del diez por ciento de la verdadera historia…
Lord Vorkosigan resopló y sonrió.
—Bien. Estoy impidiendo tu descanso, que a estas alturas necesitas. —Se levantó.
—No tenía sueño, señor.
—¿Quieres que te consiga algo que te ayude…? —Lord Vorkosigan ofreció con cautelosa ternura.
—No, tengo algunos calmantes que me dieron en la enfermería. Dos de ellos y estaré nadando a cámara lenta. —Miles hizo con las manos una imitación de patas de rana y puso los ojos en blanco.
Lord Vorkosigan saludó y se retiró.
Miles se recostó y trató de recapturar a Elena en su imaginación, pero el frío soplo de realidad política que entró con su padre marchitó sus fantasías, como la escarcha fuera de estación. Se incorporó y fue hasta el cuarto de baño arrastrando los pies para buscar una dosis de la medicina de cámara lenta.
Dos píldoras y un trago de agua. Todas ellas —susurraba algo en el fondo de su mente —y podrías llegar a la pausa total… Colocó nuevamente el frasco casi lleno en el estante, con un golpe.
Desde el espejo del baño, sus ojos le devolvieron un mudo centelleo.
—El abuelo tiene razón; el único modo de hundirse es peleando.
Volvió a la cama para revivir su momento de error en la pared, en un circuito interminable, hasta que el sueño le libró de sí mismo.
Miles fue despertado en una luz gris opaca por un sirviente que, con temor, le llamaba tocándole el hombro.
—¿Lord Vorkosigan? ¿Lord Vorkosigan? —murmuraba el hombre.
Miles espió entreabriendo los ojos; sintiéndose pesado por el sueño, como si se moviera bajo el agua. ¿Qué hora era, y por qué estaba ese idiota llamándole erróneamente por el título de su padre? ¿Era nuevo el sirviente? No…
Una fría conciencia le bañó y se le hizo un nudo en el estómago, a medida que el significado completo de las palabras del hombre le penetraba. Se sentó; su cabeza nadaba, su corazón se hundía.
—¿Qué?
—El… v… vuestro padre pide que se vista y le vea abajo inmediatamente. —El hablar trastabillado del hombre confirmó su temor.
Faltaba una hora para el alba. Las lámparas amarillas formaban pequeños charcos cálidos en la biblioteca cuando Miles entró. Las ventanas eran rectángulos transparentes de un frío gris azulado, balanceadas en la cúspide de la noche, sin transmitir la luz del exterior ni reflejar la luz de la sala. Su padre estaba de pie, semivestido con los pantalones de su uniforme, camisa y pantuflas, hablando en tono grave con dos hombres; su médico personal y un asistente vestido con el uniforme de la Residencia Imperial. Su padre, ¿el conde Vorkosigan?, le miró a los ojos.
—¿El abuelo, señor? —preguntó quedamente Miles.
El nuevo conde asintió con la cabeza.
—Muy tranquilamente, mientras dormía, hace unas dos horas. No sufrió, creo.
La voz de su padre era clara y baja, sin temblor, pero su cara parecía más marcada que de costumbre, casi arrugada. Endurecido, sin expresión: el comandante resuelto. Situación bajo control. Únicamente sus ojos, y sólo de vez en cuando, en un desliz al pasar, conservaban la mirada de un niño herido y desorientado. Los ojos asustaban a Miles mucho más que la boca austera.
La propia visión de Miles se empañó, y se secó con la mano las necias lágrimas de sus ojos, en un arrebato brusco y furioso.
—Maldita sea —dijo, ahogándose en un sollozo. Nunca se había sentido tan pequeño.
Su padre se dirigió a él, indeciso.
—Yo… —empezó a decir—. Estuvo pendiendo de un hilo durante tres meses, tú lo sabes…
Y yo corté ese hilo ayer, pensó Miles con tristeza. Lo siento… Pero dijo solamente:
—Sí, señor.
El funeral del viejo héroe fue casi un acontecimiento nacional. Tres días de panoplia y pantomima, pensó cansado Miles: ¿para qué todo eso? La ropa apropiada se confeccionó apresuradamente en un adecuado negro sombrío. La Casa Vorkosigan se convirtió en una caótica plataforma de espera para incursiones en representaciones teatrales públicas preestablecidas. La ceremonia, en el Castillo Vorhartung, donde se reunió el Consejo de Condes. Los elogios. La procesión, que fue casi un desfile, gracias al préstamo, hecho por Gregor Vorbarra, de una banda militar de uniforme y de un contingente de la puramente decorativa caballería. El entierro.