Miles había pensado que su abuelo era el último de su generación. No tanto, parecía, viendo el atroz grupo de ancianos rechinando martinetes y sus mujeres marchitas, de negro, como cuervos aleteando, que venían arrastrándose desde las maderas labradas entre las que habían estado ocultos. Miles, austeramente cortés, soportaba sus miradas emocionadas y compasivas cuando era presentado como el nieto de Piotr Vorkosigan, así como sus recuerdos interminables de personas de las que nunca había oído hablar, que habían muerto antes de que él naciera, y de quienes, esperaba sinceramente, no volvería a oír jamás.
Incluso después de haber sido aplastada la última palada de tierra, la cosa no había terminado. Esa tarde y esa noche, la Casa Vorkosigan fue invadida por una horda de amigos, conocidos, militares, hombres públicos, sus esposas, los corteses, los curiosos y más parientes de los que le importaban. Uno no podría llamarlos personas que le desearan buenos augurios, reflexionó.
El conde y la condesa Vorkosigan estaban atrapados escaleras abajo. El deber social fue siempre, para su padre, un yugo asociado al deber político, por lo que era doblemente irremediable. Pero cuando su primo Iván Vorpatril llegó a remolque de su madre, lady Vorpatril, Miles resolvió escapar al único reducto no ocupado por fuerzas enemigas. Iván había aprobado sus exámenes como aspirante, según había oído Miles; no creyó poder tolerar los detalles. Arrancó un par de vistosos retoños al pasar frente a una ofrenda floral y subió en el ascensor hasta el último piso, a refugiarse.
Miles golpeó la puerta labrada.
—¿Quién es? —sonó débilmente la voz de Elena. Probó el picaporte esmaltado, vio que la puerta estaba sin llave y asomó una mano ondeando las flores por la puerta. La voz de ella agregó—: Oh, pasa, Miles.
Entró, delgado y de negro, y sonrió indeciso. Elena estaba sentada en una silla antigua, junto a la ventana.
—¿Cómo sabías que era yo? —preguntó Miles.
—Bueno, o eras tú o… nadie me trae flores de rodillas. —Miró un momento al picaporte, revelando inconscientemente la escala de altura que había empleado para su deducción.
Miles cayó rápidamente de rodillas y marchó así por la alfombra para presentarle su obsequio con un ademán teatral.
—
Voilà!
—gritó, provocándole una risa inesperada. Sus piernas protestaron por este abuso, produciéndole un calambre doloroso—. Ah… —Se aclaró la voz y agregó en un tono mucho más bajo—: ¿Crees que podrás ayudarme? Estas malditas muletas…
—Oh, querido. —Elena le ayudó a llegar hasta la cama, le hizo estirar las piernas y volvió a su silla.
Miles miró el pequeño dormitorio.
—¿Este cuchitril es lo mejor que podemos ofrecerte?
—A mí me agrada. Me gusta la ventana a la calle, es más grande que el cuarto de mi padre —le aseguró ella. Luego olió las flores, un tanto rancias. Miles se lamentó de inmediato por no haber escogido otras más perfumadas. Elena le miró de repente con suspicacia—. Miles, ¿dónde las conseguiste?
Se sonrojó un poco, sintiéndose culpable.
—Las tomé prestadas del abuelo. Créeme, nunca lo notarán. Ahí abajo hay una selva.
Elena sacudió la cabeza como sin esperanza.
—Eres incorregible. —Pero sonrió.
—¿No te importa? —Preguntó ansioso Miles—. Pensé que te darían más placer a ti que a él, a estas alturas.
—¡Con tal que nadie piense que yo misma las robé!
—Mándamelos a mí —dijo Miles con cierta pompa. Ella miraba ahora la delicada estructura de las flores de un modo más sombrío—. ¿Qué estás pensando? ¿Cosas tristes?
—Sinceramente, mi cara bien podría ser una ventana.
—En absoluto. Tu cara es más como…, como el agua. Toda reflejos y luces cambiantes; nunca sé qué se oculta en lo más profundo. —Al final de la frase bajó la voz, para indicar el misterio de las profundidades.
Elena sonrió burlonamente y luego se puso más seria.
—Sólo pensaba que… nunca puse flores en la tumba de mi madre.
Él se iluminó ante la perspectiva de un proyecto.
—¿Quieres hacerlo? Podríamos ir y cargar una o dos carretillas, nadie lo notaría.
—¡Por cierto que no! —respondió indignada—. Eso está bastante mal por tu parte. —Miró las flores a la luz de la ventana, una luz plateada por las nubes heladas de otoño—. De todas maneras, no sé dónde está.
—Qué extraño. Con la fijación que el sargento tiene con tu madre, hubiera pensado que es de los que hacen peregrinajes; aunque quizá no le guste recordar su muerte.
—Tienes razón en eso. Una vez le pedí que me llevara a ver dónde estaba enterrada y demás, y fue como hablarle a un muro. Sabes cómo puede llegar a ser.
—Sí, muy como un muro; particularmente cuando se trata de una persona. —Un destello de maquinación le iluminó la mirada—. Tal vez sea un sentimiento de culpa. Tal vez tu madre fue una de esas mujeres que muere en el parto… Murió en la época en que tú naciste, ¿no?
—Me dijo que fue un accidente de aviación.
—Ah.
—Pero, en otra ocasión dijo que se había ahogado.
—¿Eh? —El destello se convirtió en una intensa llama—. Si el vehículo se hubiera caído en un río o algo parecido, ambas cosas podrían ser ciertas. O si él lo hundió…
Elena se estremeció. Miles se dio cuenta y se censuró a sí mismo en su interior por ser necio e insensible.
—Lo lamento, no quise decir eso… estoy de un humor terrible hoy, me temo —se disculpó—. Es este maldito luto. —Aleteó con los codos imitando un ave de carroña.
Se quedó un momento callado, ensimismado, meditando sobre las ceremonias fúnebres. Elena le acompañó en silencio, mirando melancólicamente el gentío sombríamente reluciente de la clase alta de Barrayar, entrando y saliendo de la mansión, cuatro pisos debajo de su ventana.
—¡Podríamos resolverlo! —dijo Miles de repente, sacándola de su ensoñación.
—¿Qué?
—Averiguar el lugar donde está enterrada tu madre. Y ni siquiera tendríamos que preguntárselo a nadie.
—¿Cómo?
Miles sonrió, incorporándose de golpe.
—No voy a decírtelo. Estarías temblando como aquella vez que fuimos a explorar cavernas allá en Vorkosigan Surleau y descubrimos aquel viejo arsenal guerrillero. No volverás a tener la oportunidad de manejar uno de esos tanques nuevamente.
Elena se mostró desconfiada. Aparentemente, su recuerdo del incidente era vívido y tremendo, aun cuando había evitado quedar atrapada en el derrumbre. Pero le siguió.
Entraron cautelosamente en la oscura biblioteca. Miles se detuvo y tomó del brazo al guardia de servicio, alejándole un poco. Con una afectada sonrisa, bajó confidencialmente la voz para decirle:
—Supongo que podría golpear la puerta si viene alguien, ¿no cabo? No quisiéramos ninguna… interrupción por sorpresa.
El guardia de servicio devolvió una sonrisa de entendimiento.
—Por supuesto, lord, mi… lord Vorkosigan. —Miró a Elena con fría especulación, enarcando una ceja.
—¡Miles! —Susurró furiosa Elena cuando la puerta se cerró, sofocando el continuo murmullo de voces, el tintineo de vasos y cubiertos, las suaves pisadas que llegaban de los cuartos vecinos por el velatorio de Piotr Vorkosigan—, ¿te das cuenta realmente de lo que va a pensar?
—El mal a quien piensa mal —contestó alegremente Miles—. Con tal que no piense en esto… —Palmeó la cubierta del ordenador de comunicaciones, con sus enlaces de doble cable a la Residencia Imperial y a los cuarteles generales de los distintos ejércitos, que estaba incongruentemente delante de la chimenea de mármol labrado. Elena abrió la boca asombrada al ver descorrerse la cubierta. Unas cuantas pasadas de manos de Miles dieron vida a la pantalla holográfica.
—¡Creí que era máxima seguridad! —dijo Elena.
—Lo es. Pero el capitán Koudelka estuvo dándome un poco de instrucción al respecto, antes, cuando yo estaba… —una sonrisa amarga, el puño crispado —estudiando. Solía intervenir los ordenadores de guerra, los reales, en el cuartel general, y me ejercitaba con programas de simulación. Tal vez no se acordó de desprogramarme… —Estaba semiabsorto, introduciendo un desfile de complejas órdenes.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó nerviosamente Elena.
—Introduzco el código de acceso del capitán Koudelka, para obtener informes militares.
—¡Por Dios, Miles!
—No te preocupes. Estamos aquí besuqueándonos, ¿recuerdas? Probablemente no venga nadie aquí esta noche, salvo el capitán Koudelka, y eso a él no le importará. No podemos fallar. Creo que empezaré por el registro del Servicio de tu padre. Ah, ahí… —La pantalla holográfica formó una proyección plana y comenzó a exhibir registros escritos—. Seguro que habrá algo sobre tu madre, que podremos usar para desvelar —hizo una pausa y se reclinó hacia atrás enigmático —el misterio… —Hizo desfilar varias pantallas.
—¿Qué? —preguntó inquieta Elena.
—Creo que voy a espiar por la época en que naciste; me parece que tu padre abandonó el Servicio justo antes, ¿no?
—Es verdad.
—¿Alguna vez te dijo que le dieron la baja médica contra su voluntad?
—No… —dijo ella, mirando por encima del hombro de Miles—. Es extraño, no dice por qué.
—Te diré qué es más extraño. Casi todo su registro del año anterior está sellado. Tu época. Y el código es muy reciente. No puedo descifrarlo sin realizar una doble verificación, lo que terminaría… Sí, es la marca personal del capitán Illyan. Decididamente, no quiero hablar con él. —Se estremeció ante la idea de llamar accidentalmente la atención del Jefe de Seguridad Imperial de Barrayar.
—Decididamente —repitió Elena, mirándole fascinada.
—Bien, pues, viajaremos un poco por el tiempo —dijo Miles—. Atrás, atrás… Tu padre no parece haberse llevado muy bien con este comodoro Vorrutyer.
Elena preguntó con interés:
—¿Es el mismo almirante Vorrutyer al que mataron en Escobar?
—Hmm… Sí, Ges Vorrutyer, hmm…
Bothari había estado al servicio del comodoro durante varios años, al parecer. Miles estaba sorprendido. Había tenido la vaga impresión de que Bothari había servido a su padre como combatiente de infantería desde el comienzo de los tiempos. El servicio de Bothari con Vorrutyer terminaba en una constelación de reprimendas, malas calificaciones, llamadas disciplinarias e informes médicos sellados. Miles, consciente de que Elena espiaba por encime de su hombro, pasó rápidamente esto último. Extrañamente incoherente. Algunas faltas, llamativamente menores, estaban marcadas con castigos feroces. Otras, asombrosamente serias —¿realmente Bothari había mantenido dieciséis horas en un lavabo a un ingeniero técnico y, por Dios, por qué?— se perdían entre informes médicos y no resultaban en sanción alguna.
Yendo más atrás en el pasado, el registro se afianzaba. Un montón de combates en su juventud. Recomendaciones, menciones por heridas honrosas, más recomendaciones. Notas excelentes en el entrenamiento básico. Informes del reclutamiento.
—El reclutamiento era mucho más sencillo en esos días —dijo Miles con envidia.
—Oh, ¿están ahí mis abuelos? —preguntó ansiosa Elena—. Tampoco me habla nunca de ellos. Deduzco que su madre murió cuando él era niño, jamás me dijo siquiera su nombre.
—Marusia —respondió Miles mirando la pantalla. Una borrosa fotocopia.
—Es bonito —opinó Elena complacida—. ¿Y el de su padre?
Diablos, pensó Miles. La fotocopia no estaba tan borrosa como para no ver el grosero «desconocido», escrito en cursiva por la mano de algún olvidado oficinista. Miles se dio cuenta al fin de por qué un determinado insulto parecía metérsele a Bothari debajo de la piel, mientras dejaba resbalar cualquier otro, pacientemente desdeñoso.
—Quizás yo pueda distinguirlo —dijo Elena, malinterpretando la demora.
La pantalla se blanqueó de inmediato, a una maniobra de Miles.
—Konstantine —declaró sin vacilar—, igual que él. Pero sus padres estaban muertos para cuando entró en el Servicio.
—Konstantine Bothari, junior, hmm.
Miles miró la pantalla y reprimió un grito de frustración. Otra maldita cuña social artificial metida entre Elena y él. Un padre bastardo estaba tan lejos de ser lo «justo y apropiado» para una joven virgen barrayana como cualquier otra cosa que pudiera ocurrírsele.
Y, obviamente, no era un secreto, su padre debía de saberlo, y quién sabe cuántas personas más también. Era igualmente obvio que Elena no lo sabía. Estaba legítimamente orgullosa de su padre, de su servicio de elite, de su puesto de alta confianza. Miles sabía cuán dolorosamente se esforzaba a ella a veces para obtener una expresión aprobadora por parte de aquella vieja piedra labrada. Qué extraño darse cuenta de que ese dolor podía quizás unir sus caminos; ¿temía entonces Bothari la pérdida de esa admiración apenas confesada? Bien, pues, el secreto a medias del sargento estaba a salvo con él.
En rápido avance, pasó por la vida de Bothari.
—Aún no hay signos de tu madre —le dijo a Elena—. Debe de estar bajo ese sello. Maldita sea, y yo que pensé que iba a ser fácil. —Miró pensativamente al vacío—. Quizás en los registros de hospitales. Muertes, nacimientos; ¿estás segura de que naciste en Vorbarr Sultana?
—Hasta donde yo sé…
Varios minutos de tediosa búsqueda produjeron informes de un buen número de Botharis, ninguno relacionado en absoluto con el sargento o con Elena.
—¡Ajá! —estalló de repente Miles—. Ya sé lo que no he intentado, ¡el Hospital Imperial!
—Ahí no tienen departamento de obstetricia —dijo Elena, poniendo en duda la idea.
—Pero si un accidente, la esposa de un soldado y todo eso, fue lo que pasó, tal vez fue llevada de urgencia adonde quedara más cerca, y puede que fuera el Hospital Militar Imperial… —Canturreó sobre la máquina—. Buscando, buscando… ¿Eh?
—¿Me encontraste? —preguntó ella, emocionada.
—No, me encontré a mí. —Una tras otra, hizo pasar pantallas de documentación—. Qué ardua tarea debió de ser sanear la investigación militar después de lo que ellos mismos produjeron. Por suerte para mí, importaron esos reproductores uterinos…, sí, ahí están… Nunca podrían haber realizado algunos de aquellos tratamientos a lo vivo, hubieran matado a mi madre. Ahí está el buen doctor Vaagen… ¡Ajá!, así que antes estaba en investigación militar. Tiene sentido, supongo que era su experto en venenos. Me hubiera gustado saber más de esto cuando era niño, podría haber armado alboroto para festejar dos cumpleaños; uno, cuando mi madre tuvo la cesárea y otro, cuando por fin me sacaron del reproductor.