El aprendiz de guerrero (3 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia-ficción

BOOK: El aprendiz de guerrero
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Kostolitz miró fijamente a Bothari. Identificó la librea al fin, al parecer, porque volvió la vista a Miles con un repentino esclarecimiento.

—Entonces eso es lo que eres —dijo, con un pasmo de envidia—. No es sorprendente que consiguieras llegar a un acuerdo en lo de las pruebas.

Miles sonrió apretadamente ante el insulto implícito. La tensión subió por su espalda. Estaba buscando alguna réplica convenientemente dañina, pero fueron llamados a la marca de la salida.

La facultad deductiva de Kostolitz seguía mascullando al parecer, pues agregó sarcásticamente.

—¡Y por eso es por lo que el Lord Regente nunca se esforzó por el Imperio!

—Preparados —dijo el supervisor—. ¡Ya!

Y salieron. Kostolitz aventajó a Miles inmediatamente. Será mejor que corras, bastardo estúpido, porque si llego a agarrarte te voy a matar. Miles galopaba tras él, sintiéndose como una vaca en una carrera de caballos.

La pared, la maldita pared; Kostolitz estaba jadeando a mitad de la misma cuando Miles llegó a ella. Al menos podría demostrarle a este héroe proletario cómo trepar. La trepó como si los diminutos asideros para los pies y las manos fueran grandes escalones, los músculos potenciados —sobrepotenciados— por la furia. Para satisfacción suya, llegó a la cumbre antes que Kostolitz. Miró hacia abajo y se detuvo de repente, encaramado prudentemente entre los clavos de hierro.

El supervisor estaba observando atentamente. Kostolitz alcanzó a Miles, con la cara enrojecida por el esfuerzo.

—¿Un Vor asustado por las alturas? —jadeó Kostolitz, sonriendo maliciosamente por encima de su hombro. Luego, se arrojó, golpeó la arena con un impacto imperioso, recuperó el equilibrio y echó a correr.

Bajando a gatas como una vieja artrítica, se perderían preciosos segundos… Tal vez si se dejara rodar hasta el suelo… El supervisor estaba mirando… Kostolitz ya había alcanzado el siguiente obstáculo… Miles saltó. El tiempo parecía estirarse, a medida que él iba cayendo hacia la arena, para permitirle saborear especialmente todo el mal sabor de su error. Golpeó la arena con el crujido familiar del astillazo.

Y se sentó, pestañeando estúpidamente por el dolor. No gritaría. Al menos, comentó sarcásticamente el observador independiente oculto en su cerebro, no puedes echarle la culpa a la ortopedia; esta vez te las has arreglado para romperte las dos.

Sus piernas comenzaron a hincharse y a cambiar de color, moteadas de blanco y enrojecidas. Tiró él mismo de ellas hasta estirarlas y se inclinó un momento, ocultando el rostro entre las rodillas. Con la cara escondida, se permitió un único gesto callado de dolor. No maldijo. Los términos más viles que conocía parecían totalmente insuficientes para la ocasión.

El supervisor, advirtiendo el hecho de que no iba a levantarse, comenzó a dirigirse hacia él.

Miles se arrastró por la arena, fuera del recorrido de los siguientes aspirantes, y esperó pacientemente a Bothari.

Ahora tenía todo el tiempo del mundo.

Miles decidió que, definitivamente, las nuevas muletas antigravitatorias no le gustaban, aun cuando no fueran visibles debajo de la ropa. Le daban a su andar una resbalosa inseguridad que le hacía sentirse de plástico. Hubiera preferido un buen bastón antiguo o, mejor aún, una espada como la del capitán Koudelka, que uno podía clavar en el suelo a cada paso con satisfacción como si estuviese atravesando a algún enemigo adecuado; Kostolitz, por ejemplo. Hizo una pausa para equilibrarse antes de encaminarse a la Casa Vorkosigan.

Bajo la luz matinal del otoño, partículas diminutas centelleaban cálidamente en el granito gastado, a pesar de la niebla industrial que pendía sobre la capital de Vorbarr Sultana. Un lejano estrépito, calle abajo, indicaba el lugar donde una mansión similar estaba siendo demolida para dar paso a un edificio moderno. Miles observó la gran mansión frente a él, del otro lado de la calle; una figura se movió contra la línea de la azotea. Las almenas habían cambiado, pero los soldados vigías aún acechaban entre ellas.

Bothari, apareciendo silenciosamente por detrás suyo, se inclinó de pronto para recoger una moneda de la acera. La guardó con cuidado en su bolsillo izquierdo. El bolsillo especial.

La boca de Miles se arqueó y su mirada se hizo afectuosa y alegre.

—¿Todavía la dote?

—Por supuesto —respondió serenamente Bothari. Su voz era de un registro sumamente bajo y de cadencia monótona. Uno tenía que conocerlo muy bien para interpretar esa falta de expresividad. Miles conocía cada ínfima variación de su timbre, como una persona conoce su propio cuarto en la oscuridad.

—Has estado ahorrando centavos de marco para Elena desde que tengo memoria. ¡Las dotes se terminaron junto con la caballería, por el amor de Dios! Ahora incluso los Vor se casan sin ellas. Ésta no es la Época del Aislamiento —bromeó Miles en un tono amable y cuidadosamente respetuoso por la obsesión de Bothari. Bothari, después de todo, había tratado siempre seriamente la ridícula locura de Miles.

—Me propongo que ella tenga todo lo justo y apropiado.

—A estas alturas, ya debes de tener ahorrado lo suficiente como para comprar a Gregor Vorbarra —dijo Miles, pensando en los cientos de pequeños ahorros que su guardaespaldas había practicado ante él, a lo largo de los años, para asegurar la dote de su hija.

—No deberías hacer bromas sobre el emperador. —Bothari desalentó firmemente, como correspondía, este fortuito intento de humor.

Miles suspiró y comenzó a tentar prudentemente su ascenso por los escalones, las piernas rígidas en sus inmovilizadores de plástico.

Los calmantes que había tomado antes de dejar la enfermería estaban empezando a perder su efecto. Se sentía indeciblemente cansado. No había dormido en toda la noche, mantenido a base de anestesia local, conversando y bromeando con el cirujano mientras éste perdía en vano el tiempo, interminablemente, juntando los minúsculos fragmentos rotos de hueso como un rompecabezas inusualmente complicado. Monté un espectáculo bastante bueno, se decía Miles queriendo tranquilizarse; pero anhelaba salir del escenario y hundirse. Sólo un par de actos más que representar.

—¿Qué clase de hombre estás planeando comprar? —sondeó delicadamente Miles en una pausa de su subida.

—Un oficial —respondió firmemente Bothari.

La sonrisa de Miles se retorció. ¿Con que ése es también el pináculo de tu ambición, sargento?, se preguntó para sí.

—No demasiado pronto, confío.

Bothari resopló.

—Por supuesto que no. Ella es sólo… —Hizo una pausa; las arrugas se ahondaban entre sus ojos—. El tiempo ha pasado… —se le escapó en un murmullo.

Miles venció con éxito los peldaños y entró en la Casa Vorkosigan, preparándose para hacer frente a la familia. La primera iba a ser su madre, al parecer; no era problema. Apareció al frente de la gran escalera frente al salón, al tiempo que un sirviente abrió la puerta a Miles. Lady Vorkosigan era una mujer madura, con el fogoso rojo de su cabello apagado por el gris natural y su altura disimulando hábilmente unos pocos kilos de más. Respiraba un poco agitada; probablemente habría bajado corriendo las escaleras cuando le vieron acercarse a la casa. Intercambiaron un breve abrazo. Su mirada era seria y no condenatoria.

—¿Está padre en casa? —preguntó Miles.

—No. Él y el ministro Quintillian están esta mañana en el cuartel general, peleando con el Estado Mayor por el presupuesto. Me pidió que te enviara su cariño y que te dijera que tratará de estar aquí para el almuerzo.

—¿Él… todavía no le ha dicho al abuelo lo de ayer?

—No, aunque creo en verdad que deberías haberlo dejado. Esta mañana ha sido bastante embarazosa.

—Apuesto a que sí. —Miró hacia la escalera. Era algo más que sus piernas en mal estado lo que las hacía parecer una montaña. Bien, terminemos primero con lo peor—. ¿Está arriba?

—En sus aposentos. Aunque me alegra decir que, hoy por la mañana, ha estado paseando por el jardín.

—Mm. —Miles comenzó a dirigirse hacia el piso superior.

—El ascensor —dijo Bothari.

—Oh, diablos, es sólo un tramo.

—El cirujano ha dicho que debías mantenerte lejos de las escaleras tanto como sea posible.

La madre de Miles confirió a Bothari una sonrisa de aprobación que éste reconoció suavemente con un susurrado «Milady». Miles se encogió de hombros gruñendo y se encaminó hacia la parte trasera de la casa.

—Miles —dijo su madre cuando él pasaba—, no… Es muy anciano, no está demasiado bien y no ha debido ser cortés con nadie durante años; tómalo en sus propios términos, ¿de acuerdo?

—Sabes que lo hago. —Sonrió irónicamente para demostrar lo sincero que se proponía ser. Los labios de ella se curvaron en respuesta, pero su mirada seguía siendo seria.

Se encontró con Elena Bothari, quien salía del despacho del abuelo. El guardaespaldas saludó a su hija con una callada inclinación de cabeza y recibió a cambio una de las tímidas sonrisas de Elena.

Por milésima vez, Miles se preguntó cómo un hombre tan feo pudo engendrar a una hija tan hermosa. Cada uno de los rasgos de él tenía su eco en el rostro de la joven, pero ricamente transmutado. A los dieciocho años, era casi tan alta como su padre, aunque, mientras éste era delgado y tenso como la cuerda de un látigo, ella era esbelta y vibrante. La nariz de él era un pico y la de ella, un elegante perfil aquilino; demasiado angosta la cara de Bothari, la de Elena tenía el aire de un aristocrático sabueso perfectamente criado, un galgo o un borzoi. Tal vez fueran los ojos los que establecían la diferencia; los de Elena eran oscuros y brillantes, alertas, pero sin la siempre cambiante y jamás risueña vigilancia de los de su padre. O el cabello: entrecano el de él, recortado toscamente a la manera militar; largo, lacio y oscuro el de ella. Una gárgola y una santa, hechas por el mismo escultor, frente a frente en el portal de alguna catedral antigua.

Miles se sacudió de su arrobamiento. Los ojos de Elena se encontraron brevemente con los suyos y su sonrisa se desvaneció. Miles recompuso su postura alicaída y fatigada y esbozó para ella una falsa sonrisa, esperando atraer una auténtica de Elena. No demasiado pronto, sargento…

—Oh, estoy tan contenta de que hayas vuelto —le saludó Elena—. Esta mañana ha sido terrible.

—¿Estuvo caprichoso?

—No, alegre; jugando a Strat-O conmigo y sin prestar atención. Casi le gano, ¿sabes? Ha contado sus historias de guerra y ha preguntado por ti; si hubiera tenido un mapa de la pista en la que corrías, habría estado clavando alfileres en el mapa para indicar tu imaginario progreso… No tengo que quedarme, ¿no?

—No, por supuesto que no.

Elena le dirigió una sonrisa de alivio y se alejó por el corredor, echando una mirada inquieta hacia atrás por encima del hombro.

Miles tomó aliento y atravesó el umbral del despacho del general conde Piotr Vorkosigan.

2

El viejo estaba levantado, afeitado y sobriamente vestido para la ocasión. Sentado en una silla, miraba pensativamente a través de la ventana, contemplando el jardín situado detrás de la casa. Levantó la vista con desaprobación al ser interrumpido en sus meditaciones, vio que era Miles y una ancha sonrisa se le dibujó en el rostro.

—Ah, pasa, muchacho… —Hizo un gesto hacia la silla que Miles supuso que acababa de abandonar Elena. La sonrisa de viejo se tiñó de perplejidad—. Por Dios, ¿he perdido un día en algún lado? Creí que éste era el día en que estabas marchando esos cien kilómetros de acá para allá en monte Sencele.

—No señor, no ha perdido ningún día.

Miles se acomodó en la silla. Bothari puso otra delante y señaló los pie del joven. Miles comenzó a levantarlos, pero el esfuerzo fue saboteado por una punzada de dolor particularmente feroz.

—Sí… ponlo tú, sargento —consintió Miles cansadamente.

Bothari le ayudó a colocar los pies en el ángulo médicamente correcto y se retiró —estratégicamente, pensó Miles— a hacer guardia junto a la puerta. El viejo conde observó este acto; la comprensión asomó dolorosamente en su rostro.

—¿Qué has hecho, muchacho? —suspiró.

Hagámoslo rápido y sin dolor, como una decapitación…

—Salté de una pared ayer en la carrera de obstáculos y me rompí ambas piernas. Arruiné completamente, yo solo, los exámenes físicos. Los otros…, bueno, no importan ahora.

—Así que volviste a casa.

—Así que volví a casa.

—Ah. —El viejo hizo tamborilear una sola vez sus largos dedos nudosos sobre el brazo de la silla—. Ah.

Se giró incómodamente en el asiento y apretó los labios contemplando por la ventana, sin mirar a Miles. Sus dedos tamborilearon nuevamente.

—Todo es culpa de ese maldito democratismo rastrero —estalló quejosamente—. Un montón de disparates importados de otro planeta. Tu padre no le hizo ningún favor a Barrayar al alentarlo. Tuvo una excelente oportunidad de extirparlo cuando fue regente, y la malgastó totalmente, según puedo ver… —prosiguió—. Enamorado de ideas de otro planeta, de mujeres de otro planeta —agregó para sí más lánguidamente—. Culpé a tu madre, ya lo sabes, siempre fomentando esa basura igualitaria.

—Oh, vamos —se sintió empujado a objetar Miles—. Madre es tan apolítica como se puede ser, estando cerca y siendo consciente.

—Gracias a Dios, o estaría dirigiendo Barrayar hoy en día. Jamás he visto a tu padre contrariarla todavía. Bien, bien, podría haber sido peor. —El viejo volvió a girarse, retorciéndose en el dolor de su espíritu como Miles lo hacía en el dolor de su cuerpo.

Miles descansaba en su silla, sin hacer ningún esfuerzo por defender el tema ni por defenderse a sí mismo. El conde podría discutir consigo mismo en poco tiempo, asumiendo ambas partes.

—Debemos someternos a los tiempos, supongo. Todos debemos someternos a los tiempos. Hijos de tenderos son ahora grandes soldados. Dios sabe que, en mis tiempos, no comandé a muchos. ¿Te he contado alguna vez lo de aquel camarada, cuando estábamos peleando contra los cetagandanos allá en las montañas Dendarii, detrás de Vorkosigan Surleau? El mejor teniente de guerrilla que nunca he tenido. Yo no era mucho mayor que tú, en ese entonces. Mató a más cetagandanos ese año… Su padre había sido sastre. Un sastre, en la época en que todo se cortaba y se cosía a mano, encorvándose sobre cada pequeño detalle. —Soltó un suspiro por el irrecuperable pasado—. ¿Cuál eral el nombre del sujeto…?

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