—Dijo que se había dejado algunos efectos personales —se defendió la mujer—. No sabíamos que planeara algo como esto.
Miles imaginó al hombre, metido en su opaco nicho, sin aliados, como el último superviviente de un asedio sin esperanza. Apretó el puño inconscientemente. Su antepasado, el general conde Selig Vorkosigan, había levantado el famoso sitio de Vorkosigan Surleau con no más de un puñado de sirvientes escogidos, y estrategia, se decía.
—Elena —le susurró furiosamente, calmando su inquietud—, sigue mis indicaciones y no digas nada.
—¿Hm? —murmuró ella, sobresaltada.
—Ah, buenas, señorita Bothari, está usted aquí —dijo en voz alta, como si acabara de llegar. La tomó del brazo y caminó hacia el grupo.
Sabía que confundía a los desconocidos en cuanto a su edad; a primera vista, su altura los llevaba a subestimarla; a una segunda, la cara, ligeramente oscurecida por una tendencia a tener una espesa barba, a pesar de haberse afeitado, y prematuramente endurecida por una larga intimidad con el dolor, los llevaba a sobrestimarla. Había descubierto que podía volcar el equilibrio en cualquier dirección, a voluntad, por medio de un simple cambio de maneras. Convocó a diez generaciones de guerreros a sus espaldas y produjo su más austera sonrisa.
—Buenas tardes, caballeros —saludó. Cuatro miradas le saludaron, distintamente perplejas. Su cortesía casi se desplomó ante la hostilidad, pero mantuvo el tono—. Se me ha dicho que uno de ustedes podría indicarme dónde encontrar al oficial piloto Arde Mayhew.
—¿Quién diablos es usted? —gruñó el operario de recuperación haciéndose aparentemente eco del pensamiento de todos.
Miles se inclinó suavemente, reprimiéndose apenas de desenvolver una capa imaginaria.
—Lord Miles Vorkosigan, de Barrayar, a su servicio. Ésta es mi asociada, la señorita Bothari. No he podido evitar oír… Creo que podría ser de utilidad para todos ustedes, sin me permitieran… —A su lado, Elena alzó las cejas perpleja, ante su nuevo, si bien vago, status oficial.
—Mira, chico —empezó a decir la administradora del puerto. Miles la miró bajando las cejas, disparándole su mejor imitación de la mirada militar del general conde Piotr Vorkosigan—, señor —se corrigió la mujer—, ehm…, ¿qué quiere exactamente del oficial piloto Arde Mayhew?
Miles alzó el mentón con un ligero movimiento.
—He sido comisionado para saldar una deuda con él. —Autocomisionado, unos diez segundos atrás…
—¿Alguien le debe dinero a Arde? —preguntó asombrado el operario de recuperación.
Miles se irguió, aparentando una ofensa.
—No es dinero —gruñó, como si él jamás tocara la sórdida materia—, es una deuda de honor.
La administradora pareció cautamente impresionada; el oficial piloto, complacido. La mujer de Seguridad parecía dudar. El propietario parecía dudar mucho.
—¿Cómo me ayuda a mí eso? —preguntó hoscamente.
—Puedo hablar con el oficial piloto Mayhew para que abandone la nave —contestó Miles, viendo que se le abría camino —si me proporcionan los medios para encontrarme con él cara a cara. —Elena tragó saliva; él la tranquilizó con una imperceptible mirada.
Los cuatro betanos se miraban unos a otros, como si la responsabilidad pudiera barajarse y repartirse por contacto visual. Finalmente, el oficial piloto dijo:
—Bueno, qué demonios, ¿alguien tiene una idea mejor?
En la silla de control del transbordador personal, el oficial piloto superior de pelo cano habló —una vez más —por la consola de comunicación.
—¿Arde? Arde, soy Van. Respóndeme, por favor. He traído a alguien para que solucione las cosas contigo. Va a subir a bordo. ¿Todo bien, Arde? No vas a hacer ninguna locura ahora, ¿no?
El silencio fue la única respuesta.
—¿Lo está recibiendo? —preguntó Miles.
—Su consola de comunicación, sí. Si ha bajado el volumen, si está ahí, si está despierto, si… está vivo, nadie lo sabe.
—Estoy vivo —gruñó una voz confusa de repente por el altavoz, sobresaltándolos. No había vídeo—. Pero tú no lo estarás, Van, si intentas abordar mi nave, traidor hijo de puta.
—No lo intentaré —prometió el oficial piloto superior—, sino el señor… lord Vorkosigan; está aquí.
Hubo un silencio ruidoso, si es que el silbido de la estática puede describirse como tal.
—¿No trabaja para ese chupasangre de Calhoun? —preguntó suspicazmente Mayhew.
—No trabaja para nadie —respondió Van.
—¿Ni para el Consejo de Salud Mental? Nadie va a acercarse a mí con una maldita pistola de dardos; volaremos todos antes…
—Ni siquiera es betano, es de Barrayar. Dice que ha estado buscándote.
Otro silencio. Luego, una voz insegura, dudosa.
—No le debo nada a ningún barrayarano, no creo… Ni siquiera conozco a ningún barrayarano.
Hubo una rara sensación de presión y un leve golpecito del exterior del casco, al entrar en contacto con el viejo carguero. El piloto movió un dedo a manera de señal para Miles, y éste aseguró la conexión de la escotilla.
—Listo —dijo.
—¿Está seguro de que quiere hacer esto? —preguntó el oficial.
Miles asintió con un gesto. Escapar de la protección de Bothari ya había sido un milagro menor. Humedeció los labios y sonrió, disfrutando la excitación de la ingravidez y el temor. Confiaba en que Elena podría prevenir cualquier alarma innecesaria en tierra.
Miles abrió la escotilla. Hubo una ráfaga de aire al igualarse la presión dentro de las dos naves. Miró por un túnel oscuro como el alquitrán.
—¿Tiene una linterna?
—Ahí en la percha —señaló el oficial.
Abastecido, Miles flotó cautelosamente en el tubo. La oscuridad marchaba delante de él, escondiéndose en los rincones y pasillos transversales y agolpándose tras él a medida que avanzaba. Hilvanó su paso al Cuarto de Navegación y Comunicaciones, donde presumiblemente estaría oculta su presa. La distancia era corta en realidad —los cuartos de la tripulación eran pequeños, la mayor parte de la nave estaba destinada a la carga—, pero el silencio absoluto daba al viaje una extensión subjetiva. La gravedad cero estaba produciendo ahora su efecto habitual, haciendo que Miles se lamentara de la última cosa que había comido. Vainilla, pensó. Debería haber tomado helado de vainilla.
Había una luz tenue por delante, que entraba en el corredor desde una escotilla abierta. Miles se aclaró ruidosamente la voz al aproximarse. Tal vez fuera mejor no sobresaltar al hombre, considerando las cosas.
—¿Oficial Mayhew? —llamó con suavidad, y empujó la puerta—. Mi nombre es Miles Vorkosigan y estoy buscando… buscando… —¿Qué diablos estaba buscando? Oh, bueno, dilo pronto—. Estoy buscando hombres temerarios —concluyó con estilo.
El oficial piloto Mayhew estaba sentado, amarrado con correas a su silla de mando, en medio de un lamentable revoltijo. En el regazo tenía su receptor, una botella de litro llena por la mitad de un líquido borboteante, de un verde brillante y ponzoñoso, y una caja, conectada apresuradamente por una masa de cables a un panel de control medio destripado y coronada con una palanca de contacto. Tan fascinante como la caja detonante era una oscura, delgada y pequeña pistola de agujas, muy ilegal además para la ley betana. Mayhew miró con ojos parpadeantes y enrojecidos a la aparición en su puerta y se frotó con una mano, sosteniendo todavía el arma letal, la barba de tres días.
—¿Ah, sí? —replicó vagamente.
Por el momento, Miles estaba distraído con la pistola de agujas.
—¿Cómo pasó eso por la aduana de Beta? —preguntó con tono de genuina admiración—. Yo nunca he podido pasar más que un tirachinas.
Mayhew miró el arma en su mano como si ahora la descubriera, como una verruga inadvertida.
—La compré hace tiempo en Jackson's. Jamás traté de sacarle de la nave. Supongo que me la hubieran quitado de haberlo intentado. Le quitan a uno todo ahí abajo.
Miles se acomodó, cruzando las piernas en el aire, en lo que esperaba fuera una suerte de simpática y no amenazante postura para escuchar.
—¿Cómo se metió en este aprieto? —preguntó, haciendo con la cabeza un gesto que incluía la nave, la situación y el regazo de Mayhew, lleno de objetos.
Mayhew se encogió de hombros.
—Suerte podrida. Siempre tuve una suerte podrida. Ese accidente con la RG 88… Fue la humedad de esos tubos rotos que mojó los sacos, que se hincharon y rajaron el tabique y desataron todo el asunto. El perito en cargas del puerto ni siquiera echó una mirada. ¡Maldita sea, lo que yo llevara o no llevara para beber no hubiera hecho la más mínima diferencia!
Aspiró por la nariz y se pasó la manga por la cara enrojecida; parecía alarmantemente a punto de llorar. Era algo muy perturbador de ver en un hombre que andaba, estimó Miles, por los cuarenta años. En vez de eso, Mayhew tomó un gran trago de su botella y, luego, con un resto de cortesía, se la ofreció a Miles.
Miles sonrió amablemente y la aceptó. ¿Debería aprovechar esa oportunidad para vaciarla, a fin de que Mayhew no siguiera emborrachándose? En gravedad cero, había inconvenientes para tal idea. Tendría que vaciarla en algún otro lado, si no quería pasarse toda la entrevista esquivando burbujas voladoras o lo que quiera que fuese. Era difícil hacerlo parecer un accidente. Mientras meditaba, probó el contenido, en interés de la investigación científica.
Apenas pudo evitar arrojarlo en caída libre, pulverizado. Espeso, con aroma a hierbas, dulce como jarabe —casi vomitó por la dulzura —y tal vez un 60 % etanol puro. ¿Pero qué era el resto? Le quemó el esófago, haciéndolo parecer como una representación animada del sistema digestivo, con todas sus partes destacadas en colores luminosos. Respetuosamente, secó el borde con la manga y devolvió la botella a su dueño, quien la apretó otra vez bajo su brazo.
—Gracias —jadeó Miles. Mayhew contestó con una inclinación—. Entonces, ¿cómo…? —aspiró y aclaró la voz hasta un tono más normal—. ¿Qué planea hacer a continuación? ¿Cuáles son sus exigencias?
—¿Exigencias? —dijo Mayhew—. ¿A continuación? Yo no… Es sólo que no voy a dejar que ese caníbal de Calhoun asesine mi nave. No hay… no hay ningún texto. —Meció la caja detonante en su regazo, una madonna desdichada—. ¿Alguna vez fue rojo?, —preguntó de golpe.
Miles tuvo una confusa visión de antiguos partidos políticos terráqueos.
—No, soy un Vor —respondió, no muy seguro de que fuera la contestación adecuada. Pero no pareció importar, Mayhew hablaba consigo mismo.
—Rojo. El color rojo. Pura luz fui yo una vez, en un viaje a un pequeño agujero de un sitio llamado Hespari II. No hay en la vida experiencia como un viaje. Si uno nunca ha llevado las luces en su cerebro, colores a los que nadie jamás puso nombre , no hay palabras para describirlo. Mejor que los sueños o las pesadillas… mejor que una mujer… mejor que la comida o la bebida, o que dormir o respirar… ¡y nos pagan por ello! Pobres tontos engañados, con nada bajo sus cráneos, salvo protoplasma… —Miró confuso a Miles—. Oh, perdón. Nada personal, usted no es piloto. Nunca más llevé un cargamento a Hespari—. Enfocó un poco más nítidamente a Miles—. Diga, usted es un desastre, ¿no?
—No tanto como usted —replicó Miles abiertamente irritado.
—Mmm —asintió el piloto. Le pasó otra vez la botella.
Curioso mejunje, pensó Miles. Lo que fuera que contuviese, parecía estar contrarrestando el efecto habitual que el alcohol le producía: hacerle dormir. Se sentía acalorado y con energía, como si ésta fluyera hasta sus manos y pies. Probablemente era así como Mayhew se había mantenido despierto tres días en esta lata desierta.
—Así, pues —continuó desdeñosamente Miles—, no tienes un plan de lucha. No has pedido un millón de dólares betanos en billetes pequeños, ni has amenazado con estrellar la nave contra el puerto de transbordadores, ni has tomado rehenes, ni… ni nada constructivo en absoluto. Sólo te sientas aquí, matando el tiempo y tu botella, y desperdiciando tus oportunidades, por falta de un poco de resolución o imaginación o alguna otra cosa.
Mayhew parpadeó ante este inesperado punto de vista.
—Por Dios, por una vez Van ha dicho la verdad, no eres del Consejo de Salud Mental… Podría tomarte de rehén —dijo con placidez, apuntando la pistola hacia Miles.
—No, no hagas eso —se apresuró Miles—. No puedo explicarte, pero… reaccionarían con todo allá abajo. Es una mala idea.
—Oh. —La pistola dejó de apuntar a Miles—. Pero, de todas maneras, ¿no ves que no pueden darme lo que quiero? —Palmeó su receptor de cabeza, tratando de explicar—. Quiero hacer saltos. Y no puedo, ya no puedo.
—Solamente en esta nave, deduzco.
—Esta nave va para la chatarra —su desesperanza era completa, inesperadamente racional—, tan pronto como yo ya no pueda mantenerme despierto.
—Ésa es una actitud inútil —dijo críticamente Miles—. Aplica un poco de lógica al problema, por lo menos. Quiero decir esto: tú quieres ser piloto de saltos, sólo puedes serlo de saltos para una nave RG y ésta es la última nave RG; ergo, lo que necesitas es esta nave. Así que adquiérela. Sé un piloto—propietario. Haz tus propias cargas. Simple, ¿ves? ¿Me das un poco más de ese mejunje, por favor? —Miles comprobó que uno se acostumbraba muy rápido al gusto horrible.
Mayhew sacudió la cabeza, aferrando sus desesperanza y su caja como un niño abraza un juguete familiar y consolador.
—Lo intenté, lo he intentado todo. Pensé que obtendría un préstamo. Fracasó y, de todas maneras, Calhoun ofreció más que yo.
—Oh. —Miles le devolvió la botella, sintiéndose mareado. Miró al piloto, respecto del cual él flotaba ahora en ángulos rectos—. Bueno, todo lo que sé es que uno no puede rendirse. La rran…, la rendición mancha el honor de los Vor. —Comenzó a canturrear un trozo de una balada infantil que recordaba a medias:
El sitio de Silver Moon
: Había un Vor en ella, y una hermosa mujer hechicera que montaba un mágico mortero volador; machacaban en él los huesos de los enemigos al final—. Dame otro trago, quiero pensar. «Si juramento quisieras prestar ante mí, tu legítimo dueño seré para ti…»
—¿Eh?
Miles se dio cuenta de que había cantado en voz audible, a pesar de lo baja.
—Nada, perdón. —Flotó en silencio unos minutos más—. Ése es el problema con el sistema betano —dijo tras un momento—, nadie asume responsabilidad personal por nadie. Todo son entidades corporativas ficticias y sin rostro… un gobierno de fantasmas. Lo que necesitas es un señor, un dueño legítimo que espada en mano destroce todas las ataduras oficiales. Como Vorthalia el Audaz y el Matorral de Espinos.