Esta vez el capitán se puso en posición de firme y saludó.
—Creo que le debo una disculpa, almirante Naismith. No comprendí cabalmente la situación aquí.
Miles apretó el brazo de Baz y se puso de puntillas para susurrarle al oído urgentemente:
—Baz, ¿qué le estuviste diciendo a esta gente?
—Sólo la verdad —empezó a decir Baz, pero no había tiempo para mayores explicaciones; el oficial superior estaba adelantándose, con la mano extendida.
—¿Cómo está usted, almirante Naismith? Soy el general Halify. Tengo órdenes de mi alto mando de mantener esta instalación por los medios que sean necesarios.
Se estrecharon las manos y se sentaron. Miles ocupó la cabecera de la mesa, a manera de experimento. El general feliciano se sentó formalmente y sin objeciones a la derecha. Hubo ciertos forcejeos interesantes por el resto de los asientos.
—Dado que nuestra segunda nave se perdió combatiendo con los pelianos cuando veníamos hacia aquí, la mía es la poco envidiable tarea de defender este sitio con doscientos hombres; la mitad de mi dotación —prosiguió Halify.
—Yo lo hice con cuarenta —observó automáticamente Miles. ¿Adónde quería llegar el feliciano?
—También tengo la tarea de retirar el armamento betano que encuentre para enviarlo con el capitán Sahlin, aquí presente, a fin de continuar la guerra en nuestro país, que, desgraciadamente, se ha convertido en el frente.
—Eso lo hará más complicado para usted —convino Miles.
—Hasta que los pelianos trajeron a los galácticos, nuestras respectivas fuerzas estaban bastante equilibradas. Creíamos que estábamos a punto de negociar un acuerdo. Los oseranos volcaron ese equilibrio.
—Eso tengo entendido.
—Lo que los galácticos pueden hacer, los galácticos seguramente pueden deshacer. Queremos contratar a los Mercenarios Dendarii para romper el bloqueo oserano y limpiar el espacio local de toda fuerza extraplanetaria. De los pelianos —el general olisqueó, como con desprecio —podemos encargarnos nosotros.
Voy a dejar que Bothari termine de estrangular a Baz…
—Una valiente declaración, general. Me gustaría poder ayudarle. Pero, como usted debe de saber, la mayor parte de mis fuerzas no están aquí.
El general cruzó sus manos fuertemente sobre la mesa.
—Creo que podemos resistir el tiempo necesario para que usted envíe a por ellas.
Miles miró a Thorne y Auson, reflejados en el plástico sombríamente reluciente de la mesa. Quizá no fuera el mejor momento para explicar lo larga que podría resultar la espera…
—Para hacer eso tendríamos que atravesar el bloqueo y, por otra parte, mis naves de salto no están en condiciones en este momento.
—Felice tiene tres naves comerciales de salto todavía, además de las que quedaron aisladas fuera del bloqueo cuando éste comenzó. Una de ellas es muy veloz. Seguramente, en combinación con sus naves de guerra, podría usted lograrlo.
Miles estaba a punto de replicar bruscamente cuando, de golpe, se iluminó: ahí estaba el escape, en bandeja. Pondría a sus vasallos en la nave de salto, usaría a Thorne y a Auson para atravesar el bloqueo y le volvería la cara a Tau Verde IV y a todos sus habitantes para siempre. Era arriesgado, pero podía hacerse… de hecho, era la mejor idea que había tenido en todo el día… Se levantó, sonriendo suavemente.
—Una interesante propuesta, general. —No debía parecer demasiado ansioso—. Y exactamente, ¿cómo se propone pagar mis servicios? Los dendarii no resultan baratos.
—Estoy autorizado a aceptar los términos que usted imponga. Si son razonables, por supuesto —agregó prudentemente el general.
—Para decirlo lisa y llanamente, general, eso es un montón de… mili-pfennings. Si el mayor Daum no tenía autoridad para contratar fuerzas ajenas, tampoco la tiene usted.
—Ellos dijeron: por los medios que sean necesarios. —El mentón de Halify se puso tieso—. Me respaldarán.
—Quiero un contrato por escrito, firmado por alguien que pueda ser convenientemente exprimido… esto es, hacerse responsable después. Los ingresos de los generales retirados no son famosos por lo abultados.
Un destello de contento brilló brevemente en la mirada de Halify y asintió.
—Lo tendrá.
—Se nos debe pagar en dólares betanos. Tengo entendido que no los tienen.
—Si el bloqueo se rompe, podemos conseguir moneda extranjera nuevamente. Tendrá sus dólares.
Miles apretó fuertemente los labios. No debía estallar en carcajadas. Ahí estaba él, un hombre con una flota imaginaria, negociando sus servicios con un hombre con un presupuesto imaginario. Bien, el precio era ciertamente justo.
El general extendió la mano.
—Almirante Naismith, tiene usted mi palabra al respecto. ¿Puedo tener la suya?
Su humor estalló en millares de fragmentos, que tragó en el frío y vasto vacío que solía ser su vientre.
—¿Mi palabra?
—Tengo entendido que eso tiene un significado para usted.
Entiende usted demasiado…
—Mi palabra. Ya veo.
Jamás había roto su palabra. Casi dieciocho años, y aún preservaba esa virginidad. Bien, había una primera vez para todo. Aceptó la mano que extendía el general.
—General Halify, haré cuanto esté de mi parte. Tiene mi palabra al respecto.
Las tres naves tejieron y desplegaron un intrincado modelo de evasión. Otras veinte, a su alrededor, se lanzaron como un montón de halcones a la caza. Las tres naves destellaron, azul, rojo, amarillo, y luego se disolvieron en un brillante resplandor arco iris.
Miles se reclinó en su silla de mando en la sala de tácticas del
Triumph
y se frotó los ojos fatigados. Al diablo con la idea. Soltó un largo suspiro. Si no podía ser un soldado, quizá tuviese futuro como diseñador de fuegos artificiales.
Elena entró mascando una barra de alimento.
—Eso parecía bonito, ¿qué era?
Miles levantó un dedo didáctico.
—Acabo de descubrir la vigésima tercera forma de hacer que me maten. —Señaló la pantalla—. Eso era.
Elena miró a su padre, aparentemente dormido sobre una rugosa esterilla.
—¿Dónde están todos?
—Durmiendo. Me alegro de no tener auditorio mientras trato de enseñarme a mí mismo tácticas de primer año. Podrían empezar a dudar de mi genio.
Elena le miró fijamente.
—Miles… ¿cómo de serio eres con lo de romper el bloqueo?
Miles miró por las ventanas exteriores, que mostraban la misma aburrida vista de lo que podría llamarse la parte trasera de la refinería, donde la nave se había estacionado después del contraataque. El
Triumph
era apodado ahora la nave capitana de Miles. Con la llegada de tropas felicianas, que ocuparon todos los cuartos disponibles de la refinería, Miles había huido —secretamente aliviado —del sórdido lujo de la suite ejecutiva, a la más tranquila austeridad de los antiguos aposentos de Tung.
—No sé. Hace dos semanas que los felicianos nos prometieron ese expreso veloz para marcharnos de aquí y todavía no hay nada. Vamos a tener que abrirnos paso por ese bloqueo… —Se apresuró a borrar la preocupación en el rostro de Elena—. Al menos, esto me da algo que hacer mientras esperamos; en cualquier caso, esta máquina es más entretenida que el ajedrez…
Se incorporó y con una cortés reverencia la invitó a sentarse en la silla de mando de al lado.
—Mira, te enseñaré cómo se opera. Te mostraré uno o dos juegos, resultará fácil.
—Bueno…
Le explicó un par de modelos tácticos elementales, desmitificándolos al llamarlos «juegos».
—El capitán Koudelka y yo solíamos jugar a algo parecido a esto.
Elena enseguida lo comprendió. Debía de ser alguna clase de criminal injusticia el que Ivan Vorpatril estuviese, en ese mismo momento, profundamente ocupado en el adiestramiento de oficiales, para el que ella no sería ni tan siquiera considerada.
Continuó automáticamente con la mitad de los modelos que conocía, mientras su mente daba vueltas en torno a su dilema militar de la vida real. Ésta era exactamente la clase de cosas que hubiera aprendido en la Academia del Servicio Imperial, pensó con un suspiro. Probablemente hubiera un libro acerca de esto. Deseó poder tener un ejemplar; estaba ya mortalmente cansado de tener que reinventar la rueda cada quince minutos. Aunque también era posible que no hubiese ninguna manera de que tres pequeñas naves de guerra y un carguero estropeado burlaran a toda una flota mercenaria. Los felicianos no podían ofrecer mucha ayuda, más allá del uso de la refinería como base.
Miró a Elena, y borró entonces de su mente aquellas inoportunas preocupaciones estratégicas. En esos días, la fuerza y la inteligencia de la joven florecían frente a nuevos desafíos. Al parecer, todo lo que ella había necesitado era una oportunidad. Baz no debería salirse con la suya. Miró para ver si Bothari estaba realmente dormido, y se dio ánimos. La sala de tácticas, con sus sillas giratorias, no era el mejor sitio para zalamerías, pero lo iba a intentar. Se levantó y se inclinó sobre el hombro de Elena, pretextando alguna instrucción de utilidad.
—¿Señor Miles? —sonó el intercomunicador. Era el capitán Auson, llamando desde la sala de navegación—. Conecte los canales exteriores, voy para allí.
Miles emergió de su bruma, maldiciendo en silencio.
—¿Qué pasa?
—Ha vuelto Tung.
—Uh, oh. Mejor alerte a todo el mundo.
—Eso hago.
—¿Qué trae? ¿Lo sabe usted?
—Sí, es extraño. Está ahí parado, justo fuera de alcance, en lo que parece una nave peliana del sistema interior, tal vez un pequeño transporte de tropas o algo así, diciendo que quiere hablar con usted. Probablemente es una trampa.
Miles arrugó la frente, desconcertado.
—Bien, pásemelo, entonces. Pero siga alerta.
En instantes, el familiar rostro del euroasiático apareció en la pantalla, más grande que en la realidad. Bothari estaba ahora levantado, en su habitual puesto junto a la puerta, silencioso como siempre; Elena y él no habían hablado mucho desde el incidente en el sector de la prisión. No habían vuelto a hablar, en realidad.
—¿Cómo está usted, capitán Tung? Nos volvemos a encontrar, según veo.
—Ciertamente que sí. —Tung sonrió, rudo y feroz—. ¿Todavía sigue en pie esa oferta de trabajo, hijo?
Las dos lanzaderas se juntaron como un sándwich en el espacio intermedio entre ambas naves madres. Allí los dos hombres se reunieron cara a cara y en privado, con la excepción de Bothari, tenso y discreto, fuera del alcance del oído, y del piloto de Tung, quien permaneció igualmente discreto a bordo de su lanzadera.
—Mi gente me es leal —dijo Tung—. Puedo ponerla toda a sus servicio.
—Se dará usted cuenta —observó delicadamente Miles —de que, si su intención fuera recapturar su nave, ésa sería una estratagema ideal; mezclar sus fuerzas con las mías y luego atacar a voluntad. ¿Puede probar que lo suyo no es un caballo de Troya?
Tung suspiró como aceptando.
—Sólo como usted probó que ese memorable almuerzo no estaba drogado: comiendo.
—Mm. —Miles se apoltronó en su asiento de la ingrávida lanzadera, como si así pudiera imponer orientación al cuerpo y a la mente. Ofreció una botella de jugo de fruta a Tung, quien aceptó sin dudar. Ambos bebieron, aunque Miles con reticencia; su estómago ya empezaba a protestar por la falta de gravedad—. También se dará cuenta de que no puedo devolverle su nave. Todo lo que puedo ofrecerle, por el momento, es una pequeña nave peliana capturada y, quizás, el título de oficial de Estado Mayor.
—Sí, lo comprendo.
—Tendrá que trabajar con Auson y Thorne, sin incurrir en… fricciones del pasado.
Tung pareció muy poco entusiasmado, pero respondió.
—Si tengo que hacerlo, incluso eso haré. —Atrapó un chorro de la bebida en el aire. Práctica, pensó con envidia Miles.
—La paga, por el momento, es íntegramente en Mili-pfennings felicianos. ¿Conoce los… Mili-pfennings?
—No, pero a juzgar por la situación estratégica de los felicianos, me imagino que serán papel higiénico vistoso.
—Eso es bastante acertado. —Miles arrugó la frente—. Capitán Tung, después de pasar por un montón de problemas para escapar hace dos semanas, ha pasado por lo que parece ser una cantidad similar de problemas para unirse a lo que sólo se puede describir como el lado perdedor. Sabe que no puede recuperar su nave, sabe que su paga es, en el mejor de los casos, problemática… No puedo creer que todo esto sea por mi encanto natural. ¿Por qué lo hace?
—No hubo tanto problema. Esa deliciosa joven, recuérdeme que le bese la mano, me dejó salir —observó Tung.
—Para usted, señor, esa «deliciosa joven» es la comandante Bothari y, considerando lo que le debe, bien puede limitarse a saludarla —saltó Miles, sorprendido él mismo ante su reacción. Tragó un sorbo del jugo de fruta para disimular su confusión.
Tung alzó las cejas y sonrió.
—Ya veo.
Miles volvió al presente.
—Insisto, ¿por qué?
El rostro de Tung se endureció.
—Porque usted es la única fuerza del espacio local con alguna posibilidad de meterle a Oser un palo por el culo.
—Y ¿cuándo adquirió esta motivación?
Endurecido, sí, y ensimismado.
—Violó nuestro contrato. En caso de perder mi nave en combate, tenía el deber de darme otro comando.
Miles adelantó la barbilla, invitando a Tung a continuar. La voz de Tung se hizo más baja.
—Tenía derecho a reprenderme, sí, por mis errores… pero no tenía derecho a humillarme delante de mis hombres… —Sus manos estaban apretadas contra los antebrazos de su asiento; la botella de bebida flotaba lejos, olvidada.
La imaginación de Miles completó el cuadro. El almirante Oser, colérico y conmocionado ante esta súbita derrota después de un año entero de fáciles victorias, había perdido el temple y manejó mal el ardiente y herido orgullo de Tung. Una tontería, cuando habría sido tan fácil hacer que ese orgullo se redoblara sirviendo en su beneficio. Sí, podía ser verdad.
—Y entonces viene usted a mí. Ah… ¿con todos sus oficiales, dice? ¿Su oficial piloto?
Huir, ¿otra vez era posible la huida en la nave de Tung? Huir de los pelianos y de los oseranos, pensó seriamente Miles; era huir de los dendarii lo que empezaba a parecer difícil.
—Todos. Todos excepto mi oficial de comunicaciones, por supuesto.