—Uh…
—Buena idea —opinó el sargento, sin levantar la vista de su trabajo.
—Mi estómago…
—Sería un buen ejemplo para tus tropas —añadió Elena, parpadeando con sus ojos castaños en fingida, Miles estaba seguro, inocencia.
—¿Quién va a advertirles de que no me partan por la mitad?
—Te dejaré simular que los estás instruyendo. —Los ojos de Elena brillaron.
—La ropa de gimnasia —dijo el sargento, mientras soplaba una pizca de polvo del inhibidor nervioso y hacía un gesto hacia la izquierda con su cabeza —está en el último cajón de aquel compartimento.
—Oh, está bien —suspiró Miles derrotado. Miró nuevamente su cronómetro. En cualquier momento a partir de ahora.
La puerta de la cabina se abrió; era la mujer de Escobar, puntual.
—Buenos días, técnica Visconti —comenzó a decir alegremente Miles, pero sus palabras murieron en sus labios cuando la mujer levantó una pistola de agujas y la sostuvo con ambas manos, apuntando.
—¡Que nadie se mueva! —gritó.
—Una orden innecesaria; Miles, al menos, estaba helado por la impresión, con la boca abierta.
—Así que —dijo por fin la mujer; odio, dolor y fatiga le hacían temblar la voz —eras tú. No estaba segura al principio. Tú…
Se dirigía a Bothari, supuso Miles al ver el arma apuntando contra el pecho del sargento. Las manos de la mujer temblaban, pero el punto de mira del arma no vaciló en ningún momento.
El sargento había agarrado su arco de plasma al abrirse la puerta. Ahora, increíblemente, su mano colgaba a su lado, sosteniendo el arma. Se enderezó ligeramente, junto a la pared, lejos de su habitual postura semiagazapada que empleaba para disparar.
Elena estaba sentada con las piernas cruzadas, una posición incómoda para saltar.
La mujer desvió un instante la vista hacia Miles y la volvió luego a su blanco.
—Creo que será mejor que sepa, almirante Naismith, lo que ha contratado como guardaespaldas.
—Esto… ¿Por qué no me da su arma, se sienta y hablamos de ello…?
Alargó una mano abierta, a modo de invitación. Los estremecimientos calientes que habían comenzado en la boca de su estómago irradiaban ahora hacia fuera; la mano le temblaba enloquecidamente. No era ésta la forma en la que se había imaginado el encuentro. La mujer siseó y apuntó el arma a Miles, quien retrocedió El arma volvió de inmediato a Bothari.
—Ése —dijo la mujer señalando al sargento con un gesto —es un ex soldado barrayarano. No es ninguna sorpresa, supongo, que terminara en alguna oscura flota mercenaria; pero era el torturador jefe del almirante Vorrutyer cuando los barrayaranos trataron de invadir Escobar. Aunque, quizás usted ya sepa eso… —Sus ojos parecieron despellejar a Miles, como cuchillos, por un instante. Un instante era un tiempo bastante largo, a la relativa velocidad con que Miles se sintió caer en ese momento.
—Yo… Yo… —balbuceó.
Miró a Elena; tenía los ojos muy abiertos y el cuerpo tenso para saltar.
—El almirante nunca violaba él mismo a sus víctimas, prefería mirar. Vorrutyer era el sodomita del príncipe Serg. Quizás el príncipe fuera celoso, aunque, por su parte, aplicaba torturas más inventivas. El príncipe esperaba, ya que su particular obsesión eran las mujeres embarazadas; que el grupo de Vorrutyer tenía la obligación de suministrar, supongo…
La mente de Miles gritaba en medio de un centenar de conexiones indeseadas, no, no, no… Entoncs, existía aquello del conocimiento latente. ¿Cuánto tiempo habá sabido que no debía hacer preguntas cuya respuesta no querría conocer? El rostro de Elena reflejaba un total ultraje y descreimiento. Que Dios le ayudara a mantener de ese modo la conciencia de la joven.
Su inmovilizador estaba en la mesa de Bothari, a través de la línea de fuego; ¿tenía alguna posibilidad de alcanzarlo?
—Tenía dieciocho años cuando caí en sus manos. Recién graduada, no amaba la guerra, pero deseaba servir y defender mi hogar… Aquello no era guerra, ahí fuera, lo que había era un infierno particular, que se hacía vil entre las autoridades no controladas del alto mando barrayarano…
Estaba próxima a la histeria, como si viejos y fríos terrores estuvieran haciendo erupción en un enjambre más abrumador que el que ella misma pudiera haber previsto. Tenía que callarla de alguna manera.
—Y aquél —su dedo estaba tenso sobre el gatillo del arma—, aquél era su instrumento, su mejor creador de espectáculos, su favorito. Los barrayaranos se negaron a entregar a sus criminales de guerra, y mi propio gobierno vendió barata la justicia que me correspondía, en consideración a los convenios de paz. Y es así que ha gozado de libertad para convertirse en mi pesadilla durante las dos últimas décadas. Pero las flotas mercenarias dispensan su propia justicia. Almirante Naismith, ¡exijo el arresto de este hombre!
—Yo no… No es… —vaciló Miles. Se volvió hacia Bothari, sus ojos imploraban un desmentido… Di que no es verdad…—. ¿Sargento?
La explosión de palabras había regado a Bothari como ácido. Su rostro estaba surcado de dolor, la frente arrugada por un esfuerzo de… ¿memoria? Su mirada fue de su hija a Miles y luego a la mujer, y dejó escapar un suspiro. Un hombre que descendiese al infierno y a quien le concedieran entrever el paraíso, tendría quizás esa expresión en el rostro.
—Señora… —susurró —sigue siendo usted hermosa.
¡No la incites, sargento!
, gritó en su interior Miles.
El rostro de la mujer de Escobar se retorció de rabia y temor. Se dio a sí misma coraje. Una corriente, como de minúsculas gotas de lluvia plateadas, zumbó del arma temblorosa. Las agujas estallaron contra la pared, alrededor de Bothari, en un chubasco de fragmentos que saltaron filosos como navajas. El arma se atascó. La mujer maldijo y la sacudió. Bothari, apoyado contra la pared, murmuró:
—Descansar ya. —Miles no estaba seguro de a quién estaban dirigidas aquellas palabras.
Se abalanzó en busca de su inmovilizador, al tiempo que Elena saltaba sobre la mujer. Elena ya había desarmado y sujetado por detrás a la mujer, retorciéndole los brazos a la espalda con la fuerza del terror y la rabia, para cuando Miles apuntó con el inmovilizador. Pero la mujer no ofrecía resistencia, como agotada. Miles advirtió por qué cuando se volvió hacia el sargento.
Bothari cayó como una pared que se derrumba, como si fuera por partes. Su camisa mostraba solamente cuatro o cinco minúsculas gotas de sangre; pero, de pronto, fueron borradas por un súbito diluvio rojo salido de su boca, mientras se convulsionaba, sofocado. Se retorció una vez en el suelo, vomitando una segunda marea escarlata sobre las manos, el regazo y la camisa de Miles, quien había corrido a postrarse junto a su guardaespaldas.
—¿Sargento?
Bothari yacía quieto; los ojos vigilantes, paralizados y abiertos; la cabeza, caída a un lado; la sangre, fluyendo por su boca. Parecía un animal muerto, atropellado por un vehículo. Miles pasó la mano frenéticamente por el pecho de Bothari, pero no pudo siquiera encontrar los pinchazos de entrada de las heridas. Cinco impactos… La cavidad torácica de Bothari, el abdomen, los órganos, debían de estar destrozados y revueltos…
—¿Por qué no disparó? —preguntó en un gemido Elena. Sacudió a la mujer de Escobar—. ¿No estaba cargado?
Miles miró el arco de plasma en la mano rígida de sargento. Estaba recién cargado, Bothari acababa de hacerlo.
Elena echó una mirada desesperada al cuerpo de su padre y pasó una mano alrededor del cuello de la mujer, aferrando su guerrera El brazo apretaba la tráquea de la agresora.
Miles giró sobre sus rodillas, con la camisa, los pantalones y las manos bañados en sangre.
—¡No, Elena! ¡No la mates!
—¿Por qué no? ¿Por qué no? —Las lágrimas corrían por su cara desencajada.
—Creo que es tu madre.
Oh, Dios, no debía haber dicho eso…
—¿Tú crees esas horribles cosas…? —le preguntó con furia—, ¿esas mentiras increíbles…? —Pero aflojó su presa—. Miles… ni siquiera sé qué significan algunas de esas palabras…
La mujer de Escobar tosió, y giró la cabeza para mirar por encima de su hombro, con asombro y consternación.
—¿Esto es fruto de él? —le preguntó a Miles.
—Su hija.
Los ojos de la mujer estudiaron atentamente los rasgos de Elena. Miles lo hizo también; a él le pareció que la fuente secreta del cabello, los ojos y la elegante estructura del rostro de Elena estaban ante él.
—Te pareces a él. —Los grandes ojos castaños de la mujer conservaban una fina capa de desagrado sobre un pantano de horror—. Oí que los barrayaranos usaron los fetos para investigación militar. —Miró a Miles en confundida especulación—. ¿Es usted otro? Pero no, no podrías ser…
Elena la soltó y permaneció atrás, de pie. Un vez, veraneando en Vorkosigan Surleau, Miles había presenciado cómo un caballo quedó atrapado en el incendio de un establo hasta morir, y nadie pudo acercarse a liberarle por el calor. Había pensado que ningún sonido podía ser más acongojante que los relinchos agónicos de aquel caballo. El silencio de Elena lo era. Ella no estaba llorando ahora.
Miles se incorporó con dignidad.
—No señora. El almirante Vorkosigan cuidó de que todos fueran entregados a salvo a un orfanato, creo. Todos excepto…
Los labios de Elena formaron la palabra «mentiras», pero ya no había convicción en ella. Sus ojos sorbían a la mujer de Escobar con un hambre que aterrorizó a Miles.
La puerta de la estancia volvió a abrirse. Arde Mayhew entró.
—Mi señor, ¿quiere que esas asignaciones…? ¡Dios mío! —Estuvo a punto de tropezarse—. ¡Traeré a la técnica médica, esperen! —Y salió a la carrera.
Elena Visconti se acercó al cuerpo de Bothari con la precaución que uno emplearía al acercarse a un reptil venenoso recién muerto. Su mirada se encontró con la de Miles, desde el lado opuesto del obstáculo.
—Almirante Naismith, me disculpo por los inconvenientes que le he causado; pero esto no fue un asesinato, fue la justa ejecución de un criminal de guerra. Fue justo —insistió, con la voz nerviosa de pasión—. Lo fue. —La voz se apagó.
No fue un asesinato, fue un suicidio, pensó Miles. Podía haberte disparado ahí donde estabas, en cualquier momento, así de rápido era.
—No…
—¿Usted también me llama mentirosa? ¿O va a decirme que lo disfruté? —Los labios de la mujer se tensaron con desesperación.
—No… —La miró a través de un vasto abismo de un metro de ancho—. No me burlo de usted. Pero… hasta que tuve cuatro, casi cinco años de edad, yo no podía andar, sólo gateaba. Me pasé mucho tiempo mirando las rodillas de la gente. Pero si en alguna ocasión había un desfile, o algo que ver, tenía la mejor situación de todos, porque miraba desde los hombros del sargento.
Por toda respuesta, la mujer escupió al cuerpo de Bothari. Un espasmo de furia oscureció la visión de Miles. Se vio salvado de una posible acción desastrosa por el regreso de Mayhew con la técnica médica.
La técnica corrió hacia él.
—¡Almirante! ¿Dónde le hirieron?
La miró un instante, estúpidamente, se miró luego a sí mismo y advirtió entonces la roja razón de su preocupación.
—No soy yo, es el sargento. —Se sacudió ineficazmente la fría viscosidad.
La técnica se arrodilló junto a Bothari.
—¿Qué ocurrió? ¿Fue un accidente?
Miles miró hacia donde estaba Elena, parada, con los brazos envolviéndose el cuerpo como si tuviera frío. Sólo sus ojos se movían, mirando alternativamente al sargento y a la mujer de Escobar. Una y otra vez, sin descanso.
La boca de Miles estaba endurecida, hizo un esfuerzo para hablar.
—Un accidente, estaba limpiando las armas. El revólver de agujas estaba puesto en automático. —Dos afirmaciones verdaderas de tres.
La mujer de Escobar tuvo un gesto silencioso de triunfo y alivio. Ella cree que respaldo su justicia, pensó Miles. Perdóname…
La técnica médica sacudió la cabeza, al pasar un examinador de mano por el pecho de Bothari.
—¡Uf! Está destrozado.
Una súbita esperanza se le ocurrió a Miles.
—Las cámara de congelamiento… ¿cómo están?
—Todas llenas, señor, después del contraataque.
—Cuando se asignan, ¿qué… qué criterio se utiliza?
—Los menos destrozados tienen mayor probabilidad de revivir. Son los primeros que se seleccionan. Los enemigos, los últimos, a menos que Inteligencia pida otra cosa.
—¿Cómo evaluaría a este herido?
—Pero que todos los otros que tengo congelados ahora, excepto dos.
—¿Quiénes son esos dos?
—Un par de hombres del capitán Tung. ¿Quiere que desaloje a uno?
Miles se detuvo, buscando el rostro de Elena. Ella miraba el cuerpo de Bothari como si fuera el de un extraño, con la cara de su padre, súbitamente desenmascarado. Los ojos oscuros de Elena eran como profundas cavernas; como tumbas; una para Bothari; otra para ella misma.
—Él odiaba el frío —murmuró Miles—, sólo consiga un envoltorio del depósito de cadáveres.
—Sí, señor. —La técnica salió, sin prisas.
Mayhew balbuceó, contemplando aturdido y perplejo el rostro de la muerte:
—Lo siento, mi señor, estaba empezando a agradarme, de un modo misterioso.
—Sí. Gracias. Vete. —Miles alzó la vista hacia la mujer de Escobar—. Váyase —susurró.
Elena daba vueltas y vueltas entre el cadáver y los vivos, como una criatura recién enjaulada que descubre que el frío acero quema la carne.
—¿Madre? —dijo al fin, con una voz empequeñecida, en absoluto como la suya.
—Tú aléjate de mí —gruñó la mujer, en voz baja, pálida—. Muy lejos. —Le echó una mirada de aversión, desdeñosa como una bofetada, y se marchó.
—Esto… —dijo Arde—. Tal vez deberías salir y sentarte un rato en alguna otra parte, Elena. Te traeré un vaso de agua o algo. —La tomó del brazo, inquieto—. Vamos, sé buena chica.
Aceptó con dolor ser llevada y miró por última vez por encima del hombro al salir. Su rostro le recordó a Miles una ciudad bombardeada.
Miles esperó a la técnica médica, velando a su primer servidor, su vasallo, con miedo, con miedo creciente, además, desacostumbrado. Siempre había tenido al sargento para que se preocupara por él. Tocó el rostro de Bothari: el mentón afeitado era áspero al tacto.
—¿Qué hago ahora, sargento?
Pasaron tres días antes de que llorara, preocupado porque no podía llorar. Entonces, solo en la cama, de noche, llegó una violenta tormenta incontrolable que duró horas. Miles la consideró meramente una catarsis, pero siguió repitiéndose en noches sucesivas y entonces se preocupó porque no podía parar. Ahora su estómago le dolía todo el tiempo, pero especialmente después de las comidas, por lo que en consecuencia apenas las probaba. Sus rasgos finos se afinaron más aún, moldeándose a los huesos.