Los días eran una niebla gris. Rostros, familiares y no familiares, le fastidiaban pidiéndole instrucciones, a las que su respuesta era un lacónico e invariable: «Arréglese usted mismo.» Elena no le hablaba en absoluto. Se estremecía temiendo que ella encontrara consuelo en brazos de Baz. La vigilaba secretamente, ansioso. Pero ella no parecía estar buscando consuelo en ninguna parte.
Después de una reunión de la plana mayor Dendarii, particularmente informal e inconcluyente, Arde Mayhew le llevó aparte. Miles se había sentado, silencioso, a la cabecera de la mesa, estudiándose las manos aparentemente, mientras sus oficiales croaban como sapos sobre cosas sin sentido.
—Dios sabe —le susurró Arde —que yo no sé mucho acerca de ser un oficial militar —aspiró profundamente—, pero sí sé que no se puede arrastrar consigo a doscientas personas, o más, hasta el limbo, así como así, y luego ponerse catatónico.
—Tienes razón —gruñó Miles—. No sabes mucho.
Se marchó pisando firme, con la espalda erguida, pero sacudido por dentro ante la injusticia de la queja de Mayhew. Pegó un portazo al cerrar su cabina justo a tiempo para vomitar en secreto por cuarta vez en esa semana, la segunda desde la muerte de Bothari; tercamente resuelto a hacerse cargo ahora mismo del trabajo y a dejarse de tonterías, y cayó en la cama para quedar inmóvil las seis horas siguientes.
Se estaba vistiendo. Los hombres que desempeñan deberes solitarios estaban todos de acuerdo: uno tenía que mantener alto el nivel o las cosas se iban al diablo. Miles llevaba ya tres horas despierto y se había puesto los pantalones. En la hora siguiente intentaría afeitarse, o ponerse los calcetines, lo que pareciera más fácil. Meditó sobre el obstinado y masoquista hábito barrayarano de afeitarse todos los días contra, digamos, la civilizada costumbre betana de aplastar permanentemente los brotes de pelo. Tal vez se decidiera por los calcetines.
Sonó el timbre de la cabina. Lo ignoró. Luego el intercomunicador, con la voz de Elena.
—Miles, déjame entrar.
Se sentó de una sacudida, casi mareándose, y contestó rápidamente:
—¡Pasa! —lo que accionó la cerradura codificada.
Elena se abrió paso con cuidado por entre ropa tirada por el suelo, armas, equipamiento, cargadores vacíos, envases de raciones. Miró a su alrededor, arrugando la nariz con consternación.
—¿Sabes? Si no ordenas este revoltijo tú mismo, deberías al menos elegir un nuevo guardaespaldas.
Miles también miró a su alrededor.
—Nunca se me había ocurrido —dijo humildemente—. Solía creer que yo era una persona muy ordenada, siempre todo en su lugar, o así lo pensaba. ¿No te importaría?
—No me importaría ¿qué?
—Que me consiguiera un nuevo guardaespaldas.
—¿Por qué debería importarme?
Miles consideró el asunto.
—Tal vez Arde. Tengo que encontrarle algo, tarde o temprano, ahora que ya no puede pilotar naves.
—¿Arde? —repitió ella con tono de duda.
—Ya no es ni remotamente tan desaliñado como solía ser.
—Mm. —Recogió un visor de mano que estaba tirado en el suelo y buscó un lugar donde ponerlo, pero había sólo una superficie alta en la cabina desprovista de polvo y de desorden—. Miles, ¿cuánto tiempo vas a tener aquí este ataúd?
—Aquí podría estar tan bien como en cualquier otro lado. El depósito es frío. A él no le gustaba el frío.
—La gente está empezando a pensar que eres extraño.
—Déjalos que pienses lo que les guste. Le di mi palabra una vez de que le llevaría de vuelta a Barrayar para que le enterraran, si… si algo le pasaba aquí.
Ella se encogió de hombros, airada.
—Y ¿por qué molestarte manteniéndole tu palabra a un cadáver? Jamás sabrá la diferencia.
—Yo estoy vivo —respondió tranquilamente Miles—, y yo lo sabría.
Elena se paseó por la cabina, con los labios tensos. La cara tensa, todo el cuerpo tenso…
—Llevo diez días dando tus clases de combate sin armas, no has venido ni a una sola sesión.
Miles se preguntó si debía contarle lo de los vómitos de sangre. No, seguro que ella le arrastraría hasta la enfermería. No quería ver a la médica. Su edad, la secreta debilidad de sus huesos… demasiadas cosas se harían evidentes en un examen médico minucioso.
Elena prosiguió:
—Baz está haciendo dos turnos, reacondicionando equipos. Tung, Thorne y Auson andan de acá para allá organizando a los nuevos reclutas… pero todo está empezando a despedazarse. Todos pierde el tiempo discutiendo con los demás. Miles, si permaneces una semana más encerrado aquí, los Mercenarios Dendarii van a empezar a parecer lo mismo que esta cabina.
—Lo sé, estuve en las reuniones de la plana mayor. Sólo porque no haya dicho nada no significa que no esté escuchando.
—Entonces escúchales cuando dicen que necesitan tu liderazgo.
—Juro por Dios, Elena, que no sé para qué. —Se pasó la mano por el cabello y alzó la barbilla—. Baz arregla cosas, Arde las maneja, Tung, Thorne, Auson y su gente pelean, tú los mantienes a todos en buen estado físico… Yo soy la única persona que no hace nada fundamental en absoluto. —Hizo una pausa—. ¿Lo que ellos dicen?, y ¿qué es lo que dices tú?
—¿Qué importa lo que yo diga?
—Has venido.
—Me pidieron que viniera. No has dejado entrar a nadie más, ¿recuerdas? Me han estado molestando durante días. Actúan como un puñado de cristianos pidiéndole a la Virgen María que interceda ante Dios.
—No, sólo ante Jesús; Dios está Barrayar. —Una sombra de su vieja sonrisa le atravesó el rostro.
Elena se reprimió, pero luego ocultó la cara entre las manos.
—¡Maldito seas por hacerme reír! —dijo, tratando de controlarse.
Miles se levantó, le asió las manos y la hizo sentar a su lado.
—¿Por qué no deberías reír? Te mereces la risa, y todas las cosas buenas.
Ella no respondió, sino que miró hacia la caja rectangular plateada que estaba en el rincón de la cabina.
—Tú nunca dudaste de las acusaciones de esa mujer —dijo al fin—, ni siquiera en el primer instante.
—He visto mucho más de él de lo que tú nunca has visto. Prácticamente vivió en mi bolsillo trasero durante diecisiete años.
—Sí… —Bajó la vista a sus manos, que ahora retorcía en su regazo—. Supongo que nunca vi más que vislumbres fugaces. Venía a la villa en Vorkosigan Surleau y le daba a la señora Hysop el dinero una vez al mes… difícilmente se quedaba más de una hora. Parecía de tres metros de alto, con esa librea marrón y plateada vuestra. Solía estar muy excitada, no podía dormir durante una o dos noches antes de que viniera. Los veranos eran el paraíso, porque cuando tu madre me invitaba al lago para ir a jugar contigo, le veía todo el día. —Cerró con fuerza los puños y la voz se le quebrantó—. Y todo eran mentiras. Gloria falsa, mientras que todo el tiempo lo que estaba debajo era ese… pozo ciego.
Miles moduló su voz de un modo más delicado del que nunca se hubiera imaginado.
—No creo que él estuviera mintiendo, Elena. Creo que estaba tratando de forjar una nueva verdad.
Elena tenía los dentes apretados y una expresión de fiereza.
—La verdad es: soy una bastarda engendrada por la violación de un loco y mi madre es una asesina que odia la sola figura de mi sombra… No puedo creer que no haya heredado de ellos sólo mi nariz y mis ojos…
Ahí estaba, el oscuro temor, el más secreto. Miles reaccionó al reconocerlo y se lanzó tras él como un caballero en persecución de un dragón bajo tierra.
—¡No! ¡Tú no eres ellos! Eres tú mismo… totalmente distinta… inocente.
—Viniendo de ti, creo que es la cosa más hipócrita que jamás he escuchado.
—¿Eh?
—¿Qué eres tú sino la culminación de tus generaciones? La flor de los Vor…
—¿Yo? —La miró, perplejo—. La culminación de la degeneración, tal vez. Maleza mal desarrollada… —Hizo una pausa; el rostro de ella parecía un espejo de su propia perplejidad—. Ellos tienen sentido, es cierto. Mi abuelo llevaba nueve generaciones sobre sus espaldas. Mi padre llevó diez. Yo llevo once… y juro que la última me pasa más que todas las otras juntas. Es un milagro que no esté aplastado hasta ser más bajo aún. En este momento me siento como si midiera más o menos medio metro. Pronto desapareceré del todo.
Estaba locuaz, sabía que estaba locuaz. Algún dique se había roto en él. Se arrojó a la corriente y se dejó escurrir por la compuerta.
—Elena, te quiero, siempre te he querido… —Ella brincó como un ciervo asustado, él jadeó y la rodeó con sus brazos—. ¡No, escucha! Te quiero, no sé qué era el sargento pero también a él le quería y, a lo que sea que haya en ti de él, lo honro con todo mi corazón; no sé qué es verdad y me importa un bledo de todas maneras, haremos lo que nos parezca como él hizo, y creo que hizo un maldito buen trabajo. ¡No puedo vivir sin mi Bothari, cásate conmigo!
—¡No puedo casarme contigo! Los riesgos genéticos…
—¡Yo no soy un mutante! Mira, no tengo branquias… —Metió los dedos en la comisura de los labios y se abrió la boca exageradamente—. No tengo cuernos… —Y le enseñó ambos lados de la cabeza.
—Yo no estaba pensando en tus riesgos genéticos, sino en los míos. Los suyos. Tu padre debe saber lo que él era; jamás aceptará…
—Mira, cualquiera que pueda exhibir un vínculo de sangre con el emperador Yuri el Loco, por dos líneas de descendencia, no tiene derecho a criticar los genes de ninguna otra persona.
—Tu padre es leal a su clase, Miles, como tu abuelo, como lady Vorpatril… Jamás podrían aceptarme como lady Vorkosigan.
—Entonces los enfrentaré ante una alternativa; les diré que me voy a casar con Bel Thorne. Asentirán tan rápido que se tropezarán entre ellos.
Elena volvió a sentarse, impotente, y ocultó su rostro en la almohada, sacudiendo los hombros. Miles tuvo un momento de terror, pensando que la había abatido hasta hacerla llorar. Abatirla, no; animarla, animarla, animarla… Pero ella repitió:
—¡Maldito seas por hacerme reír! ¡Maldito seas…!
Miles arremetió, animado.
—Y yo no estaría tan seguro sobre las lealtades de clase de mi padre. Desposó a una plebeya extranjera, después de todo. —Se puso más serio—. Y tú no puedes dudar de mi madre. Ella siempre anheló tener una hija secretamente; jamás lo hizo notorio para no herir al viejo, por supuesto… Permítele ser tu madre de verdad.
—Oh —dijo Elena, como si él la hubiera herido con un puñal—. Oh…
—Verás cuando volvamos a Barrayar…
—Ruego a Dios —le interrumpió Elena con voz intensa —que jamás vuelva a poner un pie en Barrayar.
—Oh —dijo él a su vez. Tras una larga pausa agregó—: Podríamos vivir en algún otro sitio. Colonia Beta. Tendría que ser de un modo bastante moderado, una vez que el índice de cambio acabe con mis rentas… Podría conseguir un trabajo de… de… algo.
—Y el día que el emperador te llame a tomar tu lugar en el Consejo de Condes, para hablar por tu distrito y todos los pobres terruños que hay en él, ¿dónde irás entonces?
Tragó saliva, silencioso.
—Ivan Vorpatril es mi heredero —dijo al fin—. Deja que se quede con el Condado.
Elena se levantó.
—¿Vienes a la reunión de la plana mayor?
—¿Para qué molestarse? No hay esperanza.
Ella le miró fijamente, con los labios apretados, y desvió un instante los ojos al féretro en el rincón de la cabina.
—¿No es hora de que aprendas a caminar solo… tullido?
Se escapó por la puerta justo a tiempo para esquivar la almohada que él le arrojó, curvando apenas los labios ante esta espasmódica exhibición de energía.
—Me conoces sumamente bien —susurró Miles—, debería conservarte sólo por razones de seguridad. —Se tambaleó sobre sus pies y fue a afeitarse.
Acudió a la reunión con desgana y se apoltronó en su asiento habitual, a la cabecera de la mesa. Era una reunión completa, por lo que se llevaba a cabo en la espaciosa sala de reuniones de la refinería. El general Halify y un asistente se sentaron. Tung, Thorne, Auson, Arde, Baz y los cinco hombres y mujeres escogidos para mandar a los nuevos reclutas ocuparon sus sitios. El capitán cetagandano se sentó opuesto al teniente kshatryano; su mutua animosidad amenazaba equiparar la triple rivalidad que había entre Tung, Auson y Thorne. Los dos sólo se unían lo suficiente para desdeñar a los felicianos, al asesino profesional de Jackson's Whole, o al mayor de comandos retirado tau cetano, quien a su vez atacaba solapadamente a los ex oseranos, cerrando el círculo.
La agenda alegada para este circo era la preparación del plan final de batalla contra el bloqueo oserano, de ahí el profundo interés del general Halify. Esa profundidad se había visto bastante mellada por un creciente desaliento durante la última semana. La duda en los ojos de Halify era un aguijón en el espíritu de Miles; trataba de evitar cruzar su mirada. Precio de ganga, general, pensó malhumorado Miles, tiene lo que ha pagado.
La primera media hora consistió en desmoronar, nuevamente, tres planes favoritos inoperables que ya habían sido propuestos por sus dueños en reuniones anteriores. Rarezas, inconveniencias, requerimientos de equipo y personal más allá de los recursos que existían, e imposibilidades de oportunidad fueron señaladas con fruición por una mitad del grupo a la otra, lo que rápidamente degeneró en un clásico enfrentamiento de vulgarismos. Tung, quien normalmente reprimía esto, era uno de los principales esta vez, así que la cosa amenazaba con escalar indefinidamente.
—Mire, maldita sea —gritó el teniente kshatryano, golpeando con énfasis su puño contra la mesa—, no podemos asaltar el agujero directamente y todos sabemos eso. Concentrémonos en algo que podamos hacer. Naves mercantiles… Podríamos atacar eso, un contrabloqueo…
—¿Atacar naves galácticas neutrales? —gritó Auson—. ¿Quiere que nos colguen a todos?
—Cuelguen —corrigió Thorne, ganándose una mirada desagradecida.
—No, vean —continuó Auson—, los pelianos tienen pequeñas bases en este sistema, a las que podríamos ir. Como guerra de guerrillas, atacar y esfumarse en la arena…
—¿Qué arena? —estalló Tung—. No hay ningún lugar donde esconder el culo ahí fuera… Los pelianos tienen nuestra dirección apuntada en su agenda. Es un milagro que no hayan abandonado toda esperanza de capturar esta refinería y no nos hayan arrojado una lluvia de meteoritos todavía. Cualquier plan que no funcione rápido no funciona en absoluto…