—¿Qué tal un ataque relámpago a la capital peliana? —sugirió el capitán cetagandano—. Un escuadrón suicida que suelte ahí una nuclear…
—¿Se ofrece de voluntario? —se mofó con desdén el kshatryano—. Eso casi podría valer la pena.
—Los pelianos tienen una estación de transbordo en órbita alrededor del sexto planeta —dijo el tau cetano—. Un ataque a la misma podría…
—… llevar el confusor orbital de electrones y…
—… usted es un idiota…
—… emboscar naves desviadas…
Los intestinos de Miles se retorcían como serpientes copulando. Se pasó, cansado, las manos por el rostro y habló por primera vez; lo inesperado de ello atrapó de inmediato la atención de todos.
—He conocido gente que juega así al ajedrez. No pueden pensar el camino al jaque mate y entonces se pasan el tiempo tratando de limpiar el tablero de piezas pequeñas. Esto, finalmente, reduce el juego a una simplicidad que pueden comprender, y están felices. La guerra perfecta es un mate ilusorio.
Se calló; con los codos apoyados en la mesa, la cara entre sus manos. Tras un breve silencio, la expectativa derivó en decepción, el kshatryano renovó su ataque al cetagandano, y ahí estaban todos, otra vez. Sus voces empañaron a Miles. El general Halify empezó a retirarse de la mesa, desalentado.
Nadie había notado la mandíbula abierta de Miles, detrás de sus manos, ni sus ojos muy abiertos primero y entrecerrados luego.
—Hijo de puta —susurró —No es irremediable.
Se incorporó.
—¿No se le ha ocurrido a nadie que estamos atacando el problema desde el ángulo equivocado?
Sus palabras se perdieron en la penumbra. Únicamente Elena, sentada en un rincón de la sala, advirtió su rostro. Su propia cara se volvió hacia la de él como un girasol, sus labios se movieron en silencio: ¿Miles?
No una vergonzosa huida en la oscuridad, sino un monumento; eso es lo que iba a hacer de esta guerra. Sí…
Sacó de la vaina la daga de su abuelo y la arrojó al aire. Cayó y se clavó de punta en el centro de la mesa, con una sonora vibración. Trepó a la mesa y fue a recuperarla.
El silencio fue súbito y total, salvo por el refunfuño de Auson, frente a quien había caído la daga.
—No pensé que ese plástico pudiera cortar…
Miles retiró el arma de un tirón, la envainó y caminó a trancas de un lado a otro por la mesa. El refuerzo de su pierna había adquirido un molesto golpeteo últimamente, que se había propuesto que arreglase Baz; ahora sonaba fuerte en medio del silencio. Acaparar la atención, como un susurro. Bien. Un golpeteo, un garrotazo en a cabeza, cualquier cosa que funcionara estaba bien para él. Era hora de acaparar la atención.
—Parece habérseles escapado, señores, señoras y demás, que la misión asignada a los Dendarii no es destruir físicamente a los oseranos, sino simplemente eliminarlos como fuerza beligerante en el espacio local. No necesitamos entorpecernos nosotros mismos atacando sus fuerzas.
Las caras alzadas le seguían como filamentos de hierro atraídos por un imán. El general Halify se hundió nuevamente en su asiento. El rostro de Baz y el de Arde estaban jubilosos de esperanza.
—Dirijo vuestra atención al débil eslabón de la cadena que nos enlaza: la conexión entre los oseranos y quienes lo contratan, los pelianos. Ahí es donde debemos aplicar nuestra palanca. Hijos míos —se detuvo mirando más allá de la refinería, hacia las profundidades del espacio, como un profeta enfrentado a una visión—, vamos a golpearles en la nómina de pagos.
La ropa interior venía primero, suave, cómoda, absorbente. Luego las conexiones de las sondas. Luego las botas, las plantillas piezoeléctricas cuidadosamente diseñadas con puntos de máximo impacto en los dedos, en los talones y en el metatarso. Baz había hecho un hermoso trabajo con el ajuste y adaptación de la armadura espacial. Las canilleras calzaban como piel en las desiguales piernas de Miles. Mejor que la piel; un esqueleto externo, los huesos quebradizos tecnológicamente igualados al fin con los de cualquiera.
Miles deseó que Baz estuviera con él en ese momento, para ufanarse de su obra; si bien Arde estaba haciendo lo mejor que podía para ayudar a Miles a entrar en el aparato. Más apasionadamente, incluso, deseó estar en el lugar de Baz.
La inteligencia feliciana informó calma absoluta en el frente del suelo patrio peliano. Baz y su partida seleccionada de técnicos, en la que destacaba Elena Visconti, debía de haber traspasado con éxito la frontera lateral del planeta y estaría moviéndose hacia el lugar del golpe. El golpe mortal de la estrategia de Miles. La clave de sus nuevas ambiciones. Casi se le había roto el corazón, al enviarlos solos, pero se impuso la razón. Un ataque comando, si así podía llamarse, delicado, técnico, invisible, no se beneficiaría con una carga tan conspicua y técnicamente innecesaria como era él. Estaba mejor empleado aquí, con los demás.
Observó la dimensión de la armería de su nave capitana. La atmósfera parecía una combinación de vestuario, embarcadero y quirófano… Trató de no pensar en quirófanos. Su estómago le produjo una punzada de dolor. Ahora no, le dijo. Más tarde. Sé bueno y te prometo que te llevaré a la técnica médica luego.
El resto de su grupo de ataque estaba, como él, poniéndose las armas y armaduras. Los técnicos comprobaban los sistemas en una silenciosa revisión de luces coloreadas y pequeñas señales de audio, mientras probaban aquí y allá; la serena corriente de voces era seria, atenta, concentrada, casi meditativa, como una antigua iglesia antes de que comenzara el oficio. Estaba bien. Captó la mirada de Elena, dos filas de soldados detrás de la suya, y le sonrió tranquilizadoramente, como si él y no ella fuera el veterano. Elena no devolvió sonrisa alguna.
Comprobó su estrategia igual que los técnicos comprobaban sus sistemas. La nómina de pagos oserana estaba dividida en dos partes. La primera era una transferencia electrónica de fondos pelianos a una cuenta oserana en la capital peliana, con la cual la flota oserana compraba suministros y provisiones locales. El plan especial de Miles era para eso. La segunda parte era en otras monedas galácticas, fundamentalmente dólares betanos. Esto era ganancia en efectivo, para ser dividida entre los capitanes-propietarios de Oser, quienes la llevarían a sus diferentes destinos, fuera del espacio local de Tau Verde, cuando expiraran finalmente sus contratos. Se entregaba mensualmente a la nave capitana de Oser, en su base del bloqueo. Miles corrigió su recomposición con una pequeña sonrisa: se
habían
entregado mensualmente.
Se habían apropiado de la primera nómina en efectivo, en medio del espacio, con devastadora facilidad. La mitad de las tropas de Miles eran oseranos, después de todo; muchos incluso habían realizado antes esa tarea. Presentarse al correo peliano como los cobradores oseranos sólo había requerido ajustes mínimos en códigos y procedimientos. Habían terminado y estaban ya lejos de alcance para cuando los verdaderos oseranos llegaron. La transcripción de los despachos subsiguientes entre el correo peliano y la nave recaudadora oserana era un tesoro para Miles. Lo tenía guardado en su cabina, sobre el féretro de Bothari, junto a la daga de su abuelo. Hay más aún, sargento, pensó. Lo juro.
La segunda operación, dos semanas más tarde, había sido burda en comparación: una pesada contienda entre el nuevo y mejor armado correo peliano y las tres naves de guerra de Miles. Miles se había hecho a un lado prudentemente, permitiendo que Tung dirigiera la maniobra y limitando sus comentarios a algún ocasional «ah» de aprobación. Desistieron del abordaje al ver aparecer cuatro naves oseranas. Los oseranos no querían correr riesgos con esa entrega.
Los Dendarii hicieron volar a los pelianos y su precioso cargamento en componentes atómicos, y escaparon. Los pelianos habían peleado bravamente. Miles les había dedicado esa noche una ofrenda mortuoria en su cabina, muy privadamente.
Arde conectó la junta del hombro izquierdo de Miles y comenzó a comprobar todos los movimientos de rotación, del hombro a los dedos, según la lista de control. El dedo anular funcionaba un veinte por ciento por debajo de su capacidad. Arde abrió la plaqueta a presión del antebrazo correspondiente y reajustó el diminuto potenciómetro.
Su estrategia… Para el tercer intento de saqueo, se hizo evidente que el enemigo había aprendido de la experiencia. Oser envió prácticamente un convoy para efectuar la recaudación. Las naves de Miles, a resguardo fuera de alcance, no pudieron siquiera acercarse. Miles se vio forzado a usar el as que guardaba en la manga.
Tung había alzado las cejas cuando Miles le pidió que enviara un sencillo mensaje escrito a su antiguo oficial de comunicaciones. «Por favor, cooperad con cualquier requerimiento Dendarii», rezaba la nota, firmada —incomprensiblemente para el euroasiático —con el sello Vorkosigan disimulado en la empuñadura de la daga. El oficial de comunicaciones era desde siempre una de las fuentes de Inteligencia. Era malo comprometer así a uno de los hombres del capitán Illyan, y peor aún hacer peligrar la excelente reputación de que gozaba entre la flota oserana. Si los oseranos alguna vez imaginaran quién les había cocinado el dinero, la vida del tipo estaría seguramente perdida. Hasta el momento, no obstante, los oseranos sólo tenían cuatro paquetes de cenizas y un misterio.
Miles sintió un ligero cambio en la gravedad y en la vibración; debían de estar moviéndose para una formación de ataque. Era hora de ponerse el casco y entrar en contacto con Tung y Auson en la sala de tácticas. El técnico que asistía a Elena le puso el casco a la joven. Ella abrió la placa facial para hablar con el perito; colaboraban en algunos ajustes menores.
Si Baz se atenía a su programa, ésta era seguramente la última oportunidad que Miles tenía con Elena. Con el maquinista lejos, nadie le usurparía su papel de héroe. El siguiente rescate lo haría él. Se imaginó a sí mismo acabando con amenazadores pelianos a diestra y siniestra y salvándola de algún pozo táctico… los detalles eran vagos. Ella tendría que creer que él la amaba, acto seguido. La lengua de Miles se destrabaría mágicamente y encontraría al fin las palabras adecuadas, después de tantas otras desacertadas; la nívea piel de ella se entibiaría al calor de su ardor y volvería a florecer…
La cara de Elena, enmarcada por el yelmo, era fría y austera, el mismo paisaje invernal y descolorido que había mostrado al mundo desde la muerte del sargento. Su falta de reacción preocupaba a Miles. Aunque en verdad, ella tenía sus obligaciones Dendarii para distraerse, mantenerse ocupada… no como el lujo autoindulgente de su propio retiro. Al menos, con Elena Visconti lejos, se había ahorrado aquellos incómodos encuentros por los pasillos y salas de reuniones, donde ambas mujeres simulaban un feroz y frío profesionalismo.
Elena se acomodó en su armadura y miró pensativa el negro agujero de la boca del arco de plasma incorporado al brazo derecho de su traje. Se calzó el guante, cubriendo las venas azules de su muñeca, como pálidos ríos de hielo. Sus ojos le hicieron pensar a Miles en navajas. Caminó hasta su lado y apartó al técnico con un ademán. Las palabras que fijo no fueron ninguna de las tantas que había ensayado para la ocasión. Bajó la voz para susurrar:
—Lo sé todo sobre el suicidio. No creas que puedes sorprenderme.
Elena se sobresaltó y se puso roja. Le miró con fiero desdén. Cerró la placa facial de su casco.
Perdona, dijo él en su angustiado pensamiento. Es necesario.
Arde le colocó el casco a Miles, conectó los mandos y comprobó las conexiones. Un encaje de fuego se anudó y se enmarañó en las entrañas de Miles. ¡Maldición!, pero iba a ser difícil ignorarlo.
Comprobó su comunicación con la sala de tácticas.
—¿Comodoro Tung? Aquí Naismith. Los vídeos, por favor.
El interior de su placa facial se inundó de color y de lecturas duplicadas de la telemetría de la sala de tácticas para el combate de campo. Únicamente comunicaciones, ningún enlace de servo esta vez. La armadura peliana no tenía ninguno.
—Última oportunidad para cambiar de parecer —dijo Tung por el comunicador, continuando la vieja argumentación—. ¿Seguro que no prefiere atacar a los oseranos después de la transferencia, más lejos de las bases pelianas? Nuestra información respecto de ellos es mucho más detallada…
—¡No! Tenemos que destruir o capturar la nómina antes de la entrega; hacerlo después es estratégicamente inútil.
—No del todo, seguramente podríamos usar el dinero.
Y cómo, pensó hoscamente Miles. Pronto requeriría numeración científica registrar su deuda con los Dendarii. Difícilmente una flota mercenaria podría quemar más rápido el dinero aunque sus naves corrieran a todo vapor y los fondos fueran arrojados directamente a los hornos. Nunca antes alguien tan pequeño había debido tanto a tantos, y aquello empeoraba a cada hora. Su estómago se le escurría por la cavidad abdominal como una ameba torturada, arrojando seudópodos de dolor y la vacuola de un eructo ácido. Eres una ilusión psicosomática, le aseguró Miles.
El grupo de asalto formó y se encaminó a las lanzaderas que aguardaban. Miles caminó entre ellos, tratando de tocas a cada persona , llamarla por su nombre, darle algún consejo individual; eso parecía gustarle. Ordenó sus rangos en su mente, y se preguntó cuántas bajas habría cuando hubiera terminado el trabajo del día. Perdón… Estaba agotado de soluciones astutas. Esto debía hacerse a la vieja usanza, de frente, duramente.
Marcharon por los corredores hasta entrar en las lanzaderas. Seguramente, ésta era la peor parte: esperar impotentemente hasta que Tung los entregara como cajas de huevos, tan frágiles, tan revueltos cuando se rompen. Tomó aliento profusamente y se preparó para afrontar los efectos habituales de la gravedad cero. No estaba en absoluto preparado para el calambre que le dobló, le arrebató el aliento y le drenó la cara hasta dejársela blanca como un papel. Nunca había tenido antes uno así, no como ese… Se dobló sobre sí mismo jadeando, perdió el apoyo de la banda de sujeción y flotó con la ingravidez. Dios, finalmente ocurría… la última humillación: iba a vomita en una armadura espacial. En unos instantes, todo el mundo se enteraría de su cómica debilidad. Absurdo, un pretendiente a oficial del Imperio con mareos por el vacío. Absurdo, absurdo, él siempre había sido absurdo. La presencia de ánimo le alcanzó apenas para poner a toda potencia el sistema de ventilación de su traje, con una sacudida del mentón, y para acallar la emisión de su intercomunicador. No había ninguna necesidad de convidar a los mercenarios con el sonido poco edificante de las arcadas de su comandante.