El aprendiz de guerrero (39 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia-ficción

BOOK: El aprendiz de guerrero
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—Ivan, soy adivino —anunció repentinamente Miles—. Soy tan adivino que puedo decir de qué color era la cinta que tenía el pergamino sin haberla visto nunca.

—Yo sé de qué color era —dijo irritado Ivan—. Era…

—Negra —se anticipó Miles—. ¡Negra, idiota! ¡Y nunca se te ha ocurrido mencionarlo!

—Mira, tengo que aguantar ese trato de mi madre y de tu padre, no tengo por qué aguantarlo también de ti… —Hizo una pausa—. ¿Cómo lo supiste?

—Conozco el color porque conozco el contenido. —Miles se levantó y empezó a pasearse nerviosamente de un lado a otro—. Tú también lo sabes, o lo sabrías si te hubieras detenido alguna vez a pensar. Tengo una adivinanza para ti: ¿Qué es blanco, sacado del lomo de la oveja, atado con lazos negros, despachado a miles de años luz, y perdido?

—Si esa es tu idea de una broma, eres más raro que…

—La muerte. —La voz de Miles se hizo un susurro, sobresaltando a Ivan—. Traición. Guerra civil. Engaño, sabotaje, casi seguramente asesinato. Maldad…

—No has tomado más de ese sedante que te produce alergia, ¿no? —preguntó Ivan con inquietud.

El ir y venir de Miles se volvió frenético. El impulso de espabilar y sacudir a Ivan, en la esperanza de que toda la información que flotaba caóticamente en su cerebro comenzara a cristalizar en alguna sucesión razonable, era casi abrumador.

—Si las varas Necklin del correo de Dimir hubieran sido saboteadas durante la parada en Colonia Beta, pasarían semanas antes de que se supiese que la nave se había perdido. Todo lo que podía saber la embajada barrayarana es que la nave salió para su misión, e hizo el salto… No habría manera de saber en Colonia Beta si apareció o no al otro lado. Qué manera tan perfecta de deshacerse de la evidencia.

Miles imaginó el desaliento y el terror de los hombres a bordo a medida que el salto empezara a ir mal, a medida que sus cuerpos comenzaran a diluirse y a borrarse como acuarela en la lluvia… Hizo un esfuerzo para volver otra vez su mente al pensamiento abstracto.

—No comprendo. ¿Dónde crees que está Dimir? —preguntó Ivan.

—Muerto. Completamente muerto. Se suponía que tú también lo estarías, pero perdiste la nave. —Una aguda y sonora risa se escapó de la boca de Miles. Se reprimió, literalmente, abrazándose el pecho con fuerza—. Creo que ellos pensaron que, ya que iban a tomarse todo ese trabajo para deshacerse del pergamino, se desharían de ti al mismo tiempo. Hay una cierta economía en el complot… podría esperarse eso de una mente que ha ido a parar a Gestión.

—Aguarda un poco —le pidió Ivan—. ¿Qué crees que era el pergamino, por un lado… y quién demonios son ellos? Estás empezando a parecer tan paranoico como el viejo Bothari.

—La cinta negra. Tiene que haber sido un cargo capital. Una orden imperial para mi arresto presentada en el Consejo de Condes. ¿El cargo? Tú mismo lo dijiste: Violación de la ley de Vorloupulous. ¡Traición, Ivan! Ahora, pregúntate, ¿quién se beneficiaría con mi condena por traición?

—Nadie —respondió rápidamente Ivan.

—Está bien —dijo Miles poniendo los ojos en blanco—. Míralo de este modo. ¿Quién sufriría con mi condena por traición?

—Oh, eso destruiría a tu padre, por supuesto. Quiero decir, su despacho da a la Plaza Mayor. Se pasaría todo el día viéndote morir de inanición. —Una embarazosa sonrisa se escapó de sus labios—. Eso le volvería loco.

Miles se paseaba.

—Quítale a su heredero, por exilio o ejecución, quebrántale la moral, humíllale, y a su coalición centrista con él… o… fuérzale a hacer real la acusación falsa, intentando mi rescate. Entonces, te lo cargas a él también por traición. ¡Qué maniobra tan estupenda, tan demoníaca!

Su intelecto admiró la abstracta perfección del complot, si bien la ira ante tal crueldad le dejó casi sin aliento.

Ivan sacudió la cabeza.

—¿Cómo podría una cosa así llegar tan lejos y no ser invalidada por tu padre? Quiero decir, él puede ser famoso por su imparcialidad, pero incluso para él hay límites.

—Tú viste el pergamino. Si Gregor mismo fue inducido a sospechar… —Miles hablaba lentamente—. Un juicio absuelve y limpia tanto como condena. Si yo me presentara voluntariamente, llevaría bastante tiempo probar que no tuve intención de traicionar. Esto, por supuesto, tiene doble filo: si no me presento, existe la fuerte presunción de culpabilidad. Pero difícilmente podría presentarme si no me informaran que el mismo está teniendo lugar, ¿no?

—El Consejo de Condes es un organismo de viejos carcamales muy malhumorados —arguyó Ivan—. Tus conspiradores tendrían una enorme oportunidad de volcar el voto a su favor. Nadie querría exponerse votando por la parte perdedora en algo como eso. En ese caso, al final terminaría en sangre.

—Quizá se vieron forzados. Quizá mi padre e Illyan cercaron finalmente a Hessman y éste imaginó que la mejor defensa sería un contraataque.

—¿Pero qué gana Vordrozda con esto? ¿Por qué no arroja a Hessman a los lobos, simplemente?

—Ah, ahí entro yo… Realmente me pregunto si no estoy un poco paranoico, pero… Sigue esta cadena. El conde Vordrozda, lord Vortaine, tú, yo, mi padre… ¿A quién hereda mi padre?

—A tu abuelo. Está muerto, ¿recuerdas? Miles, no puedes convencerme de que el conde Vordrozda haría desaparecer a cinco personas para heredar la Provincia Dendarii. ¡Es el conde de Lorimel, por el amor de Dios! Es un hombre rico. Dendarii le vaciaría la bolsa en vez de llenársela.

—No a mi abuelo. Estamos hablando absolutamente de otro título. Ivan, en Barrayar hay una importante facción de personas de mentalidad histórica que sostienen, vindicativamente, que la barrera sálica a la herencia imperial no tiene fundamento en la ley ni en la tradición barrayarana. El mismo Dorca heredó por vía materna, después de todo.

—Sí, y tu padre gozaría enviando a cada uno de ellos a campamentos de verano.

—¿Quién es el heredero de Gregor?

—En este momento, nadie, por lo que todo el mundo anda tras él para casarle y…

—Si la sucesión sálica estuviese permitida, ¿quién sería su heredero?

Ivan evitó huir despavorido.

—Tu padre. Todo el mundo sabe eso. Todo el mundo sabe también que no tocaría el Imperio ni con un palo, ¿y qué? Esto es bastante descabellado, Miles.

—¿Puedes pensar alguna otra teoría que explique mejor los hechos?

—Seguro —dijo Ivan, continuando alegremente el papel de abogado del diablo—. Fácil. Quizás el pergamino iba dirigido a otra persona. Dimir se lo llevó, razón por la cual no ha aparecido aquí. ¿Alguna vez has oído hablar de la Navaja de Occam, Miles?

—Eso suena más simple, hasta que empiezas a pensar en ello. Ivan, escucha. Recuerda las circunstancias exactas de tu partida a medianoche de la Academia Imperial y de ese despegue al amanecer. ¿Quién firmó tu salida? ¿Quién vio que te ibas? ¿De quién sabes, con seguridad, que sepa dónde estás ahora exactamente? ¿Por qué no te dio mi padre ningún mensaje personal para mí… o mi madre o el capitán Illyan? —Su voz se hizo insistente—. Si el almirante Hessman te llevara a algún sitio alejado, aislado, en este mismo momento, y te ofreciera un vaso de vino con sus propias manos, ¿te lo beberías?

Ivan se quedó en silencio un momento, pensativo, mirando afuera, hacia la Flota Dendarii de Mercenarios Libres.

Cuando se volvió hacia Miles, su rostro estaba penosamente sombrío.

—No.

19

Los encontró finalmente en el comedor de la tripulación del
Triumph
, estacionado ahora en el muelle nueve. Hacía rato ya que había terminado el horario de comidas y el local estaba casi vacío, salvo por algunos testarudos adictos a la cafeína que estaban atiborrándose de un surtido de brebajes.

Sentados, las cabezas cerca, uno frente a otro. La mano de Baz se apoyaba en la mesa pequeña, con la palma hacia arriba. Los hombros de Elena estaban encogidos y sus manos estrujaban una servilleta en su regazo. Ninguno de los dos parecía feliz.

Miles aspiró profundamente, ajustó con cuidado su expresión para lograr un aire de buen humor benevolente y se acercó a ellos lentamente. Ya no sangraba en su interior, le había asegurado el cirujano. No podría demostrarlo ahora.

—Hola.

Ambos alzaron la vista. Elena, todavía encorvada, le disparó una mirada de resentimiento. Baz respondió con un vacilante y desanimado «¿mi señor?» que, de hecho, hizo sentirse a Miles muy pequeño. Reprimió el impulso de dar media vuelta y deslizarse por debajo de la puerta.

—He estado pensando en lo que me dijisteis —empezó Miles, apoyándose en una mesa vecina con una pose de indiferencia—. Los argumentos me parecieron de mucho sentido, cuando finalmente me puse a examinarlos con detenimiento. He cambiado de opinión. Por si sirve de algo, tenéis mi bendición.

La cara de Baz se iluminó de sincero júbilo. La postura de Elena se abrió como una azucena en un mediodía repentino, y tan repentinamente se cerró otra vez. Las cejas arqueadas reflejaron su perplejidad. Le miró directamente, se dijo Miles, por primera vez en dos semanas.

—¿De verdad?

Contestó con una sonrisa entrecortada.

—De verdad. Y también vamos a satisfacer todas las formalidades de etiqueta. Lo único que se requiere es un poco de ingenuidad.

Sacó del bolsillo una chalina de color, que había llevado en secreto para la ocasión, y caminó hasta quedar junto a Baz.

—Empezaremos con el pie derecho esta vez. Imagina, si quieres, que esta banal mesa de plástico, sujeta al suelo delante de ti, es un balcón iluminado por las estrellas, con un ventanal enrejado del que cuelgan esas florecitas con largas espinas puntiagudas que pican como el fuego: detrás de la cual se oculta, adecuada y convenientemente, el anhelo de tu corazón. ¿Ya está? Ahora… hombre de armas Jesek, hablando como tu señor, tengo entendido que tienes una petición.

Los gestos de pantomima de Miles le dieron pie al ingeniero de máquinas. Baz se reclinó con una sonrisa y desempeñó su papel.

—Mi señor, solicito su permiso y su amparo para desposar a la primogénita del hombre de armas Kosntantine Bothari, con el fin de que mis hijos puedan también serviros.

Miles levantó la cabeza y sonrió.

—Ah, bien, ambos hemos estado viendo los mismos vídeos dramáticos, al parecer. Sí, ciertamente, hombre de armas; que tus hijos me sirvan tan bien como tú. Enviaré a la Baba.

Dobló en triángulo la chalina y se la puso en la cabeza. Inclinado como si se apoyara en un bastón imaginario, cojeó artríticamente hasta ponerse junto a Elena, murmurando en un cascado falsete. Una vez allí, se quitó la chalina y retomó el papel de señor y guardián de Elena, interrogando sin tregua a la vieja Baba, la casamentera, en cuanto a la conveniencia del pretendiente al que representaba. La vieja fue enviada de vuelta dos veces ante el señor y comandante de Baz, para controlar personalmente y garantizar: a)sus perspectivas de continuidad en el trabajo, y b) su higiene personal y ausencia de piojos.

Mascullando obscenas imprecaciones como una viejecita, la Baba volvió finalmente al lado de la mesa en el que estaba Elena para concluir el trámite. Para entonces, Baz estaba desencajado de risa ante los chistes barrayaranos que Miles incluía en el discurso y Elena, por fin, sonreía también con los ojos. Cuando su payasada terminó y la última fórmula quedó más o menos cumplida, Miles enganchó una tercera silla a las sujeciones del suelo y se dejó caer en ella.

—¡Uf! No es raro que esta costumbre se esté extinguiendo. Es agotadora.

Elena sonrió.

—Siempre tuve la impresión de que tratabas de ser tres personas. Tal vez hayas encontrado tu vocación.

—¿Qué? ¿Espectáculos unipersonales? Ya he tenido bastantes últimamente para el resto de mi vida. —Miles suspiró, y se puso serio—. Podéis consideraros correcta y oficialmente comprometidos, en todo caso. ¿Cuándo tenéis pensado formalizar la boda?

—Pronto —contestó Baz.

—No estoy segura —dijo Elena.

—¿Puedo sugerir que esta noche?

—¿Por qué, por qué…? —balbuceó Baz. Buscó a su dama con la mirada—. Elena, ¿podríamos?

—Yo… —Ella buscó el rostro de Miles—. ¿Por qué, mi señor?

—Porque quiero bailar en vuestra boda y llenaros la cama de trigo y arroz, si puedo encontrar algo en este puesto espacial rodeado de tinieblas. Vosotros podríais conseguir grava, de eso hay mucho por aquí. Me voy mañana.

Tras palabras no deberían ser tan difíciles de entender…

—¿Qué? —gritó Baz.

—¿Por qué? —repitió Elena en un susurro de conmoción.

—Tengo algunas obligaciones que cumplir —respondió Miles, encogiéndose de hombros—. Está Tav Calhoun, a quien hay que pagar, y… el entierro del sargento. Y, muy probablemente, el mío…

—No tienes que ir en persona, ¿no? —protestó Elena—. ¿No puedes mandar un giro a Calhoun, y enviar el cadáver? ¿Por qué volver? ¿Qué hay allí para ti?

—Los Mercenarios Dendarii —dijo Baz—, ¿cómo van a funcionar sin usted?

—Espero que funcionen bien, porque te he nombrado a ti, Baz, como su comandante, y a ti, Elena, como segundo comandante… y aprendiz. El comodoro Tung será el jefe del estado mayor. ¿Comprendes eso, Baz? Os encargo a ti y a Tung, juntos, la preparación de Elena; y espero que sea la mejor.

—Yo… yo… —tartamudeó el maquinista—. Mi señor, el honor… Yo no podría…

—Descubrirás que puedes, porque debes. Y por otra parte, una dama debería tener una dote digna de ella. Para eso es para lo que sirve una dote, a fin de cuentas, para mantener a la novia. Está mal que el novio la despilfarre, tenlo presente. Y seguirás trabajando para mí, después de todo.

Baz pareció aliviado.

—Oh… Usted volverá, entonces. Creí… No importa. ¿Cuándo estará de vuelta, mi señor?

—Te volveré a ver en cualquier momento —dijo Miles vagamente. En cualquier momento, nunca…—. Ésa es otra cosa. Quiero que abandones el espacio local de Tau Verde. Elige cualquier dirección lejos de Barrayar y ve allí. Busca trabajo al llegar, pero vete pronto. Los Mercenarios Dendarii ya han tenido bastante de esta guerra tan confusa. Es malo para la moral cuando se hace difícil recordar para qué lado se está trabajando esta semana. Tu próximo contrato debería tener objetivos claramente definidos, que transformen a ese manojo heterogéneo en una fuerza única, bajo tu mando. No más comités de guerra. Confío en que sus puntos flacos hayan quedado ampliamente demostrados.

Miles continuó con las instrucciones y los consejos hasta que empezó a sonar como un Polonio enano a sus propios oídos. No había manera de que pudiera prever todas las contingencias. Cuando llega el momento de saltar a ciegas, que uno tenga los ojos abiertos o cerrados, o que grite o no durante la caída, no supone ninguna diferencia práctica.

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