La siguiente sección vital es el cuarto de máquinas, con las supresiones que hagan falta.
Jesek volvió la cara a un lado, como un hombre dolorido o afligido. Miles continuó implacablemente:
—Tú eres el hombre para eso, claramente. Así que te asigno a ti y a… —Miles tomó aliento —Elena.
El maquinista miró entonces a Miles, más consumido que antes, si es que eso era posible.
—Oh, no…
—Mayhew y yo rondaremos, inmovilizando todo lo que se mueva. De aquí a treinta minutos, todo habrá terminado, a favor o en contra.
Jesek sacudió la cabeza.
—No puedo —murmuró.
—Mira, no eres el único que está aterrado; yo estoy loco de miedo.
Jesek hizo un gesto con la boca.
—Tú no pareces asustado. Ni siquiera re asustaste cuando ese mercenario cerdo te desafió.
—Eso es porque tengo un impulso natural hacia delante. No hay ninguna virtud en ello, es sólo un acto de equilibrio. No me atrevo a detenerme.
El maquinista volvió a sacudir la cabeza, desesperanzado, y habló en voz baja:
—No puedo. Lo he intentado.
Miles apenas logró evitar un gesto de frustración. Feroces amenazas le pasaron por la mente… No, eso no era conveniente. Seguramente, la cura para el miedo no sería provocar más miedo.
—Te recluto —anunció de repente Miles.
—¿Qué?
—Te reclamo. Te… te confisco. Me apodero de tu propiedad, de tu adiestramiento, eso es, por exigencias de la guerra. Esto es absolutamente ilegal, pero ya que, de todas maneras, estás bajo sentencia de muerte, ¿qué importa? Arrodíllate y pon tus manos entre las mías.
Jesek se quedó boquiabierto.
—No puedes… yo no soy… Nadie, sino un oficial designado por el emperador puede tomar juramento a un vasallo y yo ya le presté juramento a él cuando obtuve mi nombramiento… y lo rompí cuando… —se interrumpió.
—O un conde o el heredero de un conde —observó Miles—. Admito tanto el hecho de que estés bajo juramento previo con Gregor, como el que un oficial introduzca en él una innovación. Sólo tendremos que cambiar un poco la fórmula.
—Tú no eres… —Jesek le miró—. ¿Qué diablos eres tú? ¿Quién eres?
—De eso no quiero hablar siquiera. Pero soy realmente vasallo
secundus
de Gregor Vorbarra y puedo tomarte como vasallo y voy a hacerlo ahora mismo, porque estoy endiabladamente apurado y podemos arreglar los detalles luego.
—¡Tú eres un lunático! ¿Qué carajo crees que va a conseguir eso?
Distraerte, pensó Miles… y ya está funcionando.
—Puede ser, pero soy un Vor lunático. ¡Abajo!
El maquinista se arrodilló, mirando incrédulamente. Miles le agarró las manos y comenzó.
—Repite esto: «Yo, Bazil Jesek, declaro bajo juramento que soy, soy, soy un vasallo militar renegado de Gregor Vorbarra; pero de todas formas tomo servicio bajo… bajo… (Bothari va a enardecerse como el demonio si quebranto la seguridad), bajo este lunático que está frente a mi», mejor dicho, «este Vor lunático como simple hombre de armas, y le respetaré como mi señor y comandante hasta que mi muerte o la suya me libere».
Jesek, como hipnotizado, repitió el juramento palabra por palabra.
Miles prosiguió.
—«Yo… » (mejor me salto esa parte), «yo, vasallo
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del emperador Gregor Vorbarra, acepto tu juramento y prometo protegerte como tu señor y comandante; por mi palabra de… bueno, por mi palabra». Ya está. Ahora tienes el dudoso privilegio de seguir mis órdenes al pie de la letra y de dirigirte a mi como «mi señor», sólo que mejor no lo hagas delante de Bothari hasta que tenga oportunidad de darle despacio la noticia. Ah, y algo más…
El maquinista le miraba perplejo.
—Estás en casa. Por lo que pueda valer.
—¿Eso fue de verdad?
—Bueno… es un poco irregular; pero, por lo que he leído de nuestra historia, no puedo evitar pensar que se acerca más al original que la versión oficial.
Llamaron a la puerta. Daum y Bothari tenían un prisionero, las manos atadas por detrás de la espalda. Era el piloto, a juzgar por los círculos plateados en la frente y en las sienes. Miles supuso que por eso le había escogido Bothari; tenía que conocer todos los códigos de reconocimiento. La pose desafiante del mercenario le causó a Miles una fastidiosa premonición de problemas.
—Baz, que Elena y el mayor te ayuden a llevar a estos tipos a la bodega 4, la que está vacía. Podrían despertarse y ponerse ingeniosos, así que suelda la cerradura cuando estén encerrados. Luego abre nuestro arsenal, trae los inmovilizadores y los arcos de plasma, y revisa la lanzadera de los mercenarios. Nos encontraremos allí contigo en unos minutos.
Cuando Elena arrastró el último cuerpo inconsciente sujetándole por los tobillos —era el capitán mercenario, y ella no se preocupó mucho de contra qué golpeaba su cabeza por el camino—, Miles cerró la puerta y se volvió hacia el prisionero, al que sostenían Mayhew y Bothari.
—Ya sabes —se dirigió al hombre, en tono de disculpa—, apreciaría mucho que pudiéramos evitar los preliminares e ir directamente a tus códigos. Ahorraría un montón de molestias.
—Seguro que lo haría… para ti. ¿No tienes la droga de la verdad, no? Qué mal, enano, estás de mala suerte.
Bothari se tensó, los ojos extrañamente iluminados; Miles le detuvo con un leve ademán.
—Todavía no, sargento.
Miles suspiró.
—Es cierto, no tenemos ninguna droga, lo siento. Pero, no obstante, debemos obtener tu cooperación —le dijo al piloto mercenario, apuntándole con el dedo.
El hombre sonrió despectivamente.
—Métete el dedo en el culo, enano.
—No tenemos intención de matar a tus amigos —agregó esperanzado Miles—, sólo inmovilizarlos.
El mercenario alzó orgullosamente la cabeza.
—El tiempo está de mi lado. Lo que podáis hacerme, puedo aguantarlo. Si me matáis, tampoco puedo hablar.
Miles llevó a Bothari aparte.
—Ésta es tu área, sargento —le dijo en voz baja—. Me parece que él tiene razón. ¿Qué piensas al respecto de abordarlos a ciegas, sin códigos? ¿Acaso podría ser peor que si nos diera uno falso? Podríamos omitir esto… —Un nervioso ademán de su mano indicó al piloto mercenario.
—Sería mejor con los códigos —declaró el sargento, inflexible—. Más seguro.
—No veo cómo podemos obtenerlos.
—Yo puedo obtenerlos. Siempre se puede destrozar a un piloto. Si me diera vía libre, mi señor…
La expresión del rostro de Bothari perturbó a Miles. La seguridad estaba bien, era el aire de placer anticipado lo que le provocó un nudo en las entrañas.
—Debe decidirse ahora, mi señor.
Pensó en Elena, Mayhew, Daum y Jesek, que le habían seguido hasta este lugar; y quienes no estarían allí de no ser por él…
—Adelante, sargento.
—Tal vez prefiera esperar en el pasillo.
Miles negó con la cabeza, sintiéndose descompuesto.
—No. Yo lo he ordenado, y estaré presente.
Bothari hizo un gesto de asentimiento.
—Como quiera. Necesito el cuchillo. —Señaló la daga que Miles había recuperado del capitán mercenario y que colgaba de su cinturón. Miles, de mala gana, la sacó y se la entregó al sargento. La cara de Bothari se iluminó ante la belleza de la hoja, su templada flexibilidad y el increíble filo—. Ya no las hacen como ésta —murmuró.
¿Qué planea hacer con ella, sargento?, se preguntó Miles; pero no se animó a preguntarlo. Si le dices que se baje los pantalones, detendré la sesión ahora mismo, con códigos o sin códigos…
El prisionero estaba tranquilo, incluso un poco desafiante. Miles probó una vez más.
—Será mejor que cooperes. —El hombre sonrió.
—No puedes comprarme, enano, no le temo a un poco de dolor.
Yo si lo temo, pensó Miles. Se hizo a un lado.
—Es suyo, sargento.
—Sujétenlo firme —dijo Bothari. Miles aferró el brazo derecho del prisionero; Mayhew, perplejo, sujetó el izquierdo.
El mercenario se dio cuenta de la cara de Bothari y su sonrisa desapareció. Un lado de la boca del sargento se alzó en una sonrisa que Miles jamás había visto antes y que, inmediatamente, esperó no volver a ver otra vez. El mercenario tragó saliva.
Bothari puso la punta de la daga contra el borde del glóbulo de metal plateado en la sien derecha del hombre y movió un poco la hoja para encajar la punta haciendo palanca. El mercenario miró con los ojos desorbitados hacia su propia sien.
—No te atreverás… —susurró. Una gota de sangre formó un aro en torno al circulo.
El mercenario inhaló ásperamente y dijo:
—¡Espere…!
Bothari retorció un poco más la daga, sujetó el botón entre el índice y el pulgar de su mano libre y pegó un tirón. Un chillido ululante salió de la garganta del mercenario. Se libró convulsivamente de la sujeción de Miles y de Mayhew y cayó de rodillas, con la boca abierta y los ojos agigantados por la conmoción.
Bothari bamboleó el injerto delante de los ojos del prisionero. Alambres delgados como cabellos colgaban del botón como patas de arañas. Lo giró. Un destello brillante y una mancha de sangre: miles de dólares betanos en circuitos y microcirugía convertidos instantáneamente en basura.
Mayhew se puso del color de la avena ante ese increíble vandalismo. El aliento se le escapó del cuerpo en un apagado gemido. Se dio la vuelta y fue a apoyarse contra la pared del rincón; poco después se inclinó, ahogado por el vómito.
Hubiera deseado que no presenciase esto, pensó Miles. Hubiera deseado que estuviese Daum en su lugar. Hubiera…
Bothari se agachó hasta poner su cara al nivel de la cara de la víctima. Alzó nuevamente la daga. El piloto mercenario retrocedió hasta golpearse contra la pared y se quedó encogido, sentado, incapaz de alejarse más. Bothari se le acercó y puso la punta del arma contra el botón de la frente.
—El dolor no es lo importante —susurró con voz ronca. Hizo una pausa; luego, agregó, en voz más baja todavía—: Habla.
El hombre soltó la lengua de repente, vertiendo traición en su terror. Miles consideró que no había ningún indicio de subterfugio en la información que manaba frenéticamente de la boca del hombre. Se sobrepuso a su propio malestar para escuchar atentamente, de modo que nada se le pasara; seria insoportable que este sacrificio fuera malgastado.
Cuando el hombre empezó a repetirse, Bothari le arrastró hasta el pasillo de la lanzadera; el prisionero iba encogido, marchando a salto de rana. Elena y los otros miraron al mercenario con incertidumbre —un hilo de sangre bajaba de su sien—, pero no hicieron ninguna pregunta. A la más leve insinuación de Bothari, el piloto capturado explicó el plano interno del crucero. Bothari le empujó a bordo de la lanzadera y le amarró a un asiento, donde se desplomó y entró en convulsiones. Los demás, incómodos, desviaron la mirada del prisionero y eligieron sentarse lo más lejos posible.
Mayhew se sentó cautamente frente a los controles manuales de la nave y flexionó los dedos.
Miles fue a su lado.
—¿Serás capaz de manejar esta cosa?
—Sí, mi señor.
Miles advirtió el perfil vacilante de Mayhew.
—¿Estarás bien?
—Sí, mi señor. —Los motores de la lanzadera cobraron vida y la nave se separó de la RG 132—. ¿Sabías que iba a hacer eso? —preguntó súbitamente Mayhew en voz baja. Miró por encima del hombro a Bothari y su prisionero.
—No exactamente.
Mayhew apretó los labios.
—Loco bastardo.
—Mira, Arde, mejor mantén esto en rumbo —murmuró Miles—. Lo que Bothari hace bajo mis órdenes es responsabilidad mía, no suya.
—Al diablo con eso. Yo vi la mirada en su rostro. Él lo disfrutó; tú, no.
Miles vaciló. Luego, se repitió, con un énfasis diferente, esperando que Mayhew comprendiera.
—Lo que Bothari hace es responsabilidad mía; hace tiempo que sé eso, así que no me excuso.
—Entonces, él es un psicópata —susurró Mayhew.
—Se controla bien. Pero entiéndeme, si tienes un problema con él, dirígete a mí.
Mayhew maldijo en voz baja.
—Está bien, sois una buena pareja.
Miles estudió la embarcación mercenaria a medida que se iban aproximando. Por lo que se veía en la pantalla, era una veloz y potente nave de guerra, bien armada y de tamaño menor. Sus líneas tenían un aire desafiante que sugería fabricación illyriana; llevaba escrito convenientemente el nombre de
Ariel
. No había duda de que la pesada RG 132 no hubiera tenido posibilidad alguna de escapársele. Miles sintió una punzada de envidia ante su mortal belleza; entonces cayó en la cuenta de que, si las cosas marchaban como planeaba, iba a adueñarse de esa nave o, al menos, iba a poseerla. Pero la ambigüedad de los métodos emponzoñó su alegría, dejándole sólo un seco y frío nerviosismo.
Llegaron sin problemas ni incidentes a la escotilla de lanzaderas de la
Ariel
, y Miles fue hasta la popa para ayudar a Jesek en el acoplamiento. Bothari ciñó al prisionero más firmemente a su asiento y apareció junto a Miles; éste decidió no perder tiempo discutiendo con él acerca de la prioridad.
—Está bien —concedió Miles ante la muda demanda de Bothari—, tú primero; pero yo soy el siguiente.
—Mi tiempo de reacción será más rápido si mi atención no está dividida, mi señor.
Miles resopló con exasperación.
—Oh, muy bien. Tú; luego, D…, no; luego, Baz —la mirada del maquinista se topó con la suya —; luego, Daum, yo, Elena y Mayhew.
Bothari aprobó este orden con un leve movimiento de cabeza. La escotilla de lanzaderas rechinó al abrirse y Bothari se deslizó en su interior. Jesek tomó aliento v le siguió.
Miles se detuvo sólo para susurrarle a Elena:
—Mantén a Baz avanzando tan rápido como puedas. No dejes que se detenga.
Escuchó una exclamación que provenía de más adelante —«¿ quién diablos…?» —y el sordo zumbido del inmovilizador de Bothari. Entonces, se deslizó él también por el pasillo.
—¿Sólo uno? —le preguntó a Bothari, mirando la figura gris y blanca desvanecida en el suelo.
—Hasta ahora —contestó el sargento—. Parece que todavía contamos con el factor sorpresa.
—Bien, mantengámoslo. Dividámonos y actuemos.
Bothari y Daum desaparecieron por el primer corredor. Jesek y Elena se encaminaron en dirección opuesta. Elena lanzó una mirada hacia atrás; Jesek, no. Excelente, pensó Miles. Mayhew y él tomaron la tercera dirección y se detuvieron ante la primera puerta que encontraron cerrada. Mayhew dio un paso adelante, con una especie de indecisa agresividad.