—No servirá de nada, mi señor —dijo Bothari, mirándole impasible —Necesitaría un cirujano. Apoplejía.
Miles se tambaleó sobre sus talones, comprendiendo al fin lo que estaba presenciando. Imaginó los alambres del injerto, arrancados del cerebro, rozando contra una arteria importante y abriendo en ella un surco delgado. Entonces, la debilidad era mayor con cada pulso, hasta que el catastrófico decaimiento llenara los tejidos finalmente con la hemorragia fatal.
¿Tendría esta pequeña enfermería una cámara de congelamiento criógena? Miles se lanzó por la sala, y por la sala contigua, buscando. El proceso de congelación debería comenzarse inmediatamente o la muerte cerebral habría avanzado demasiado para ser reversible… No importaba que apenas tuviera una vaga idea de cómo se preparaba a los pacientes para el tratamiento o de cómo operar el equipo o…
¡Ahí estaba! Una reluciente cámara portátil de metal sobre una camilla flotante. Miles tenia el corazón en la boca. La batería de energía estaba vacía; los tubos de combustible, completamente descargados, y los controles de computación, abiertos como un espécimen biológico cruelmente disecado. Inservible. Bothari seguía de pie, esperando órdenes.
—¿Necesita alguna otra cosa, mi señor? Me sentiría mejor si pudiera supervisar la búsqueda del armamento mercenario personalmente. —Miró el cadáver con indiferencia.
—Sí… no… —Miles caminó en torno a la mesa de observación a cierta distancia. Su mirada era atraída hacia el oscuro coágulo en la sien derecha del hombre—. ¿Qué hiciste con el injerto?
Bothari pareció un poco sorprendido y revisó sus bolsillos.
—Aún lo tengo, mi señor.
Miles alargó la mano hacia el plateado y comprimido injerto. No pesaba más que el botón que parecía ser; su suave superficie ocultaba su complejidad de kilómetros de circuitería viral encerrados ahí dentro. Bothari frunció un poco el ceño, mirando a Miles.
—En una operación de esta naturaleza, una baja no está tan mal, mi señor. Su vida ha salvado muchas otras, y no sólo en nuestro lado.
—Ah —dijo Miles fríamente—, tendré eso en cuenta cuando deba explicarle a mi padre cómo es que torturamos a un prisionero hasta matarle.
El sargento se quedó callado. Tras un silencio, reiteró su interés en la búsqueda de armas que estaban llevando a cabo, y Miles le liberó con un ademán cansado:
—Iré enseguida.
Miles caminó nerviosamente por la enfermería unos minutos más, evitando mirar a la mesa. Por último, movido por un oscuro impulso, buscó una jofaina, agua y un paño, y lavó la sangre reseca de la sien del piloto.
Así que esto es el terror, se dijo, que causa esas insensatas masacres de testigos de las que uno lee. Ahora lo entiendo; me gustaba más cuando no lo entendía.
Extrajo su daga, recortó los alambres que pendían del botón plateado y volvió a poner cuidadosamente el implante en la sien del oficial. Después, hasta que Daum vino a solicitar nuevas órdenes, estuvo meditando sobre los rasgos mudos y cerosos de lo que habían hecho. Pero la razón parecía retroceder, las conclusiones se hundían en premisas y las premisas en el silencio; hasta que, al final, sólo el silencio y el objeto inexplicable permanecieron.
Con el inhibidor nervioso, Miles le hizo un gesto al capitán mercenario para que entrase delante de él a la enfermería. En su mano, el arma letal le parecía desproporcionadamente cómoda y liviana. Algo tan devastador debería pesar más, como una espada. Falso, pues, potencialmente, se podía matar sin esfuerzo.
Se hubiera sentido más contento con un inmovilizador, pero Bothari insistió en que Miles presentara un frente de máxima autoridad cuando debiera trasladar prisioneros. «Ahorra altercados», había dicho.
El desdichado capitán Auson, con dos brazos rotos y la nariz hinchada, no parecía muy propenso a discutir; pero la tensión felina, la mirada calculadora y los pestañeos del primer oficial de Auson, el hermafrodita betano, teniente Thorne, reconciliaron a Miles con el razonamiento de Bothari.
Encontró al sargento apoyado con engañosa naturalidad contra una pared y a la agotada asistente médica mercenaria esperando a los siguientes pacientes. Miles había dejado deliberadamente a Auson para el final y jugueteaba, con fantasía gozosamente hostil, con la posibilidad de ordenar que los brazos del capitán fueran inmovilizados en alguna posición anatómicamente inverosímil.
Hicieron sentar a Thorne para que le fuera cerrado un corte que tenia sobre un ojo y le pusieran una inyección contra la jaqueca provocada por el inmovilizador. El teniente suspiró cuando el medicamento hizo su efecto y miró a Miles con curiosidad menos disimulada.
—¿Quién diablos sois vosotros?
Miles dispuso su boca en lo que esperaba fuese tomado como una sonrisa de elegante misterio, y no dijo nada.
—¿Qué vais a hacer con nosotros? —insistió Thorne.
Buena pregunta, pensó Miles. Había vuelto a la bodega 4 de la RG 132 para descubrir que el primer grupo de prisioneros estaba lo suficientemente bien como para casi haber logrado escapar, desmontando uno de los tabiques. Miles no opuso objeción alguna cuando Bothari, prudentemente, los volvió a inmovilizar para transportarlos a los calabozos de la
Ariel
. Allí Miles comprobó que el jefe de máquinas u su asistente por poco se las arreglan para sabotear la cerradura magnética de la celda. Más bien desesperado, Miles los inmovilizó otra vez.
Bothari tenia razón; era una situación intrínsecamente inestable. Difícilmente podría tener a todos los tripulantes inmovilizados durante una semana o más, amontonados en las celdas, sin causarles un serio daño fisiológico. La gente de Miles, además, perdía poder al estar diseminada manejando ambas naves y manteniendo a la vez el control sobre los prisioneros… y la fatiga multiplicaría pronto los errores. La solución homicida y final del sargento tenia una cierra lógica, supuso Miles. Pero su mirada cayó sobre la figura del piloto, cubierta por una sábana en un rincón de la enfermería, y sintió un estremecimiento en su interior. No; otra vez, no. Reprimió el pánico nervioso que le provocaban los problemas repentinamente acrecentados. Debía ganar tiempo.
—Le haría un favor al almirante Oser si os pusiera fuera y os dejara volver a casa caminando —le respondió a Thorne—. ¿Son así todos los demás?
Thorne dijo fríamente:
—Los oseranos son una coalición libre de mercenarios. La mayoría de los capitanes son capitanes-propietarios.
Miles maldijo, sinceramente sorprendido.
—Eso no es una cadena de mandos, es una maldita comisión.
Miró a Auson con curiosidad. El analgésico había permitido por fin al hombre desviar la atención de su propio cuerpo, y devolvió la mirada.
—¿Tu tripulación te prestó juramento a ti, entonces, o al almirante Oser? —le preguntó Miles.
—¿Juramento? Tengo los contratos de todos en mi nave, si es a eso a lo que te refieres —gruñó Auson—. De todos. —Y miró con enfado a Thorne.
—Mi nave —le corrigió Miles.
La boca de Auson murmuró un apagado gruñido; fijó la vista en el inhibidor nervioso, pero, como había vaticinado Bothari, no discutió. La asistente médica colocó el brazo del capitán depuesto en un soporte y empezó a trabajar con un aparato quirúrgico manual. Auson palideció, y resistió impávido. Miles sintió una ligera punzada de empatía.
—Sin duda, contigo los soldados tienen la excusa más lamentable que he visto en mi vida —declamó Miles, a la caza de reacciones. Bothari frunció un costado de la boca, pero Miles ignoró precisamente ésa—. Es un milagro que estéis todavía vivos. Debes de elegir con mucho cuidado tus adversarios. —Se frotó el estómago, aún dolorido, y encogió los hombros—. Vaya, sé que lo haces.
Auson adquirió un rubor opaco y desvió la vista.
—Sólo tratábamos de suscitar un poco de acción; hemos estado de servicio en este maldito bloqueo todo un año.
—Suscitar acción —murmuró disgustado el teniente Thorne—, y lo hiciste.
Ya te tengo
. La certidumbre reverberó como una campana en la mente de Miles. Sus vagos sueños de revancha al respecto del capitán mercenario se vaporizaron al calor de una nueva y más alentadora inspiración. Clavó la mirada en Auson y le espetó fríamente:— ¿Cuándo tuvisteis la última inspección general de flotas?
Auson tenía el aspecto de que se le hubiera ocurrido tardíamente que debía limitar sus respuestas a nombre, rango y número de serie; pero Thorne contestó:
—Hace un año y medio.
Miles maldijo, con sentimiento, y levantó su mentón agresivamente.
—No creo poder soportar más esto. Tendréis una inspección ahora mismo.
Bothari mantenía una admirable calma, apoyado en la pared, pero Miles podía sentir su mirada taladrándole la espalda, con su aire de qué-demonios-estás-haciendo-ahora. Miles no quiso darse la vuelta.
—¿Qué demonios —dijo Auson, haciéndose eco del silencio de Bothari —estás diciendo? ¿Quiénes sois vosotros? Estaba seguro de que erais contrabandistas, cuando nos dejasteis que os extorsionáramos sin siquiera chistar, pero… Juraría que no nos equivocamos… —Se incorporó de golpe, provocando que el inhibidor de Bothari le apuntara inmediatamente. Su voz subió de tono con frustración—. ¡Eres un contrabandista, maldita sea! No puedo equivocarme tanto. ¿Era la nave en sí? ¿Quién la querría? ¿Qué diablos estáis pasando de contrabando? —gritó lastimeramente.
Miles sonrió con frialdad.
—Consejeros militares.
Fantaseó que veía el anzuelo de sus palabras arrojado entre el capitán mercenario y su teniente. Ahora, a seguir con el plan.
Miles comenzó la inspección, con cierto deleite, en la misma enfermería, ya que allí se sentía bastante conocedor del terreno. A punta de inhibidor, la asistente médica hizo su inventario oficial, abriendo primero las gavetas bajo la atenta mirada de Miles. Con seguro instinto, Miles reparó antes que nada en las drogas susceptibles de abuso e, inmediatamente, aparecieron algunas discrepancias delicadamente embarazosas.
Lo siguiente fue el equipo médico. Miles ansiaba llegar a la cámara criogénica pero su sentido del espectáculo le aconsejó dejar eso para el final. Había con holgura otras carencias. Algunos de los más ásperos cambios de expresión de su abuelo, convenientemente adaptados, habían vuelto la cara de la asistente del color de la tiza para cuando llegaron a la
pièce de résistance
.
—¿Y cuánto hace exactamente que esta cámara está fuera de servicio, asistente?
—Seis meses —murmuró la mujer—. El técnico en reparaciones siempre decía que iba a arreglarla —agregó, defensiva ante el ceño fruncido y las cejas levantadas de Miles.
—¿Y usted no pensó nunca en incitarle a que lo hiciera o, más propiamente, en pedirle a sus superiores que le instaran a repararla?
—Parecía que había tiempo de sobra. No la usamos…
—¿Y en esos seis meses su capitán jamás llevó a cabo siquiera una inspección interna?
—No, señor.
Miles recorrió a Auson y a Thorne con una mirada igual a un baño de agua helada; luego demoró deliberadamente su vista en la figura cubierta del hombre fallecido.
—El tiempo se agotó para su oficial piloto.
—¿Cómo murió? —preguntó Thorne, cortante como una estocada.
Miles le detuvo con una deliberada ambigüedad.
—Bravamente, como un soldado. —Horriblemente, como un animal sacrificado, le corrigió su propio pensamiento. Es indispensable que no lo descubran—. Lo lamento —agregó en un impulso—, merecía algo mejor.
La asistente médica miraba a Thorne, afligida. Thorne dijo con suavidad:
—Cela, la cámara de congelamiento no hubiera servido de mucho ante una carga de inhibidor en la cabeza, de todas maneras.
—Pero la próxima pérdida —intervino Miles —podría deberse a otra herida. —Excelente, el que aquel teniente sumamente observador hubiera desarrollado una teoría personal sobre la muerte del piloto sin haberle echado un vistazo. Miles se sentía enormemente aliviado, incluso por haberse librado de cargar deshonrosamente a la asistente con una culpa que no era precisamente de ella—. Le enviaré más tarde, hoy, al técnico en reparaciones —siguió diciendo Miles —; quiero que cada pieza del equipamiento esté funcionando adecuadamente mañana mismo. Mientras tanto, puede empezar por poner en orden este sitio, para que parezca más una enfermería militar y menos un armario de escobas, ¿entendido, asistente? —bajó la voz hasta casi un susurro, como el silbido de un látigo.
La asistente asintió irguiéndose firme.
—Sí, señor. —Auson estaba ruborizado; Thorne separó los labios en una expresión de admiración. La dejaron allí abriendo cajones con manos temblorosas.
Miles hizo que los dos mercenarios caminaran delante de él por el pasillo y se quedó detrás para tener una urgente consulta susurrada con Bothari:
—¿Va a dejarla sin vigilancia? —murmuró el sargento con tono desaprobador—. Es una locura.
—Está demasiado ocupada para escapar. Con suerte, quizá pueda mantenerla demasiado ocupada incluso para que no le haga la autopsia al piloto. ¡Rápido, sargento!, si quiero fingir una inspección general, ¿cuál es el mejor lugar para desenterrar mugre?
—¿En esta nave? En cualquier parte.
—¡No, en serio! En la próxima parada tiene que estar todo muy mal. No puedo fingir la cuestión técnica, he de esperar hasta que Baz tenga un momento para hacer una pausa.
—En ese caso, pruebe con los cuartos de la tripulación —sugirió Bothari—. Pero ¿por qué?
—Quiero que esos dos se piensen que somos una especie de superequipo mercenario. Tengo una idea para evitar que se unan con el fin de recuperar su nave.
—Nunca se tragarán eso.
—Van a tragárselo, les encanta. Se lo comerán todo. ¿No lo ves?, les gana el orgullo. Los hemos derrotado… por ahora. ¿Qué crees que van a pensar ellos más bien, que somos grandiosos, o que son una panda de idiotas?
—¿Así de simple?
—¡Sólo mira! —Ensayó un silencioso paso de baile, puso cara de austeridad y caminó a zancadas detrás de sus prisioneros, haciendo sonar las botas como metal por el corredor.
Los cuartos de la tripulación eran, desde el punto de vista de Miles, una delicia. Bothari pasó revista. Su instinto para hacer aparecer la evidencia de hábitos desaseados y vicios ocultos era un misterio. Miles supuso que el sargento debería haberlo visto todo en su época. Cuando Bothari descubrió las esperadas botellas del adicto al etanol, Auson y Thorne se lo tomaron como una cuestión de rutina; evidentemente, el hombre era un conocido y tolerado marginal que cumplía las funciones que le asignaban. Las semillas de narcóticos, en cambio, parecieron sorprenderlos. Miles confiscó prontamente el lote. Dejó
in situ
la notable colección de adminículos sexuales de otro soldado, no obstante, preguntándole únicamente a Auson —y guiñándole un ojo —si lo que mandaba era un crucero o un yate de recreo. Auson suspiró, pero no dijo nada. Miles esperaba cordialmente que el capitán se pasara el resto del día imaginando severas réplicas, demasiado tardías.