Ella no dominaba aún muy bien el toque de los servos, y le trituró la carne hasta el hueso. Miles, quien no se hubiera movido, por no estropear el momento, aunque le hubiese desgarrado el brazo, sonrió con apenas un destello de dolor. Dios, ¿qué he hecho?, pensó. Parece una valquiria…
Se alejó para hablar rápidamente con Baz.
—Hazme un favor, comandante Jesek, pégate a Elena y asegúrate de que mantenga la cabeza baja. Ella está, hm… un poco excitada.
—Entendido, mi señor —Jesek asintió enfáticamente—. La seguiré a todas partes.
—Hm —dijo Miles. No era exactamente eso lo que había querido expresar.
—Mi Señor —agregó Baz; vaciló luego y bajó la voz—, este asunto, eh…, de que mande él… No hablas de un ascenso verdadero, ¿no? Era para impresionar, ¿verdad? —Señalo con la cabeza a los mercenarios, dispuestos ahora por Thorne en grupos de asalto.
—Es tan real como los mercenarios Dendarii —respondió Miles, incapaz de mentirle descaradamente a su vasallo.
Baz alzó las cejas.
—¿Y eso qué significa?
—Bueno… mi pa… una persona que conocí una vez decía que el significado es lo que uno le pone a las cosas, no lo que uno toma de ellas. Hablaba del Vor, de paso. —Miles hizo una pausa y, luego, añadió—: Adelante, comandante Jesek.
La mirada de Baz reflejaba contento. Se puso firme y devolvió a Miles un irónico, deliberado saludo.
—Sí, almirante Naismith.
Miles, acosado por Bothari, retornó a la sala de tácticas de los mercenarios para ver por el monitor los canales de batalla junto a Auson y el oficial de comunicaciones. Daum permaneció apostado en el cuarto de control, con el técnico maquinista que sustituía al piloto muerto, para guiarlos a la estación de desembarco. Ahora realmente Miles se mordía las uñas. Auson golpeteaba los inmovilizadores plásticos de sus brazos en un nervioso redoble, al límite de su movilidad. Se encontraron el uno al otro mirando a los lados simultáneamente.
—¿Qué darías por estar ahí fuera, bajito?
Miles no se había dado cuenta de que su angustia fuera tan transparente. Ni siquiera se molestó en ofenderse por el sobrenombre.
—Unos quince centímetros más de altura, capitán Auson —le respondió, melancólicamente sincero.
El hálito de una genuina risa escapó de labios del oficial mercenario, como contra su voluntad.
—Sí… —Su boca se retorció en un gesto de afirmación—. Oh, sí…
Miles observaba, fascinado, a medida que el oficial de comunicaciones comenzó a componer la visión telemétrica desde las corazas del grupo de asalto. La pantalla de holovídeo, preparada para exhibir dieciséis lecturas individuales al mismo tiempo, era una colorida confusión. Miles esbozó una prudente observación, esperando obtener mayor información sin revelar su propia ignorancia.
—Muy bonito. Se puede ver y oír lo que está viendo y oyendo cada uno de los hombres. —Miles se preguntaba cuáles serían los
bits
de información clave. Una persona entrenada podría decirlo con sólo un vistazo, estaba seguro—. ¿Dónde han fabricado este equipo? No había visto antes, eh… este modelo en particular.
—Illyrica —contestó Miles orgullosamente Auson—. El sistema viene con la nave, uno de los mejores que hay.
—Ah… ¿Cuál corresponde a la comandante Bothari?
—¿Cuál era el número de su traje?
—El seis.
—Está en la parte superior derecha de la pantalla. Allí está el número de traje, claves para vídeo, audio, canales de batalla traje-a-traje, canales de batalla nave-a-traje… Podemos incluso controlar desde aquí los servos de cualquier traje.
Miles y Bothari estudiaron atentamente la pantalla.
—¿No sería eso un poco desconcertante para el individuo, ser súbitamente invalidado? —preguntó Miles.
—Bueno, no se hace eso muy a menudo. Se supone que es para casos como manejar el botiquín, transportar heridos… A decir verdad, no estoy muy convencido de esa función. La única vez que la empleé y traté de retirar a un herido, su armadura estaba tan dañada por la explosión que le afectó, que apenas funcionaba. Perdí casi toda la telemetría… Descubrí por qué cuando al final vencimos. Le habían volado la cabeza. Perdí veinte condenados minutos acarreando un cadáver de vuelta por las cámaras de presión.
—¿Con qué frecuencia se ha empleado el sistema? —preguntó Miles.
Auson se aclaró la voz.
—Bueno, dos veces en realidad —Bothari gruñó; Miles alzó una ceja—. Estuvimos en ese maldito bloqueo tanto tiempo… —se apresuró a decir Auson a modo de explicación—. A todo el mundo le gusta un poco de trabajo fácil, seguro, pero… quizás en eso se nos fue un poco la mano.
—Ésa fue también mi impresión —convino delicadamente Miles.
Auson desvió la mirada, incómodo, y volvió su atención a la pantalla.
Estaban a punto de atracar. Los grupos de asalto estaban listos. La RG 132 se encontraba maniobrando en una dársena paralela, rezagada atrás; los pelianos, astutamente, habían hecho que la nave de guerra entrara primero en el muelle, planeando sin duda dejar para después al carguero, que no estaba armado. Miles deseó desesperadamente haber establecido algún código preconvenido con el cual poder advertir a Mayhew lo que estaba ocurriendo. Pero, sin canales especiales o códigos en clave, corría el riesgo de alertar a los pelianos, que seguramente estarían escuchando. Con suerte, el ataque sorpresa de Thorne atraería a las tropas que pudieran estar esperando a la RG 132.
El silencio del momento pareció estirarse insoportablemente. Miles logró finalmente poner en pantalla las lecturas médicas de su gente. El pulso de Elena era de unos moderados 80 latidos por minuto. Junto a ella, Jesek tenía un pulso de 110 latidos. Miles se preguntó cuál sería el suyo propio. Algo astronómico, por lo que podía sentir.
—¿La oposición tiene algo parecido a esto? —preguntó repentinamente Miles señalando el equipo, con una idea empezando a hervir en su mente. Quizá pudiera ser más que un simple observador impotente…
—Los pelianos, no. Algunas de las naves más avanzadas de nues… de la flota oserana lo tienen. Ese acorazado de bolsillo del capitán Tung, por ejemplo. Fabricación betana. —Auson emitió un suspiro de envidia—. Él tiene de todo.
Miles se volvió hacia el oficial de comunicaciones.
—¿Estás recibiendo algo como esto del otro lado? ¿Alguien esperando en el muelle en armadura de combate?
—Está mezclado —respondió el oficial—, pero calculo que el comité de recepción llega a unos treinta individuos. —El mentón de Bothari se tensó ante la noticia.
—¿Thorne está al tanto? —preguntó Miles.
—Por supuesto.
—¿Ellos están recibiendo imágenes nuestras?
—Sólo si se esperan algo y hacen lo que estamos haciendo nosotros —dijo el oficial de comunicaciones—. No deberían tener por qué.
—Dos a uno —murmuró Auson preocupado—. Fea desventaja.
—Tratemos de emparejarla —dijo Miles. Se dirigió al oficial de comunicaciones—. ¿Puedes entrar en sus códigos y obtener su telemetría? Tienes los códigos oseranos, ¿no?
El oficial pareció de pronto pensativo.
—No funciona exactamente de ese modo, pero… —Su frase se desvaneció mientras se abocó absorto a operar con su equipo.
La mirada de Auson se iluminó.
—¿Está pensando en manipular sus trajes, hacer que se choquen contra las paredes, que se disparen entre ellos…? —La luz se apagó—. Ah, diablos… todos tienen anuladores manuales. En cuanto se imaginen lo que está pasando, nos cortarán el control. Fue una bonita idea, sin embargo.
Miles sonrió.
—No dejaremos que se lo imaginen, entonces. Seremos sutiles. Piensas mucho en términos de fuerza bruta, recluta Auson. Ahora bien, la fuerza bruta jamás fue mi fuerte…
—¡Lo tengo! —gritó el oficial de comunicaciones. El holovídeo arrojó una segunda pantalla junto a la primera—. Hay diez de ellos con armaduras de retroalimentación completa; el resto parecen ser pelianos, sus armaduras sólo tienen enlaces de comunicación. Pero ahí están esos diez.
—Ah, ¡hermoso! Aquí, sargento, controle nuestros monitores. —Miles se trasladó a su nuevo puesto y estiró los dedos, como un concertista de piano a punto de tocar—. Ahora os mostraré lo que quiero decir. Lo que deseamos hacer es simular algunas leves, minúsculas disfunciones de los trajes… —Ajustó la mira sobre un soldado. Telemetría médica… apoyo fisiológico… ahí—. Mirad.
Comprobó el depósito del tubo de orina del hombre, ya lleno hasta la mitad.
—Debe de ser un tipo nervioso… —Invirtió el curso del flujo a máxima potencia y le puso volumen al monitor. Un insulto salvaje llenó el aire, anulado por un gruñido pidiendo silencio—. Ahora hay un soldado distraído, y no va a poder hacer nada hasta que llegue a algún sitio donde pueda quitarse el traje.
Auson, a su lado, se atragantó de risa.
—¡Pequeño bastardo de mente retorcida! ¡Sí, sí!
Aplaudió con los pies, en lugar de con las manos, y giró hacia su propio tablero. Obtuvo la lectura de otro soldado, manejando lentamente los mandos con la punta de los dedos.
—Recuerda —le advirtió Miles—, sutil.
Auson, riendo todavía, murmuró:
—Está bien. —Se inclinó sobre el panel de controles—. Ahí. Ahí… —Se incorporó, sonriendo—. Un tercio de sus comandos de servo funcionan ahora con medio segundo de retraso y sus armas dispararán diez grados a la derecha de donde apunten.
—Muy bien —le felicitó Miles—. Mejor dejamos el resto hasta que estén en posiciones críticas, no vayamos a levantar sospechas en demasía y excesivamente pronto.
La nave se acercaba cada vez más a la dársena. Las tropas enemigas se preparaban para abordar por los tubos flexibles normales.
De repente, los grupos de asalto de Thorne se lanzaron por las cámaras de presión laterales que daban al muelle. Rápidamente arrojaron minas magnéticas sobre el casco de la estación, donde explotaron como las chispas que queman y agujerean una alfombra. Los mercenarios de Thorne saltaron por las brechas y se diseminaron por el interior. El silencio de la radio enemiga estalló en un caos escandaloso.
Miles se puso a activar las lecturas de su tablero. Una oficial enemiga volvió la cabeza para dar órdenes a su pelotón; inmediatamente, Miles trabó su casco en la posición máxima de torsión, inmovilizando por ende el cuello de la oserana. Escogió luego a otro soldado en un pasillo y accionó a toda potencia el arco de plasma incorporado a su traje; el fuego surgió salvajemente de la mano del hombre, quien retorció por reflejo, sorprendido, y rociando el suelo, el techo y a sus camaradas.
Hizo una pausa para observar la lectura de Elena. Un pasillo pasaba a toda velocidad por la pantalla. La imagen giró locamente cuando la joven usó los reactores del traje para frenar. Evidentemente, la gravedad artificial de la estación de desembarco había sido anulada. Un sello automático de aire bloqueó entonces el corredor. Elena cesó de dar vueltas, apuntó con su arco de plasma y abrió un boquete en el sello. Se impulsó por el mismo, al tiempo que un soldado enemigo hacía lo propio desde el otro lado. Se toparon en una confusa pelea, los servos chirriando por la necesidad de sobrecarga.
Miles buscó frenéticamente la lectura del enemigo entre las diez que había, pero era un peliano. No tenía acceso a su traje. El corazón le martilleaba en los oídos. Hubo otra vista de la lucha entre Elena y el peliano en la pantalla; Miles tuvo la confusa sensación de estar en dos lugares al mismo tiempo, como si el alma hubiera abandonado el cuerpo; entonces se dio cuenta de que estaba mirando la escena desde el traje de otro oserano. El oserano estaba levantando el arma para disparar… No podía errar…
Miles accionó entonces el equipo médico del hombre y le inyectó en las venas —de una sola vez —todas las drogas que contenía. El audio transmitió un grito ahogado, tembloroso; la lectura del ritmo cardíaco saltó enloquecida y luego registró fibrilación. Otra figura —¿Baz? —con la armadura de la
Ariel
entró por la brecha del sello, disparando mientras volaba. El plasma cubrió al oserano, interrumpiendo la transmisión.
—¡Hijo de puta! —gritó de repente Auson, dando un codazo a Miles—. ¿De dónde salió?
Miles pensó primero que Auson se refería al soldado de la armadura; entonces acompañó la mirada del ex capitán hasta otra pantalla que enfocaba el espacio opuesto a la estación.
Asomando tras ellos había una gran nave de guerra oserana.
Miles soltó una blasfemia, frustrado. ¡Por supuesto! Armaduras de retroalimentación completa implicaban lógicamente un monitor oserano cercano. Debía haberse dado cuenta al instante. Había sido un tonto al haber supuesto sencillamente que el enemigo estaba siendo dirigido desde el interior de la estación. Apretó los dientes, mortificado. En la abrumadora excitación del ataque, en su particular terror por Elena, había olvidado el primer principio de los grandes comandantes: no enredarse en los pequeños detalles. No era un consuelo que también Auson parecía haberse olvidado de eso.
El oficial de comunicaciones abandonó rápidamente el juego del sabotaje de trajes y retornó a su puesto.
—Están exigiendo la rendición, señor —informó.
Miles se mojó los labios resecos y aclaró su garganta.
—Ah… ¿Sugerencias, recluta Auson?
Auson le dirigió una turbia mirada.
—Es ese esnob de Tung. Es de la Tierra y jamás deja que uno lo olvide. Tiene cuatro veces nuestra aceleración, tres veces nuestra tripulación y treinta años de experiencia. Supongo que no te interesa considerar la rendición, ¿no?
—Tienes razón, Auson —dijo tras un momento Miles—. No me interesa.
El asalto de la estación de desembarco estaba prácticamente terminado. Thorne y compañía ya se estaban movilizando por las estructuras adyacentes para completar la limpieza. ¿La victoria convertida tan velozmente en derrota? Insoportable. Miles buscó vanamente una idea mejor en el fondo de su inspiración.
—No es muy elegante —dijo por fin —pero, a una distancia tan increíblemente corta, al menos es posible… Podríamos intentar chocar contra ellos.
Auson articuló sin sonidos las palabras: mi nave… Y recuperó la voz:
—¡Mi nave! ¿La más fina tecnología de Illyrica, y quieres usarla para una jodida batida medieval? ¿Hervimos un poco de aceite y se lo arrojamos mientras tanto? ¿Tiramos algunas rocas? —Su voz subió una octava y se quebró.
—Apuesto a que no se lo esperan —dijo Miles, un poco reprimido.