Un técnico de máquinas que necesitaba supervisión vino al instante para llevarse a Jesek. Sonrió orgullosamente mirando a Miles.
—¿Diría que nos hemos ganado nuestra bonificación por combate hoy, señor?
¿Bonificación por combate?, se preguntó desconcertado Miles. Miró la estación a su alrededor. Sus ojos encontraron actividades de consolidación escasamente diseminadas pero muy energéticas, dondequiera que se asentaran.
—Debería decir que sí, recluta Mynova.
—Señor —la recluta hizo una pausa, tímida—, algunos de nosotros estábamos preguntándonos cómo va a ser nuestro plan de sueldos, ¿quincenal o mensual?
Plan de sueldos. Por supuesto, la charada debía continuar… ¿cuánto tiempo? Miró hacia la RG 132. Averiada. Averiada. Y llena de carga no entregada, no pagada. Tenía que seguir delante de alguna manera, hasta que hicieran contacto con las fuerzas felicianas.
—Mensual —dijo con firmeza.
—Oh —contestó la mujer, desilusionada—. Pasaré el mensaje, señor.
—¿Qué pasa si aún estamos aquí dentro de un mes, señor? —le preguntó Bothari cuando la recluta se fue con Jesek—. Podría ponerse feo… se supone que los mercenarios cobran.
Miles se pasó las manos por el cabello y tembló con desesperada seguridad.
—¡Ya encontraré algo!
—¿Podemos conseguir algo que comer por aquí? —preguntó lastimeramente Mayhew.
Parecía agotado.
Thorne entró de golpe por detrás y agarró a Miles por el codo.
—En cuanto al contraataque, señor…
Miles giró sobre sus talones.
—¿Dónde? —preguntó, mirando salvajemente en todas direcciones.
Thorne pareció ligeramente desconcertado.
—Oh, todavía no, señor.
Miles se desplomó, aliviado.
—Por favor, no me haga eso, capitán Thorne. ¿Contraataque?
—Estoy pensando, señor, que tiene que haber uno; aunque no sea más que por el correo que se escapó. ¿No deberíamos empezar a hacer planes al respecto?
—Oh, sí, absolutamente. Planes. Sí. Usted… ¿tiene alguna idea que presentar? —le aguijoneó esperanzadamente Miles.
—Varias, señor.
Thorne comenzó a detallarlas, con elocuencia; Miles se dio cuenta de que estaba asimilando, más o menos, una frase de cada tres.
—Muy bien, capitán —le interrumpió—. Tendremos… una reunión de oficiales después… de la inspección, y podrá presentárselas a todos.
Thorne asintió con un gesto de contento y salió a la carrera, diciendo algo sobre asentar un puesto de escucha de telecomunicaciones.
La cabeza de Miles daba vueltas. La confusa geometría de la refinería, sus altos y bajos bosquejados, aparentemente, al azar no hacían nada por disminuir su sentido de desorientación. Y todo era suyo; cada tornillo oxidado, cada dudosa soldadura y cada lavabo atascado en aquel lugar era suyo…
Elena le observaba inquieta.
—¿Qué pasa, Miles?, no pareces contento. ¡Vencimos!
Un verdadero Vor, se dijo severamente a sí mismo Miles, no hunde la cara y llora en los pechos de una súbdita suya; ni siquiera si tiene la altura justa para ello.
El primer recorrido que hizo Miles de su nuevo dominio fue rápido y agotador. La
Triumph
fue casi lo único estimulante de él. Bothari se quedó controlando las disposiciones para mantener a la nueva horda de prisioneros a buen resguardo con la atareada patrulla asignada para tal fin. Miles jamás había visto a un hombre desear tan apasionadamente ser dos; casi esperaba que el sargento produjera mitosis en cualquier momento. A regañadientes, había dejado a Elena en calidad de guardaespaldas sustituta de Miles. Una vez fuera de su alcance, Miles puso a Elena a trabajar como una verdadera oficial ejecutiva, tomando notas. Con el montón de nuevos detalles que aparecían, no confiaba siquiera en su aguda memoria.
Se había establecido una sala de enfermos combinada en la enfermería de la refinería, por ser la instalación de mayor tamaño. El aire era seco, frío y rancio, como todo aire reciclado, endulzado con antisépticos aromatizados, lo que componía un olor en el que se mezclaban dulzura, excrementos, carne quemada y miedo. Todo el personal médico fue reclutado de entre los nuevos prisioneros, para que tratasen a sus propios heridos, y se requirió además un par más de guardias, restados a las ya insuficientes tropas de Miles. Éstos, a su vez, eran empleados como enfermeros asistentes de acuerdo a las necesidades del momento. Miles observó la eficiencia del cirujano y del equipo médico de Tung en el trabajo y dejó pasar el hecho, limitándose a recordarles en voz baja a los guardias su deber principal. En tanto los médicos de Tung estuviesen ocupados, probablemente no habría riesgos.
Miles quedó absolutamente impresionado ante el estado catatónico del coronel Benar y de los otros dos oficiales militares felicianos que yacían abstraídos, casi sin reaccionar ante el rescate. Apenas esas pequeñas heridas, pensó al observar la ligera irritación en las muñecas y en los tobillos y la leve decoloración bajo la piel, que denotaba los puntos donde habían sido inyectados. Con estas pequeñas heridas matamos hombres… El espectro del oficial piloto asesinado, posado en su hombro como un cuervo, aleteó y se agitó en mudo testimonio.
El técnico médico de Auson solicitó al cirujano de Tung para el delicado emplazamiento de piel plástica que iba a servirle de rostro a Elli Quinn hasta que pudiera ser enviada —¿cómo?, ¿cuándo? —a alguna instalación médica con biotecnología regenerativa apropiada.
—No tienes que ver esto —le murmuró Miles a Elena, cuando ella se colocó discretamente para observar el procedimiento.
Elena sacudió la cabeza.
—Quiero hacerlo.
—¿Por qué?
—¿Por qué lo haces tú?
—Nunca lo he visto. Además, fue mi factura lo que ella pagó. Es mi deber, como su comandante.
—Bueno, entonces también es el mío. He trabajado con ella toda la semana.
El técnico médico desenrolló las vendas provisionales. Piel, nariz, orejas y labios habían desaparecido. La grasa subcutánea estaba consumida; los ojos, vidriosos, blancos y estallados; el cuero cabelludo coagulado. Miles se recordó a sí mismo que los nervios transmisores del dolor habían sido bloqueados. Se dio la vuelta de golpe, cubriéndose la boca con una mano, y tragó saliva con esfuerzo.
—Creo que no debemos quedarnos; realmente no contribuimos en nada. —Miró el perfil de Elena, quien estaba pálida pero serena—. ¿Cuánto tiempo más vas a mirar? —le susurró. Y, en silencio, para sí, se dijo: por el amor de Dios, podrías haber sido tú, Elena…
—Hasta que hayan terminado —respondió ella—, hasta que ya no sienta más su dolor cuando miro, hasta que me haya endurecido, como un verdadero soldado como mi padre. Si puedo bloquearlo ante un amigo, seguramente podré bloquearlo ante un enemigo…
Miles sacudió la cabeza negando instintivamente.
—Mira, ¿podemos seguir esto en el pasillo?
Elena arrugó la frente, pero vio entonces la cara de Miles, frunció los labios y le siguió sin más discusión. En el pasillo, él se apoyó contra la pared, tragando saliva y respirando hondamente.
—¿Busco una palangana?
—No, estaré bien en un minuto. —Eso espero… El minuto pasó sin que sufriera una ignominia—. Las mujeres no deberían estar en el combate —dijo al fin.
—¿Por qué no? ¿Acaso eso —señaló con un gesto la enfermería —es más horrible para una mujer que para un hombre?
—No lo sé. Tu padre dijo una vez que si una mujer se pone un uniforme, se lo busca, y que no debe dudar en dispararle… una rara veta de igualitarismo, viniendo de él. Pero todos mis instintos son arrojar mi capa para que cruce un charco o cosas así, no volarle la cabeza. Eso me repugna.
—El honor va con el riesgo —argumentó Elena—. Niega el riesgo y negarás el honor. Siempre creí que eras el único barrayarano varón que yo conocía que le permitiría a una mujer poder tener un honor que no estuviese depositado entre sus piernas.
Miles refunfuñó.
—El honor de un soldado es cumplir su deber patriótico, seguro…
—¡O de una soldado!
—O de una soldado, de acuerdo; ¡pero nada de todo esto es servir al emperador! Estamos aquí por el diez por ciento del margen de beneficio de Tav Calhoun. O en todo caso, estábamos…
Se contuvo, para continuar con su recorrido, y, luego, hizo una pausa.
—Lo que dijiste allí… sobre endurecerte…
Elena alzó la barbilla.
—¿Sí?
—Mi madre fue una soldado verdadera también, y no creo que jamás dejara de sentir el dolor de los demás; ni siquiera el de sus enemigos.
Quedaron ambos en un largo silencio.
La reunión de oficiales para el plan de defensa ante el probable contraataque no fue tan difícil como Miles había temido. Ocuparon una sala de reuniones que había pertenecido a la gerencia de la refinería; el impresionante panorama exterior invadía la instalación por los ventanales. Miles gruñó y se sentó de espaldas al mismo.
Rápidamente asumió el rol de árbitro, controlando el flujo de ideas al tiempo que ocultaba su carencia de información sobre el tema. Se cruzó de brazos, y soltó algunos «hum» y «mmm», pero sólo muy ocasionalmente dijo: «Dios nos ayude», porque esto hacía que Elena se sofocara. Thorne y Auson, Daum y Jesek, y los tres oficiales felicianos jóvenes liberados, a los que no les habían secado el cerebro, hicieron el resto; si bien, Miles se encontró con que tenía que alejarlos de ideas muy parecidas a las que acababan de resultarles inapropiadas a los pelianos.
—Sería de un gran ayuda, mayor Daum, si pudiera contactar con su comando —dijo Miles al concluir la sesión, y pensó; ¿por el amor de Dios, cómo puede haber extraviado un país entero?—. Como último recurso, tal vez un voluntario en una de esas lanzaderas de la estación podría escurrirse hasta el planeta y decirles que estamos aquí, ¿no?
—Lo seguiremos intentando, señor —prometió Daum.
Algún alma entusiasta había encontrado cuartos para Miles en la sección más lujosa de la refinería, previamente reservada, como la elegante sala de reuniones de la gerencia. Desafortunadamente, el servicio de mantenimiento había quedado más bien interrumpido en las últimas semanas. Miles se abrió paso entre artefactos personales del último peliano que había acampado en la suite ejecutiva, los cuales cubrían a su vez otro estrato anterior que correspondía al feliciano que había sido expulsado en su momento. Ropas desparramadas, envolturas vacías de raciones, discos de ordenador, botellas semivacías, todo bien agitado por el bamboleo en gravedad artificial durante el ataque. Los discos de datos, al examinarlos, resultaron ser todos de entretenimientos ligeros. Ningún documento secreto, ningún brillante golpe maestro de inteligencia.
Miles podría haber jurado que las abigarradas manchas velludas que crecían en las paredes del baño se movían cuando no estaba mirándolas directamente. Quizá fuer un efecto de la fatiga. Tuvo cuidado de no tocarlas al ducharse. Puso las luces al máximo de intensidad cuando finalizó, y cerró la puerta con llave, recordándose a sí mismo severamente que no había pedido la compañía nocturna del sargento sobre la base de que había Cosas en su baño desde que tenía cuatro años. Dolorido de sueño, se vistió con ropa interior limpia que trajo consigo.
La cama era una burbuja ingrávida, entibiada como un útero por rayos infrarrojos. El sexo en gravedad cero, había escuchado Miles, era uno de los punto álgidos de los viajes espaciales. Personalmente, jamás había tenido oportunidad de probarlo. Diez minutos, tratando de relajarse en la burbuja le convencieron de que nunca lo haría, tampoco, aunque los olores y las manchas que saturaron el aposento al calentarse el ambiente sugerían que en un mínimo de tres personas lo habían probado ahí mismo, recientemente. Se levantó rápido y se sentó en el suelo hasta que su estómago dejó de revolverse en su interior. Suficiente botín por la victoria.
A través de los ventanales había una espléndida vista del casco abierto, arrugado, de la RG 132. Por momentos, la tensión se liberaba en alguna tortuosa escama de metal y saltaba espontáneamente para agitarse un poco, superficialmente, en otra zona afectada de la nave, adhiriéndose como caspa. Miles observó durante un rato y luego decidió ir a ver si el sargento tenía aún el botellín de whisky.
El corredor correspondiente a la suite terminaba en una cubierta de observación, una campana de cromo y cristal enmarcada por el polvo de millones de estrellas. Atraído, Miles se encaminó hacia allí.
La voz de Elena, en un grito inarticulado, le sacó de su somnolencia, causándole un brusco flujo de adrenalina. Venía de la cubierta de observación; Miles echó a correr con su marcha desigual.
Trepó velozmente la pasarela y dobló, agarrándose con una mano de un poste luminoso. La oscura cubierta de observación estaba tapizada en terciopelo azul real, que brillaba a la luz de las estrellas. Asientos rellenos de líquido y bancos de extrañas curvas y diseños parecían a invitar a reclinarse indolentemente. Baz Jesek estaba con la espalda en uno de ellos, los brazos separados y el sargento Bothari encima de él.
Las rodillas del sargento aplastaban la ingle y el estómago del maquinista, y las manos se cerraban sobre el cuello de Baz, retorciéndolo. La cara de Baz estaba marrón, sus palabras estranguladas no conseguían la coherencia. Elena, con la guerrera desabrochada, galopaba alrededor de ambos, apretando y aflojando sus manos ante la desesperación de no poder oponerse físicamente a Bothari.
—¡No, padre! ¡No! —gritaba.
¿Había atrapado Bothari al maquinista tratando de acosarla? Una celosa y caliente cólera sacudió a Miles, frustrada inmediatamente por el frío razonamiento. Elena, entre todas las mujeres, era capaz de defenderse a sí misma; las paranoias del sargento habían garantizado eso. Sus celos se tornaron hielo. Podía dejar que Bothari matase a Baz…
Elena le vio.
—¡Miles… mi señor!, ¡deténle!
Miles se acercó.
—Suéltalo, sargento —ordenó. Bothari, el rostro amarillo de ira, miró a los lados y luego a su víctima. Sus manos no aflojaron.
Miles se arrodilló y apoyó levemente su mano en los acordonados músculos del brazo de Bothari. Tuvo la incómoda sensación de que aquello era la cosa más peligrosa que había hecho en su vida. Bajó la voz hasta murmurar:
—¿Debo repetir mis órdenes dos veces, hombre de armas?
Bothari le ignoró.