Cuando fue hecho el recuento final, resultó que faltaban Tung y siete de sus hombres, incluido su otro oficial piloto. También faltaba una lanzadera de la estación.
Miles gimió en su interior. Ahora no había alternativa, sino la de esperar que los perezosos felicianos viniesen a reclamar su cargamento. Comenzó a dudar que la lanzadera, despachada para intentar contacto con Tau Verde antes del contraataque, hubiera logrado atravesar el espacio controlado por los oseranos. Quizá debería enviar otra. Esta vez con un recluta, no un voluntario; Miles ya tenía elegido el candidato.
El teniente Gamad, engreído con la reciente jerarquía heredada, se sentía inclinado a desafiar la autoridad de Miles en la refinería; técnicamente —era cierto —de propiedad feliciana. A Miles no le caía demasiado simpático, en contraste con la calma y solícita actitud de Daum. Gamad debió reprimirse al oír a un mercenario dirigirse a Miles como «almirante Naismith». Y Miles quedó tan complacido por el efecto que semejante título causó en el teniente, que no corrigió el nombramiento. Desafortunadamente, el hecho se extendió; se encontró incapaz de conservar la cautelosa neutralidad de «señor Naismith» de allí en adelante.
Gamad se salvó cuando, al octavo día después del contraataque, un crucero local feliciano apareció finalmente en los monitores. Los mercenarios de Miles, sensibles y suspicaces tras repetidas emboscadas, estaban tentados de destruirlo primero y examinar luego los restos para una identificación positiva, pero Miles logró al fin establecer un margen de confianza y los felicianos arribaron mansamente a la dársena.
Dos grandes maletines de plástico en una carretilla flotante llamaron la atención de Miles cuando los oficiales felicianos entraron en la sala de reuniones de la refinería. Los maletines tenían un agradable parecido, al menos en tamaño, con los viejos arcones de tesoros de los piratas. Miles se perdió en una breve fantasía de brillantes diademas, monedas de oro y bolsas de perlas. ¡Ay, esas vistosas fruslerías ya no eran tesoros codiciados! Microcircuitos virales cristalizados, discos de datos, empalmes de DNA, descoloridos bosquejos de importantes proyectos de agricultura y minería planetaria: ésa era la tibia riqueza que los hombres tramaban en estas épocas degradadas. Por supuesto, todavía había artesanía. Miles palpó la daga en su cinto y se sintió reconfortado.
El demacrado y atormentado pagador feliciano estaba hablando:
—… debo tener primero el manifiesto del mayor Daum y controlar cada uno de los artículos para verificar si ha habido daño durante el transporte.
El capitán del crucero feliciano asintió cansinamente.
—Vea a mi jefe de máquinas y que le consiga todos los hombres que necesite para la inspección, pero hágalo rápido. —El capitán dirigió su irritada y rojiza mirada a Gamad, preguntando obsequiosamente—: ¿No ha encontrado todavía ese manifiesto? ¿O los papeles personales de Daum?
—Me temo que tal vez los tuviera consigo cuando fue alcanzado, señor.
El capitán gruñó y se dirigió entonces a Miles.
—¿Así que usted es ese galáctico mutante loco del que he oído hablar?
Miles se irguió.
—¡Yo no soy un mutante!, capitán. —Arrastró la última palabra al más sarcástico estilo de su padrey luego recuperó la apostura. Evidentemente, el feliciano no había dormido mucho en los últimos días—. Creo que usted tiene algunos asuntos que tratar.
—Sí, hay que pagar a los mercenarios, supongo —suspiró el capitán.
—Y comprobar físicamente cada artículo por posibles daños en el transporte —le aguijoneó Miles sugiriendo con un gesto las cajas.
—Encárguese de él, cajero —ordenó el capitán, incorporándose para salir—. Está bien, Gamad, veamos esa gran estrategia suya…
Baz echaba humo por los ojos.
—Excúseme, mi señor, pero creo que es mejor que vaya con ellos.
—Iré contigo —dijo Arde. Hizo sonar sus dientes como si fuera a morder una yugular.
—Adelante —invitó entonces Miles al pagador, quien suspiró, al tiempo que espiaba el nombre de Miles en la pantalla a la cabecera de la mesa.
—Ahora… ¿Señor Naismith?, ¿es correcto así? ¿Puedo ver su copia del contrato, por favor?
Miles frunció el ceño en un gesto de disgusto.
—El mayor Daum y yo teníamos un acuerdo verbal. Cuarenta mil dólares betanos contra la entrega a salvo de esta carga a Felice. Esta refinería es ahora territorio feliciano.
El contador le miró, atónito.
—¿Un acuerdo verbal? ¡Un acuerdo verbal no es un contrato!
Miles se levantó.
—¡Un acuerdo verbal es el más fuerte de los contratos! El alma de uno está en el aliento y, por lo tanto, en la palabra. Una vez empeñada debe ser cumplida.
—El misticismo no tiene lugar…
—¡Esto no es misticismo! ¡Es una teoría legal reconocida! —En Barrayar, pensó Miles.
—Es la primera vez que la oigo.
—El mayor Daum la conocía perfectamente bien.
—El mayor Daum estaba en Inteligencia; él se especializaba en galácticos. Yo sólo soy de la Oficina de Contabilidad…
—¿Se niega a cumplir la palabra de su camarada muerto? Pero usted es un funcionario, no un mercenario…
El cajero sacudió la cabeza.
—No tengo ni idea de lo que me está hablando, pero si el cargamento está en orden, se le pagará. Esto no es Jackson's.
Miles se tranquilizó un poco.
—Muy bien. —El cajero no era un Vor, ni nada parecido; contar su paga delante de él, probablemente, no sería tomado como un insulto mortal—. Veamos.
El cajero hizo un gesto a su asistente, quien descodificó las cerraduras de los maletines. Miles contuvo el aliento, imaginando con felicidad el dinero que vería en un instante, más del que jamás había visto junto en su vida. Las tapas se alzaron para revelar montones y montones de muy apretados y coloridos fajos de papel. Hubo una larga pausa.
Miles deslizó su puntero por la mesa de reuniones y atrajo un fajo hacia sí. Contenía quizás un centenar de idénticas y brillantemente grabadas composiciones de dibujos, números y letras en un extraño alfabeto cursivo. El papel era resbaladizo, casi de mala calidad. Sostuvo uno a la luz.
—¿Qué es esto? —preguntó por fin.
El cajero alzó las cejas.
—Papel moneda. Se usa comúnmente como moneda en la mayoría de los planetas…
—¡Ya sé eso! ¿Qué moneda es?
—Mili-pfennings felicianos.
—Mili-pfennings. —Sonaba un poco como una palabrota—. ¿Cuál es su valor en moneda real? Dólares betanos o, digamos, marcos barrayaranos.
—¿Quién usa marcos barrayaranos? —preguntó, murmurando perplejo, el asistente del cajero.
Éste se aclaró la garganta.
—Según el último listado anual, los mili-pfennings se pagaban a 150 por dólar betano en la Bolsa de Colonia Beta —recitó rápidamente.
—¿Eso no fue hace casi un año? ¿Cuál es su precio ahora?
En cajero encontró algo que mirar a través de los ventanales.
—El bloqueo oserano nos ha impedido saber el actual índice de cambio.
—¿Sí? Bien, ¿cuál fue la última cifra que tuvieron, entonces?
El cajero volvió a aclararse la voz; el tono se volvió notoriamente bajo.
—A causa del bloqueo, usted comprende, casi toda la información acerca de la guerra ha sido enviada por los pelianos.
—El índice, por favor.
—No lo sabemos.
—El último índice —susurró Miles.
El cajero se sobresaltó.
—Realmente no lo sabemos, señor. Lo último que hemos oído es que la moneda había sido, eh… —su voz se hizo casi inaudible—, retirada de la Bolsa.
Miles tamborileó sobre su daga.
—Y exactamente, ¿cuál es…? —Resolvió que debía experimentar para encontrar el grado justo de malignidad al pronunciar lo que seguía—. ¿Cuál es el respaldo de estos… mili-pfennings?
El cajero alzó con orgullo la frente.
—¡El gobierno de Felice!
—El que está perdiendo esta guerra, ¿cierto?
El cajero murmuró algo.
—Están perdiendo esta guerra, ¿no?
—Perder las órbitas superiores fue sólo un revés —explicó desesperadamente el cajero—, todavía controlamos nuestro propio espacio aéreo.
—Mili-pfennings— resopló Miles—. Mili-pfennings… Bien, ¡yo quiero dólares betanos! —Clavó la vista en el hombre.
El cajero replicó como alguien aguijoneado, con orgullo y casi ladrando:
—¡No hay dólares betanos! Cada céntimo de ellos, sí, cada pizca de otras monedas galácticas que pudimos juntar fueron enviados con el mayor Daum para comprar este cargamento…
—Por el cual he arriesgado mi vida para entregárselo a ustedes…
—¡Por el cual él murió para entregárnoslo!
Miles suspiró, reconociendo un argumento al que no podía ganar. Ni su más frenética reclamación le aportaría dólares betanos de un gobierno que no tenía ni uno.
—Mili—pfennings —murmuró.
—Tengo que irme —dijo el cajero—, he de firmar el inventario…
Miles asintió con un gesto de su mano.
—Sí, vaya.
El cajero y su asistente se fueron, dejándole solo en la hermosa sala de reuniones con dos maletines llenos de dinero; que el contador ni siquiera se molestara en dejar un guardia, reclamar un recibo o, simplemente, ver que se contara el dinero le confirmó la falta de valor del mismo.
Miles apiló una pirámide de aquellos fajos delante de él, encima de la mesa, y descansó junto a ella su cabeza, apoyada en los brazos. Mili—pfennings. Por un momento se distrajo calculando la superficie cuadrada que cubrían los billetes, uno junto a otro. Ciertamente, podría empapelar no sólo las paredes, sino también el techo de su cuarto en su casa e, incluso, casi todo el resto de la casa Vorkosigan. Su madre probablemente no estaría de acuerdo.
Ociosamente, puso a prueba cuán inflamables eran prendiéndole fuego a un billete y pensando sostenerlo hasta que le quemara el dedo, para ver si algo podía dolerle más que su estómago. Pero, ante la presencia de humo, las puertas se cerraron de golpe, una ronca alarma sonó y un extintor químico de incendios salió de una pared como una roja y burlona lengua. El fuego era un verdadero terror en las instalaciones espaciales; el paso siguiente, recordó, sería la evacuación del aire de la cámara para sofocar las llamas. Agitó entonces el papel. Mili-pfennings. Se levantó y cruzó el salón para acallar la alarma.
Su pirámide financiera pasó a ser un fuerte con torres en las esquinas y un alcázar interior. El dintel del portón tenía tendencia a desmoronarse ante el menor soplido. Tal vez podría seguir viaje en una línea comercial peliana, pasando por un mutante mentalmente retardado, con Elena como su enfermera y Bothari como guardián. Alguien a quien parientes ricos enviaban a algún hospital —o a algún zoológico —de otro planeta. Podía quitarse las botas y los calcetines y morderse las uñas de los pies durante el control de aduanas… ¿Pero qué papeles les asignaría a Mayhew y a Jesek? ¿Y a Elli Quinn? Juramentada o no, le debía un rostro. Y lo peor: no tenía crédito aquí y, en buena medida, dudaba que el índice de cambio entre la moneda feliciana y la peliana le favoreciera.
La puerta se abrió. Miles derribó rápidamente su fuerte, amontonando los fajos en una pila más al azar, y se sentó erguido en consideración al mercenario que saludó y entró.
Una sonrisa tímida se dibujaba en la expresión ávida del hombre.
—Perdón, señor, he oído el rumor de que ha llegado nuestra paga.
Los labios de Miles se tensaron en una sonrisa incontrolable; se esforzó por mantenerlos sobrios.
—Ya lo ve.
¿Quién, después de todo, podía saber cuál era la cotización del mili-pfennings…? ¿Quién podía contradecir cualquier cifra que él quisiera asignarle? En la medida en que sus mercenarios estuvieran en el espacio, aislados de los mercados, nadie. Por supuesto, cuando lo averiguaran, no habría suficientes piezas de él para todos, como en el descuartizamiento de Yuri, el Emperador Loco.
La boca del mercenario formó una o al ver el tamaño de la pila.
—¿No debería poner un guardia, señor?
—Exactamente, recluta Nout. Buena idea. Ah… ¿por qué no busca una carretilla flotante y pone a buen resguardo este dinero en… el lugar habitual? Elija dos camaradas de confianza para que le releven por turnos.
—¿Yo señor? —Los ojos del mercenario se abrieron enormemente—. ¿Confía usted en mí…?
¿Qué podría hacer, acaso? ¿Robarlo e ir a comprar una rebanada de pan?, pensó Miles. En voz alta, contestó:
—Sí, confío. ¿Usted cree que no he estado evaluando su rendimiento en las últimas semanas? —Esperaba no haberse equivocado en el nombre del mercenario.
—¡Sí, señor! ¡Ahora mismo, señor!
El mercenario le dirigió un saludo perfectamente innecesario y salió, saltando como si tuviera bolillas de goma en las botas.
Miles hundió la cara en la pila de mili-pfennings y se rió desesperadamente, casi al borde de las lágrimas.
Vio cómo se llevaban aquellos papeles aun frío depósito y permaneció en la sala de reuniones. Bothari pronto le estaría buscando, cuando terminara de poner bajo control feliciano al último de los prisioneros.
Al fin le prestaban un poco de atención a la RG 132, flotando fuera, más allá de los ventanales. El casco estaba tomando la apariencia de una colcha a medio remendar. Miles se preguntó si alguna vez se animaría a subirse a ella sin el traje a presión puesto y con el yelmo bajo el brazo.
Jesek y Mayhew le encontraron mirando pensativamente.
—Los pusimos en su sitio —manifestó Baz, plantándose a lado de Miles. Una salvaje alegría había reemplazado la ardiente indignación de su mirada.
—¿Eh? —Miles se liberó de su melancólico ensueño—. Han puesto en su lugar a quién y respecto de qué.
—A los felicianos y a ese grasiento trepador de Gamad.
—Con el tiempo, alguien tenía que hacerlo —asintió Miles ausente. Se preguntaba cuánto le pagarían por la RG 132 como carguero de cabotaje. Preferentemente, no en Mili-pfennings. O como chatarra… No, no podía hacerle eso a Arde.
—Ahí vienen ahora.
—¿Eh?
Los felicianos estaban de vuelta: el capitán, el cajero y lo que parecía ser la mayoría de los oficiales de la nave, más alguna clase de comandante de la marina espacial, a quien Miles no había visto antes. De la deferencia que el capitán le dispensó al atravesar la puerta, Miles dedujo que debía ser el oficial de mayor jerarquía. Un coronel, quizás, o un general joven. Gamad estaba notablemente ausente. Thorne y Auson entraron en último término.