Pero era demasiado tarde. Por el rabillo de un ojo vio una esbelta figura corriendo por el muelle. Baz venía detrás, a un paso más sensato.
Elena llegó sin aliento casi.
—¡Miles! —le acusó—. ¡Ibas a irte sin decir adiós!
Miles suspiró y le dirigió una sonrisa.
—Atrapado otra vez.
Las mejillas de Elena estaban coloradas y sus ojos chispeaban por el ejercicio. Absolutamente deseable… Si había endurecido su corazón para esta separación, ¿por qué le dolía más entonces?
Baz llegó. Miles les hizo a ambos una reverencia.
—Comandante Jesek, comodoro Jesek. ¿Sabes Baz?, quizá debería haberte nombrado almirante. Estos cargos podrían llegara a confundirse en un mal transmisor…
Baz movió la cabeza, sonriendo.
—Ha amontonado suficientes cargos en mí, mi señor. Cargos y honor y mucho más… —Sus ojos buscaron a Elena—. Una vez creí que haría falta un milagro para hacer que un don nadie fuera alguien nuevamente. —Su sonrisa se hizo más amplia—. Tenía razón, y debo agradecérselo.
—Y yo te doy las gracias —dijo Elena con voz sosegada —por un obsequio que jamás había esperado poseer.
Miles irguió la cabeza con un gesto interrogativo. ¿Se refería a Baz? ¿Al rango que ahora tenía? ¿A su marcha de Barrayar?
—Mi propia persona; a mí misma —explicó.
Le pareció que en ese razonamiento había una falacia en algún lado, pero no tuvo tiempo para desentrañarla. Los Dendarii estaban invadiendo la dársena desde distintos accesos, de dos en dos y de tres en tres, y en un flujo constante luego. Las luces aumentaron a la máxima intensidad, como en el ciclo diurno. Sus planes de partir inadvertido se estaban desintegrando rápidamente.
—Bueno —dijo, apremiante—, adiós, entonces.
Estrechó precipitadamente la mano de Baz. Elena, con los ojos anegados de lágrimas, le apretó en un abrazo cercano a la trituración de huesos. La punta de los pies de Miles buscaban indignamente el suelo. Absolutamente tarde…
Para cuando ella le bajó, la multitud se reunía en torno suyo; las manos se alargaban para estrechar la suya, para tocarle o sólo para acercarse a él, como si estuvieran buscando su calor. Bothari había tenido un arrebato; en su mente, Miles le dedicó al sargento un saludo apologético.
La dársena era ahora un mar agitado de gente que coreaba balbuceos, vítores, hurras y pataleos. Pronto todo aquello adquirió ritmo; se hizo un canto: «¡Naismith! ¡Naismith! ¡Naismith!»
Miles alzó sus manos en resignado consentimiento, maldiciendo en su interior. Siempre había algún idiota en la multitud que empezaba esas cosas. Elena y Baz le cargaron sobre los hombros y entonces quedó acorralado. Ahora tendría que improvisar un maldito discurso de despedida. Bajó las manos; para su sorpresa, se apaciguaron… Volvió a levantarlas; rugieron. Las bajó lentamente, como un director de orquesta. El silencio se hizo absoluto. Era terrorífico.
—Como podéis ver, soy alto porque todos vosotros me habéis subido —comenzó a decir, ajustando la voz para llegar hasta la última fila. Una risa complacida corrió entre ellos—. Vosotros me habéis encumbrado con vuestro coraje, tenacidad, obediencia y demás virtudes militares. —Eso era, había que lisonjearlos; se lo estaban tragando, aunque seguramente se debiera en la misma medida a su confusión, a sus irascibles rivalidades, su voracidad, ambición, indolencia, y credulidad; sigue, sigue—. No puedo subiros a mi vez; por lo tanto, revoco la situación provisional de vuestros contratos y os declaro cuerpo permanente de los Mercenarios Dendarii.
Los vítores, silbidos y pataleos sacudieron la dársena. Muchos eran recién venidos, curiosos, pertenecientes al grupo de Oser, pero prácticamente toda la tripulación original de Auson estaba allí. Vio entre ellos al mismo Auson, radiante, y a Thorne, con lágrimas en las mejillas.
Alzó las manos pidiendo silencio otra vez y lo obtuvo.
—Me reclaman asuntos urgentes, por un período indefinido. Os pido y exijo que obedezcáis al comodoro Jesek como lo haríais conmigo. —Buscó la mirada de Baz—. No os defraudará.
Pudo sentir el hombro del maquinista temblando debajo de él. Era absurdo que baz pareciera tan exaltado: Jesek, de entre todos ellos, sabía que Miles era una farsa.
—Os doy las gracias a todos y os digo adiós.
Sus pies golpearon el suelo con un ruido sordo cuando se dejó caer. Y que Dios se apiade de mí, amén; murmuró para sí. Se encaminó hacia el tubo flexible, escapando, sonriendo, saludando con la mano.
Jesek, bloqueando los apretujones, le habló al oído.
—Mi señor, para mi curiosidad… antes de su partida, ¿me permitirá saber a qué casa sirvo?
—¿Cómo, no lo sabes todavía? —Miles miró con asombro a Elena.
La hija de Bothari encogió los hombros.
—Seguridad.
—Bueno, no voy a andar gritándolo en este gentío, pero si alguna vez te compras una librea, lo cual no parece muy posible, elígela marrón y plateada.
—Pero… —Baz se detuvo de golpe, allí entre la multitud, con un pequeño nudo en la garganta—. Pero eso es… —Se puso pálido.
Miles sonrió, maliciosamente complacido.
—Adiéstrale poco a poco, Elena.
El silencio del tubo flexible le succionó, le asiló; el ruido del exterior sacudía sus sentidos, porque los Dendarii habían recomenzado su canto, Naismith, Naismith, Naismith. El piloto feliciano escoltó a bordo a Elli Quinn; detrás entró Ivan. Al saludar por última vez antes de adentrarse por el tubo, la última persona a quien vio Miles fue a Elena. Abriéndose paso hacia ella entre la multitud, con rostro serio, dolorido y pensativo, estaba Elena Visconti.
El piloto feliciano ajustó la escotilla, desconectó el tubo y comenzó a caminar delante de ellos hacia la sala de navegación y comunicaciones.
—¡Dios mío! —observó respetuosamente Ivan—. Los tienes verdaderamente impresionados. En este momento debes de estar muy por encima de mí en ondas psíquicas o algo así.
—No realmente —respondió Miles, sonriendo.
—¿Por qué no? Yo lo estaría, seguramente. —Había una corriente oculta de envidia en la voz de Ivan.
—Mi nombre no es Naismith.
Ivan abrió la boca, la cerró, le estudió de soslayo. Las pantallas de la sala de navegación mostraban la refinería y el espacio que los rodeaba. La nave se alejaba de la dársena. Miles trató de mantener esa imagen particular entre la fila de muelles, pero pronto se hizo confusa. ¿Cuarta o quinta desde la izquierda?
—Maldita sea. —Ivan se metió los pulgares en el cinturón y se meció sobre los talones—. Todavía me tiene atontado. Quiero decir, llegas a este sitio sin nada y, en cuatro meses, vuelcas por completo la jugada y terminas con todas las piezas sobre el tablero.
—No quiero las piezas —replicó Miles con impaciencia—, no quiero ninguna de las piezas. Para mí significa la muerte si me pillan con piezas en mi poder, ¿recuerdas?
—No te entiendo —se quejó Ivan—. Creía que siempre habías querido ser un soldado. Aquí has peleado batallas reales, has comandado una flota entera de naves, has cambiado el mapa táctico con un número fantásticamente bajo de pérdidas…
—¿Es eso lo que crees? ¿Qué he estado jugando al soldado? ¡Bah! —Comenzó a pasearse de un modo inquieto, se detuvo y bajó avergonzado la cabeza—. Tal vez es lo que he hecho, tal vez ése ha sido el problema. Malgastar un día tras otro, alimentando mi ego, mientras todo el tiempo, allá en casa, los perros de Vordrozda perseguían a mi padre. Y tener que pasarme estos cinco días mirando por la ventana mientras ellos le están matando…
—Ah. Así que era eso lo que te espantaba… No temas —le tranquilizó Ivan—, regresaremos a tiempo. —Parpadeó y agregó en un tono mucho menos definido—: Miles, suponiendo que tengas razón acerca de todo esto… ¿qué es lo que vamos a hacer, una vez hayamos vuelto?
Los labios de Miles dibujaron una sonrisa carente de alegría.
—Algo se me ocurrirá.
Se dio la vuelta para mirar las pantallas, pensando en silencio:
Pero estás equivocado en cuanto a lo de las pérdidas, Ivan; fueron enormes
.
La refinería y las naves alrededor de ella se fueron haciendo pequeñas hasta convertirse en una débil constelación de manchas, destellos, lágrimas en los ojos; y, de pronto, desaparecieron.
La noche betana era calurosa, incluso bajo la cúpula energética que protegía en suburbio de Silica. Miles se tocó los círculos plateados de su frente y de sus sienes, rogando que la transpiración no estuviera aflojando el pegamento. Había pasado la aduana betana con el documento falsificado del piloto feliciano; temía que sus supuestos injertos se deslizaran por su cara.
Acacias y mezquites hechos bonsai, destacados con luces de colores, cercaban la cúpula baja que cubría el acceso peatonal al complejo de apartamentos en que vivía su abuela. La vieja construcción era anterior al blindaje energético del vecindario y estaba por lo tanto íntegramente bajo la superficie. Miles dio una palmadita en la mano que Elli Quinn apoyaba en su brazo.
—Ya casi hemos llegado. Dos escalones para abajo, aquí. Te gustará mi abuela. Supervisa el mantenimiento del equipo sustentador de vida en el Hospital de la Universidad de Silica. Ella sabrá a quién hay que ver exactamente para que haga el mejor trabajo. Ahora, aquí hay una puerta…
Ivan, todavía llevando la maleta, pasó primero. El aire más fresco del interior acarició el rostro de Miles y le alivió al menos de su preocupación por los falsos injertos. Había sido devastador para los nervios cruzar la aduana con un documento falsificado, pero usar su identificación real hubiera garantizado enredarse instantáneamente en procedimientos legales betanos, asegurándole Dios sabía qué demoras. El tiempo machacaba en su cabeza.
—Hay un ascensor aquí —le dijo a Elli; de pronto sofocó un insulto y retrocedió: surgido de repente del ascensor apareció precisamente el hombre a quien menos quería ver en su rápida escala en el planeta.
Los ojos de Tav Calhoun se salieron de sus órbitas al ver a Miles, la cara se le puso del color de un ladrillo.
—¡Tú! —gritó—. Tú… tú… tú… —Se infló, tartamudeando, y avanzó hacia Miles.
Miles intentó una sonrisa amistosa.
—Buenas tardes, señor Calhoun. Usted es justamente la persona a quien quería ver…
Las manos de Calhoun se cerraron sobre la chaqueta de Miles.
—¿Dónde está mi nave?
Miles, empujado hasta dar con la espalda en la pared, se sintió de repente solo, sin el sargento Bothari.
—Bueno, hubo un pequeño problema con la nave —empezó a decir tratando de aplacarle.
Calhoun le sacudió.
—¿Dónde está? ¿Qué habéis hecho con ella, terroristas?
—Está varada en Tau Verde, me temo. Se dañaron las varas Necklin. Pero tengo su dinero. —Intentó un gesto jovial.
La presión de Calhoun no aflojó.
—¡No tocaría tu dinero ni con un tractor manual! —gruñó—. Me han paseado de un lado a otro, me han mentido, me han estado siguiendo, han interceptado mis comunicaciones, agentes barrayaranos han interrogado a mis empleados, a mi novia, a su esposa… A propósito, he averiguado lo de ese maldito terreno radioactivo sin valor, enano mutante… Quiero sangre. ¡Vas a ir a terapia, porque ahora mismo llamaré a Seguridad!
Un quejumbroso balbuceo surgió de Elli Quinn, que el oído ejercitado de Miles tradujo como: «¿Qué está pasando?»
Calhoun advirtió por primera vez a la mujer en la penumbra, se sobresaltó, se estremeció y giró sobre sus talones.
—¡No te muevas! ¡Esto es un arresto civil! —le dijo a Miles, al tiempo que empezaba a encaminarse al comunicador público.
—¡Sujétale, Ivan! —gritó Miles.
Calhoun eludió el intento de Ivan. Sus reflejos eran más rápidos de lo que Miles hubiese esperado de un cuerpo tan musculoso. Elli Quinn, con la cabeza erguida en actitud atenta, se le cruzó en el camino con dos ágiles pasos laterales, los tobillos y las rodillas flexionados. Sus manos se encontraron con la camisa de Calhoun. Giraron ambos un instante como un par de bailarinas y de repente Calhoun se halló dando espectaculares saltos mortales. Aterrizó de lleno sobre su espalda en el pasillo. El aire se le escapó en un resonante bufido. Elli se sentó encima, le trabó el cuello con una pierna y le aplicó una palanca al mismo tiempo.
Ivan, ahora que su blanco ya no se movía, logró sujetarle con una encomiable presa.
—¿Cómo lo hiciste? —le preguntó a Elli, con asombro y admiración en la voz.
Ella se encogió de hombros.
—Solía practicar con los ojos vendados —balbuceó —para agudizar el equilibrio. Funciona.
—¿Qué hacemos con él, Miles? —preguntó Ivan—. ¿Puede detenerte realmente, aun cuando le ofrezcas pagarle?
—¡Asalto! —graznó Calhoun—. ¡Agresión!
Miles alisó su chaqueta.
—Eso me temo, había algunas cláusulas en letra pequeña en ese contrato… Mira, hay un armario de limpieza en el segundo piso, mejor será que le llevemos allí antes de que aparezca alguien.
—Secuestro —gorgoteó Calhoun mientras Ivan le arrastraba hasta el ascensor.
Encontraron un rollo de alambre en el amplio armario de la limpieza.
—¡Asesinato! —chilló Calhoun cuando vio que se aproximaban con aquello.
Miles le amordazó; los ojos de Calhoun giraron en blanco. Para cuando terminaron todos los nudos y vueltas adicionales, por si acaso, el operador de recuperaciones empezaba a parecer una brillante momia anaranjada.
—La maleta, Ivan —ordenó Miles.
Su primo la abrió, y ambos comenzaron a rellenar la camisa y el sarong de Calhoun con fajos de dólares betanos.
—… treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta mil —contó Miles—. Ivan se rascó la cabeza.
—¿Sabes? Hay algo al revés en todo esto…
Calhoun hacía girar los ojos y se quejaba frenéticamente. Miles le quitó la mordaza un instante.
—¡… más el diez por ciento! —dijo jadeando Calhoun.
Miles le amordazó otra vez y contó otros cuatro mil dólares. La maleta estaba mucho más ligera ahora. Cerraron la puerta tras ellos.
—¡Miles! —Su abuela se quedó paralizada al verle—. Gracias a Dios, el capitán Dimir te encontró, entonces. La gente de la embajada ha estado terriblemente preocupada. Cordelia dice que tu padre no creía poder posponer por tercera vez la fecha de apelación ante del Consejo de Condes… —se interrumpió al ver a Elli Quinn—. Oh, Dios mío…
Miles le presentó a Ivan y a Elli, mencionando apresuradamente a esta última como una amiga de otro planeta, sin parientes allí y sin lugar donde estar. Rápidamente expresó su esperanza de poder dejar a la joven damnificada en manos de su abuela. La señora Naismith asimiló todo esto de golpe, observando únicamente: «Oh, sí, otro de tus descarriados.» Miles la bendijo