Su abuela los llevó hasta la sala de estar. Miles se sentó en el sofá, y sintió una punzada al recordar a Bothari. Se preguntó si la muerte del sargento se convertiría en una especie de cicatriz de guerra, haciéndose eco del antiguo dolor a cada cambio de clima.
Como si reflejara su pensamiento, la señora Naismith preguntó:
—¿Dónde están el sargento y Elena? ¿Informando en la embajada? Me sorprende que te dejaran venir, aunque fuera sólo a visitarme. Me dio la impresión de que el teniente Croye te iba a poner en un expreso a Barrayar en cuanto te pusieran las manos encima.
—No hemos ido a la embajada todavía —confesó incómodo Miles—. Vinimos directamente aquí.
—Te dije que deberíamos comunicárselo a ellos primero —dijo Ivan. Miles negó con un gesto.
Su abuela le miró con renovada perspicacia.
—¿Qué es lo que ocurre, Miles? ¿Dónde está Elena?
—Ella está a salvo —respondió Miles—, pero no aquí. El sargento resultó muerto hace dos, casi tres meses. Un accidente.
—Oh. —La señora Naismith se sentó un momento en silencio, sombría—. Confieso que nunca entendí qué vio tu madre en ese hombre, pero sé que su muerte será muy sentida. ¿Quieres que llamemos desde aquí al teniente Croye? —Alzó la vista hacia Miles y agregó—: ¿Eso es lo que has hecho en los últimos cinco meses?, ¿entrenarte para ser piloto de saltos? No creo que tuvieras que hacerlo en secreto, seguramente Cordelia te hubiera ayudado…
Miles se tocó embarazosamente un círculo plateado.
—Esto es falso. Falsifiqué el documento de un piloto para pasar por la aduana.
—Miles… —La impaciencia afinó los labios de la abuela, y la preocupación le hizo fruncir el entrecejo—. ¿Qué está pasando? ¿Tiene que ver con toda esa horrible política barrayarana?
—Me temo que es así. Rápido, ¿qué has oído de casa desde que Dimir se fue de aquí?
—De acuerdo con tu madre, estás citado a declarar en el Consejo de Condes por una especie de falsa acusación de traición; y muy pronto.
Miles le dirigió a Ivan un breve gesto de te—lo—di—je; Ivan empezó a morderse una uña.
—Evidentemente ha habido muchas maniobras entre bastidores… La mitad de su mensaje no lo entendí. Estoy convencida de que sólo un barrayarano podría descifrar el modo en que funciona su gobierno. De acuerdo con la más elemental sensatez, el sistema debería haberse desmoronado hace tiempo. Como sea, la mayor parte del mensaje giraba en torno al cambio de la esencia de la acusación: de traición por la violación de algo llamado ley de Vorloupulous, a traición por intento de usurpación del trono imperial.
—¿Qué? —Miles pegó un salto. El ardor del terror le corrió por todo el cuerpo—. ¡Eso es demencia pura! ¡Yo no quiero el puesto de Gregor! ¿Se creen que estoy loco? En primer lugar, debería conseguir la lealtad de todo el Servicio Imperial completo, no sólo la de una minúscula flota mercenaria…
—¿Quieres decir que había realmente una flota mercenaria? —preguntó su abuela abriendo los ojos—. Creía que sólo era un rumor descabellado. Lo que Cordelia dijo de los cargos tiene más sentido, entonces.
—¿Qué dijo mi madre?
—Que tu padre tuvo muchos inconvenientes para hacer que ese conde Vor…, ¿cómo se llama? Nunca recuerdo los nombres de esos Vor…
—¿Vordrozda?
—Sí, ése era.
Miles e Ivan intercambiaron salvajes miradas.
—Para hacer que ese conde te acusara de un cargo mayor, mientras públicamente aparentaba desear todo lo contrario. No entiendo la diferencia, ya que la pena es la misma.
—¿Mi padre tuvo éxito?
—Aparentemente. Al menos así era hace dos semanas, cuando el expreso que llegó ayer salió de Barrayar.
—Ah. —Miles comenzó a pasearse por la sala—. Ah. Astuto, astuto… Tal vez…
—Yo tampoco lo entiendo —se quejó Ivan—. ¡Usurpación es un cargo mucho peor!
—Pero sucede que es un cargo del que soy inocente. Y más aún, es un cargo de intento. Todo lo que tendría que hacer es presentarme para refutarlo. Violar la ley de Vorloupulous es un cargo de hecho; y de hecho, si bien no de intención, soy culpable de ello. En caso de que me presentara para ser juzgado y dijera la verdad, como por juramento debería hacerlo, sería mucho más difícil escapar a la condena.
Ivan terminó de comerse su segunda uña.
—¿Qué te hace pensar que tu inocencia o tu culpabilidad van a tener algo que ver con el resultado?
—¿Cómo? —dijo la señora Naismith.
—Por eso es por lo que he dicho que tal vez —explicó Miles—. Esta asunto es hasta tal punto político… ¿Cuántos votos supones que Vordrozda habrá volcado de antemano a favor de sus planes, antes de que se presente si quiera alguna prueba o testimonio? Tiene que haberse asegurado algunos o nunca se hubiera atrevido a montar todo esto, en primer lugar.
—¿Me estás preguntando a mí? —dijo Ivan quejumbrosamente.
—Tú… —La mirada de Miles recayó en su primo—. Tú… Estoy absolutamente convencido de que tú eres la llave, la clave de esto; con sólo encontrar el modo de hacerte encajar en la cerradura…
Ivan dio la impresión de estar tratando de imaginarse a sí mismo como la clave de algo y fracasar en el intento.
—¿Por qué?
—Por una cosa: hasta tanto no nos presentemos en algún sitio, Hessman y Vordrozda pensarán que estás muerto.
—¿Qué? —dijo la señora Naismith.
Miles le explicó lo de la desaparición del capitán Dimir. Se tocó la frente y agregó, mirando a Ivan.
—Y esa es la verdadera razón de todo esto; aparte de Calhoun, por supuesto.
—Hablando de Calhoun —dijo su abuela—, ha estado viniendo aquí regularmente, buscándote. Será mejor que estés alerta, si realmente quieres eludirle.
—Uh —dijo Miles—, gracias. Pues bien, Ivan, si la nave de Dimir fue saboteada, tiene que haber habido alguien involucrado aquí para hacerlo. ¿Para qué evitar que, quien sea que no quiere mi presencia en el juicio, pueda planear otro atentado si después, cómodamente, nos ponemos en sus manos apareciendo por la embajada?
—Miles, tu mente es más retorcida que tu espalda; quiero decir, ¿estás seguro de que no te estás contagiando de la enfermedad de Bothari? —le dijo Ivan—. Me haces sentir como si tuviera un blanco pintado en la espalda.
Miles sonrió, sintiéndose extrañamente alegre.
—Te desvela, ¿no?
Le pareció que podía escuchar las compuertas de la razón abriéndose en su cerebro, dando paso a una cascada más rápida cada vez. Su voz adquirió un tono distante.
—¿Sabes? Si uno quiere atacar por sorpresa una habitación llena de gente, es mucho más fácil acertar todos los blancos si no se entra pegando gritos.
El resto de la visita fue tan breve como Miles esperaba. Vaciaron la maleta en el suelo de la sala, y Miles amontonó distintas pilas de dólares betanos para saldar sus deudas varias, incluida la «inversión» original de su abuela. Confundida, la abuela aceptó ser su agente para la tarea de distribuir los pagos.
La pila más abultada fue para la nueva cara de Elli Quinn. Miles tragó saliva cuando su abuela le comentó el precio aproximado del mejor trabajo. Una vez que terminó, en su mano le quedaba un magro fajo de billetes.
Ivan aspiró por la nariz, jocosamente.
—Por Dios, Miles, has hecho ganancias. Creo que eres el primer Vorkosigan que lo logra en cinco generaciones. Debe de ser esa nociva sangre betana.
Miles sopesó los dólares, torciendo la boca.
—Está empezando a ser una especie de tradición familiar, ¿no? Mi padre se deshizo de 275.000 marcos un día antes de abandonar la Regencia, sólo para que le diera exactamente el mismo balance financiero que hasta el día en que la asumió, dieciséis años antes.
Ivan alzó las cejas.
—No sabía eso.
—¿Por qué crees que la residencia Vorkosigan no puso un tejado nuevo el año pasado? Creo que eso es lo único que mi madre lamentó, el tejado. Por lo demás, decidir dónde enterrar el dinero fue una especie de divertimento; el Orfanato del Servicio Imperial se encontró el paquete.
Por pura curiosidad, Miles sacó un momento para ver las cotizaciones financieras en las pantallas del tele-comunicador. El mili-pfennig feliciano figuraba en la lista nuevamente. El índice de cambio era de 1.206 mili-pfennings por dólar betano, pero al menos aparecía. El índice de la semana anterior había sido de 1.459 por dólar.
La creciente sensación de urgencia que Miles tenía los impulsó hacia la puerta.
—Si logramos partir en el expreso feliciano con un día de ventaja, será suficiente —le dijo a su abuela—. Luego, podrás llamar a la embajada y librarlos de su sufrimiento.
—Sí —respondió su abuela sonriendo—. El pobre teniente Croye estaba convencido de que iba a pasarse el resto de su carrera como retirado, cumpliendo tareas de vigilancia en algún sitio desagradable.
Miles se detuvo junto a la puerta, antes de salir.
—Ah… en cuanto a Tav Calhoun…
—¿Sí?
—¿Conoces el armario de limpieza que está en el segundo piso?
—Vagamente —respondió la señora Naismith, mirándole con cierta incomodidad.
—Por favor, asegúrate de que alguien lo registre mañana por la mañana, pero no subas tú antes de entonces.
—Ni siquiera lo soñaría —aseguró ella.
—Vamos, Miles —terció Ivan.
—Sólo un segundo.
Miles se precipitó otra vez adentro del apartamento, hacia la sala de estar, donde Elli Quinn seguía obedientemente sentada. Le puso en la palma de la mano los billetes que le quedaban y le hizo cerrar el puño sobre el dinero, ejerciendo una suave presión.
—Bonificación por combate —le susurró al oído—, te la has ganado. Ahora debo irme.
Besó la mano de la joven y salió rápidamente para alcanzar a Ivan.
Miles realizó un lento y recatado sobrevuelo en torno del Castillo Vorhartung, resistiéndose al vigoroso impulso de aterrizar la aeronave directamente en el patio del edificio. El hielo, en el río que serpenteaba por la ciudad capital de Vorbarr Sultana, se había resquebrajado y el cauce mostraba ahora el agua que enviaban las nieves al derretirse allá en el sur, en las montañas Dendarii.
La moderna ciudad que se levantaba varios kilómetros alrededor del viejo castillo se mostraba ruidosa y activa con el tráfico matinal. Las áreas de estacionamiento próximas al lugar estaban atestadas de vehículos de todo tipo, así como de corrillos de hombres en medio centenar de diferentes libreas. Al lado de Miles, Ivan contaba las banderas que ondeaban en las murallas almenadas, agitadas por la fría brisa primaveral.
—Es una sesión del Consejo al completo —comentó—. No creo que falte ningún estandarte; está incluso el del conde Vortala, que durante años no ha asistido a una sola reunión. Deben de haberle traído a la fuerza. ¡Dios mío, Miles!, ahí está el estandarte del emperador… Gregor debe de estar dentro.
—Podrías haberlo deducido por todos los hombres que hay en la azotea con la librea imperial y armas de plasma antiaéreas —observó Miles.
En su interior se sintió acobardado. Una de aquellas armas se movía en ese preciso momento, siguiendo el vuelo de la aeronave como un ojo suspicaz.
Lenta y cuidadosamente, hizo descender el vehículo en un círculo pintado fuera de los muros del castillo.
—¿Sabes? —dijo Ivan pensativo—, vamos a parecer un par de tontos si llega a resultar que están debatiendo sobre derechos marítimos o algo por el estilo.
—Sí, se me cruzó por la mente —admitió Miles—. Lo de llegar en secreto era un riesgo calculado. Bueno, ambos hemos sido tontos ya antes, no habrá nada novedoso ni sorprendente en ello.
Consultó la hora y aguardó un momento en el asiento de mando, respirando cautelosamente y con la cabeza gacha.
—¿Te sientes mal? —preguntó Ivan, alarmado—. No tienes buen aspecto.
Miles movió la cabeza negativamente, mintiendo, y pidió perdón en su corazón por todas las cosas desagradables que alguna vez había pensado de Baz Jesek. Conque ésa era la cosa, así, el miedo paralizante. Él no era más valiente que Baz, después de todo. Nunca había estado tan asustado.
Deseaba haberse quedado con los Dendarii, haciendo algo sencillo, como desactivar bombas diente de león.
—Ruego a Dios que esto funcione —murmuró.
Ivan parecía más alarmado aún.
—Has estado incitándome a este plan-sorpresa durante las últimas dos semanas. De acuerdo, finalmente me convenciste. ¡Es demasiado tarde para cambiar de opinión!
—Yo no he cambiado de opinión. —Miles se quitó los círculos plateados de la frente y de las sienes, y fijó la vista en el gran muro gris del castillo.
—Los guardias van a fijarse en nosotros si nos quedamos sentados aquí —agregó Ivan después de un momento—. Por no mencionar el infierno que probablemente se esté desatando en el puerto de lanzaderas en este preciso momento.
—Tienes razón —convino Miles.
Se columpió entonces en el extremo de una larga cadena de razonamientos que se balanceaban a los vientos de la duda. Era tiempo de pisar tierra firme.
—Después de ti —dijo Ivan cortésmente.
—Está bien.
—Cuando gustes —añadió Ivan.
El vértigo de la caída libre… Abrió las puertas y descendió hasta el pavimento.
Avanzaron hacia un cuarteto de guardias armados, vestidos con la librea imperial, que custodiaban la puerta del castillo. Al verlos acercarse, uno de ellos, pegando la mano al cuerpo, formó cuernos con los dedos; tenía el rostro de campesino. Miles suspiró para sí. Bienvenido a casa. Inclinó incisivamente la cabeza, a manera de saludo.
—Buenos días, señores. Soy lord Vorkosigan. Tengo entendido que el emperador me ha ordenado presentarme aquí.
—Maldito bromista —dijo uno de los guardias, desatando su porra.
Un segundo guardia le aferró el brazo, mirando impresionado a Miles.
—¡No, Dub… realmente lo es!
Soportaron un nuevo registro en el vestíbulo de la gran cámara. Ivan seguía tratando de espiar por la puerta, ante el fastidio del guardia encargado de realizar el control final para impedir cualquier arma ante la presencia del emperador. Algunas voces llegaban de la cámara a los oídos de Miles, quien se esforzaba por distinguirlas. Reconoció la del conde Vordrozda, de sostenida nasalidad, rítmica en las cadencias del debate.
—¿Cuánto hace que vienen reuniéndose? —le preguntó Miles a un guardia.
—Hace una semana. Hoy debía ser el último día. En este momento están presentando los alegatos. Llega justo a tiempo, mi señor. —El guardia le dirigió a Miles un gesto de aliento.