—Yo primero, mi señor.
Dios, es contagioso, se dijo Miles.
—Adelante.
Mayhew tragó saliva, y preparó el arco de plasma.
—Eh, espera un segundo, Arde. —Miles presionó el picaporte. La puerta se abrió suavemente. Le comentó a Mayhew—: Si no está cerrada y empleas el arco, corres el riesgo de soldarla…
—Ah —dijo Mayhew. Cobro ánimos y se lanzó por la apertura con una especie de grito de guerra, apuntando su inmovilizador en todas direcciones. Se detuvo. Era un área de almacenamiento, vacía, excepto por unas cestas de plástico apiladas por ahí.
Ningún signo del enemigo.
Miles echó una mirada por el sitio y volvió hacia la puerta.
—¿Sabes? —le dijo a Mayhew mientras continuaban avanzando por el pasillo—, sería mejor si no gritamos al entrar; asusta. Va a ser mucho más fácil derribar gente si no salta y se esconde detrás de las cosas.
—En los vídeos lo hacen así —se excusó Mayhew.
Miles, quien originalmente había planeado su primera acometida de un modo muy similar a la que acababa de presenciar, y por la misma razón, se aclaró la voz.
—Supongo que no parece muy heroico andar a escondidas detrás de alguien y dispararle por la espalda; aunque no puedo evitar pensar que sería lo más eficaz.
Subieron por un ascensor y llegaron a otra puerta. Miles volvió a probar el picaporte y nuevamente la puerta se abrió, revelando una cámara en penumbras. Un dormitorio con cuatro literas, tres de ellas ocupadas. Miles y Mayhew entraron sigilosamente Y tomaron posiciones desde donde no podrían fallar. Miles hizo una señal y ambos dispararon a la vez. Volvió a disparar cuando la tercera figura comenzaba a sacudirse entre las mantas buscando un arma colgada junto a su litera.
—¡Uf! —exclamó Mayhew—. ¡Mujeres! Ese capitán era un cerdo.
—No creo que fueran prisioneras —dijo Miles, encendiendo la luz para una rápida confirmación—. Mira los uniformes. Son parte de la tripulación.
Se fueron del cuarto; Miles iba muy serio. Quizás Elena no hubiera corrido tanto peligro como el capitán mercenario los había llevado a pensar. Demasiado tarde, ahora…
Una voz grave llegó de un recodo:
—Maldita sea, le advertí a ese estúpido hijo de puta…
A la voz siguió el ruido de pisadas rápidas, un ligero galope; venía con el semblante enojado, abrochándose una pistolera, y se topó con ellos.
El oficial mercenario reaccionó instantáneamente, transformando la colisión accidental en una acometida. Mayhew recibió una patada en el vientre. Miles fue empujado contra la pared y se encontró en una confusa y reñida pelea por la posesión de su propia arma.
—¡Inmovilízalo, Arde! —gritó, sofocado por un codo que le apretaba los dientes.
Mayhew se arrastró hasta el inmovilizador, giró y disparó. El mercenario se desplomó, y el resplandor del rayo hizo caer a Miles de rodillas, aturdido.
—Definitivamente, es mejor pillarlos dormidos —balbuceó Miles—. Me pregunto si hay más como él… ella…
—Ello —resolvió Mayhew resueltamente, volteando al hermafrodita para revelar los rasgos engañosos de lo que podría ser un joven apuesto o una mujer de rostro firme. El cabello oscuro le enmarcaba la cara y le cubría la frente—. Betano, por el acento.
—Tiene sentido —opinó Miles, mientras se incorporaba con esfuerzo—. Creo… —Se aferró a la pared, se golpeó la cabeza contra la misma sin poder evitarlo y luces de extraños colores le nublaron la visión: ser inmovilizado no era tan indoloro como parecía—. Mejor sigamos andando… —Se apoyó agradecido en el brazo que Mayhew le ofreció como sostén.
Revisaron una docena mas de cámaras sin más inconvenientes. Finalmente, llegaron a la sala de navegación, donde se toparon con dos cuerpos apilados junto a la puerta; Bothari y Daum parecían tranquilos.
—Ingeniería informa: misión cumplida —dijo Bothari nada más los vio entrar—. Cuatro inmovilizados, lo que hace un total de siete.
—Nosotros tenemos cuatro —dijo Miles—. ¿Podéis ver si el ordenador tiene algún registro, para controlar si ya tenemos el total?
—Ya está hecho, mi señor —respondió Bothari, relajándose un poco—. Están todos, al parecer
—Bien.
Miles se tambaleó un poco hasta una silla, frotándose la boca dos veces golpeada. El sargento entrecerró los ojos.
—¿Está usted bien, mi señor?
—Me alcanzó el destello del inmovilizador. Estaré bien. —Hizo un esfuerzo para concentrarse. ¿Qué seguía ahora?—. Supongo que será mejor que encerremos a estos tipos antes de que despierten.
La cara de Bothari se convirtió en una mascara.
—Nos sobrepasan tres a uno y están técnicamente adiestrados. Tratar de mantenerlos a todos prisioneros es sumamente peligroso.
Miles le miró con dureza y le aguantó la mirada.
—Ya pensaré algo —dijo, pronunciando enfáticamente cada palabra.
Mayhew resopló.
—¿Qué otra cosa se puede hacer? ¿Empujarlos afuera por la cámara de compresión? —El silencio que recibió la broma le hizo cambiar la expresión hasta asustarle.
Miles se incorporó de golpe.
—Tan pronto como los hayamos asegurado, será mejor que pongamos ambas naves en marcha para la reunión. Los oseranos muy pronto empezarán a buscar la nave que falta, aun si no reciben una señal de emergencia. Quizá la gente del mayor Daum pueda encargarse, por nosotros, de estos sujetos, ¿no?
Hizo un gesto hacia Daum, quien se encogió de hombros y respondió:
—¿Cómo puedo saberlo?
Miles salió hacia la sala de máquinas, con el andar todavía inseguro.
Lo primero que Miles advirtió al entrar en la sala de máquinas fue que el botiquín de primeros auxilios no estaba en su lugar. Tuvo una oleada de aprehensión y comenzó a buscar a Elena. Seguramente, Bothari hubiera informado acerca de heridos… Espera, ahí estaba; poniendo vendas, no siendo vendada.
Jesek estaba desplomado en una silla y Elena le estaba aplicando algo a una quemadura en el brazo. El maquinista le sonreía con una expresión (muy tonta, pensó Miles) de gratitud.
La sonrisa se acentuó al ver a Miles. Se levantó —para sorpresa de Elena, que estaba tratando de ajustar el vendaje en ese momento —y presentó a Miles el vivo saludo del Servicio barrayarano.
—Sala de máquinas asegurada, mi señor —entonó, y luego tragó una risita.
Histeria sofocada, se dijo Miles. Elena volvió a sentarle, exasperadamente, en la silla, donde otra risita ahogada se le escapó. Miles miró a Elena.
—¿Cómo te fue en tu primera experiencia de combate, eh? —indicó con la cabeza el brazo de Jesek.
—No nos cruzamos con nadie en el camino. Suerte, supongo —explicó la joven—. Los pillamos por sorpresa; entramos de golpe y allí mismo inmovilizamos a dos. Un tercero, que tenia un arco de plasma, se escondió detrás de aquellas tuberías. Entonces esta mujer me saltó encima… —un ademán indicó una figura inconsciente, de blanco y gris, que yacía en la cubierta —; lo cual, probablemente, me salvó la vida, porque el del arco de plasma no podía disparar mientras estábamos peleando por mi inmovilizador. —Miró a Jesek, sonriendo con admiración—. Baz cargó contra él y le puso fuera de combate. Yo estaba medio sofocada por mi rival ya, pero Baz la inmovilizó y todo terminó. Hay que ser audaz para cargar contra un arco de plasma con un inmovilizador. El mercenario sólo llegó a disparar una vez; eso es lo que le pasó a Baz en el brazo. Yo no me hubiera animado a hacer eso, ¿tú lo habrías hecho?
Durante el relato, Miles estuvo caminando por el cuarto, reconstruyendo mentalmente la acción. Empujándolo con la bota, giró el cuerpo inerte del que había usado el arco, y pensó en su propio recuento del día: un borracho tambaleante y dos mujeres dormidas. Los celos le punzaban. Aclaró, pensativo, su garganta y alzó la vista.
—No, yo probablemente hubiera echado mano de mi propio arco de plasma y hubiese intentado fundir los sostenes de esa barra que está ahí para que le cayera encima. Luego, le habría atrapado, tras recibir el golpe, o le habría inmovilizado cuando tratara de salir de ahí abajo.
—Oh —dijo Elena.
La sonrisa de Jesek se evaporó ligeramente.
—No pensé en eso.
Miles se pateó a sí mismo mentalmente. Burro…, ¿qué clase de jefe trata de sacarle puntos de ventaja a un hombre que necesita confianza? Un cretino de miras cortas, obviamente. Este lío estaba sólo empezando. Se enmendó inmediatamente.
—Aunque, quizá, tampoco habría hecho eso, bajo el fuego. Es engañosamente fácil hacer una segunda suposición sobre algo o alguien cuando uno no está en el fragor de la lucha. Lo hiciste extremadamente bien, Jesek.
El rostro de Jesek se puso serio. La sonrisa histérica desapareció, pero dejó un residuo de rigidez en su postura.
—Gracias, mi señor.
Elena salió para examinar a uno de los mercenarios inconscientes, y Baz aprovechó para preguntarle en voz baja a Miles:
—¿Cómo lo supo? ¿Cómo supo que yo podría…? Diablos, yo mismo no lo sabía. Pensé que jamás podría enfrentarme otra vez al fuego. —Miró vorazmente a Miles, como si fuera una especie de oráculo místico, o un talismán.
—Siempre lo he sabido —mintió alegremente Miles—, desde el momento en que te conocí. Está en la sangre, ya sabes. Hay algo más en ser Vor que el mero derecho de usar una sílaba graciosa delante del nombre.
—Siempre creí que era un cargamento de estiércol —dijo Jesek con toda franqueza—. Ahora… —Sacudió la cabeza con asombro.
Miles se encogió de hombros, ocultando que, secretamente, compartía esa opinión.
—Bien, ahora llevas mi pala, tenlo por seguro. Y, hablando de trabajo…, vamos a amontonar a estos hombres en su propio calabozo, hasta que decidamos cómo disponer de ellos. ¿Esa herida te incapacita, o podrás pronto hacer andar esta nave?
Jesek miró a su alrededor.
—Tienen algunos sistemas bastante avanzados… —dijo con vacilación. Su mirada se encontró con la de Miles, que se mantenía frente a él tan erguido como sus limitaciones le permitían, y su voz se afianzó—. Sí, mi señor, puedo.
Miles, sintiéndose maniáticamente hipócrita, le dirigió al maquinista un firme gesto de jefe, copiado de observar a su padre en los discursos ante el Estado Mayor y en la mesa de su casa a la hora de cenar. Pareció funcionar bastante bien, porque Jesek se tranquilizó y empezó a examinar los sistemas de la sala.
Miles se detuvo al salir, para repetirle a Elena las instrucciones de confinar a los prisioneros. Cuando terminó de hablar, Elena le miró y le preguntó, con suave crueldad:
—¿Y cómo fue tu primera experiencia de combate?
Miles sonrió involuntariamente.
—Educativa, muy educativa. Ah… ¿por casualidad gritasteis cuando irrumpisteis por la puerta?
Elena parpadeó.
—Claro, ¿por qué?
—Es sólo una teoría que estoy elaborando… —Le dedicó una graciosa reverencia y salió.
El corredor de la lanzadera estaba desierto y silencioso, salvo por el suave susurro de la circulación de aire y de algunos otros sistemas de mantenimiento. Miles se zambulló por el oscuro tubo de lanzamiento y, libre del campo artificial de gravedad que había en la cubierta, flotó hacia adelante. El piloto mercenario seguía amarrado donde le habían dejado, con la cabeza y las piernas colgando por el extraño efecto que la gravedad cero provocaba. Miles se estremeció ante la idea de tener que explicar la herida de aquel hombre.
Los cálculos sobre cómo mantener al hombre bajo control, al llevarle a la celda, se pulverizaron al verle de cerca la cara: los ojos del piloto estaban en blanco; la mandíbula, floja; la frente y el rostro, moteados y sonrojados, y abrasadoramente calientes cuando Miles le tocó de forma vacilante; las manos, como de cera y heladas; las uñas, enrojecidas; el pulso, bajo y errático.
Horrorizado, Miles trató de desatar los nudos que le amarraban y los cortó después con su daga. Le palmeó el rostro, en la mejilla opuesta a la de la seca huella de sangre, pero no pudo despertarle. El cuerpo del mercenario se puso rígido de repente y comenzó a sacudirse y a temblar. Miles se inclinó hacia el hombre y maldijo, pero su voz se volvió sólo un chillido y no pudo articular su mandíbula. Enfermería, entonces, hay que llevarle a la enfermería, traer a la asistente médica y tratar de revivirle; o, si eso fallaba, llamar a Bothari, que estaba más experimentado en primeros auxilios…
Miles cargó al piloto mercenario por el corredor de lanzamiento. Cuando llegó desde la gravedad cero hasta el campo de gravedad, descubrió de golpe lo pesado que era el hombre. Trató primero de acomodarle para llevarlo a la espalda, con el inminente riesgo para su propia estructura ósea. Dio unos pocos pasos con mucho esfuerzo e intentó después arrastrarle por los hombros. El mercenario comenzó a convulsionarse nuevamente. Miles desistió y corrió a buscar la enfermería y una camilla antigravitatoria, maldiciendo durante todo el camino, con voz asustada y lágrimas de frustración en sus ojos.
Llevó tiempo llegar a la enfermería, y llevó tiempo encontrar la camilla. Llevó tiempo localizar a Bothari por el intercomunicador de la nave y ordenarle, con voz furiosa y entrecortada, que se presentara en la enfermería con la asistente médica. Llevó tiempo correr otra vez por la nave vacía con la camilla hasta el pasillo de la lanzadera.
Cuando llegó, el piloto había dejado de respirar. Su rostro era tan de cera como sus manos, los labios estaban violáceos como las uñas y la sangre reseca de la sien parecía un trazo de tiza de color, oscuro y opaco.
La frenética precipitación hizo que los dedos de Miles parecieran gruesos y torpes mientras colocaba la camilla junto al mercenario; se negaba a pensar en aquello como «el cuerpo del mercenario». Y lo transportó nuevamente por el corredor. Bothari llegó a la enfermería en el momento en que Miles ponía al mercenario sobre una mesa de observación.
—¿Qué le pasa a este hombre, sargento? —preguntó Miles con urgencia.
Bothari miró la figura tiesa del piloto.
—Está muerto —respondió llanamente, dándose la vuelta.
—¡Todavía no, maldita sea! —gritó Miles—. ¡Tenemos que poder hacer algo para revivirle! Estimulantes, o masaje cardíaco…, congelamiento… ¿Ha encontrado a la asistente?
—Sí, pero estaba demasiado fuertemente inmovilizada para despertarla.
Miles volvió a maldecir y empezó a revolver cajones, buscando medicamentos reconocibles y equipo.
Estaban desordenados; las etiquetas externas, aparentemente, no tenían relación con el contenido de los frascos.