El sargento y Elena aparecieron. Elena estaba diciendo:
—… está todo tan sucio. Las puertas del botiquín se me quedaron en la mano y… —Bothari se alertó de golpe ante la postura encorvada y confusa de Miles e interrogó a Mayhew con una furiosa mirada.
—Su crema de metilo se acabó —explicó Mayhew—. Te he metido en un apuro, ¿no chico?
Miles balbuceó un gemido inarticulado. Bothari gruñó algo exasperadamente en voz baja, acerca de «lo merece»; lo alzó y se lo cargó sin ninguna ceremonia sobre los hombros.
—Bueno, al menos dejará de saltar por las paredes y nos dará un respiro —dijo alegremente Mayhew—. Jamás he visto a nadie acelerarse con ese mejunje como lo ha hecho él.
—Oh, ¿ese licor era un estimulante? —inquirió Elena—. Me preguntaba por qué no dormía.
—¿No lo adivinó? —se rió entre dientes Mayhew.
—No, en realidad.
Miles giró la cabeza, mirando del revés el rostro preocupado de Elena, y sonrió débilmente como para tranquilizarla. Remolinos brillantes, negros y púrpuras, le nublaban la visión.
La risa de Mayhew se evaporó.
—Dios mío —dijo consternado—, ¿quiere decir que es así todo el tiempo?
Miles apagó el soldador y se quitó las gafas de protección. Hecho. Miró otra vez con orgullo la prolija soldadura que sellaba el último falso tabique. Si no puedo ser soldado, pensó, puedo tener futuro como asistente de ingeniero. Por el momento, ser enano tiene su utilidad… Gritó por detrás de su hombro:
—Ya puedes sacarme.
Unas manos aferraron sus botas por los tobillos y le sacaron fuera del incómodo espacio.
—Prueba tu caja negra ahora, Baz —sugirió, sentándose y estirando sus músculos acalambrados.
Daum miró ansiosamente por encima del hombro del ingeniero cuando éste empezó, una vez más, a imitar los procedimientos de inspección. Jesek caminaba de una punta a otra junto al compartimiento, controlando. Al fin, por primera vez en siete ensayos, todas las luces del instrumento permanecieron verdes.
Una sonrisa iluminó su rostro fatigado.
—Creo que lo hemos logrado. Según esto, detrás de esta pared no hay nada, salvo otra pared.
Miles sonrió a Daum.
—Le di mi palabra de que juntos lo haríamos a tiempo, ¿no?
Daum devolvió otra sonrisa, aliviado.
—Tiene suerte de no ser dueño de una nave más veloz.
Sonó el intercomunicador de la bodega.
—Eh, mi señor —llamó Mayhew. Tenía un matiz que sobresaltó instantáneamente a Miles.
—¿Problemas, Arde?
—Estaremos llegando al salto de Tau Verde en unas dos horas. Aquí fuera hay algo que creo que el mayor y usted deberían ver.
—¿Mercenarios? ¿De este lado de la salida? No tienen autoridad legal…
—No, es una baliza, de algún tipo. —Mayhew parecía claramente descontento—. Si esperaban esto, creo que podían habérmelo dicho…
—Vuelvo en unos minutos, Baz —prometió Miles—, y te ayudaremos a reordenar la carga más artísticamente. Tal vez podríamos apilar algo contra la primera soldadura que hice.
—No está tan mal —le aseguró Jesek—. He visto trabajos profesionales menos prolijos.
En la sala de navegación, Miles y Daum encontraron a Mayhew mirando, afligido, un mensaje en la pantalla.
—¿Qué es, Arde? —preguntó Miles.
—Una baliza oserana de advertencia. Tienen que ponerla para las rutas mercantes regulares, se supone que para prevenir accidentes y malentendidos en caso de que alguien no sepa lo que está pasando al otro lado…, pero esta vez hay un imprevisto. Escuchen esto.
Conectó el audio.
—Atención. Atención. A todas las naves comerciales, militares o diplomáticas que proyectan entrar al espacio local de Tau Verde, advertencia. Están entrando a un área milita restringida. Todo el tráfico que entre, sin excepción, está sujeto a registro y embargo por contrabando. La no cooperación será interpretada como hostil; y la nave, sujeta a confiscación o destrucción sin más aviso. Proceden a su propio riesgo.
»Al llegar al espacio local de Tau Verde, todas las naves serán abordadas para inspección. Los pilotos de salto quedarán detenidos, desde ese momento, hasta que la nave finalice su contacto con Tau Verde IV y retorne al punto de salto. Los pilotos obtendrán el permiso de volver a su nave al finalizar la inspección de salida…
—Rehenes, maldita sea —gruñó Daum—. Ahora están haciéndose con rehenes.
—Y una elección muy astuta de rehenes —agregó Miles entre dientes—. Especialmente, para un
cul-de-sac
como Tau Verde, al retener a los pilotos de salto le deja a uno atrapado como un bicho en una botella. Si no eres un buen turista, podrían no permitirte volver a casa. ¿Es esto nuevo, dice usted?
—Cinco meses atrás no lo hacían —respondió Daum—. No he oído una palabra de casa desde que salí, pero esto significa que la lucha aún continúa, al menos. —Miró intensamente la pantalla, como si a través de la entrada invisible pudiera ver su país.
El mensaje continuaba con especificaciones técnicas y terminaba:
—Por orden del almirante Yuan Oser, comandante, Flota de Mercenarios Libres Oseranos, bajo contrato con el gobierno legal de Pelias, Tau Verde IV.
—¡Gobierno legal! —señaló coléricamente Daum—. ¡Pelianos! Malditos criminales autoengrandecidos…
Miles silbó sin sonido y miró hacia la pared. Si yo fuera realmente un empresario nervioso tratando de descargar allí ese extraño lote, ¿qué haría?, se preguntó. No me haría feliz el dejar a mi piloto, pero… estando amordazado, ciertamente no discutiría. Dóciles.
—Vamos a ser dóciles —dijo Miles enérgicamente.
Se demoraron medio día en las cercanías de la salida para dar los últimos toques a los arreglos del cargamento y ensayar sus papeles. Miles llevó aparte a Mayhew para un debate íntimo, presenciado únicamente por Bothari. Empezó con franqueza, estudiando el rostro contrariado del piloto.
—Bien, Arde, ¿quieres desistir?
—¿Puedo? —preguntó el piloto, esperanzado.
—No voy a ordenarte que seas un rehén. Si eliges ofrecerte voluntariamente, juro no abandonarte en esa situación. Bueno, ya lo he jurado, como tu señor, pero no espero que conozcas…
—¿Qué pasa si no me ofrezco voluntariamente?
—Una vez que saltemos al espacio local de Tau Verde, no tendríamos manera efectiva de resistirnos a una petición de que te entregases; así que, si no quieres hacerlo, supongo que nos disculparemos con Daum por haber gastado su tiempo y su dinero, y volveremos a casa. —Miles suspiró—. Si Calhoun estaba en la embajada cuando partimos por la razón que yo creo, probablemente a estas alturas habrá iniciado un proceso legal para recuperar la nave. —Trató de alegrar algo la voz—. Espero que terminemos de vuelta donde empezamos cuando nos conocimos, sólo que más pobres. Quizás encuentre alguna forma de compensarle a Daum por sus pérdidas… —Miles fue arrastrando por pensamientos de arrepentimiento.
—¿Qué hay si…? —empezó decir Mayhew. Miró a Miles con curiosidad—. ¿Qué hay si ellos quisieran, digamos, al sargento Bothari en vez de a mí? ¿Qué hubieras hecho entonces?
—Oh, entraría —contestó Miles automáticamente; luego se detuvo. El aire parecía vacío, en espera de una explicación—. Eso es diferente. El sargento es… mi vasallo.
—¿Y yo no? —preguntó irónicamente Mayhew—. El Departamento de Estado se sentirá aliviado.
Hubo un silencio.
—Yo soy tu señor —replicó Miles al fin, sobriamente—. Lo que tú eres es una cuestión que sólo tú puedes responder.
Mayhew miró su regazo y se frotó la frente con aire cansado; un dedo acariciaba inconscientemente un círculo plateado de su injerto. Miró a Miles después, con un deseo extraño en su mirada que le recordó a Miles, por un inquietante momento, la nostalgia de Baz Jesek.
—Yo ya no sé quién soy —dijo Mayhew finalmente—. Pero haré esto por ti. Y el resto de la comedia.
Un vértigo, un mareo con náuseas, unos segundos de estática en la mente, y el salto a Tau Verde estuvo hecho. Miles rondaba impaciente en la sala de navegación y comunicaciones esperando que Mayhew, cuyos segundos habían sido bioquímicamente estirados a horas subjetivas, resurgiera de entre sus auriculares. Una vez más se preguntó qué era exactamente lo que experimentaban los pilotos en un salto que no experimentasen también los pasajeros. Y adónde fueron los de la única nave de entre diez mil que realizó un salto y jamás volvió a ser vista. «Salta al infierno» era una vieja maldición que casi nunca se oía en boca de un piloto.
Mayhew se quitó los auriculares, se estiró y exhaló profundamente. Su cara parecía gris y ajada, agotada por la concentración del salto.
—Éste ha sido fuerte —murmuró. Luego, se enderezó y encontró la mirada de Miles—. Nunca será un recorrido popular, te lo aseguro, chico. Interesante, sin embargo.
Miles no se molestó en corregir el honorífico. Dejando descansar a Mayhew, se acercó él mismo a la consola y ordenó una vista del mundo exterior.
—Bueno… —murmuró tras un momento—, ¿dónde están ellos? No me vais a decir que tenemos la fiesta preparada y el invitado de honor no viene… ¿Estamos en el sitio correcto? —le preguntó ansiosamente a Mayhew.
Mayhew alzó las cejas.
—Chico, al final de un salto por un agujero de gusano, o estás en el sitio correcto o estás desparramado entre Antares y Oz. —Lo comprobó, de todas maneras—. Parece que si…
Cuatro horas enteras pasaron hasta que al fin se aproximó una nave mercenaria. Miles estaba tenso. El lento acercamiento parecía cargado de una deliberada amenaza. Entonces la voz hizo contacto. El tono cansado del oficial mercenario aclaró las cosas: estaban paseando. Un tanto irregularmente, fue botada una lanzadera de abordaje. Miles iba y venia por el pasillo al que llegaría la lanzadera. Escenarios de posibles de sastres centelleaban en su mente. Daum había sido traicionado por un colaboracionista. La guerra había terminado y el bando que tenia que pagarles había perdido. Los mercenarios se habían vuelto piratas e iban a robarle la nave. Su detector de masa se había roto accidentalmente y por lo tanto, harían la inspección físicamente y… Una vez que se le ocurrió, esta última idea le pareció tan probable que contuvo el aliento hasta ver entre los abordados al técnico mercenario a cargo del instrumento.
Había nueve de ellos, todos hombres, todos más corpulentos que Miles y todos letalmente armados. Bothari, desarmado y descontento por tal motivo, se mantenía detrás de Miles y los examinaba fríamente.
Tenían algo de abigarrado. ¿Los uniformes blanco y gris? No eran particularmente viejos, pero algunos estaban sin remendar, y otros sucios. ¿Estaban tan ocupados que no podían perder tiempo en cosas no esenciales o, simplemente, eran demasiado holgazanes para mantener el porte? Al menos uno parecía desconcentrado, recostado contra la pared. ¿Borracho en horas de servicio? ¿Estaría recuperándose de alguna herida? Traían consigo una rara variedad de armas: inmovilizadores, arcos de plasma, pistolas de agujas. Miles trató de contabilizarlas y evaluarlas como lo haría Bothari. Era difícil decir su estado de funcionamiento desde allí
—Está bien. —Un hombre corpulento se abrió paso por el grupo—. ¿Quién está a cargo de este casco viejo?
Miles dio un paso al frente.
—Soy Naismith, el propietario, señor —declaró, tratando de sonar muy cortés. El grandullón obviamente comandaba el grupo de abordadores y, tal vez, el crucero, a juzgar por las insignias de rango.
El capitán de los mercenarios miró a Miles; un gesto de las cejas y un ademán desdeñoso de destitución categorizaron claramente a Miles como «No Amenaza». Es precisamente lo que yo quería, se recordó a sí mismo enérgicamente Miles. Bien.
El mercenario exhaló un suspiro de aburrimiento.
—Está bien, bajito, terminemos rápido con esto. ¿Ésta es toda tu tripulación? —Señaló a Mayhew y a Daum, poniéndose al lado de Bothari.
Miles parpadeó y sofocó un destello de cólera.
—Mi maquinista está en su puesto, señor —dijo, esperando haber logrado el tono de un hombre tímido ansioso por complacer.
—Registradlos —ordenó el grandullón por encima de su hombro.
Bothari se puso rígido; Miles respondió al fastidio del sargento con un gesto disimulado, indicándole aceptar. Bothari se sometió a ser registrado con un desagrado evidente, que no se le escapó al capitán mercenario. Una amarga sonrisa se deslizó por el rostro del hombre.
El capitán mercenario separó a sus hombres en tres grupos de inspección, indicándole a Miles y a su gente que caminaran delante hacia la sala de navegación. Sus dos soldados comenzaron a revisar aquí y allí todo lo que aparecía separado, desmontando incluso el acolchado de las sillas giratorias. Dejaron todo desarreglado y fueron hacia los camarotes, donde el registro adquirió la naturaleza de un acto de saqueo. Miles apretó los dientes y sonrió dócilmente cuando sus efectos personales fueron arrojados desordenadamente al piso y desparramados con los pies.
—Estos tipos no tienen nada de valor, capitán Auson —dijo un soldado, salvajemente decepcionado—. Espere, aquí hay algo…
Miles quedó congelado, aterrado ante su propia indiferencia. Al reunir y esconder sus armas personales, había omitido la daga de su abuelo. La había traído más como un recuerdo que como arma, semiolvidada en el fondo de una valija. Se suponía que perteneció al conde Selig Vorkosigan en persona; el viejo la había apreciado como la reliquia de un santo. Si bien no era, evidentemente, un arma apta para inclinar la balanza de la guerra en Tau Verde IV, tenía en la empuñadura el escudo Vorkosigan, incrustado en esmalte, oro y joyas.
Miles rogaba que el diseño careciera de significado para un nobarrayarano.
El soldado se la arrojó a su capitán, quien la sacó de la vaina de piel de lagarto. La llevó a la luz, para ver el extraño diseño de la marca de agua en la hoja reluciente; una hoja que había valido diez veces el precio de la empuñadura —incluso en la Época del Aislamiento —y que ahora era considerada invaluable por su calidad y mano de obra entre los conocedores.
El capitán Auson no era un conocedor, indudablemente, porque dijo simplemente:
—Uh. Bonita.
La envainó otra vez y se la guardó en la cintura.
—¡Eh! —Miles se controló a mitad de camino, cuando sentía una hirviente oleada hacia adelante. Dócil. Dócil. Falsificó su arranque haciéndolo pasar por una reacción que encajara con su supuesta personalidad betana—. ¡No estoy asegurado para esa clase de objetos!