El capitán resopló.
—Mala suerte, bajito. —Pero evidenció un momento de duda y curiosidad.
Retrocede, pensó Miles.
—¿Al menos me darán un recibo?— preguntó lastimeramente.
Auson se mofó.
—¡Un recibo! ¡Ésa si que es buena! —Los soldados sonrieron groseramente.
Miles controló con esfuerzo su rabia.
—Bueno… al menos no deje que se humedezca; se oxidará si no la seca adecuadamente después de usarla cada vez.
Metal de olla barata —gruñó el capitán mercenario. Lo golpeó con una uña; sonó como una campana—. Quizá pueda hacer poner un buen filo en esa empuñadura de fantasía. —Miles se puso verde. Auson le hizo un gesto a Bothari.
—Abre esa caja, allí
Bothari, como de costumbre, miró a Miles esperando confirmación. Auson frunció el ceño, irritado.
—Deja de mirar al bajito, yo te doy las órdenes ahora.
Bothari se enderezó y alzó una ceja.
—¿Señor? —inquirió melodiosamente a Miles.
Dócil, sargento, maldita sea, pensó Miles, y le envió el mensaje con una leve compresión de sus labios.
—Obedezca a este hombre, señor Bothari —respondió, demasiado fríamente.
Bothari sonrió ligeramente.
—Sí, señor.
Habiéndose dado la orden de un modo cortante, más a su gusto, el sargento abrió finalmente la caja con una precisa e insultante deliberación. Auson maldijo en voz baja.
El capitán mercenario los condujo a una reunión final en lo que los betanos llamaban la sala de recreación y los barrayaranos, el área de oficiales.
—Ahora —dijo—, van a sacar todo el dinero extranjero. Contrabando.
—¿Qué? —gritó en un arranque Mayhew—. ¿Cómo puede ser contrabando el dinero?
—Calla, Arde —le susurró Miles—, hazlo.
Auson bien podría estar diciendo la verdad, pensó Miles. La moneda extranjera era precisamente lo que la gente de Daum necesitaba para comprar cosas tales como armamento importado y asesores militares. 0, bien, aquello podría ser simplemente el atraco que parecía ser. No importaba. A juzgar por la falta de animación de los presentes, el cargamento de Daum estaba a salvo, y eso era todo lo que contaba. Miles festejó secretamente el triunfo y vació sus bolsillos.
—¿Eso es todo? —dijo incrédulo Auson cuando pusieron su obsequio final sobre una mesa, delante de él.
—Estamos un poco baj… pobres en este momento —explicó Miles—, hasta que lleguemos a Tau Verde y realicemos algunas ventas.
—Mierda —refunfuñó Auson. Su mirada apuntó exasperadamente a Miles, quien se encogió de hombros desvalido y produjo su más tonta sonrisa.
Entraron tres mercenarios, empujando a Baz y a Elena delante de ellos.
—¿Encontraron al maquinista? —preguntó cansinamente el capitán, sentado ante la mesa—. Supongo que él tampoco tiene nada. Alzó la vista y vio a Elena. Su aire de aburrimiento se evaporó al instante. Se levantó lentamente—. Bueno, esto está mejor. Estaba empezando a creer que aquí eran todos raros y máscaras de terror. Pero el negocio antes que el placer… ¿Tienes algún dinero que no sea de Tau Verde, cariño?
Elena miró indecisa a Miles.
—Tengo algo —admitió, sorprendida—. ¿Por qué?
—Afuera con él, entonces.
—¿Miles? —pregunto, esperando una indicación.
Miles aflojó su mandíbula, dolorida ya por la presión.
—Dale tu dinero, Elena —ordenó con voz grave.
Auson se enardeció cuando miró a Miles.
—Tú no eres mi secretaria, bajito, no necesito que transmitas mis órdenes. No quiero volver a oírte repetir nada, ¿entiendes?
Miles sonrió y asintió dócilmente, y se frotó una palma transpirada contra la costura del pantalón, donde faltaba una pistolera.
Elena, confundida, puso quinientos dólares betanos sobre la mesa. Los ojos de Bothari se cerraron por el asombro.
—¿Dónde conseguiste todo eso? —le susurró Miles cuando Elena volvió de desprenderse del dinero.
—La condesa… tu madre me lo dio —respondió susurrando a su vez—. Me dijo que debería tener algún dinero para gastar por mi propia cuenta en Colonia Beta. No quise aceptar tanto, pero insistió.
Auson contó el dinero y se animó.
—Así que tú eres el banquero, ¿eh, querida? Esto ya es más razonable. Estaba empezando a creer que os estabais resistiendo. —Ladeó la cabeza, examinando a Elena y sonriendo sarcásticamente—. La gente que se me resiste siempre lo lamenta luego.
El dinero desapareció, junto con un magro botín de otros artículos, pequeños y de valor.
El capitán controló el manifiesto de carga.
—¿Todo bien? —le preguntó al jefe del grupo que había vuelto con Elena y Baz.
—Todas las cajas que rompimos están revisadas contestó el soldado.
—Hicieron un horrible desastre ahí abajo —le comunicó Elena a Miles, hablando entre dientes.
—Shh. No importa.
El capitán mercenario suspiró y empezó a controlar las distintas listas de identificación En un momento, sonrió y miró a Bothari y luego a Elena. Miles transpiraba.
Auson finalizó la comprobación y se reclinó cómodamente en su asiento, delante de la consola del ordenador y mirando hoscamente a Mayhew.
—Tú eres el piloto, ¿no? —preguntó sin entusiasmo.
—Si, señor —respondió Mayhew, bien entrenado por Miles en la docilidad.
—¿Betano?
—Sí, señor.
—¿Tú eres?… No importa, eres betano y eso responde a la pregunta: más raritos per cápita que en cualquier otro… ¿Estás listo para ir? Mayhew miró indeciso a Miles.
—¡Maldita sea! —gritó Auson—. ¡Te he preguntado a ti, no al bajito! Ya es bastante terrible que tenga que mirarte la cara en la mesa del desayuno durante las próximas semanas. Se me va a indigestar. Sí, sonríe, tú, pequeño mutante… —Esto último iba dirigido a Miles—. Apuesto a que te gustaría arrancarme el hígado.
Miles suavizó su expresión, preocupado. Estaba convencido de haber permanecido dócil. Tal vez fue Bothari quien sonrió.
—No, señor —dijo vivazmente y pestañeando para parecer dócil.
El capitán mercenario le miró un instante y, luego, refunfuñó:
—Bah, ¡al diablo con eso! —Y se levantó.
Su vista cayó sobre Elena otra vez, sonriendo pensativamente. Elena bajó los ojos. Auson caminó a su alrededor examinándola.
—¿Sabes qué, bajito? —preguntó Auson en tono benevolente—. Puedes quedarte con tu piloto. He tenido todos los betanos que pueden tenerse, últimamente.
Mayhew suspiró aliviado. Miles se relajó, secretamente alegre.
Auson hizo un ademán hacia Elena.
—Me la llevaré a ella, en cambio. Vete a recoger tus cosas, querida.
Silencio helado.
Auson sonrió a la joven, seductoramente.
—No te perderás nada por no ver Tau Verde, créeme. Sé una buena chica e incluso podrías recuperar tu dinero.
Elena volvió sus ojos dilatados hacia Miles.
—Mi señor… —dijo con voz empequeñecida, indecisa.
No fue un desliz; tenía el derecho de pedir protección a su señor. Él lamentó que en lugar de ello no le hubiera llamado «Miles». La quietud de Bothari era toral, su rostro estaba blanco y endurecido.
Miles avanzó hacia el capitán mercenario; su docilidad se le escapaba inevitablemente.
—El acuerdo dice que usted debe llevarse a nuestro piloto —manifestó con voz contenida.
Auson sonrió perversamente.
—Yo hago mis propias reglas. Se viene ella.
—Ella no quiere ir. Si no quiere al piloto, elija a otro.
—No te preocupes por eso, bajito, lo va a pasar bien. Incluso la tendrás de vuelta cuando regreses… si es que todavía se quiere ir contigo.
—¡He dicho que elija a otro!
El capitán mercenario se rió entre dientes y le dio la espalda. La mano de Miles se cerró apretándole el brazo. Los otros mercenarios, mirando el espectáculo, ni siquiera se molestaron en sacar las armas. La cara de Auson se iluminó de felicidad, y comenzó a acercarse. Ha estado esperando esto, se dijo Miles; bien, también yo…
La contienda fue breve y desigual. Un apretón, una contorsión, un golpe resonante y Miles cayó boca abajo sobre la cubierta. El sabor metálico de la sangre le llenó la boca. Como un segundo pensamiento del capitán, un puntapié deliberadamente dirigido al vientre le dobló donde estaba y aseguró que Miles no pudiera levantarse en el futuro inmediato.
Miles se retorció de dolor, la mejilla contra el suelo. Gracias a Dios, no ha sido en el tórax, pensó incoherentemente, en una niebla de rabia, náusea y agonía. Miró furtivamente las botas, separadas agresivamente delante de su nariz. La puntera debe de estar forrada de acero…
El capitán Auson giró sobre sus talones, con las manos en las caderas.
—¿Bien? —preguntó desafiante, dirigiéndose a la tripulación de Miles. Silencio y quietud; todos miraron a Bothari, quien podría haber sido de piedra.
Auson, decepcionado, escupió con desagrado —o no estaba apuntando a Miles, o falló— y murmuró:
—Ah, al diablo con esto. De todas maneras no vale la pena confiscar esta bañera. Un piojoso rendimiento de combustible… —Alzó la voz, dirigiéndose a sus hombres—. Está bien, cargad las cosas, nos vamos. Ven, querida —le dijo a Elena, tomándola rudamente del brazo. Los cinco mercenarios se sacudieron de sus lánguidas posturas y se dispusieron a seguir a su capitán hacia la puerta.
Elena espió por encima de su hombro y advirtió los ojos en llamas de Miles, abrió los labios en un breve «ah» de entendimiento y miró a Auson con fría deliberación.
—¡Ahora, sargento! —gritó Miles, y se arrojó sobre el mercenario que había elegido. Conmocionado todavía por su encuentro con el capitán, en un rapto de rara prudencia, escogió al que antes había visto apuntalando la pared. El lugar pareció explotar.
Una silla, a la que el sargento había quitado la sujeción sin que nadie lo hubiera notado, voló por la sala para aplastar al mercenario armado con el inhibidor nervioso, antes de que empezara siquiera a desenfundarlo. Miles, ocupado en su propio ataque, oyó pero no vio caer a la segunda víctima del sargento, que cayó profiriendo un carnoso y resonante «¡ugh!». También Daum reaccionó instantáneamente; desarmó limpiamente a su hombre y le arrojó el inmovilizador a un Mayhew azorado. Mayhew miró el arma un segundo, se espabiló, apuntó a tientas y disparó. Lamentablemente, no estaba cargado.
Una de las armas explosionó salvajemente contra una pared alejada. Miles metió con toda su fuerza el codo en el estómago de su hombre y confirmó su temprana hipótesis cuando el sujeto se dobló, vomitando y con arcadas. Incuestionablemente borracho. Miles esquivó el vómito y, finalmente, logró una llave de estrangulamiento. Hizo presión con el máximo de sus Fuerzas por primera vez en la vida. Para asombro suyo, el hombre se sacudió apenas unas veces y se quedó quieto. ¿Se estará rindiendo?, se preguntó confundido. Le giró la cabeza agarrándole por el cabello para mirarle el rostro; el sujeto estaba inconsciente.
Un mercenario, rebotado por Bothari, tropezó con Mayhew, quien, al fin, halló uso para el inmovilizador. Usando el arma como un bastón, golpeó al hombre en las rodillas; le golpeó luego un par de veces más, más bien experimentalmente. Bothari, que pasaba raudo, se detuvo y dijo con tono disgustado:
—¡Así no! —Tomó el inmovilizador y le metió al hombre desinflado un único y certero impacto.
El sargento procedió luego a asistir a Daum con su segundo mercenario, y todo terminó, salvo por unos alaridos junto a la puerta que acompañaban a un sordo crujido. El capitán mercenario, con la nariz sangrando, yacía en el suelo debajo de Elena.
—Es suficiente —dijo Bothari, y apoyó el cañón de un inhibidor nervioso contra la sien del hombre.
—¡No, sargento! —gritó Miles. El alarido cesó abruptamente y Auson miró aterrorizado el arma reluciente.
—¡Quiero romperle las piernas también! —gritó Elena, enfurecida—. ¡Quiero romperle todos los huesos del cuerpo! ¡Le voy a dejar «bajito» a él! ¡Cuando termine va a medir un metro de alto!
—Luego —prometió Bothari. Daum encontró un inmovilizador que funcionaba y el sargento puso al capitán mercenario a su cuidado, librándole provisionalmente de su desgracia. Revisó sistemáticamente la sala después, para asegurarse del estado de los otros—. Tenemos otros tres ahí fuera, mi señor —le recordó a Miles.
—Es cierto —reconoció Miles, mientras se ponía de pie. Y los once o doce en la otra nave, pensó—. ¿Crees que Daum y tú podéis emboscarlos e inmovilizarlos?
—Si, pero… —Bothari sopesó el inhibidor nervioso en su mano—. ¿Puedo sugerir, mi señor, que quizá sea preferible matar soldados en la batalla que matar prisioneros más tarde?
—Tal vez no lleguemos a eso, sargento —dijo Miles ásperamente. Estaba tomando conciencia de todas las caóticas implicaciones de la situación—. Inmovilícelos. Luego…, decidiremos alguna otra cosa.
—Piense rápido, mi señor —sugirió Bothari; y desapareció por la puerta, alejándose misteriosamente silencioso. Daum se mordió el labio con preocupación Y le siguió.
Miles ya estaba empezando a pensar.
—¡Sargento! —le gritó quedamente—. ¡Deje uno consciente para mí!
—Muy bien, mi señor —llegó por el pasillo la respuesta.
Miles se volvió, resbalando un poco por una mancha de sangre de la nariz de Auson, y contempló el inesperado matadero.
—Dios —murmuró—, ¿qué hago con ellos ahora?
Elena y Mayhew aguardaban de pie, mirándole expectantes. Miles se dio cuenta de pronto de que no había visto a Baz Jesek durante la pelea… espera, ahí estaba, clavado en la pared más lejana. Los ojos oscuros parecían agujeros en la cara lechosa, la respiración era entrecortada.
—¿Estás herido, Baz? —gritó Miles, preocupado. El maquinista sacudió la cabeza, pero no dijo palabra. Sus miradas se cruzaron, y Jesek desvió los ojos. Miles supo entonces por qué no le había visto.
Estamos en desventaja de dos o tres a uno, pensó Miles. No puedo permitirme el lujo de que un combatiente entrenado se ande con miedo. Tengo que hacer algo ahora mismo…
—Elena, Arde, id al pasillo y cerrad la puerta hasta que os llame. —Obedecieron, confundidos.
Miles se acercó a Jesek. ¿Cómo hago un trasplante de corazón en la oscuridad, al tacto, sin anestesia?, se preguntó. Se humedeció los labios y habló con calma.
—No tenemos opción, debemos capturar su nave ahora. La mejor jugada es llevárnosla y hacerles creer que es su propia gente que regresa. Eso sólo puede hacerse en los próximos minutos. La única posibilidad de escapar, para cualquiera de nosotros, es atraparlos antes de que puedan dar la alarma. Voy a asignar al sargento y a Daum para que tomen la sala de navegación y comunicaciones y, de este modo, lo impidan.