El aprendiz de guerrero (15 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia-ficción

BOOK: El aprendiz de guerrero
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Elena se detuvo, confusa.

—¿No lo recuerda? Pero…

Algo sonó en la memoria de Miles… ¿Por fin se explicaba la baja médica?

—No me di cuenta. ¿Fue herido en Escobar, sargento? —No era extraño que se estremeciera, entonces.

Los labios de Bothari se crisparon al escuchar la palabra «herido».

—Sí —musitó. Desvió la mirada de Miles y Elena.

Tras una súbita conjetura, Miles preguntó.

—¿Una herida en la cabeza?

Bothari volvió a mirar a Miles, tratando de detenerle.

—Mm.

Miles consintió que le detuviera, abrazando para sí este nuevo trofeo de información. Una herida en la cabeza explicaba muchas cosas de su sirviente que le habían desconcertado durante mucho tiempo.

Aceptando la indirecta, cambió de tema con firmeza.

—Como quiera que sea —le dedicó a Elena una pomposa reverencia (¿qué pasó con los sombreros de pluma que usaban antes los hombres?)—, conseguí el cargamento.

Un alegre interés reemplazó al instante la irritación de Elena.

—¡Oh, magnífico! ¿Y ya has resuelto cómo hacer para pasar el bloqueo?

—Trabajando en eso. ¿Te importaría hacer algunas compras para mí? Suministros para la nave. Envía los pedidos a los proveedores navieros. Puedes hacerlo desde aquí, con la consola; la abuela te indicará cómo. Arde tiene una lista estándar. Necesitamos de todo: comida, células combustibles, oxígeno de emergencia, materiales de primeros auxilios… y al mejor precio que puedas conseguir. Esto va a aniquilar mi asignación para viajes, así que cualquier cosa que puedas ahorrar… ¿eh?

Dedicó a la recluta su mejor sonrisa, como si la oferta de encerrarse dos días lidiando con el laberinto electrónico de las prácticas comerciales betanas fuera un gran obsequio.

Elena pareció dudar.

—Nunca antes he equipado una nave.

—Será fácil —le aseguró alentadoramente—. Sólo zambúllete y lo resolverás enseguida. Si yo puedo hacerlo, tú puedes hacerlo. —Dejó rápidamente atrás este argumento, sin darle tiempo a reflexionar que él tampoco había equipado jamás una nave—. Calcula por el piloto, el ingeniero, el sargento, por mí y por el mayor Daum además, pero no demasiado… Recuerda el presupuesto. Zarpamos pasado mañana.

—¿Está bien?, ¿cuándo?… —De golpe sonó la alerta total, tronando con la mirada—. ¿Y qué hay respecto de mí? No vas a dejarme aquí mientras vosotros…

Metafóricamente, Miles se escabulló detrás de Bothari y mostró una bandera blanca.

—Eso depende de tu padre. Y de la abuela, por supuesto.

—Ella será bienvenida si quiere quedarse conmigo —dijo la señora Naismith tímidamente—. Pero, Miles, acabas de llegar…

—Oh, todavía me propongo hacer mi visita —le aseguró Miles—. Simplemente cambiaremos la fecha de regreso a Barrayar. No tengo que volver a tiempo para la escuela ni nada.

Elena miró a su padre, suplicante, con los labios apretados. Bothari soltó el aliento; su mirada alternaba calcuradoramente de su hija a la señora Naismith; luego al holovídeo y después a su propio interior, a pensamientos o recuerdos que Miles no podía adivinar. Elena apenas podía contenerse de saltar por la agitación.

—Miles… mi señor… usted puede ordenarle…

Miles levantó la mano, mostrando la palma, y sacudió ligeramente la cabeza, indicando que esperase.

La señora Naismith vio la ansiedad de Elena y sonrió pensativamente para sí.

—Realmente, querida, me encantaría tenerte aquí conmigo durante un tiempo. Sería como tener otra vez una hija. Podrías conocer gente joven, ir a fiestas; tengo algunos amigos en Quartz, que podrían llevarte a hacer un largo viaje por el desierto. Yo ya estoy demasiado vieja para el deporte, pero estoy segura de que me encantaría…

Bothari se estremeció. Quartz, por ejemplo, era la principal comunidad hermafrodita de Colonia Beta y, si bien la misma señora Naismith tipificaba a los hermafroditas como «gente que es patológicamente incapaz de tomar una decisión», se erizaba en patriótica defensa de ellos ante la abierta repulsión barrayarana de Bothari en cuanto al sexo. Y Bothari había llevado personalmente a Miles, inconsciente, de vuelta a casa, de más de una fiesta betana. En lo que se refería al casi desastroso viaje de Miles por el desierto…

Miles le dio las gracias con los ojos a su abuela. Ella respondió con un leve gesto y sonrió ligeramente a Bothari.

Bothari estaba descontento. No irónicamente descontento, según su papel habitual en la guerrilla que mantenía con la señora Naismith a propósito de las costumbres culturales de Miles, sino genuinamente rabioso. A Miles se le hizo un nudo raro en el estómago. Se irguió en algo parecido a una posición de firme e inquirió a su guardaespaldas con la mirada.

—Ella viene con nosotros —gruñó Bothari.

Elena por poco aplaudió triunfante, aunque la lista de planes, propuesta por la señora Naismith, había ayudado mucho para que no la dejaran atrás cuando la tropa partiera. Los ojos de Bothari no respondieron a la alegría de su hija, se demoraron en una última mirada despectiva al holovídeo. Y se fijaron en Miles… en la hebilla de su cinto.

—Excúseme, mi señor, voy a patrullar el pasillo, hasta que usted esté listo para volver a marcharnos. —Salió rígidamente, con las grandes manos, todas hueso y tendón, venas y músculo, medio cerradas a los costados.

Sí, vete, pensó Miles, y mira a ver si puedes patrullar tu autocontrol. Reaccionando porque te retuercen la cola, ¿no? Bueno, admitamos que a nadie le gusta que le retuerzan la cola.

—¡Vaya!, ¿qué le ha picado? —dijo Mayhew cuando la puerta se hubo cerrado.

—Oh, querido —contestó la señora Naismith—, espero no haberle ofendido. —Aunque agregó en voz baja—: Ese viejo hipócrita…

—Se calmara —dijo Miles—, sólo hay que dejarle tranquilo un rato. Mientras, hay trabajo que hacer. Ya has oído, Elena: provisiones y suministros para seis.

Las siguientes 48 horas fueron un torbellino de acción. Preparar un viaje de ocho semanas para esa nave, en ese tiempo, ya habría sido asombroso para una carga normal; pero, encima, había necesidades añadidas para el plan de camuflaje. Esto incluía una carga parcial de artículos comprados a toda prisa para poder contar con un manifiesto real, en donde disimular los artículos falsos, y suministros necesarios para remodelar los compartimentos de carga, una vez que estuvieran en ruta. Los más vitales, y los más caros, resultaron ser los extremadamente avanzados bloqueadores betanos de detectores de masa; con los cuales, esperaba Miles, podrían frustrar la inspección de los mercenarios oseranos. Le había hecho falta reunir todo el peso político posible, apoyándose en el nombre de su padre, para convencer a la compañía representante betana de que él era un comprador calificado del nuevo equipo todavía parcialmente clasificado.

Los bloqueadores de masa venían con un manual de instrucciones asombrosamente largo. Miles, estudiándolo con perplejidad, comenzó a sentir escrúpulos sobre la designación de Jesek como ingeniero. Éstos cedieron, a medida que pasaron las horas, hasta convertirse en dudas más frenéticas acerca de si el tipo ni tan siquiera aparecería. El nivel de líquido en la botella de Mayhew, ahora completamente expropiada por Miles, bajó drásticamente, y Miles transpiraba absolutamente insomne.

Las autoridades del puerto de lanzaderas, descubrió Miles, no eran amigas de que sus elevados honorarios por uso se pagaran a crédito. Se vio forzado a desprenderse totalmente de su asignación para viajes. En Barrayar, esa asignación le había parecido sumamente generosa, pero con la succión de estas nuevas exigencias, se esfumó literalmente de la noche a la mañana. Poniéndose creativo, Miles cambió su billete de regreso en primera clase por uno de tercera clase en una de las líneas espaciales más conocidas; luego el de Bothari; luego el de Elena; luego los tres fueron cambiados por billetes de una línea de la que Miles jamás había oído hablar; después, murmuró en voz baja y culpable un «le compraré a todo el mundo un billete nuevo cuando regresemos… o llevaré un cargamento a Barrayar en la RG 132», y cambió los pasajes por efectivo. Al término de dos días, se encontró tambaleando sobre una confusa estructura financiera compuesta de verdades, mentiras, créditos, compras en efectivo, adelantos, recortes, una pizca de soborno, anuncios falsos e, incluso, otra hipoteca por otra porción de su tierra de labranza reluciente-en-la-oscuridad.

Los suministros fueron cargados. El envío de Daum, un fascinante conjunto de embalajes de plástico, anónimos y de formas extrañas, fue embarcado. Jesek apareció. Fueron comprobados los sistemas y a Jesek le pusieron a trabajar de inmediato en algunas reparaciones vitales. El equipaje, revisado ligeramente, fue vuelto a empaquetar y cargado por fin. Hubo algunas despedidas, y se evitaron otras cuidadosamente. Miles había informado debidamente a Bothari de su conversación con el teniente Croye; no era culpa de Miles si Bothari descuidó preguntarle de qué le había hablado. Por último, ahí estaban, en la dársena 27 del puerto de lanzaderas de Silica, listos para partir.

—Los honorarios del cargador —declaró el jefe de cargamento del puerto—. Trescientos diez dólares betanos; no se acepta moneda extranjera. —Sonrió amablemente, como un tiburón sumamente cortés.

Miles se aclaró nerviosamente la garganta; su estómago hacía ruidos. Mentalmente revisó sus finanzas. Los recursos de Daum habían sido agotados en los dos últimos días; de hecho, si algo que Miles había oído era cierto, el tipo planeaba dejar impagada su cuenta en el hotel. Mayhew ya había puesto todo su dinero para las reparaciones de emergencia que requirió la nave. Y él se había gastado incluso un préstamo de su abuela. Cortésmente, ella lo había llamado su «inversión». Igual que
El Ciervo de Oro
, había dicho. Algún tipo de asno, en todo caso. Miles había reflexionado en un momento de duda; luego aceptó, avergonzado, pero demasiado acosado para resistirse a la oferta.

Miles tragó saliva —quizás era el orgullo bajando lo que producía esa hinchazón—, sujetó al sargento de la manga, lo llevó a un lado y bajó la voz.

—Sargento… sé que mi padre le dio una asignación de viaje…

Bothari retorció los labios pensativamente y miró a Miles de manera penetrante. Él sabe que puede acabar con el plan aquí mismo, pensó Miles, y volver a su vida de aburrimiento; sabe Dios que mi padre le respaldaría. Le repugnaba engatusar a Bothari, pero agregó:

—Podría pagarte en dos semanas, dos por uno… ¿para tu bolsillo izquierdo? Te doy mi palabra.

Bothari frunció el ceño.

—No es necesario que empeñe su palabra conmigo, mi señor. Eso ya fue arreglado hace mucho. —Miró a su señor, vaciló un momento y suspiró y, luego, vació lastimosamente sus bolsillos en las manos de Miles.

—Gracias. —Miles sonrió torpemente, se dio la vuelta y volvió a darse la vuelta, dirigiéndose nuevamente a Bothari—. Yo…, ¿podríamos dejar esto entre nosotros? Quiero decir, no hay necesidad de mencionárselo a mi padre, ¿no?

En un costado de la boca, el sargento mostró una sonrisa involuntaria.

—No, si me lo devuelve —murmuró suavemente.

Y todo estuvo dispuesto entonces. Qué felicidad debían sentir los capitanes militares de una nave, pensó Miles, cargar todo en la cuenta del emperador, sencillamente. Deben de sentirse como una cortesana con una tarjeta de crédito; no como nosotras, pobres chicas trabajadoras.

Estaba de pie en la sala de navegación y comunicaciones de su propia nave y miraba a Arde Mayhew, de lejos más alerta y concentrado de lo que Miles jamás le hubiera visto antes, completando la lista de chequeo del control de tráfico. En la batalla apareció el ocre creciente de Colonia Beta.

—Tienen paso para salir de la órbita —llegó la voz del control de tráfico.

Una ola de vertiginosa excitación invadió a Miles. Realmente iban a lograrlo…

—Un minuto RG 132 —agregó la voz—, tiene una comunicación.

—Pásela —dijo Mayhew, ajustando el receptor.

Esta vez apareció en la pantalla un rostro frenético, y no uno que Miles quisiera ver. Se cruzó los brazos, reprimiéndose la culpa.

El teniente Croye habló tenso, urgente.

—¡Mi señor! ¿Está el sargento Bothari con usted?

—No en este momento, ¿por qué?

El sargento estaba abajo, con Daum, empezando ya a desmontar las mamparas.

—¿Quién está con usted?

—Sólo el oficial piloto Mayhew y yo. —Miles contuvo el aliento. Estaban tan cerca…

Croye se calmó apenas un poco.

—Mi señor, no podía usted saberlo, pero ese ingeniero que contrató es un desertor del Servicio Imperial. Debe traer la nave de vuelta de inmediato, y encontrar algún pretexto para que él le acompañe. Asegúrese de que el sargento Bothari esté con usted. El tipo es considerado como peligroso. Tendremos una patrulla betana de seguridad esperando en la dársena. Además —Croye miró algo a su lado—, ¿qué diablos le hizo ese tipo a Tav Calhoun? Está aquí en la embajada pidiendo a gritos ver al embajador…

Los ojos de Mayhew se abrieron alarmados.

—Uh… —dijo Miles. Taquicardia, así se llamaba. ¿Podían tenerse ataques cardíacos a los 17 años?—. Teniente Croye, su transmisión llega muy distrosionada, ¿podría repetirla?

Miró a Mayhew implorante, éste indicó el panel con un gesto. Croye recomenzó su menaje; empezaba a parecer preocupado. Miles abrió el panel y miró la compleja masa de cables. Su cabeza parecía nadar aturdida en el pánico. Estaban tan cerca…

—Hay distorsión aún, señor —dijo Miles vivazmente—. Espere, aquí, lo arreglaré. Oh, maldita sea… —Arrancó seis cables al azar: la imagen se disolvió en nieve reluciente. Croye quedó interrumpido en mitad de una frase.

—¡Vámonos, Arde! —gritó Miles.

Mayhew no necesitó que le insistieran. Colonia Beta quedó rápidamente tras ellos.

Muy mareado. Y con náuseas. Maldita sea, esto no es la gravedad cero. Se sentó abruptamente en la cubierta, debilitado por el inminente desastre. No, era algo más. Tuvo un pantallazo paranoico sobre plagas alienígenas, entonces se dio cuenta de lo que le estaba pasando.

Mayhew observó, alarmado al principio, y sarcásticamente consciente después.

—Era hora de que el mejunje te hiciera efecto —observó, y llamó por el intercomunicador —¿Sargento Bothari? ¿Podría pasarse por la sala de navegación, por favor? Su, eh…, señor le necesita.

Sonrió ácidamente a Miles, quien estaba empezando a arrepentirse seriamente de algunas de las cosas severas que le había dicho a Mayhew tres días antes.

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