—Ya he oído eso antes en alguna parte —murmuró Elena.
—Y tú, sargento, toma a tu grupo y empieza con ejercicios de armas. Si se te acaban los ejercicios barrayaranos, los procedimientos corrientes oseranos están en los ordenadores; cópiales alguno. Paséalos. Baz tendrá a su gente tirada en el suelo allá en máquinas…, los obligará a hacer una limpieza como jamás la han hecho antes. Y después que yo tenga dispuesto ese reglamento, podremos empezar a hacerles preguntas sobre él, además. Extenuadlos.
—Mi señor —dijo sombrío el sargento—, ellos son veinte y nosotros, cuatro. Al terminar la semana, ¿quiénes cree usted que estarán más cansados? —Se puso vehemente—. ¡Mi primera responsabilidad es cuidar de su pellejo, maldita sea!
—¡Estoy pensando en mi pellejo, créeme! Y puedes proteger mejor mi pellejo yendo allí y haciéndoles creer que soy un jefe mercenario.
—Más que un jefe, un director de holovídeos —murmuró Bothari.
El trabajo de corrección del Reglamento Imperial demostró ser más largo y engorroso de lo que Miles había previsto. Incluso el sacrificio salvaje de capítulos tales como los que detallaban instrucciones para ceremonias puramente barrayaranas, como la Revista del Cumpleaños del Emperador, dejaba en pie una enorme cantidad de material. Miles cortaba grandes trozos, haciendo limpieza tan rápido como podía.
Era el contacto más cercano que había tenido en su vida con normas militares, y pensaba en ellas a altas horas del ciclo nocturno. La organización parecía ser la clave. Tener enormes masas de hombres adecuadamente armonizadas, junto con el material, en el lugar apropiado, en el momento apropiado, en el orden apropiado, con la rapidez requerida para lograr incluso la supervivencia; luchar a brazo partido para encerrar una realidad infinitamente compleja y confusa en el contorno abstracto de la victoria… La organización, al parecer, podía además superar al coraje como virtud militar.
Recordó una observación de su abuelo: «Se han ganado o perdido más batallas por la acción de los oficiales encargados de suministros que por la de cualquier Estado Mayor.» Había, a propósito, una anécdota clásica acerca de un oficial de suministros que había remitido a las tropas del entonces joven general guerrillero la munición equivocada. «Le tuve colgado de los pulgares durante un día», solía recordar su abuelo, «pero el príncipe Xav me hizo bajarle». Miles palpó su daga en la cintura y eliminó cinco pantallas de normas sobre armamento de plasma montado en la nave, por obsoleto desde hacía ya una generación.
Sus ojos estaban enrojecidos y sus mejillas pálidas y demacradas con la barba crecida, hacia el final del ciclo nocturno. Pero había abreviado su plagio en un claro y feroz manual para lograr que todas las armas apuntasen en la misma dirección. Se lo entregó a Elena para que fuera copiado y distribuido, antes de irse tambaleando a lavarse y cambiarse de ropa, lo mejor para presentarse delante de sus «nuevas tropas» como un jefe con ojos de águila, y no con ojos de urraca.
—Hecho —le dijo en un murmullo—. ¿Me convierte esto en un pirata espacial?
Elena contestó con un suspiro.
Miles hizo lo más que pudo para ser visto por todas partes durante el siguiente ciclo diurno. Volvió a inspeccionar la enfermería, dando su aprobación con un gruñido. Observó las «clases» de Elena y del sargento, tratando de parecer como si estuviera tomando nota del rendimiento de cada mercenario con una severa evaluación, sin que se notara que estaba a punto de quedarse dormido de pie, como en verdad ocurría. Sacó tiempo para mantener una conversación privada con Mayhew, quien estaba ahora solo al mando de la RG 132, para ponerle al corriente y reforzar su confianza en el nuevo plan para mantener la custodia de los prisioneros. Redactó unos exámenes superficiales por escrito sobre su nuevo «Reglamento Dendarii» para que Elena y Bothari los repartieran.
El funeral del oficial piloto fue por la tarde, hora de la nave. Miles hizo de ello un pretexto para una rigurosa inspección del equipo personal y de los uniformes de los mercenarios; una revista apropiada. Por consideración al ejemplo y a la cortesía, los Bothari y él mismo se vistieron con las mejores ropas que tenían del funeral de su abuelo. Su brillo sombrío cumplimentaba artísticamente el vivo gris y blanco de los mercenarios.
Thorne, pálido y silencioso, observaba el acto con una extraña gratitud. Miles estaba también más bien pálido y callado, y respiró aliviado en su interior cuando el cuerpo del piloto fue incinerado al fin y sus cenizas esparcidas por el espacio. Miles le permitió a Auson dirigir sin impedimentos la breve ceremonia; sintió que su más encumbrada hipocresía dramática no le alcanzaba para asumir esa función.
Se retiró luego a la cabina que había elegido para sí, diciéndole a Bothari que quería estudiar el verdadero reglamento y los procedimientos oseranos. Pero su concentración le estaba fallando. Raros destellos de movimientos sin formas se sucedían en su visión periférica. Se tumbó, pero no pudo dormir. Volvió a caminar por la cabina con su paso desigual; rodaban por su cerebro ideas para perfeccionar el plan de los prisioneros, pero luego se le escapaban. Se sintió agradecido cuando Elena le interrumpió para informarle de la situación.
Le confió a ella, más bien al azar, una media docena de sus nuevas ideas; luego le preguntó ansiosamente:
—¿Te parece que se están tragando todo este asunto? No estoy muy seguro de cómo me están tomando, ¿van a aceptar órdenes de un muchacho?
Elena sonrió.
—El mayor Daum parece haberse encargado de ese aspecto. Aparentemente, él se tragó lo que le dijiste.
—¿Daum? ¿Qué le dije?
—Lo de tu tratamiento de rejuvenecimiento.
—¿Mi qué?
—Parece creer que conseguiste permiso de los dendarii para ir a Colonia Beta para un tratamiento de rejuvenecimiento. ¿No es eso lo que le dijiste?
—¡Diablos, no! —Miles se paseó—. Le dije que estaba allí por un tratamiento médico, si… pensé que eso explicaría esto… —un vago gesto de su mano indicó las peculiaridades de su cuerpo—, heridas de combate o algo así. Pero… ¡no existe nada semejante a un tratamiento betano de rejuvenecimiento! Eso es sólo un rumor; es su sistema de salud pública y la manera en que viven, y sus genes…
—Tú puedes saber eso, pero muchos nobetanos no lo saben. Daum parece creer no sólo que tú eres mayor, sino que eres mucho mayor.
—Bien, naturalmente que lo cree, entonces, si pudo inventar todo eso. —Hizo una pausa—. Pero Bel Thorne tiene que saberlo.
—Bel no le contradice. —Elena sonrió—. Creo que está loco por ti.
Miles se pasó la mano por el cabello y por su rostro entumecido.
—Baz también debe de saber que este rumor del rejuvenecimiento carece de sentido. Mejor adviértele que no corrija a nadie, no obstante, porque eso funciona a favor mío. Me pregunto qué piensa él que soy yo; creía que a estas alturas ya lo habría adivinado.
—Oh, Baz tiene su propia teoría. Yo… Es culpa mía, realmente. Mi padre está siempre tan preocupado por los secuestradores políticos que pensé que sería mejor desviar de la pista a Baz.
—Bueno, ¿qué clase de cuento de hadas te inventaste?
—Me parece que tienes razón acerca de que la gente cree las cosas que ella misma fabrica. Juro que no sugerí nada de esto, me limité a no contradecirle. Sabe que eres el hijo de un conde, ya que le tomaste juramento como hombre de armas… ¿No vas a tener problemas por eso?
Miles sacudió la cabeza.
—Me preocuparé de ello si salimos vivos de esto. Así que no se imagina de qué conde soy hijo…
—Bueno, yo creo que hiciste lo apropiado. Parece significar mucho para él. De todas maneras, piensa que eres, más o menos, de su edad. Tu padre, quienquiera que sea, te desheredó y te desterró de Barrayar para… —titubeó—, para quitarte de su vista —concluyó, levantando bravamente el mentón.
—Ah —dijo Miles—, una teoría razonable. —Llegó al final de un circuito, en su caminar por la cabina, y se detuvo absorbido, aparentemente, por la pared desnuda delante de él.
—No debes culparle por eso…
—No lo hago —sonrió, tranquilizándola, y volvió a caminar.
—Tienes un hermano menor que ha usurpado tu legítimo lugar como heredero…
Sonrió a pesar de sí mismo.
—Baz es un romántico.
—Él también es un exiliado, ¿no? —preguntó Elena apaciblemente—. A mi padre no le gusta, pero no dice por qué… —Miró a Miles con expectativa.
—Tampoco lo haré yo, entonces. No es… no es asunto mío.
—Pero ahora es tu vasallo.
—Está bien; entonces, es asunto mío. Desearía que no lo fuera. Pero Baz tendrá que decírtelo él mismo.
Elena le sonrió.
—Sabía que dirías eso. —Extrañamente, la no respuesta pareció contentarla.
—¿Cómo ha sido tu última clase de combate? Espero que todos se arrastrarán sobre las manos y las rodillas.
Elena sonrió tranquilamente.
—Estuvo muy cerca de eso. Algunos de los del equipo técnico actúan como si nunca esperaran tener que hacer esa clase de lucha. Los otros son terriblemente buenos; los tuve ocupados con los más torpes.
—Eso es, exactamente —aprobó con vehemencia—. Conserva tu energía, gasta la de ellos. Has comprendido el principio.
Elena dijo en su elogio:
—Me has obligado a hacer muchas cosas que jamás había hecho, gente nueva, cosas que nunca había
sonado…
—Sí… —se tropezó—. Lamento haberte metido en esta pesadilla. He estado exigiendo tanto de ti… Pero te sacaré, va mi palabra en ello. No temas.
Su boca expresó indignación.
—¡No tengo miedo! Bueno… un poco. Pero me siento más viva de lo que nunca he estado. Tú haces que todo parezca posible.
La ansiada admiración en sus ojos le perturbó. Se parecía mucho al deseo.
—Elena… todo este asunto se balancea sobre un fraude. Si esos tipos de ahí fuera se despiertan y se dan cuenta de lo mucho que nos sobrepasan en número, estallaremos como… —se interrumpió. Eso no era lo que ella necesitaba escuchar. Se restregó los ojos presionándolos firmemente con los dedos, y se puso a caminar.
—No se balancea en un fraude —dijo Elena ardientemente—, tú lo balanceas.
—¿No es eso lo que he dicho? —sonrió, estremeciéndose.
Elena le estudió, entrecerrando los ojos.
—¿Cuándo dormiste por última vez?
—Oh, no lo sé. He perdido la noción del tiempo, con los diferentes horarios de las dos naves. Eso me recuerda que tengo que ponerlas en el mismo horario. Cambiaré la RG 132, será más fácil. Tendremos todos la hora oserana. Fue antes del salto, de todos modos. Un día antes del salto.
—¿Has cenado?
—¿Cenado?
—¿Almorzado?
—¿Almorzado? ¿Había almuerzo? Estaba preparando las cosas para el funeral, supongo.
Elena parecía exasperada.
—¿Desayunaste?
—Comí un poco de sus provisiones cuando estaba trabajando en el reglamento anoche… Mira, yo soy bajo y no necesito tanto como vosotros, gente corpulenta…
Miles caminaba. La expresión de Elena se volvió seria.
—Miles… —vaciló—, ¿cómo murió el oficial piloto? Parecía, bueno, no muy bien, pero estaba vivo en la lanzadera. ¿Te atacó?
El estómago le dio un vuelco.
—Dios mío, ¿crees que yo maté…?
Pero lo había hecho, seguramente; tan seguramente como si hubiera puesto un inhibidor en la cabeza del hombre y hubiese disparado. No tenía deseos de detallarle los hechos ocurridos en la sala de recreo de la RG 132. Saltaban en su memoria imágenes violentas, destellando una y otra vez. El crimen de Bothari, su crimen, un todo sin cicatrizar…
—Miles, ¿estás bien? —La voz de Elena era alarmada.
Se dio cuenta que estaba de pie en silencio y con los ojos cerrados. Le caían lágrimas de entre los párpados.
—¡Miles, siéntate! Estás sobreexcitado.
—No puedo sentarme. Si me detengo, voy a… —Recomenzó su circuito, cojeando maquinalmente.
Elena le observó con los labios entreabiertos; luego cerró la boca abruptamente y cerró de un golpe la puerta al salir.
Ahora la había asustado, ofendido, quizás incluso había saboteado su confianza, cuidadosamente alimentada…
Se insultó a sí mismo con furia. Se estaba hundiendo en un pantano negro y absorbente, y un terror viscoso minaba su inercia vital hacia adelante. Chapoteaba, ciegamente.
Otra vez la voz de Elena.
—… rebotando contra las paredes. Me parece que tendrá que sentársele encima. Nunca le había visto tan mal…
Miles observó el preciado, desagradable rostro de su asesino personal. Bothari comprimió sus labios y suspiró.
—Está bien, yo me encargaré.
Elena, los ojos agrandados por la preocupación pero la boca serena por la confianza en Bothari, se retiró. El sargento agarró a Miles por la espalda, del cuello y de la cintura, le llevó a saltos hasta la cama y le sentó con firmeza.
—Beba.
—Oh, diablos, sargento… sabes que no puedo soportar el whisky. Sabe a diluyente de pintura.
—Voy a —dijo pacientemente Bothari —apretarle la nariz y a vaciarlo por su garganta si es necesario.
Miles miró la cara de pedernal y tragó prudentemente un sorbo del frasco, al que reconoció vagamente como confiscado del depósito mercenario. Bothari, con eficiencia, le desvistió y le metió en la cama. Beba otra vez.
—Ahg. —Le quemó horriblemente al tragar.
—Ahora, duerma.
—No puedo dormir. Tengo demasiado que hacer. He de mantenerlos ocupados. Me pregunto si se puede falsificar un folleto. Supongo que la hermandad de la muerte no es otra cosa que una forma primitiva de seguro de vida. Probablemente Elena no tenga razón sobre lo de Thorne. Espero, por Dios, que mi padre nunca se entere de esto. Sargento, ¿no vas a…? Se me ocurrió un ejercicio de desembarco con la RG 132…
Sus protestas se fueron haciendo un murmullo, se dio la vuelta y durmió sin soñar durante dieciséis horas.
Una semana después, Miles seguía al mando.
Tomó como guarida la cabina de control de la nave mercenaria cuando comenzaron a acercarse a su destino. La cita de Daum era en una refinería de metales raros, en el cinturón de asteroides del sistema. La factoría era un móvil de estructuras caóticas, unidas mediante vigas, brazos metálicos y satélites de fuerza, flanqueado por vastos colectores solares; arte con desechos. Unas pocas luces titilaban, iluminando algunas partes y dejando el resto en piadosa oscuridad.