Se detuvo, buscó a tientas en la cadena de eventos algún punto inicial. En verdad, todo comenzó en un muro a menos de 100 kilómetros de Vorbarr Sultana. Pero comenzó su relato narrando el encuentro con Arde Mayhew en Colonia Beta. Se trabó, vacilando temerosamente, tomó aliento, y continuó con una honesta y exacta descripción de su encuentro con Baz Jesek. Su padre pegó un respingo al oír el nombre. El bloqueo, el abordaje, las batallas… Se olvidó de sí mismo durante su entusiasta descripción de las mismas; hubo un momento en que alzó la vista para darse cuenta de que tenía al emperador haciendo la parte de la flota oserana, a Henri Vorvolk como el capitán Tung y a su padre como el alto mando peliano. La muerte de Bothari. El rostro de su padre se contrajo y pareció ensimismado ante la noticia.
—Bueno —dijo después de un momento—, se ha librado de un gran peso. Que pueda hallar la paz al fin.
Miles miró al emperador y evitó mencionar las acusaciones de Elena Visconti con respecto al príncipe Serg. Por la aguda y agradecida mirada que le dirigió el conde Vorkosigan, dedujo que había hecho lo correcto. Ciertas verdades resultan un torrente demasiado violento para que algunas estructuras lo resistan, y Miles no tenía la deseos de presenciar otra devastación como la de Elena Bothari.
Para cuando le llegó el momento de relatar cómo había roto al fin el bloqueo, los labios de Gregor estaban abiertos por la fascinación y los ojos del conde Vorkosigan brillaban apreciando la estrategia de su hijo. La llegada de Ivan y las deducciones que Miles hizo de la misma… Se acordó la hora que se cumplía y echó mano a la petaca que tenía en su cintura.
—¿Qué es eso? —preguntó su padre alarmado.
—Antiácido. ¿Quieres un poco? —le ofreció cortésmente.
—Gracias —dijo el conde Vorkosigan —¿No te importa si lo pruebo?
Dio un trago solemne, con la cara tan tiesa que incluso Miles no estaba seguro de si su padre se estaba riendo.
Miles brindó un breve y escueto relato de los motivos que le habían llevado a decidir volver en secreto para intentar sorprender a Vordrozda y a Hessman. Ivan respaldó todo lo que había podido testimoniar personalmente, desmintiendo a Hessman. Gregor parecía perturbado al haberse revertido tan bruscamente las suposiciones que tenía acerca de sus nuevos amigos. Despierta, Gregor, pensó Miles. Tú, entre todos los hombres, no puedes darte el lujo de cómodas ilusiones. No, por cierto, no tengo ningún deseo de cambiar mi sitio por el tuyo.
Para cuando Miles hubo terminado, Gregor estaba abatido. El conde Vorkosigan se sentó a la diestra de Gregor, reclinado, como de costumbre, en una silla, y miró a su hijo con pensativo anhelo.
—¿Por qué, entonces? —preguntó Gregor—. ¿Qué querías hacer de ti, cuando erigiste semejante fuerza, sino un emperador; si no de Barrayar, quizá de algún otro lugar?
—Mi señor. —Miles bajó la voz—. Cuando jugábamos juntos aquellos inviernos en la Residencia Imperial, ¿cuándo pedí alguna vez otro papel que no fuera el de Vorthalia, el leal? Tú me conoces, ¿cómo podías dudar? Los Mercenarios Dendarii fueron un accidente. Yo no los planeé, sucedieron, en el transcurso de querer salir de un lío para meterme en otro. Sólo quería servir a Barrayar, como mi padre antes que yo. Cuando no pude servir a Barrayar, quise… quise servir para algo. Para… —alzó los ojos hacia su padre, impelido a una honesta y dolorosa confesión—, para hacer de mi vida una ofrenda digna que poner a sus pies. —Se encogió de hombros—. Volví a fallar.
—Arcilla, muchacho. —La voz del conde Vorkosigan era ronca pero clara—. Sólo arcilla. Indigno de recibir un sacrificio tan precioso. —Su voz se quebró.
Por un momento, Miles se olvidó de preocuparse por el inminente juicio. Parpadeó, y almacenó tranquilidad en los huecos más recónditos de su corazón, para que le reconfortara y le deleitara en alguna hora oscura y desesperada de su futuro. Gregor, huérfano, tragó saliva y miró hacia otro lado, como avergonzado. El conde Vorhalas miraba desconcertado al suelo, como un hombre presenciando accidentalmente alguna escena privada y delicada.
La diestra de Gregor se movió vacilante para tocar el hombro de su primer y más leal protector.
—Yo sirvo a Barrayar —dijo—. Mi deber es la justicia. Nunca me propuse dispensar injusticia.
—Te viste cercado, muchacho —le murmuró al oído el conde Vorkosigan—. Te enredaron. No importa. Pero aprende de ello.
Gregor suspiró.
—Cuando jugábamos juntos, Miles, siempre me derrotabas en los juegos de estrategia. Fue porque te conocía por lo que tuve dudas.
Miles se arrodilló, inclinó la cabeza y abrió los brazos.
—Tu voluntad, mi señor.
Gregor sacudió la cabeza.
—Ojalá siempre soporte traiciones como ésta. —Alzó la voz para los testigos—. ¿Bien, mis lores? ¿Estáis de acuerdo en que la esencia de la acusación de Vordrozda, el intento de usurpación del Imperio, es falsa y maliciosa? ¿Y querréis testificarlo ante vuestros pares?
—Por completo —dijo Henri Vorvolk con entusiasmo.
Miles estimó que el cadete de segundo año se había enamorado de él aproximadamente hacia la mitad de su relato sobre las aventuras con los Mercenarios Dendarii.
El conde Vorhalas permanecía frío y pensativo.
—El cargo de usurpación ciertamente aparece como falso —convino —y, por mi honor, así lo testificaré. Pero hay otra traición aquí. Por su propia admisión, lord Vorkosigan estuvo, y de hecho sigue estando, en violación de la ley de Vorloupulous, traición por su propio derecho.
—Ningún cargo semejante ha sido presentado en el Consejo de Condes —dijo fríamente el conde Vorkosigan.
Henri Vorvolk sonrió.
—¿Quién se atrevería, después de esto?
—Un hombre de probada lealtad al Imperio, con un interés teórico en la justicia perfecta, podría atreverse —respondió desapasionadamente el conde Vorkosigan—. Un hombre sin nada que perder podría atreverse … mucho. ¿No?
—Suplica por ello, Vorkosigan —susurró Vorhalas perdiendo su frialdad—. Implora clemencia, como yo hice. —Cerró los ojos y se estremeció.
El conde Vorkosigan le miró en silencio durante un momento; luego, dijo:
—Como quieras. —Se levantó y se hincó sobre una rodilla delante de su enemigo—. Déjalo pasar, y veré que el muchacho no agite esas aguas nunca más.
—Demasiado terco, todavía.
—Por favor, entonces.
—Di: «Te lo suplico.»
—Te lo suplico —repitió obedientemente el conde Vorkosigan.
Miles buscó signos de ira en su padre. No encontró nada: esto era algo viejo, más viejo que él mismo, entre los dos hombres, algo laberíntico, él apenas podía penetrar en los sitios recónditos de ese laberinto. Gregor parecía enfermo; Henri Vorvolk, perplejo; Ivan, aterrado.
La firme calma de Vorhalas parecía orlada con una especie de éxtasis. Se inclinó, acercándose al oído del padre de Miles.
—Más fuerte, Vorkosigan —susurró. El conde Vorkosigan bajó la cabeza y apretó las manos.
Me ve, si es que acaso me ve, como un instrumento para manejar a mi padre… Es hora de llamarle la atención.
—Conde Vorhalas —dijo Miles, rompiendo el silencio—. Considérese satisfecho. Porque si sigue adelante con esto, en algún momento tendrá usted que mirarle a mi madre a los ojos y repetírselo todo a ella. ¿Se atreve?
Vorhalas pareció ligeramente acobardado. Se dirigió a Miles, frunciendo el ceño.
—¿Puede mirarte tu madre y no comprender el deseo de venganza? —Hizo un ademán por el atrofiado y enclenque aspecto de Miles.
—Mi madre llama a esto mi gran don. Las pruebas son un don, dice, y las grandes pruebas son grandes dones. Por supuesto —agregó precavidamente—, es muy sabido que mi madre es un poco extraña… —Miró fijamente a Vorhalas—. ¿Qué se propone hacer usted con su don, conde Vorhalas?
—Diablos —murmuró Vorhalas tras un breve e interminable silencio, y dirigiéndose no a Miles, sino al conde Vorkosigan—. Tiene los ojos de su madre.
—Lo he notado —murmuró a su vez en respuesta el conde Vorkosigan.
Vorhalas lo miró con exasperación.
—No soy un maldito santo —declaró entonces Vorhalas al aire en general.
—Nadie le está pidiendo que lo sea —dijo Gregor, consolándolo ansiosamente—. Pero usted es mi siervo, y no me vale para nada que mis nervios se estén destrozando entre sí en vez de hacerlo con mis enemigos.
Vorhalas resopló y se encogió de hombros gruñosamente.
—Es verdad, mi señor. —Sus manos se fueron abriendo, dedo por dedo, como librándose de alguna invisible posesión—. Oh, levántate —agregó impaciente, mirando al conde Vorkosigan.
El antiguo regente se levantó, relajado otra vez. Vorhalas miró a Miles.
—Y exactamente, ¿cómo te propones, Aral, mantener a este dotado joven maníaco y a su accidental ejército bajo control?
El conde Vorkosigan midió sus palabras lentamente, gota a gota, como si buscara una delicada dosificación.
—Los Mercenarios Dendarii son un verdadero acertijo. —Desvió la mirada hacia Gregor—. ¿Cuál es tu voluntad, mi señor?
Gregor dio un respingo al ser sacado de su calidad de espectador. Miró, más bien implorante, a Miles.
—Las organizaciones crecen y mueren. ¿Hay alguna posibilidad de que ellos sencillamente se desvanezcan?
Miles se mordió el labio.
—Esa esperanza se me cruzó por la mente, pero… parecían terriblemente saludables cuando los dejé. Seguían creciendo.
Gregor sonrió.
—Difícilmente podré hacer marchar mi ejército contra ellos y disolverlos, como lo hizo el viejo Dorca; definitivamente es un paseo demasiado largo.
—Ellos son personalmente inocentes de toda maldad y equivocación —se apresuró a señalar Miles—, nunca supieron quién era yo… la mayoría de ellos ni siquiera son barrayaranos.
Gregor miró con indecisión al conde Vorkosigan, quien se estudiaba las botas como diciendo: «Tú eres quien deseaba ardientemente tomar sus propias decisiones, muchacho.» Aunque lo que dijo en voz alta fue:
—Tú eres tan emperador como lo fue Dorca, Gregor. Haz tu voluntad.
La mirada de Gregor volvió a recaer en Miles durante un largo rato.
—No podías romper el bloqueo dentro de ese contexto militar, así que cambiaste el contexto.
—Sí, señor.
—Yo no puedo cambiar la ley de Dorca… —dijo Gregor lentamente. El conde Vorkosigan, que había empezado a sentirse inquieto, se tranquilizó otra vez—. Salvó a Barrayar.
El emperador hizo una pausa durante un largo rato, con la frustración a flor de piel. Miles sabía exactamente cómo se sentía. Le dejó achicharrarse un momento más, hasta que el silencio se puso tenso por la expectación y Gregor empezó a adquirir ese aire desesperado que Miles reconocía de sus exámenes orales, un hombre atrapado sin la respuesta. Ahora.
—Los Mercenarios Particulares del Emperador —dijo Miles a modo de sugerencia.
—¿Qué?
—¿Por qué no? —Miles se irguió y abrió las palmas hacia el cielo—. Estaría encantado de ofrecértelos. Declaradlos «Escuadrón de la Corona». Se ha hecho antes.
—¡Con tropas de caballería! —dijo el conde Vorkosigan. Pero su rostro estaba de repente mucho más vivo.
—Cualquier cosa que haga con ellos será una ficción legal, de todas maneras, dado que están más allá de su alcance —indicó Miles, y se volvió hacia Gregor para hacerle una reverencia a modo de disculpa—. Puede arreglarlo perfectamente según su máxima conveniencia.
—¿La máxima conveniencia de quién? —preguntó fríamente el conde Vorhalas.
—Estabas pensando en esto en el sentido de que fuese una declaración privada, espero —añadió el conde Vorkosigan.
—Bueno, sí. Me temo que la mayoría de los mercenarios se sentirían… perturbados al escuchar que han sido reclutados para el Servicio Imperial de Barrayar. Pero, ¿por qué no ponerlos en el departamento del capitán Illyan? —le preguntó a Gregor—. La situación de los mercenarios tendría que permanecer en secreto, entonces. Permítele imaginar algo útil que hacer con ellos. Una flota mercenaria libre que pase a pertenecer en secreto a la Seguridad Imperial Barrayarana.
Gregor pareció de pronto más dispuesto; de hecho, intrigado.
—Eso podría ser práctico…
El conde Vorkosigan reprimió de inmediato una sonrisa que se le asomó entre los dientes.
—Simon se pondrá loco de alegría —murmuró.
—¿De veras? —preguntó Gregor con tono dubitativo.
—Tienes mi garantía. —El conde Vorkosigan esbozó una reverencia mientras se sentaba.
Vorhalas resopló y miró agudamente a Miles.
—Eres malditamente astuto para tu propio bien, ¿sabes, muchacho?
—Exactamente, señor —dijo Miles complaciente, con un moderado ataque de histeria por el alivio, y sintiéndose más ligero en unos tres mil soldados y Dios sabe cuántas toneladas de equipo. Lo había hecho; la última pieza encajada en su lugar…
—… osas tomarme por tonto —murmuraba Vorhalas. Alzó la voz al conde Vorkosigan—. Eso sólo contesta la mitad de mi pregunta, Aral.
El conde Vorkosigan se estudió las uñas, con los ojos iluminados.
—Es verdad, no podemos dejarle andar suelto por ahí. También yo me estremezco al pensar en los accidentes que podría cometer a continuación. Sin duda, debería ser confinado en alguna institución, donde pudieran obligarle a trabajar todo el día bajo atenta vigilancia. —Hizo una pausa, pensativo—. ¿Puedo sugerir la Academia del Servicio Imperial?
Miles alzó la vista, con la boca abierta en un idiotismo de súbita esperanza. Todos sus cálculos se habían concentrado en ver el modo de escabullirse al peso de la ley de Vorloupulous. Apenas se hubiera atrevido siquiera a soñar en su vida futura, y mucho menos aún a imaginar semejante recompensa…
Su padre bajó la voz dirigiéndose a él.
—Asumiendo que eso no sea indigno de ti… almirante Naismith. No he tenido todavía la ocasión de felicitarte por tu ascenso.
Miles se sonrojó.
—Era todo únicamente una farsa, señor. Usted lo sabe.
—¿Todo?
—Bueno… en su mayor parte.
—Ah, te has vuelto sutil, incluso conmigo… Pero has saboreado el mando. ¿Puedes volver a ser un subordinado? Las degradaciones son un bocado amargo de digerir. —Una antigua ironía jugueteaba en su boca.
—Usted fue degradado, después de lo de Komarr, señor…
—Descendido a capitán, sí.
Miles torció en una mueca un rincón de su boca.
—Tengo un estómago biónico ahora, que puede digerir cualquier cosa. Puedo aguantarlo.