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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Historico

El Capitán Tormenta (4 page)

BOOK: El Capitán Tormenta
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—¡Ten cuidado con los turcos, señora! —le aconsejó antes de marcharse—. ¡De morir tú, también moriría el desdichado esclavo, luego de haberte vengado!

—¡No te inquietes, amigo! —contestó la duquesa—. Conozco la temible escuela de la espada acaso mejor que muchos de los capitanes sitiados en Famagusta. ¡Adiós! ¡Márchate, te lo ordeno!

Asiéndose a los salientes de las piedras, el árabe se desvaneció en la oscuridad.

—¡Cuánto me aprecia este hombre! —musitó el capitán Tormenta—. ¡Y tal vez cuanto amor escondido! ¡Pobre El-Kadur! Hubiera sido mejor para ti permanecer siempre en el desierto de tu patria.

Volvió con lentitud, resguardándose tras una aspillera, sentandose en un montón de escombros apoyando la barbilla y la mano en la empuñadura de la espada. Entretanto los estampidos se sucedían sin cesar.

Los artilleros y arcabuceros barrían con plomo y fuego la tenebrosa llanura con el fin de detener el avance de los turcos, que se adelantaban con un valor realmente estoico, afrontando impasibles el tiroteo de los sitiados.

Una voz le sacó de sus reflexiones.

—¿Hay noticias, capitán?

Era el señor Perpignano, que se aproximaba luego de haber dado la orden a los mercenarios de que no ahorraran las municiones.

—No —replicó el capitán Tormenta.

—¿Conocéis, por lo menos, si se encuentra con vida?

—El-Kadur me ha notificado que Le Hussière continúa prisionero.

—¿De quién?

—Lo desconozco todavía.

—Me resulta extraño que esos terribles guerreros, tan poco dispuestos a dar tregua, le hayan respetado la vida.

—Eso mismo pienso yo —contestó el capitán— y es lo que atormenta mi corazón.

—¿Qué es lo que teméis, capitán?

—No puedo decirlo. Y, no obstante, el corazón de una mujer, cuando ama, no se equivoca jamás.

—No os entiendo —contestó Perpignano, encogiéndose de hombros.

En vez de responder, el capitán Tormenta se incorporó, diciendo:

—No va a tardar en amanecer y el turco acudirá bajo las murallas para retarnos. Vamos a disponernos para el combate. O regreso triunfadora, o quedaré muerta, y acabarán mis sufrimientos.

—Señora —dijo el teniente—, dejadme que combata con el turco. Aunque muriese, nadie me lloraría. Soy el último descendiente de los condes de Perpignano.

—¡No, teniente!

—¡El turco os matará!

Una despectiva sonrisa floreció en los labios de la duquesa.

—De no ser tan fuerte y decidida, Roberto Le Hussière no me habría amado —contestó—. ¡Yo enseñaré a los turcos y a los jefes venecianos como lucha el capitán Tormenta! ¡Adiós, señor Perpignano! ¡Jamás me olvidaré de El-Kadur ni de mi leal teniente!

Y se alejó con la mano puesta sobre la empuñadura de la espada, en tanto que los cañones de atacantes y atacados rugían con creciente furia, iluminando de vez en cuando las tinieblas de una manera siniestra.

3. El León de Damasco

El alba comenzaba a despuntar ya, iluminando la llanura de Famagusta, llena de humeantes escombros. El cañón no había permanecido silencioso durante toda la noche ni un instante y todavía arrojaba fuego, retumbando su estruendo en las viejas casas de la ciudad sitiada y en las angostas calles, la mayor parte de ellas obstruidas por las ruinas de los edificios.

El grandioso campamento de las hordas turcas iba percibiéndose poco a poco. Miles de tiendas de campaña se extendían hasta el horizonte, culminadas por un asta con una media luna en su punto más alto y una cola de caballo sobre otra más pequeña.

En mitad de aquel desorden sobresalía la elevadísima y enorme tienda del gran visir, comandante supremo de aquel imponente ejército, toda de roja seda, con el estandarte verde del profeta flotando en la cúspide. Ese estandarte bastaba para excitar a los infieles y volverlos temibles y furiosos como los leones del desierto árabe.

Miles de hombres de a pie y de a caballo se afanaban en el campamento, haciendo brillar armaduras y cimitarras a los primeros rayos del sol. Examinaban con odio a Famagusta, sorprendiéndose de que aquel reducto de cristianos no se hubiera entregado ante el tremendo cañoneo de la noche anterior.

El capitán Tormenta, luego de haber advertido al gobernador de la plaza del reto pendiente con el árabe entre el polaco y él, examinaba los estragos causados por los proyectiles turcos en el fuerte, lleno de ruinas.

A poca distancia, el polaco, auxiliado por su escudero, se colocaba la coraza, maldiciendo de continuo, ya que jamás le parecía bien puesta. Se encontraba algo pálido y podría decirse que un poco intranquilo, si bien —hay que decirlo en su honor— no era aquella la primera ocasión que luchaba contra los infieles.

El señor Perpignano, con ayuda de un mercenario, vigilaba dos magníficos caballos de raza cruzada italiana y árabe, y contemplaba con gran atención las cinchas susurrando para sí:

—¡En algunas ocasiones una cincha mal amarrada puede poner en peligro la vida de un hombre!

El bombardeo había sido interrumpido por ambos bandos. En el campo otomano se escuchaban las palabras del
muezzin
, que concluían siempre con una intimidación a terminar con los
guiaurri
. En Famagusta estos efectuaban su almuerzo con aceitunas y algún trozo de pan casi incomible, ya que las provisiones escaseaban de tal manera que, para no perecer de hambre, los habitantes se veían obligados a comer hierba cocida y cuero.

Una vez que hubo acabado la plegaria del muezzin, pudo verse a un guerrero turco galopar en dirección a Famagusta, acompañado de otro que llevaba un estandarte con la media luna y la cola de caballo sobre un trapo blanco.

Era un apuesto joven de veinticuatro a veinticinco años, de blanca piel, negros bigotes mirada vivaz y abrasadora y que iba ataviado con ricas ropas.

En torno al casco llevaba una banda de seda roja puesta como un turbante, y en la cima, una gran pluma de avestruz.

Se cubría el pecho con una reluciente armadura recamada en plata, en las muñecas tenía brazaletes de acero y tapaba sus hombros con un manto blanco, con cenefa azul en su extremidad.

Las calzas, de auténtica seda, eran al estilo turco, y en los pies llevaba babuchas marroquíes recubiertas de acero bruñido.

Empuñaba una cimitarra y en su faja se distinguía un yatagán de hoja un poco curvada.

Cuando se encontró a trescientos pasos del fuerte, hizo una indicación a su escudero para que plantara en tierra el estandarte, como para dar a entender a los sitiados que se presentaba protegido por la bandera blanca y, tras haber galopado unos minutos con extraordinaria habilidad sobre su blanco corcel árabe, exclamó con poderosa voz:

—¡Muley-el-Kadel, hijo del bajá de Damasco, desafía por tercera vez a los capitanes cristianos con armas blancas! ¡Si no admiten el reto, los trataré de viles canallas, no merecedores de luchar con los grandes guerreros de la Media Luna! ¡Qué vengan, por tanto, a enfrentarse conmigo de uno en uno si tienen en las venas sangre de hombres! ¡Muley-el-Kadel os está aguardando!

El capitán Laczinski, que finalmente había podido colocarse la coraza, se encaminó al parapeto del fuerte y con voz que semejaba el mugido de un toro, y volteando al mismo tiempo en forma terrible su imponente espada respondió:

—¡Muley-el-Kadel no retará de nuevo a los capitanes cristianos, ya que de aquí a cinco minutos le mataré sobre el caballo igual que a una pulga! ¡Somos dos los que hemos jurado arrancarle el pellejo, perro infiel!

El polaco, dirigiéndose al capitán Tormenta, le preguntó no sin cierta ironía, que no pasó inadvertida a la joven duquesa:

—¿De verdad le mataremos?

—¡Sí! —repuso con frío acento la capitana.

—¡Vamos a ver a cuál le corresponde combatir primero con ese bandido!

—¡Cómo os plazca, capitán!

—Todavía tengo un cequí. ¿Cara o cruz?

—Escoged vos.

—Prefiero cara. Será un magnífico augurio para mí y desastroso para el turco. A quien le corresponda la cruz será el que se enfrente a ese perro.

—Tirad al aire el cequí.

El polaco lo hizo así y lanzó una exclamación.

—¡Cruz! —dijo—. ¡Ahora tiradlo vos!

El capitán Tormenta tiró, por su parte, la moneda.

—¡Cara! —dijo con fría entonación—. Os corresponde a vos, capitán, ir al combate el primero contra el hijo del bajá de Damasco.

—¡Le pasaré de parte a parte! —repuso el polaco—. Si caigo, confío en que me vengaréis por el honor de los capitanes de Famagusta y de la cristiandad, aunque tengo bastantes dudas respecto a vuestro valor y la fuerza de vuestro brazo.

—¿De verdad? —inquirió el capitán Tormenta con acento de burla.

—¡No confío más que en mi espada!

—Y yo en la mía. ¡Vamos!

El polaco subió a su caballo; el puente levadizo del fuerte descendió a una orden del comandante y los dos valientes avanzaron al galope por la llanura. Todos los moradores y defensores de Famagusta, conocedores de que ambos capitanes cristianos habían aceptado el desafío del turco, habíanse congregado en los muros, anhelosos de presenciar aquel trágico duelo.

Las mujeres oraban en voz baja, pidiendo a la Virgen el triunfo de los dos campeones cristianos, en tanto que los guerreros venecianos y los mercenarios colocaban sus cascos y
cimeras
en las puntas de las espadas y alabardas, exclamando a grandes voces:

—¡Dadle una lección!

—¡Enseñad al infiel la bravura de los capitanes venecianos!

—¡Viva el capitán Tormenta!

—¡Viva el capitán Laczinski!

—¡Venid con la cabeza del infiel! ¡Viva Venecia! ¡Vivan los hijos de la República!

La joven duquesa y el polaco marchaban al galope, uno al lado del otro, en dirección al hijo del bajá, que los aguardaba contemplando su cimitarra.

La primera mantenía una serenidad y sangre fría completas. El capitán aventurero, en cambio, parecía más nervioso que nunca y maldecía de su caballo, al que suponía mal enjaezado —aunque el señor Perpignano lo había examinado con todo detalle—, y poco preparado para semejante lucha.

—¡Tengo la certeza de que este necio animal me jugará alguna mala pasada en el instante de herir al turco! ¿Qué os parece, capitán Tormenta?

—Creo que vuestro corcel se comporta como un caballo de batalla —replicó la joven.

—¡Vos no sabéis absolutamente nada de caballos! ¡No sois polaco!

—Es posible —respondió la duquesa—; yo sé más de golpes de espada.

—¡Hum! ¡Si yo no os librase de esa cabeza de leño, no sé de qué forma os las arreglaríais! Pero pienso hacer cuanto me sea posible por enviarle al otro mundo, para salvar, de paso que la vuestra, mi piel, ya que tengo mucho interés en conservarla cuanto me sea posible.

—¡Ah! —contestó simplemente la duquesa.

—Aunque si solamente me hiriese…

—¿En tal caso…?

—Me convertiré en musulmán y seré capitán turco. Para esos necios es suficiente renegar de la cruz, y yo, por mi parte, renegaría incluso de mi patria, con tal de tener mando y cequíes.

—¡Magnífico capitán cristiano! —comentó el capitán Tormenta, examinándole despectivamente.

—Soy un aventurero, y me es indiferente combatir por la cruz o por Mahoma. Mi conciencia no padecerá por este motivo —contestó con cinismo el polaco—. No pensáis de la misma forma vos, ¿no es cierto, señora?

—¿Cómo decís? —inquirió el capitán Tormenta, deteniendo su caballo, mientras fruncía el ceño.

—¡Señora! —insistió el polaco—. ¡Voto a sanes! Yo no soy un estúpido, igual que los otros, para no haber advertido que ese célebre capitán Tormenta es un supuesto capitán. Si lo deseáis, al instante libro un duelo con vos para abrir, de un simple golpe y sin heriros, vuestra coraza, y demostrar a todos lo que en realidad sois, señora mía. ¡En tal caso sí que reiré de verdad!

—¡O lloraréis! —repuso con sorda voz la duquesa—.Yo sé tal vez matar hombres mejor que vos!

—¡Una mujer!

—De acuerdo; puesto que habéis adivinado mi secreto, capitán Laczinski, si no sucumbís a manos del turco, luego del desafío, ofreceremos a los moradores de Famagusta otro espectáculo.

—¿Qué espectáculo?

—El de unos capitanes cristianos luchando entre ellos como mortales enemigos —respondió con frío acento la duquesa.

—Conforme. Pero os prometo que, ya que sois mujer, os haré el mínimo daño posible. ¡Me conformaré con rajar vuestra armadura!

—Pues yo haré cuanto pueda por atravesaros la garganta con el objeto de que no os sea posible propalar un secreto que a mí atañe.

—Ya iniciaremos de nuevo la conversación más tarde, señora, puesto que el turco empieza a inquietarse.

Y tras una pausa, agregó, lanzando un suspiro:

—¡No obstante, me sentiría feliz dando mi nombre a una mujer tan valerosa!

La duquesa ni siquiera contestó y prosiguió en silencio.

Ya se encontraba solamente a diez pasos del hijo del bajá de Damasco, que contemplaba a los dos capitanes como ponderando su fuerza.

—¿Quién va a ser el primero en enfrentarse con el león de Damasco? —inquirió.

—El oso de los bosques de Polonia —replicó Laczinski—. Si tienes largas y fuertes garras como las fieras que habitan los desiertos de tu tierra, yo tengo la imponente fuerza de los plantígrados de mi país. ¡Te dividiré en dos partes con un sencillo golpe de mi espada!

Al turco debió de agradarle la arenga, pues, estallando en una carcajada y blandiendo su cimitarra exclamó:

—¡Mis armas os aguardan! ¡Vamos a ver si el viejo oso de Polonia derrota al joven león de Damasco!

Más de cien mil ojos se hallaban clavados en ambos combatientes, ya que los dos ejércitos adversarios se habían reunido en sus correspondientes campamentos, deseosos de asistir al fin de tan caballeroso duelo.

El polaco asió con la mano izquierda las bridas de su montura, en tanto que el turco las aferraba entre los dientes, a causa de que tenía las manos ocupadas, permaneciendo después fijos los dos, como intentando hipnotizarse con la mirada.

—¡Puesto que el león no embiste, lo hará el oso! —exclamó el capitán Laczinski, efectuando un molinete con la espada—. ¡No me agrada aguardar!

Espoleó con viveza al corcel y se precipitó sobre el turco que le esperaba cubriéndose el pecho con la cimitarra y el yatagán.

En cuanto vio a su lado al aventurero, con una ligera presión de las rodillas hizo que su caballo diera un súbito salto de costado, y asestó al polaco un tremendo golpe de cimitarra.

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